Carlos Mastronardi


Luz de Provincia 
y Otros Poemas





De: Tierra Amanecida (1926)

ALABANDO LOS BUENOS CIELOS

Mi destino que es ávido como boca en pasión
los cielos saborea. Goloso de horas soy.
Posesión he tomado de esta lenta mañana.
Le enciendo mi silencio cual una luminaria.
Es nueva risa de ángeles su luz jugosa y blanda
que me perfuma y limpia como una devoción.
Se calienta de pájaros el ambiente, y de sol.
De todas partes vino mi ser a este milagro.
Las formas son conciencias de eternidad, aclamo.
Un pecho tengo, y labios para elogiar andanzas.
La dicha exprimo como se exprime una naranja.
Por los tréboles busco la luna ya caída...
Aire tibio y elástico tal un cuerpo de china...
Aurora, yegua joven. La vida toda blanca.
Sagrada y plena como las ubres de una vaca.


PARA SEPULTAR UN OLVIDO


Yo y este paso alegre haciendo muerte…
Camino con el tiempo que es mi sombra
superando jornadas y memorias,
oscuro pordiosero de mis horas.

¿Quién era la que ayer entro en mi día?
Pienso que la efusión fue puerto vano.
Solo viajó con mi olvidar postrero;
crece como un afecto el cruel espacio.

Fui anudando minutos a su espíritu,
y enjoyada se fue con mi pasado.
Confesión de pobreza es el recuerdo,
y hiere otra presencia mi costado

Tal vez no soy aquel que contemplaba
el apasionamiento de un ocaso,
mientras el tiempo que madura adioses
nos iba despidiendo, despojando.

La andanza me buscaba como el sueño.
Un haz de anocheceres ciudadanos
traigo de los momentos que vaciara,
y un viento envejecido y desgajado.

Y en este silenciar que con Dios linda,
me desnudo de noches y de días.

De: Conocimiento de la noche (1956)


LUZ DE PROVINCIA 


A Eduarda Beracochea

Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre;
sus costas están solas y engendran el verano.
Quien mira es influido por un destino suave
cuando el aire anda en flores y el cielo es delicado.

La conozco agraciada, tendida en sueño lúcido.
Da gusto ir contemplando sus abiertas distancias,
sus ofrecidas lomas que alegran este verso,
su ocaso, imperio triste, sus remolonas aguas.

Y las gentes de ahora, que trabajan su dicha,
los vistosos linares prometiendo un buen año,
las mañanas de hielo, los vivos resplandores,
y el campo en su abandono feliz, hondura y pájaro.

Las voces tienen leguas. Apartadas estancias
miden las grandes tierras y los últimos cielos,
y rumores de hacienda confirman lo apacible,
y un aire encariñado, de lejos, vuelve al trébol.

Gracia ordenada en lomas y en parecidos riachos.
En su anchura, porfían los hombres con la suerte,
y esperan suave fronda y unas tardes eternas
y los dones que piden a los cielos rebeldes.

Preparando cada uno los colores del campo,
capaz el brazo, justa la boca, el pecho en orden.
Para el ganado buenos pastajes y agua libre,
creciendo en paz la bestia, la tierra dando al hombre.

Lindo es mirar las islas. Una callada gente
en cuyos ojos nunca se enturbia el claro día,
atardece en sus costas o cruza con haciendas,
dichosa en la costumbre y en la amargura, digna.

La vida, campo afuera, se contempla en jazmines,
o va en alegres carros cuando perfuma el trigo
cortado, cuando vuelve la brisa a trenzas jóvenes
y el ocio, en la guitarra, menciona algún cariño.

Se puede, es un agrado, saludar la esperanza.
que suele quedar sola, y los medidos actos
del hombre que se afirma con la reja en la escarcha
o rige noche y día la marcha del ganado.

Cruzan como dormidos los troperos, al paso,
tras largas polvaredas; vuelven de las tormentas,
de los bañados cuando la provincia es del viento,
de unos campos ardidos por la luz veraniega.

Leguas, y en ese brillo la torcaz y el aromo,
pausado el movimiento del otoño flotante,
y luego auroras de agua, temporadas de sombra
y el tedio hacia las tardes que los vientos deshacen.

El inconstante cielo, las plagas vencedoras,
los nacientes sembrados que empiezan la alegría,
los anhelos atados a un destello del campo,
el riesgo, siempre hermoso, y el valor que no brilla.

Las revueltas de las manadas que arrecian libremente,
y después la incansable dulzura, la honda calma,
y el esplendor desierto donde se abisma el pájaro,
donde se pierde el claro vivir de las estancias.

Es bueno ver los hombres, allí, alegres de campo,
rigiendo altos motores, sudando entre las parvas.
Estas gentes descifran su futuro en el cielo,
y sus mansas acciones confirman bestias y albas.

Conocen duras penas y alguna vez la dicha,
entienden las tormentas, las promesas del campo,
los soles y los tímidos modales de esa tierra
de ocioso color suave.  (La he mirado despacio.)

Cariñosas distancias, favores del silencio,
poblados que hacia fuera relucen en jardines,
unas casas extremas y solas frente al llano,
cercos de fronda, huraña dulzura de unos lindes.

La siesta es un arrullo cansado en esa fronda
donde otra vez aquieto mis tardes de luz viva.
Rosas proporcionadas al poder del verano,
convocando muchachas aclaran más el día.

Por los pueblos, abiertos en yuyales que apuran
la campaña y la noche, lentas almas rehacen
unos sabidos rumbos que igualan toda suerte.
Sólo cambian los cielos y unos crespos tapiales.

Calles de intimidad sin nadie, olvido y sol,
y siempre unas bandadas atristando el oeste,
y ese vals en retreta, pobre encanto en la noche:
nos busca su florido pesar, su voz nos quiere.

Cuando el aire se duerme, llega un rumor de juegos
del arrabal, o acaso de unos queridos años;
y claras van entre árboles despaciosas mujeres,
festejando colores, arreglando algún gajo.

Busca cielo y riberas el ocio del domingo.
Conozco esas mañanas populares y agrestes.
La soledad se aviva de remos, de agua en fiesta,
y, esperanzando mozas, se lucen los jinetes.

La flor de la glicina sobre quietas morochas
miré en las hondas quintas.  Allí una luz incierta
reposa, y por sonoros maizales llega el viento
con el rumor quebrado de lejanas haciendas.

El ocaso desgana las voces, y algún hombre
queda en la brisa pura, bajo el cansado cielo.
La vida se apacigua contemplando la hora
distraída sobre aguas, sembrados y altos ceibos.

La tarde, ausencia y fuego, se pierde en los arroyos:
y allá están, los he visto, unos lacios juncales
que agravan de sombría delicia y de secreto
el verdor extendido, la dulzura incansable.

Estos serenos campos fueron selva y ternura
de cantos extrañados en los días sin hombres.
Después, las almas libres; me acuerdo que pasaban
con haciendas cerriles o ganaban los montes.

He vivido en las costas y anduve un año entre islas.
Las crecientes traían animales extraños
y la grata zozobra de escuchar agua brava
entre el clamor extremo de los campos ahogados.

Mecido cielo de árboles, luz de mi tiempo: vieron
la suerte de mi gente.  Yo estaba y lo querido.
Nuestro culto y nuestro ánimo era un hombre de afuera.
Las frondas  encerraban el vecindario antiguo.

Perdido pueblo, noches de ladridos y viento;
por los ranchos lejanos, miserables canciones,
el alba entre campanas y los mojados carros,
calles de luz más sola, la plaza como un bosque.

Con buen tiempo llegaban las noticias del campo
que animaron tertulias de señores felices
y un pájaro bastaba para alegrar el pueblo.
Luz agreste y cantada, la vida entre jazmines.

Recordando mi casa y unos queridos años
digo: era el agua próxima rumor en la roldana,
llegaba algún dichoso, las fiestas nos juntaban,
nuestro padre salía temprano a la campaña.

Tuvimos un gran árbol, para un barrio su efluvio.
Adentro iba una voz disponiendo esplendores
y en los patios duraba la sombra de los nuestros…
Entonces, los regalos venían de los montes.

La dicha entretuvimos mirando unas amigas.
Lentas, bajo sombrillas de colores, llegaban
a pasar con nosotros un cariñoso día
de manos ocurrentes y flores visitadas.

Son recuerdos.  Ese árbol queriendo todo el patio,
aquellos que no vuelven a su sombra, otras voces,
las tardes que venían oliendo a campo.  Lejos
quedaron, en la vida reservada de entonces.

Me alegré de jinetes que entraban siempre al alba.
Vi esquinas resignadas a un caballo y a un poste,
luz de rosales, calles con lunas más cercanas.
También vi guitarreros borrachos en la noche.

De lejos, en las fechas respetadas, venían
paisanos que orillaban las alegres reuniones.
Llegaban de los montes a embravecer las fiestas,
la mirada filosa y el destino en las voces.

Una vez se miraron y se entendieron dos hombres.
Los vi salir borrosos del camino, y callados,
para explicarse a fierro: se midieron de muerte.
Uno quedó; era dulce la tarde, el tiempo claro.

Yo saludé varones sufridos que agrandaron
los confines riesgosos de una hirsuta provincia.
Tras la hacienda bravía o en los montes quedando,
vivieron sin asombros sus penas y delicias.

El campo se ofrecía misterioso, y sus hombres
ganaron soledades, removieron la gracia
descuidada y ociosa de unas tierras tupidas,
la luz extraordinaria y ociosa de otras albas.

He cruzado sus leguas de alta fronda, y recuerdo
un sosiego de estancias perdidas en la dicha
y tormentas de pájaros obedientes al alba.
Era un agrado estarse contemplando esa vida.

En ceibales y costas quedan rumores de antes
y viene hasta mis noches como una queja antigua.
Persiste un rudo encanto que me despeja el alma,
entre arroyos ocultos y en las calladas islas.

Los ocasos devuelven al ayer.  Reconozco
luz de una tarde mía en las tardes de ahora.
Otra vez me convidan los silencios del campo
y un confín oscilante de linos me recobra.

Alabo estas distancias, que imperan con dulzura
y dicen que el olvido, bajo su fronda, es suave.
Suelo buscar, gustoso, su paz consecutiva,
sus aguas remolonas, su octubre, sus maizales.

Aquí un desamparado valor mueve a los hombres
desde la luz primera, que impone la hermosura.
Hay brazos que renuevan los colores del campo,
y destinos que en soles y nublados se buscan.

Hablo de mi provincia.  Vuelvo a querer sus noches,
sus recias claridades y sus albas de hielo.
Miro el cauce anchuroso de sus almas iguales,
su resplandor de espigas y su varón sereno.

De nuevo me convida la mansa luz agreste,
y el rocío en los huertos que guardan la frescura.
Me ofrezco a unos lugares de follaje y silencio,
al escondido tiempo de las quintas profundas.

Otra vez nos conducen las tardes pueblo afuera.
Por las costas cercanas –uno ausente- nos vemos
en los pastos tirados, sin apuro remando…
Suelo volver del monte, perdido, un grito espléndido.

Yo soy una alabanza de esa fronda que ampara
un vivir agraciado de secreto y sin mundo.
En su hondura, mi paso libre de horas, absuelto,
y en calles que se pierden junto a los campos mudos.

Vuelvo a mirar confines de abandonada gracia,
pueblos fieles al gesto de antiguas gentes muertas,
y piadosos lugares que halagan el recuerdo,
por donde se alejaba mi pena paseandera.

Vuelvo a ser de las noches, que hondamente me han visto.
Me acompaña una brisa de campo en esas horas,
cuando busco la extrema quietud, ruinosas tapias
y calles semejantes a mi destino, y solas.

Conozco unos lugares que enternecen mi andanza
y donde la provincia ya es encanto sin tiempo.
Frondas, callados pueblos, suaves noches camperas.
Soledad, hermosura: frecuencias de mi pecho.

Vuelvo a cruzar las islas donde el verano canta,
y un aire enamorado de esa extensa delicia
en cuya luz diversa y en cuya paz se anuncia
la querida, la tierna, la querida provincia.

Larga dulzura creada para entender la dicha,
durable rosa, quieto fervor, gajo de patria.
¡Qué mansa la presencia de la brisa en sus tierras!
¡Qué sonora en mi pecho la efusión de sus aguas!

Dulzura, sí, llaneza cordial, grato sosiego,
amplitud primorosa  y honor de la mirada.
En su anchura, el olvido reconoce a los suyos,
y en su tierno abandono mi persona se aclara.

¡Qué vistosas se ponen sus leguas cuando el aire
perfuma, y la tarde alza como dormidos velos!
Yo pondero esos campos, los nombra el afectuoso.
Mi corazón es dádiva de su amable silencio.

Siento una luz absorta y unos muertos rumores;
reconozco este ocaso perdido en los trigales,
y fuera de los años miro su gracia inmóvil,
su delicado fuego sobre los campos graves.

Luz absorta que viene del pasado, y me acerca
unos rostros, un pueblo y esa fecha rezada
en que anduve más solo por los patios silvestres...
(Un Septiembre elogiado con glicinas, estaba).

Este ocaso confunde mis tiempos. Vuelve un canto
siempre dulce. La dicha se parece a esta ausencia.
Quedo en la brisa, tierno de campo, libre, oscuro.
Una vez yo pasaba silbando entre arboledas.


ROMANCE CON LEJANÍAS 


Me gustaría verte, ser alguno en tu pecho.
Un ámbito de música elogia tu presencia.
Serena luz y mundo pudieras darme ahora,
letras para la vida y un eco de Septiembres.

Que este verso te encuentre eligiendo una dicha
y tus manos conozcan la azucena y el río.
Juegan con tu dulzura las gentes de tu sueño,
y yo soy en tu lástima el vendaval dormido.

¿Cuáles serán los nombres que esclarecen tu boca,
cuando vuelven a tu alma las personas de sombra
y tus ojos perdonan? ¿Cuáles serán las calles
por donde te adelantas a las futuras horas?

Otra vez me retienen las quietudes del Norte,
mas te encuentra el recuerdo por la ciudad porteña.
Lejano de esos días que en los días se pierden,
vuelve tu gracia triste para regir mi poema.

Ahora soy el huesped callado de tu vida,
y apenas el silencio que te influye en las tardes.
Miren tus ojos lentos un orbe de violetas,
¡oh amorosa de muertes, mi amiga y mi coraje!



LA ROSA INFINITA

Había una niñez, unos jinetes y árboles
-también sus cariñosos-,
un portal conocido por sus flores,
algún abrazo aquietado entre perfumes
y la sombra central de la madre.
Las miradas seguían
el tránsito dichoso de la aurora
y el decaimiento de las azucenas.
Quien entraba buscando los cariños de adentro
debía pasar
bajo aquella herradura de la suerte
que a través de los años sostenía
los bienes de la casa.
Recuerdo la escondida frescura del aljibe:
en su hondura temblaban nuestras risas
y un eco más profundo tenían las tormentas.
El zorzal prisionero, en el tiempo agradable,
ensalzaba los montes natales.

Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo.
Había claras mañanas, sucesos de esplendor,
atravesadas siempre de carros y silbidos,
y en el umbral alguno se tardaba,
callado frente al pueblo
y admirando a esos hombres que entraban con un canto
en que había una morocha prendada de un paisano.

Esto era en la provincia,
en la infinita rosa donde se holgó la infancia.
El campo se daba a la brisa
y el alba era cantora
en los árboles del fondo de la casa.
Las crecientes, los soles, las incansables aguas
conmovían al viejo vecindario,
y el hombre trabajaba con dulzuras
en aquella quietud de esplendores durables.
(En todo lo que diga estará el cielo,
pues era en la provincia,
las bandadas cruzaban una luz melodiosa
y eran los años vueltos hacia el campo).

En los desnudos brazos que el verano vencía
jugaban los reflejos
y vi pasar la imagen de la siesta.
Las calles empezaban con sol y jovencitas.
Una clara sonrisa
a veces detenía tormentas de jinetes.
Entre buenos recuerdo viene un hombre del monte,
y no quiero olvidar esos rosales
en cuya hondura generosa
nosotros y los pájaros andábamos.

Había una niñez, una fronda y sus amigos,
luces a las personas semejantes,
una boca pensando virtudes y pecados,
y en el invierno, el reino
de los cantos distraídos.

Aquí rememoro un galope
cortando la sensible medianoche
y el viento enloquecido en los parrales.
En el verano, la unidad de la alegría.
También las sucesiones afectuosas
de los brazos ligados,
y las glicinas, en el segundo patio,
junto a la cadena del pozo,
en sus avisos de agua tan sonora.
El cielo en nuestras predilecciones.
Sabíamos algunas palabras
para ayudarlo a Dios.



De: Siete Poemas (1963)


ALGO QUE TE CONCIERNE 

De aquella tertulia lejana y amable
que ocurrió en Basilea o quizás en Bolonia,
una noche generosa
en rostros, en palabras, en señores insignes
que el ocaso juntó por un momento,
todo se ha borrado,
como si las vidas y las circunstancias
y esa misma noche brillante
no fueran otra cosa
que la trama deshecha de un sueño
tejida por un dios que nos devora
y que en aire y en humo se complace en
                                                         [plasmarnos.
Así, d ese encuentro de sombras corteses,
tan incierto que ya no recuerdo su lugar ni
                                                         [su tiempo,
y cuya condición menguante
es la de todo aquello que se funda en las formas,
en los acuerdos exteriores,
no en el completo don que nos construye,
nada me queda, nada sobrevive,
excepto tu pensado rostro.

Puesto que de fervor está hecha la sustancia
de cuanto existe, de aquellas vagas horas
en que sin verse se rozaron muchos,
solo recobro una persona clara,
y así vuelve a ser vivido el momento remoto
que busco y que persigo con palabras:
entre un fulgor de vasos  y perdidos
en la sensible música que engendras,
unos mansos fantasmas, acaso sin saberlo,
se estaban despidiendo para siempre.

Bien lo comprendes: la dispersión propia de un
                                                          [sueño;
sin embargo, no es todo un callado naufragio
porque la realidad con tu recuerdo empieza.
Se apagaron los hombres y las luces,
pero una luz más firme le concede
continuidad al alma retraída
y una fiesta más en mí perdura.

Ahora, en la quietud de la alta noche
bebo el café y doy con una página
donde leo que el Amor filosofa,
porque el eros, a diferencia del ignaro,
busca lo que le falta,
sospecha claridades que están lejos
y pide esencialmente la belleza.
Dejo el antiguo texto. Es tarde. Me devuelven
                                                             [al mundo
el poder solitario de la noche
y el viento que en los árboles insiste.
Ya han de andar las abejas sobre jardines jónicos.
Me olvida y calla el tiempo
bajo el círculo claro de la serena lámpara.
Yo escribo que te quiero.

Semejante a una ternura antigua
regresa el habitual carro del alba,
como si fuera el eslabón que salva
la persistencia, el orden de este mundo.
La ciudad duerme bajo la lenta lluvia.
Suena un vago reloj en el piso de arriba.
Vuelvo a mí mismo, a verte.


De: Poemas inéditos de distintas épocas - Antología [1966]


LA MEDALLA

Cuando los años me hicieron dejar la oficina,
los viejos empleados se juntaron hacia el atardecer,
y después de levantar las copas
pusieron en mis manos una medalla,
grato presente que según la costumbre,
los hombres acuñan –penoso es decirlo-
en obstinada materia,
porque saben que el alma tiene hondones
y resquicios que al fin serán su ruina.
Acuden, pues, a la firmeza
del oro o del bronce
para dar ilusoria persistencia
al recuerdo que vacila.

Estuve, así, un momento
con esos compañeros afables y sencillos
a quienes apenas conocía,

pues nuestros vínculos eran los que impone el trabajo,
y en verdad sólo la inercia y el tiempo
promovieron la amena ceremonia,
en cierto modo impersonal,
dispuesta por aquellos obsequiosos
para despedir a una imagen periódica,
ya que nada sabían de mi esencia profunda,
plasmada en alegrías, deshonras y flaquezas.

Todo ocurrió como en un libro,
como si fuéramos vagos signos,
pero las formales palabras de encomio
y la inmutable ofrenda con mi nombre
espejaban veraces
el cuidado que ponen los mortales
en sostener y afianzar la cosa incógnita,
la vaporosa vida.
Se apagó la amable tertulia,
y mientras unos pocos prolongaban el diálogo,
agradecí su presencia y busqué la calle.
Cuando descendía la escalera,
como quien vuelve a sí mismo y quiere andar solo,
pensé en la fiesta ya desvanecida,
y me dije que el obsequio perenne
también se disipaba en aire y sombra,
pues pude vislumbrar
-triste menos por mí que por todos los humanos-,
que la inscripción del metal perdurable
se borraba y perdía de modo extraño.

Sentí, entonces, que esa anulación instantánea,
contra la cual levantamos dignidades y valores,
nos enseña que es mejor perder de una vez
lo que habrá de perderse.
Y también me fue dado imaginar
que la medalla del agasajo,
símbolo que al olvido lleva una vana guerra
y parte de la intriga benévola
que nos miente sustancia y nos ayuda,
iría a parar al fondo de un cajón,
y allí quedaría, ya nivelada con todo
lo que integra y devora el pasado,
desde el diamante hasta el hombre,
tan tenue y enigmática como la misma vida.



TRISTE SOBERANÍA



El vivo azar que fluye te condena
y viene tu niñez sobre sus olas.
Mientras el breve tiempo al mismo tiempo inmolas,
la esperanza te oprime y encadena.


Gozas el laberinto que te pierde,
atas a lo imprevisto la hora vana,
y tus años, esclavos del mañana,
anhelan que un abismo los recuerde.


Cuando vuelves la cara verdadera
a la edad que salió de tus empeños,
la esperanza te deja y te libera.


Sólo recuerdo y paz, nada te asombra:
gastaste un hombre para verlo en sueños
y has creado libertad para una sombra.


PETICIÓN DE PENUMBRA


Disimula tu vida
Epicuro 

Quiso el alma escondida alzar murallas
para ser una patria imperceptible;
oculto anduvo entre secretas vallas
el pobre corazón inaccesible.

Con vergüenza de ser uno y distinto,
mis ignorados bienes defendía,
pero en vano he construido un laberinto,
pues vive en todos lo que yo escondía.

Tejí el dédalo absurdo y vano donde
camino con el goce del secreto,
pero un eco lejano me responde.

Ya oculto en el espacio y en memorias
fugaces, como ayer hoy me prometo
sortear espectros, gentes ilusorias.


De:  Los Poetas de Florida. Antología (1968)


SOLEDAD

Aspiro el ramillete de los años
Y siento que estoy muerto en cada olvido.
Mis apariencias todas se gastaron
Alguien se iba de mi crepúsculo...
En mis tiempos marchitos hubo puertos,
Y pañuelos vehementes se alejaron...
desconocidas gentes han partido
del fondo de mi ser ya devastado.
Me quedé en la efusión de cada abrazo
y en los adioses layos y secretos.
De improviso me vi como un extraño
con mi presencia inexplicable y sola
Lo ausente habla un idioma que no alcanzo.
Inútilmente dóblanse las tardes ...
Nos vamos deshaciendo en los olvidos,
ya dispersé el recuerdo como un ramo.



Inédito, publicado en El Diario de Paraná, el 23-06-1976


ENTRADA EN EL DESIERTO


Dicen que en este lugar he vivido,
pero no reconozco ni personas ni casas,
que si alguna vez miré, se disiparon.
Paso junto a unas puertas y unos patios sin voces,
indescifrables, mudos,
como si los hubiesen dejado en un desierto.

Nada de lo que tuve me espera en este pueblo.
A quién preguntar por aquel árbol
y por aquel jilguero que cantaba
en la serena siesta, si no quedan recuerdos,
y las cosas existen y se afirman
en el pasado mutuo, cuando alguien las comparte
y no se derrumbaron con las almas.

Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Sólo advierto - quimera y simulacro -
unas sombras ruidosas, unos rostros anónimos.

Quiero saber de aquella madreselva
que era agasajo y sueño de unas tapias
rojizas, vacilantes por el lado del río.
Nadie responde. Llegan los meses agradables
y es otra, sin embargo, esta delicia,
esta luz que en noviembre inspira al pájaro.

Regreso después de años, y me digo
que en los acuerdos íntimos se asienta
la realidad incógnita. No hay señales ni me ampara
esa querida gente que acaso huyó con ella.

Ya no queda ninguna,
ni siquiera enemigos para exaltar el ánimo.
No encuentro el sauce pródigo que me obsequiaba sombra,
ni esa piedra pulida por el tiempo,
ni aquel grillo selvático que esperé muchas tardes.

Yo estaba y era en ellos. Me ayudaron
a cavar el abismo del futuro.
En las cosas me apago,
ya que, agónica y siempre, la versátil sustancia
vacila entre su fin y su principio
en vaivén que consume nuestros días.
Todos han muerto. Espejo sin imagen,
enfrento una penumbra despoblada.

El pasado se adueña de la noche
y anda en el lastimado viento solo,
que al desvelar distancias
sufre un idioma de ladridos pobres.
No hay un alma. Lo extinto reaparece
cuando la vida calla, y se apacigua
para sentir más cerca los ausentes.
Busco una calle, piso unas baldosas,
donde mis lentos pasos no resuenan
y doy con unas casas ignoradas
sin poder recobrarme. Soy ahora el extraño
que ha perdido las huellas del tiempo aquí dejado.
Esperaba un jardín, y miro un páramo.
El mundo real se oculta. Aquí no hay nada.


De: Poesías Completas (1982)


LOS MANDATOS OCULTOS

 
Trabajo para un hombre insospechado
oculto en algún siglo venidero.
Sin saber quién lo manda, está llamado
a ser mi realidad y mi heredero.

Mi paso y el de todos los mortales
oigo en una desierta edad futura.
Causando estoy las dichas y los males
que aguardan a una incógnita criatura.

Heredará mi sombra y será suyo
el dulce afán que mueve aquí mi mano,
mas habrá de ignorarlo. Quizá influyo

sobre un sirviente, un juez o un asesino
cuyo puñal esgrimo yo, el arcano.
Esa oscura maraña es el destino.







CARLOS MASTRONARDI, nació en Gualeguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, el 7 de octubre de 1901. Alrededor de los veinte años viaja a Buenos Aires, con la intención de estudiar abogacía. Forma parte de la vanguardia literaria que, a mediados de los años veinte, se reunía en torno a la revista Martín Fierro y que sería conocido como el Grupo de Florida. Tiempo después de publicarse su primer libro de poemas, Tierra amanecida (1926), la muerte del padre determinó el regreso de Mastronardi a Gualeguay, experiencia caracterizada en las Memorias como «un período oscuro, un tiempo sin esperanza ni salida» que duró ocho años.  Al cabo de ellos, Mastronardi vuelve a Buenos Aires; allí se establece como redactor de EL DIARIO (oficio que ejercerá hasta jubilarse) y publica su tercer libro Conocimiento de la noche (1937).  El resto de su parca literatura cabe en unos pocos títulos.  Dos de ensayos: Valéry o la infinitud del método (1955) y Formas de la realidad nacional (1961); uno más de poesía: Siete poemas (1963) y las ya mencionadas Memorias de un provinciano (1967).  A estas ediciones hay que añadir la segunda de Conocimiento de la noche (1956, con agregados y variantes) y un cierto número de artículos y poemas dispersos o recogidos en diarios, revistas y antologías.  Mastronardi murió en Buenos Aires en 1976.  Póstumamente editó la Academia Argentina de Letras sus Poesías completas (1982, al cuidado de Jorge Calvetti), y sus Cuadernos de vivir y de pensar (1984, con prólogo de Juan Carlos Ghiano).