Enrique Vila-Matas


El Paseo Repentino 
(Cáceres, 1956) 1




Quizá por la extrema suavidad de sus voces, aún me impresionó más ese súbito permiso que me otorgaron mis padres. Porque desde ayer poseo un flamante permiso para salir de noche. Ha llegado bastante tarde, pero bienvenido sea. Me lo han dado no porque yo tenga una edad ya más que respetable sino porque posiblemente les angustiaba ver que no duermo nada y estudio tanto. No eligieron, de todos modos, la hora más oportuna para darme ese permiso, pues se avecinaba una tormenta que todos presentíamos violenta. Pero les agradecí el gesto. Les sonreí y di las gracias por el detalle, aunque no tardé, tras el estallido de un fuerte trueno, en bajar de nuevo la vista a mis apuntes y continuar estudiando. Mi madre entonces, tras enviarme una mirada de comprensión, prosiguió ese dulce trabajo de costura que la llevaba a levantar, tras cada puntada, la aguja sobre la tela. Y mi padre se sumió en la lectura, como siempre exhaustiva, del periódico. Compartíamos los tres la misma mesa camilla y yo, para no molestarles, tenía tan sólo mis apuntes sobre la mesa, los libros de texto sobre dos sillas. Era tan profunda y familiar la calma de anoche -sólo rota por los repentinos truenos- que habría sido la cosa más rara del mundo la presencia de una persona extraña en medio de aquel hermético y delicado grupo familiar.
   
¿Yo sabía? Era un secreto a voces aunque no venía en el periódico de mi padre- que por la mañana en Madrid se había celebrado el Día del Estudiante Caído, y los rumores hablaban de disturbios y de un falangista herido. Yo había oído algo de todo eso, y me decía a mí mismo que si había en el mundo alguien a punto de convertirse en un estudiante caído ese alguien era yo, que me estaba cayendo de sueño tras aquellos días de estudio tan continuado. A causa de ese gran esfuerzo yo no andaba anoche demasiado alto de moral, pues si bien me sentía muy orgulloso de pertenecer a la raza de los estudiantes que nunca duermen y siempre velan y no piensan ceder al sueño hasta el día en que terminen todos sus estudios, era también consciente de que si no atajaba seriamente aquellos embates del sueño podía en cualquier momento dejar de pertenecer a esa raza tan heroica y convertirme en el estudiante caído por excelencia, lo cual para una persona como yo tienes que estudiar para ser alguien el día de mañana, ha estado repitiéndome mi padre a lo largo de estos últimos años equivalía al más estrepitoso y rotundo de los fracasos.
   
A nadie le gusta convertirse en el Estudiante Caído del día. Yo me decía esto, signo evidente del gran desequilibrio al que me habían conducido aquellos dos días de salvaje e infatigable dedicación al estudio, y de pronto comprendí que la única posibilidad que tenía de resistir al sueño era interrumpir mi cada vez más atravesada mirada sobre mis apuntes y, por mucho respeto que impusiera la tormenta que se avecinaba, salir a la calle, aprovechar aquel permiso que, aunque escandalosamente tarde, habían tenido la gracia mis padres de concederme.

Un paseo repentino -me dije- podría hacerme mucho bien. Un paseo repentino y luego, ya bien despierto y refrescado por el aire- y la lluvia de la calle, regresar a la concentración y al estudio, no dejarse vencer por el sueño y así pertenecer a la raza de los vencedores, a la raza de los que están más allá del sueño; ser como los locos, que tampoco duermen, que también vencen al sueño y que, al igual que los estudiantes de verdad, jamás se cansan, siempre andan despiertos.
   
Pero cómo -me pregunté entonces- se tomarán mis padres esta decisión de salir si hace tan sólo un rato hundí de nuevo mi mirada en los apuntes, di a entender que me quedaba en casa. Tal vez me recuerden que debo seguir estudiando para poder ser alguien el día de mañana. En cualquier caso, lo que parece seguro es que me tomarán por definitivamente loco si ahora de pronto salgo a la calle cuando todo, absolutamente todo, indica que me he decidido a pasar la velada en casa, cuando fuera hace tan mal tiempo y quedarse en casa parece lo más natural; cuando, además, el vestíbulo está a oscuras y el portal con cerrojo.
   
¿Qué dirán ellos de mi repentina inquietud? Eso me preguntaba yo anoche en la paz inquebrantable del hogar     familiar, tentado de pronto por la interperie y por la idea de separarme completamente de mi familia. Eso me preguntaba mientras no podía evitar un ligero y muy alarmante cabeceo. -Me sentía al borde de ser vencido por el sueño. Creo que comencé a delirar, pues ante mis ojos veía yo desfilar una procesión de objetos de todo tipo: abanicos, botijos, castañuelas, paellas, navajas, tricornios, alpargatas, tapas y trabucos.
   
Estaba claro que había estudiado en exceso y que peligraba mi salud mental. Era necesario hacer algo para no ser vencido por el sueño, pero sobre todo no ser vencido por el delirio. Me dije que lo mejor sería explicarles a mis padres que me veía obligado a salir y, después de una breve despedida, salir; cerrar con mayor o menor estrépito el portal, según el grado de ira que creyera haber provocado en mis padres; irme directo al Paseo de Cánovas, que está a cuatro pasos de donde vivimos; convertirme en una silueta vigorosa de atrevidos y negros trazos que, golpeándose los muslos con la mano -para así adquirir mi verdadera imagen y estatura, recorriera las viejas calles de mi ciudad. 
  
Pero me daba pánico decirles adiós de repente a mis padres, dejarles allí plantados, con la tormenta cerca y sin ni tan siquiera la reconfortante visión de su hijo estudiando para abrirse camino en la vida; dejarles allí bien abandonados en su mesa camilla y en el sopor cotidiano. También me daba miedo la oscuridad de fuera, el misterio de la noche y la intemperie. Me daba pánico la luna. Me daba miedo dormirme.
   
Menos estudiar, todo me daba pavor. Sin embargo -me decía a mí mismo- estaría muy bien que cuanto de heroico hay en ti cuando estudias lo trasladaras también al mundo de la calle y la intemperie. Estaría muy bien que te arriesgaras a salir en una noche de truenos como ésta. Me decía a mí mismo todo esto, pero era incapaz de levantar la cabeza de mis apuntes, y de vez en cuando, además, esa cabeza, casi presa de un sueño terrible, se balanceaba peligrosamente.
   
No tardó en ponerse a llover, el viento comenzó a golpear los cristales, hundí aún más mi mirada en los apuntes.
   
-Eso. Muy bien. Así me gusta. Estudia si no quieres ser toda tu vida un perfecto inútil -me pareció que susurraba de pronto mi padre, tal vez necesitado de comentar algo para sacarse de encima su habitual respeto a las tormentas.
   
Se oyó el sordo crujido de unas hojas del jardín que bailaban en el cristal de la ventana. Cabeceé una vez más, el sueño parecía estar a punto de doblegarme, por poco mi frente se estrella contra los apuntes. Tembló en ese instante la claridad de un relámpago y se oyó un trueno imponente; golpeó el viento con más furia que nunca los cristales, y me quedé inquieto, pues ya no supe si el viento golpeaba fuera o dentro. 
  
Con inquietud pasé de una preocupación a otra. Qué hago -me pregunté ya en el Paseo de Cánovas- si no sé ni adónde voy. Veía las casas muy borrosas bajo la lluvia. Pero no era sól, la lluvia la que me hacía verlas así. Creo que a pleno sol también me habrían parecido confusas. A mi lado, caminando con un paraguas que me protegía de la ya fuerte lluvia, descubrí la presencia de mi padre.
   
-¿Qué estás haciendo aquí? -le pregunté extrañado.
   
No contestó.
   
Me acordé de los días en que yo era un niño y por ese mismo Paseo íbamos andando en mañanas de domingo. Pero sobre todo me acordé de la noche en la que, paseando por aquel mismo lugar, yo todavía muy niño, le dije:
   
-Papá. hay casas en este Paseo que hablan solas. ¿O es el viento que las hace hablar? Paremos a escuchar un momento.
   
Anoche se me ocurrió volver a pronunciar estas palabras para ver si él a su vez volvía a repetir la vieja respuesta de antaño, y de paso ver si aquel hombre que me protegía con su paraguas era realmente mi padre y no un fantasma, pues si antes en mi delirio había visionado todo tipo de alpargatas y abanicos, bien podía estar imaginando en otro nuevo delirio- que veía a mi padre junto a mí supervisando mi paseo repentino bajo la lluvia. 

Anoche volví a decirle las mismas palabras de entonces, y él repitió la vieja respuesta que en otros tiempos me había dado, y lo hizo acompañándose de una sonrisa, como tratando de indicarme que me tranquilizara, pues estaba allí para protegerme, como buen padre, de la lluvia y de los altos secretos del viento y de la noche. 

-No escucharás nada de ellas -me dijo-. Las casas no hablan. Y el viento nunca las ha hecho hablar. Así que estás confundido, hijo. Se trasladan las casas a tu mente y desde allí te inquietan. Tal vez sea eso lo que te ocurra. Pero ya te digo, las casas no hablan.
   
Entonces recordé otro día, también caminando con mi padre por el Paseo de Cánovas. En esa ocasión, él se había molestado mucho porque yo, que era entonces un adolescente rabioso, le pregunté quién le había dado permiso para acompañarme. Se enfureció mucho y, tratando de dejarme seco y quieto con algo mucho más sutil que una simple bofetada, me preguntó:
   
-¿Ves este Paseo tan soleado y amplio, tan hermoso tan familiar para ti? ¿Lo ves? 
  
-Sí, lo veo -dije.
   
-Pues no estará de más que sepas que no siempre este Paseo fue así. En tiempos lejanos esto era un lugar selvático. Más tarde, un lugar de ventanas ciegas, pasadizos ocultos y sucios patios.
   
Me quedé seco y quieto, porque nunca hasta aquel día me había hablado mi padre de forma tan extraña.
   
Años después, le interrogué en el mismo Paseo acerca del sentido de aquellas palabras que de adolescente me dejaron más que confundido.
   
Entonces él me las aclaró de esta forma:
   
-Mira, hijo. Al igual que aquel día, hoy paseamos por las amplias y soleadas calles de esta ciudad y somos felices.
   
Pero dentro de nosotros viven aún los oscuros rincones, los pasadizos misteriosos, las ventanas ciegas, los sucios patios. Hoy marchamos, -amplio y sosegado, limpio y ordenado Paseo. Pero nuestros pasos y miradas son inciertos. Por dentro, temblando todavía, como en las viejas calles de la miseria. 
  
Con el tiempo creo haber comprendido estas palabras. Y anoche bajo la lluvia, caminando con mi padre, volvía a recordarlas mientras me preguntaba por qué me había dado permiso para salir por mi cuenta de noche y sin embargo, contrariando su iniciativa, se había unido sin permiso a mi expedición solitaria. ¿Era tal vez para vigilar el rumbo de mis pasos? ¿O simplemente para preguntarme por qué había salido a la calle si hacía tan mal tiempo?
   
-Estaba cansado de estudiar tanto -le comenté para ver qué me decía, para ver si se decidía a explicarme por qué me había seguido.
   
Me miró con ojos repentinamente tristes. Y con voz grave y muy enfática, casi carente de sentido del ridículo, le oí decir:
   
-Cuando esté bajo tierra sentiré sobre mi cuerpo perdurar los anchos paisajes de este país. Y será una, pena no asomarme alguna vez para ver cómo han reverdecido en primavera, si se han vuelto de cobre en otoño. Estaré bajo tierra y oiré sólo resonar los tacones de la gente al pasar, y me preguntaré qué noticias deben estar difundiendo los periódicos en ese momento. Me preguntaré esta y otras muchas cosas, v sabré que algo pasa sobre mí pero nunca sabré lo que pasa.
   
Me resultó difícil contestarle algo. Aquella voz engolada le hacía casi irreconocible. Por fortuna, cambió de estilo y recuperó su voz de siempre.
   
-Me he hecho viejo -me dijo elevando bastante, como en él era habitual, la voz-. ¿Es que no comprendes? ¿Acaso no lo ves? Ya soy hombre viejo.
   
A la luz de un súbito relámpago logró que le viera con más edad de la que tiene, y esta rara impresión quedó reforzada cuando me contó que tras su jubilación se sentía muy angustiado porque no hacía nada en todo el día, sólo leía periódicos y periódicos que, para colmo, silenciaban la realidad y no contaban más que mentiras y noticias beatas o de cuartel. Le vi muy viejo ya cuando me dijo que estaba tratando de escribir para él mismo -y para que a lo sumo lo leyera mi madre- la historia de su vida, pero no lograba escribir ni una sola línea, pues ¿El no tenía el hábito (le sentarse a un escritorio, siempre había sido un hombre de acción, el inspector de hacienda más activo de la provincia.
   
-Y, para colmo de los colmos añadió a modo de conclusión, debes saber que tu padre se aburre mucho.
   
Eso ya lo sabía, ya lo había notado. Se aburría como una verdadera ostra. Siempre sentado a la mesa antes de tiempo -pese a que mi madre adelantaba sin cesar la hora de comer- vivía cada vez con más adelanto, de tanto que se aburría. 
  
-No sabes cuánto te envidio -me dijo-. Lo daría todo por tener tu edad, por estar en el umbral (le la lucha por la vida, de la lucha por hacerse uno con un firme prestigio social. Cuánto me gustaría que el tiempo marchara hacia atrás y pudiera yo ahora volver al mundo de la acción y no tener que verme sentado a una mesa sin nada que escribir. Cuánto me gustaría volver a inspeccionar a seres atemorizados, a cacereños siempre bien dispuestos para el soborno. Yo no he nacido para estar en una mesa camilla hojeando periódicos. Yo no he nacido para estar en casa, pasivo vicio, mirando incrédulo las hojas en blanco de una biografía que nunca escribiré porque nada se me ocurre para reflejar sobre el papel y, además, las palabras me dejan paralizado. Cuánto daría yo por tener tu edad y volver a combatir por ser alguien en esta vida. 
  
-Pues yo no sé -le dije- si estoy preparado para la vida. Creo que nunca voy a apartar mi mirada de los apuntes.
   
Quedó muy sorprendido.
   
-¿No pensarás ser un inútil toda la vicia? -preguntó. 

-También yo me cambiaría por ti -le dije-. Me gustaría ser como tú, estar abocado a unos papeles en blanco sin que nadie me exigiera otra cosa que eso, que estar abocado a ese blanco de una vida por escribir.
   
Aunque no era mi Propósito, le vi irritado, muy molesto conmigo. Se apartó bruscamente de mi lado y dejó que me mojara la lluvia. Pero yo continué hablando, imperturbable:
   
-No te das cuenta de que la vejez y la escritura se parecen mucho. Son la única posibilidad de transformar la vida, que es una enfermedad.
   
¿Una enfermedad? -preguntó con visible alarma mientras volvía a acercar su paraguas a mí.
   
-Sí. Una enfermedad de la materia.
   
-Nunca había oído una tontería igual.
   
-La vejez y la escritura son las únicas medicinas contra esa enfermedad. No te das Cuenta de que todos somos unos inútiles, Pues inútil es también la vida. Y si todos somos Unos inútiles, el hombre viejo aún lo es más. El hombre viejo es el inútil por excelencia.
   
No le hizo la menor gracia que le dijera esto, pero yo proseguí más imperturbable que nunca.
   
-¿Acaso no lo ves? -le dije-. El hombre viejo tiene la ventaja de que ya está completamente fuera de juego, fuera de todos esos esfuerzos tan incómodos a los que se ven abocados, por ejemplo, quienes sienten que deben ser alguien en la vida. El hombre viejo está lejos ya de esos esfuerzos tan groseros. Sólo el sueño expulsa algo de ese delirio de prestigio al que nos vemos abocados cuando terminamos nuestros estudios.   

-Yo te había hecho confidencias -dijo mi padre-, pero tú has ido demasiado lejos y has llamado inútil a tu padre, inútil por excelencia. Esto es muy grave. Necesitas un correctivo, lo más severo posible.
   
Le vi andar muy nervioso, cada vez más rápido, forzando la marcha. A ese paso -me dije- pronto estaremos ya en la Avenida de la Montaña. Yo le seguía como podía.
   
-El único correctivo que yo conozco -le dije-, el único que puede curarnos, por momentos, de nuestros males, de nuestros delirios de prestigio, es el sueño. 
  
-Estás loco... Dices que no te sientes preparado para la vida... ¿Y acaso no piensas fundar una familia como todo el mundo? ¿Y acaso a esa familia no habrás de alimentarla? ¿O es que piensas vivir del aire?
   
-Sólo el sueño -proseguí sin perder la calma, pero andando cada vez más rápido- es una cura sistemática, una corrección sin fin de nuestra ambición absurda de ser alguien. En el sueño trasladamos pesados equipajes de los que desearíamos librarnos. Esos equipajes no son más que esa preocupación constante que hemos ido acumulando a lo largo de la vida por ser alguien, por poseer algo que sea nuestro, por no sentirnos desnudos del todo. Pero yo te digo, padre, que la vida es una cosa perfectamente inútil, que nosotros, por tanto, somos seres inútiles. No vamos a ninguna parte, no necesitamos equipaje. Somos unos perfectos inútiles. Y tú, padre, eres el inútil por excelencia.
   
Me sentí íntimamente satisfecho de haber tenido el valor de llamarle inútil por excelencia, y haberlo hecho por segunda vez. Vi a mi padre de nuevo enfurecido.    

-Insisto -me dijo tratando de controlar su nerviosismo-. El sueño no te dará de comer. 
  
-No me importa. Yo sólo me represento a mí mismo, y así pienso continuar siempre. 
Nunca seré el responsable de una familia.
   
En ese momento doblamos de forma repentina una esquina y vi que ya estábamos en la Avenida de la Montaña. Frenamos el empuje de nuestros pasos, retumbó un trueno con gran fuerza.
   
-No pienso -le- dije a mi padre- dejar pobres criaturas a las que proteger en noches de lluvia con mi paraguas. No pienso dejar criaturas, en una palabra.
   
-No te sientes capaz de asegurar la existencia de una familia...
   
-Tú lo has dicho. Para una cosa así hay que tener cualidades que reconozco en ti y que no me gustan... Sería necesario convertirme en lo que tú eres, o sea, traicionarme.   

-A quien estás traicionando es a tu religión, desdichado. Estas traicionando los principios que yo te he inculcado -gritó cada vez más enojado. 
  
No me amilanaban sus gritos. Llovía, pero extrañamente yo no notaba el agua en los pantalones o en el rostro. Llovía como en la pantalla de un cine, llovía fuera de mí. Ver que la lluvia no me salpicaba me daba todavía mayor seguridad. 
  
-Cristo y sus apóstoles le dije con la mayor serenidad del mundo- eran solteros. Todos eran solteros menos judas, que tenía hijos, y fue precisamente la necesidad de darles de comer la que le llevó a traicionar al Hijo de Dios.
   
-¿Y adónde quieres a parar, insensato?
   
-Lo que fundó el Hijo de Dios era una religión pensada religión pensada para sólo para hijos sin ánimo alguno de descendencia. Una pensada para y por solteros. Una religión que, de no haber sido por el gran traidor de Judas, postulaba un mundo baldío y la desaparición del hombre de la faz de la tierra.
   
Mi padre parecía no estar dando crédito a lo que oía.
   
-Es triste para un padre ver que su hijo está en contra de la vida -dijo. 
    
-Piensa lo que quieras. Y ahora escucha. Yo te maldigo por haberme dado permiso para salir esta noche. Bien habría hecho yo quedándome en casa. Habría sido mejor Para todos que hubiera continuado estudiando, tal como es mi obligación. Habría ido mucho mejor que hubiera seguido refugiado en mis apuntes. Pero no. Has tenido que darme ese dichoso permiso, Y ahora en la intemperie no puedo evitar un recuerdo de cuando yo era ese recuerdo, ya sabes de cuál te hablo, del que no sales bien parado. El recuerdo de cuando descubrí que yo no era nada para ti.
   
-¿Vas a recordarme ese estúpido incidente?
   
-Me es imposible verlo como estúpido. Sí voy a hablarte de esa noche en la que no cesaba de lloriquear pidiendo agua; no lo hacía seguramente porque tuviera sed, sino en parte tal vez por incomodar y en parte por distraerme. Al ver que unos cuantos gritos de amenaza no producían efecto, fije sacaste de la cama, me llevaste a la terraza y allí me dejaste un buen rato solo, a la intemperie. 

-¿No pretenderás que me excuse por eso?
   
-No voy a decir que estuviese mal hecho. Es posible que no hubiese realmente otra manera mejor de restablecer la calma nocturna. Pero me dañaste para siempre.
   
-No creo que sea para tanto... Además, te volviste más obediente. 
  
-Es posible que a partir de ese día yo fuera más obediente, pero quedé aniquilado para siempre. Nunca pude establecer la justa proporción entre pedir agua sin más ni más, que para mí era natural, y el hecho, creo que excesivamente espantoso, de que me sacases fuera. Durante todos estos años he vivido con el temor de que mi padre podía venir a mí casi sin motivo alguno, sacarme de la cama en plena noche y colocarme en la terraza, fuera de la casa, en plena intemperie. ¿No es eso lo que has hecho esta misma noche al darme ese terrible permiso sabiendo que fuera amenazaba tormenta?
   
No me contestó, había dejado de escucharme, se sabía de memoria la cantinela. Ya casi no andábamos, de tan despacio que íbamos. Me pareció mucho más lógico este ritmo que el interior, tan veloz y absurdo. Después de todo, las prisas carecían del menor sentido, pues de sobras sabíamos mi padre y yo que no íbamos a ninguna parte.
   
Comenzó a darme cierta pena haberme ensañado tinto con el inútil por excelencia. Aunque en ese momento andábamos muy despacio, me di cuenta de que habíamos caminado mucho, pues estábamos ya casi fuera de Cáceres y, además, cada vez me parecía más borroso el paisaje. Me disponía a comentárselo a mi padre cuando de pronto me di cuenta de que alguien marchaba sigilosamente detrás de nosotros. Me volví y vi a un hombre que transportaba todo nuestro equipaje. A ese hombre, a ese sirviente inesperado, lo había visto ya antes. Lo había visto en el Cuzco en ese viaje que el año pasado hicimos mis padres yo para visitar a nuestros parientes peruanos. Reconocí perfectamente al Silencioso indio. Lo había visto sirviendo en la casa aquella de la calle Palacio, en el centro de Cuzco. Ahora cargaba por las afueras de Cáceres con gran dignidad los bultos de mi padre y los míos. El pantalón, muy ceñido, sólo se abrigaba hasta las rodillas. Andaba descalzo, completamente empapado de lluvia. Era espigado, no alto. Bajo el ala de su montera pude observar su nariz aguileña, sus ojos hundidos, los tendones resaltantes del cuello. No había duda alguna. Era él.
   
-Pero ¿qué hace el indio aquí? -le pregunté aterrado a mi padre. 
  
Entonces desperté.
   
-¿De qué indio hablas? -preguntó mi madre.
   
Yo tenía la frente apoyada, prácticamente hundida, en mis apuntes. Me había convertido durante unos minutos en el estudiante caído por excelencia. Me dispuse a reemprender el estudio. Mis padres se retiraron pronto a dormir. He estudiado toda la noche. Ahora ya no llueve, se alejo la tormenta, amanece. Yo sigo frente a mis apuntes. No dejaré esta mesa camilla hasta que termine mis estudios del todo. No los terminaré nunca.



1. El cuento «El paseo repentino (Cáceres, 1956)» ha sido tomado del libro de Enrique Vila-Matas, Hijos sin hijos (Anagrama, 1993)


ENRIQUE VILA-MATAS, narrador, ensayista y traductor español nacido en Barcelona, el 31 de marzo de 1948. Estudió derecho y periodismo, y entró en 1968 como redactor en la revista de cine Fotogramas así como en Destino. Ha publicado:

NARRATIVA

1973 - Mujer en el espejo contemplando el paisaje
1977 - La asesina ilustrada
1980 - Al sur de los párpados
1982 - Nunca voy al cine
1984 - Impostura
1985 - Historia abreviada de la literatura portátil
1988 - Una casa para siempre
1991 - Suicidios ejemplares
1993 - Hijos sin hijos
1994 - Recuerdos inventados
1995 - Lejos de Veracruz
1997 - Extraña forma de vida
1999 - El viaje vertical
2001 - Bartleby y compañía
2002 - El mal de Montano
2003 - París no se acaba nunca
2005 - Doctor Pasavento
2007 - Exploradores del abismo
2008 - Dietario voluble
2008 - Ella era Hemingway. No soy Auster
2010 - Dublinesca
2010 - Perder teorías
2011 - En un lugar solitario. Narrativa 1973- 1984
2011 - Chet Baker piensa en su arte textos 1985-2010
2012 - Aire de Dylan
2014 - Kassel no invita a la lógica

ENSAYO

1992 - El viajero más lento, Anagrama (aumentada en 2011 con el título de El viajero más lento. El arte de no terminar nada)
1995 - El traje de los domingos
1997 - Para acabar con los números redondos
2000 - Desde la ciudad nerviosa
2003 - Extrañas notas de laboratorio, El otro, el mismo (ed. aumentada en 2007)
2003 - Aunque no entendamos nada
2004 - El viento ligero en Parma, México (Madrid, 2008)
2008 - Y Pasavento ya no estaba
2011 - Una vida absolutamente maravillosa. Ensayos selectos
2013 - Fuera de aquí. Conversaciones con André Gabastou

PREMIOS Y DISTINCIONES

Premio Médicis Extranjero 2003
Premio Rómulo Gallegos 2001 por El viaje vertical
Premio al mejor libro extranjero en Francia
Premio Fernando Aguirre-Libralire 2002
Premio Herralde 2002 por El mal de Montano
Premio Nacional de la Crítica 2002 por El mal de Montano
Doctor honoris causa por la Universidad de los Andes (Venezuela)
Caballero de la Legión de Honor (Francia)
Oficial de la Ordre des Arts et des Lettres
Premio Ciudad de Barcelona 2001
Premio del Círculo de Críticos de Chile 2003
Premio Internacional Ennio Flaiano 2006
Premio Fundación José Manuel Lara 2006
Premio de la Real Academia Española 2006
Premio Elsa Morante 2007 en el apartado Scrittori del Mondo
Premio Internacional Mondello 2009 por Dottor Pasavento
Premio Leteo 2010 (León (España)), por el conjunto de su obra
Premio Jean Carrière 2010 por Dublinesca (Nimes)
Premio Bottari Lattes Grinzane 2011.
Premio Argital 2012 por 'Aire de Dylan' (Noche de la edición de Euskadi)
Premio Gregor von Rezzori 2012 a la mejor obra de narrativa extranjera por Exploradores del abismo
Premio Formentor de las Letras, 2014 por su obra literaria.