El Camino de los Viajeros
[Fragmentos]*
Viajábamos con voracidad, como si la tierra estuviera a punto de acabarse y hubiera que recorrerla toda, de un extremo al otro, sin darle tiempo siquiera a que continuara girando. Viajábamos sin medida, descontroladamente, para no llegar a ninguna parte, para no quedarnos ni aquí ni allá. Y eso era bueno porque viajando no había ni aquí ni allá, el espacio se convertía en tiempo, las cosas no estaban quietas, por lo tanto no nos aburrían con su fijeza, además no había que esperar que terminara la noche o comenzara el día para que el paisaje cambiara.
Ese vértigo de arrastrar el cuerpo a ras del mundo era lo único que parecía justificarnos. Él me decía:
—Mirá bien el paisaje. Ya vas a ver que cuando estemos en Egipto será muy diferente.
Su tono irónico no apagaba el colorido tropical de tanto monte desparramado sobre las serranías. Su tono, en realidad, no apagaba nada, sino que era su voz la que se iba apagando dijera lo que dijese, como si un viento lo agobiara o el paisaje la aspirara desde todos los ángulos. Su voz siempre perdía intensidad aún cuando hablaba de los viajes. Su voz no era dulce, ni tampoco firme. Era una de esas voces que dan la impresión de que les falta temple o consistencia, una voz un poco desmantelada o sin esa especie de médula que la sostenga por dentro para que sea capaz de atravesar una parte del mundo sin sucumbir. De cualquier modo su voz o sus palabras poco importaban. Quizá únicamente importaba el hecho de viajar o, en tal caso, la idea de viajar. El resto, los asuntos de cada día se acomodaban o giraban en torno a nuestros viajes con demasiada sencillez. Éramos simplemente dos personas que viajaban y viajaban y viajaban. A lo mejor sólo necesitábamos que algo cambiara por los alrededores. Por ejemplo aquel paisaje: altas araucarias, monte y unos cuantos rostros oscuros con sus miradas duras. Supongo que viajábamos para salir de allí, siempre queríamos salir de allí. Y allí estábamos nosotros dos, sólo nosotros dos. Viajábamos pero todos los lugares eran allí. Lo cierto es que no hacíamos más que extender los límites del allí, ese sitio abrumador, privado de privacidad. El número dos nos sofocaba, salíamos a buscar cualquier cosa diferente, sin adivinar que arrastrábamos un espejo que nos multiplicaba y llenaba el mundo con la sombra de nuestras imágenes.
Sí, viajábamos con desesperación, aturdidamente.
Durante los primeros días no me atreví a salir sola de la casa. La presencia de Marcos no me preservaba de ninguna clase de peligros, sencillamente porque no había peligros contra los cuales Marcos pudiese ser un custodio. Existía un lugar al que llamaban «el centro del pueblo» y era la parodia de uno de esos pueblitos del lejano oeste norteamericano que se ven en las series de televisión. Las casas de madera, siempre un poco desvencijadas y ladeadas hacia un lado, tenían aleros blanqueados por el sol. Es extraño el modo en que la madera recalentada por el sol adquiere ese color lechoso y sucio al mismo tiempo. Después existía el aserradero y el monte. Nada más conectaba el camino de tierra con nuestros pasos. El camino podía estar reseco y levantar entonces un polvillo rosado o, a la inversa, podía estar encharcado por lluvias intermitentes y explosivas. En fin, el camino siempre era una complicación.
Cuando la sequía se hacía insoportable, desde la municipalidad mandaban una especie de camión regador que lo rociaba con agua. Y ahora la gente otra vez respiraba hondo, aliviada:
—Por fin apagaron el camino —decían.
Así el camino dejaba de ser una molestia por un corto tiempo hasta que la lluvia o la falta de lluvia lo convertían nuevamente en el centro de nuestras preocupaciones. Entre el monte y el camino no había por dónde escapar. Abajo, entre las matas de plantas, se enroscaban las víboras, arriba planeaban las aves negras con sus alas dientudas, lentas, pesadas, siempre presentes. De modo que esto era vivir en la frontera. Las plantas tenían nombres que yo no conocía. En Buenos Aires me había sucedido al revés. Hablábamos de cedros o de sauces, de plátanos y pinos sin haberlos visto jamás. Aquí, en cambio, la realidad era más real que las palabras. O acaso entre las palabras que nombraban a plantas y animales existía una conexión secreta que sólo los indios habían descubierto y que llenaba de extrañeza a los colonos. Aunque quizá vivir en la frontera era andar siempre un poco sucia de tierra roja, bajo las uñas, en la ropa que nunca debía ser blanca, en el interior de las casas y de los coches; hasta el aire, aun en los días de lluvia, parecía mantenerse levemente rojizo. Nuestros vecinos eran muy rubios y muy pobres, tan pobres como los otros que casi no comían. Flacos, los adultos y los chicos con unos vientres hinchados, venían a pedir cubitos y salame a la hora de la siesta. Caminaban con cansancio y tenían en la mirada un cierto toque romántico. Me acostumbré más pronto de lo que creía a verlos y a convivir con ellos.
Si una tomaba la mano de algún chico la notaba flaquita y cubierta de callos. No sólo las manos llamaban de repente la atención en el cuerpo de un chico, también los ojos. Ojos que parecían haber visto todo o no haber visto nada, como a medio camino entre el susto y la maravilla, entre el espanto y la ilusión. Los grandes se negaban a hablar, escondían la boca, se acurrucaban como pretendiendo ocultar el mentón al hacer un hueco con su cuello. Supuse que esa actitud tenía alguna relación con la falta de comida. O con la falta de dientes. Al final me decidí a pensar que ese gesto les permitía defenderse del poder devastador del sol. Su parquedad de palabras y su andar cansino iban aproximándolos hacia alguna forma de desaparición, el sol los había ido aplacando como el agua del camión regador al camino. Claro que el camino tarde temprano volvía a invadirnos con su polvillo rosado, pero ellos no, ellos se seguían apagando y apagando. Supe que el hambre era casi sedosa, que se deslizaba por dentro de la gente hasta volverla lánguida y muda. La sedosidad del hambre huía del cuerpo de la gente y se estiraba por el borde las serranías para languidecer junto a los cuerpos de los perros que echaban calorcitos y olor a perro.
Marcos solía hacer una fogata en el fondo de la casa donde echaba las muestras gratis de los medicamentos vencidos. También tirábamos otros desperdicios y basuras acumuladas. No bien el fósforo caía sobre ese tumulto de grises y etiquetas estridentes, enseguida la casa se nos llenaba de humo. Y nada quedaba entonces de aquellos remedios que no le habían salvado la vida a nadie. Pero antes de llenarnos la casa de humo, algunos de aquellos frascos explotaban echando al aire estallidos discretos, casi simulacros, de una guerra para niños que posiblemente inquietaba a los animales del monte. Sé que aquellos débiles fogonazos eran impropios para un lugar así. A Marcos eso parecía alegrarlo o tal vez le gustaba la idea de imponer limpieza y orden en aquel consultorio de campaña al que no iba prácticamente nadie. Antes y después de los estallidos él daba vueltas alrededor del fuego con gesto satisfecho y luego el humo también daba vueltas alrededor de la casa con una persistencia que pretendía opacarnos la vida. No sé por qué se me antojaba que aquella tarea tenía un toque ceremonial, a lo mejor por el tenor de los estallidos o por el humo negro o por los preparativos estudiados de Marcos, vaya una a saber. En aquellos momentos yo me sentía fascinada. Me gustaba el fuego, me gustaba que sucedieran cosas con el fuego o quizá el crepitar del fuego me hacía sentir en serio que cuando se vive con un médico se aprende que todo es cuestión de salvarse o morir.
Después, cuando el fuego se apagaba, quedaba un círculo negro que no dejaba crecer el pasto. Cualquier persona podría haber creído que habíamos sido visitados por una pequeña nave espacial. Me impresionaba aquella mancha negra que iba en contra del orden natural. Si bien no era un redondel perfecto, no tenía otra forma más parecida que a la de un redondel. Los insectos desviaban su camino y no entraban en él, tal vez percibían su condición de crematorio. Por suerte el redondel desprolijo se mantenía siempre en el mismo sitio, ya que Marcos quemaba invariablemente la basura en ese exacto lugar. Y lo hacía antes de los rastros del incendio se borraran o, mejor dicho, antes de que la naturaleza insistiera en conservar su orden impecable. Siempre estaba el redondel allí. Siempre. Aunque el pasto volviera a crecer quedaba impresa la sombra de ese círculo negro hasta que se tornaba más oscura cuando Marcos hacía una nueva fogata. Cada vez que la fogata relumbraba en el fondo de la casa no sé muy bien por qué se me daba por pensar que el círculo negro tenía bastante relación con Marcos y conmigo. Era lo que quedaba del fuego, era un recuerdo del peligro. Podría decirse que el círculo negro hecho de fuego y desperdicios formaba parte del aspecto de la casa, junto con los bananeros, las tacuaritas del costado y el pasto sin cortar.
Por otra parte quemar ha sido desde el principio de los tiempos una costumbre de los habitantes del monte. Se quemaba la madera, se quemaban los campos, se quemaban las casas de los enemigos. El fuego era el único adversario real del monte, el único capaz de vencerlo. Y lo impresionante es que el agua, allí en la frontera, no encerraba ningún peligro para el fuego porque escaseaba. Había lluvias, pero no agua. Y la lluvia, al fin de cuentas, era una aliada del monte. Cuando se ensañaba contra el mundo había que defenderse de ella con el mismo coraje con que se enfrentaba a ese conjunto confuso y mezclado de plantas y animales que nos rodeaba y nos cercaba. A la lluvia que cansaba los ojos y encharcaba el camino la llamábamos tormenta, a quemar el monte con buenas intenciones, es decir preparar la tierra para volver a plantar, lo llamábamos rozado, quemar la casa de un enemigo durante la noche no tenía nombre. Y eso constituía una desventaja para los milicos y para aquellos que debían correr hacia fuera, hacia la noche, hacia el monte buscando salvar el pellejo.
A mí me gustaba ver los rozados a la distancia, primero un humo gris subiendo de a poco y alzándose entre las araucarias y luego el relumbrón, el aire turbio y la rojez que se mezclaba con el cielo. Marcos me aseguraba que la tierra se empobrecía con eso, me daba largas explicaciones que terminaban emparentadas con la ecología, la prehistoria y el principio del Universo. La tierra ha sido siempre una sola, me decía, y el fuego también. Así, vaya a saber con qué inadecuados razonamientos, él terminaba estableciendo una relación entre el fuego terrestre y las estrellas. A mí no me quedaba otro remedio que darme por vencida: nuevamente Marcos pretendía convencerme de algo, ya no del valor de unas cuantas piedras con helechos milenarios incrustados sino de una teoría sofisticada que solamente él había descubierto y que, sin más ni más, tironeaba desde el fondo para que la gran maquinaria que todo lo arrastra continuara obligándonos a andar.
Marcos es un hombre extraño. Le gusta la vida. Cree en la eficacia de esa gran maquinaria que todo lo arrastra. Y eso se nota en la forma en que sonríe cuando está a solas. A veces me quedo observándolo. En lo más íntimo y recóndito de su persona es alegre, sólo que la gran maquinaria, en el arrastre mismo, le ha estropeado un poco su alegría. Le gusta confiar en la destreza de sus manos. Es más: cree que la habilidad con que puede transformar un trozo de naturaleza le dará un lugar en la historia. Pertenece a la época de los clanes heroicos. Le hubiera gustado ser Robinson Crusoe o, en su defecto, hubiera querido mejorar el mundo. Sin embargo sé que le cuesta arrimarse al mundo. El mundo es una ola de mar que va y que viene. Y a él lo intimida ese vaivén oscilante del mundo, precisamente porque es lo mismo que cambia de forma. Lo abruma el movimiento, lo marea. Puede pasarse horas con un cuchillo y unas cañas entre las manos: es él quien determina la forma, las cañas están quietas y es él el que se mueve. Esa clase de tareas le dan cierta certeza, le otorgan credibilidad a sus manos y con ellas a su persona entera. Creo que si él viaja tan rápido es nada más que para tener la ilusión de que se mueve con mayor rapidez que el mundo. Aunque también me inclino a pensar mil cosas diferentes. Claro que si hay algo para decir con respecto a Marcos sobre lo que no cabe duda es que es un hombre con miedo. Y como el miedo es más fuerte que él no hay palabras que tuerzan ciertas decisiones suyas o ciertos pensamientos. Contra ese miedo nada puedo hacer yo. Nadie puede hacer nada. Y de ese miedo se alimenta nuestro amor y nuestro desamor, casi me atrevería a afirmar que es sólo el miedo lo que alimenta nuestra desdichada felicidad.
Siempre quise creer que ese miedo fue lo que lo impulsaba a sentir una atracción enfermiza por las mujeres. Con tal de mirarlas era capaz de doblar la cabeza ciento ochenta grados, de agacharse adquiriendo una postura incómoda y poco elegante o de estirar el cuello como un dibujito animado sin que mi presencia le importara un bledo. De todas las mujeres que Marcos deseaba y que aparecían por el pueblo bordeando esa zona sin bordes del monte, una de ellas adquirió perfiles notables. Era rubia, como la mayoría de las mujeres del lugar, lo que por lo tanto no resultaba ninguna novedad: si una mujer no era rubia, era india. Y nadie que no fuera indio iba a entreverarse con ellas. Yo me había salvado de cualquier posible confusión gracias a mi cara de gitana y a mi nariz finita, lo que, de todas formas, me ubicaba en un sospechoso lugar intermedio. Esta condición un poco desventajosa me ayudó a comprender desde el principio que frente a esta rubia mujer enigmática estaba destinada a perder desde la primera hasta la última batalla. Marcos la perseguía con los ojos, y los ojos de ella se dejaban atrapar. Y yo con mis cincuenta kilos que me habían afinado excesivamente el torso sin que mis piernas cedieran en gordura, iba detrás de los dos, como tratando de alcanzar la gran maquinaria que todo lo echa a andar.
* «El camino de los viajeros» es una novela de Irma Verolín publicada por la UNL, [Santa Fe: 2012]