Edgar Borges | La niña del salto*



Edgar Borges piensa en la narrativa como una vía para desmontar la realidad. En su obra las crisis de los personajes tienen que ver con el control de la realidad. Las narraciones que otros nos cuentan y la que deseamos vivir; la realidad para la que nos educan. Esos son algunos de los motivos que sacuden la necesidad de escribir de nuestro autor invitado. Durante diez años de residencia en España, Edgar Borges ha escrito novelas como La contemplación; El hombre no mediático que leía a Peter Handke y La ciclista de las soluciones imaginarias, entre otras. Ahora el sello Ediciones Carena de España publica su nueva novela, El olvido de Bruno, que Analecta Literaria tiene la satisfacción de ofrecer a sus lectores el capítulo 5 de esta obra, titulado «La niña del salto» como un adelanto editorial de la nueva novela del escritor venezolano.

  



Desde la muerte de Eliana, Bruno buscaba en la calle el hogar que había perdido. En silencio andaba tras la casa que aún existía en su memoria. Ella viene, yo camino. Si yo camino ella viene... Tengo que continuar paseando, hasta que ella vuelva del trabajo.

Cada mañana el librero iniciaba la rutina que en los últimos meses le había enseñado su mujer. Levantar los hombros, sonreír aun cuando la lluvia anunciara un mal día en las ventas. Estar atento a los cordones de los zapatos. Salía a la calle con el camino aprendido, desde la casa hasta la librería. La casa física aún no se parecía a la casa de la mente. La búsqueda se había convertido en un objetivo discreto. A las siete y treinta, media hora antes que los otros comercios, abría su local. En solitario ordenaba los libros y las cuentas, aunque, a veces, escuchaba voces entre los estantes.

Había una vez un libro que se parecía al rostro de su dueño. Pero, ¿quién era el dueño?, ¿cuál era el libro? ¿Acaso un libro no tiene tantos dueños como tantos rostros adquieren sus lectores? Bruno creyó ver que Eliana se asomaba en la puerta para decirle que la esperaba con las compras del mercado. Pero en la casa no había entrado nadie. Y no era la casa, era la librería. La librería llevaba días sin recibir la visita de los lectores.

— Oye, viejo, ¿quién te dijo que tu librería tiene lectores?

A Bruno se le habían complicado las relaciones con los vecinos, ya no le era fácil coordinar las tertulias ni atender los pedidos. Digo Bruno y digo librería. Había una vez un barrio que tenía un hermoso librero. Su expresión se debatía entre la sonrisa y la lejanía.

— Mi Bruno, ven, por favor, es la hora de tu pastilla.

Los vecinos comentaban que, en los últimos meses, Bruno se había convertido en un huraño, que ya no era el de antes. Vivir hacia adentro con la sensación de que no existe otro mundo.

El mayor problema de la nueva relación de Bruno con los otros radicaba en la repetición. Cada instante recién vivido desaparecía de su conciencia con facilidad; mencionar su nombre le permitía relacionar su existencia con los sucesos y las cosas de su entorno. El letargo se había convertido en su nuevo hogar. Una vez permaneció contemplando una fotografía durante cuarenta minutos. Era la imagen de Edith Piaf. La cantante veía hacia arriba con mirada de ave herida, como si hubiese sido captada en el justo trance de la creación. Las manos, sus inquietas manos, se abrían hacia los lados. Toda ella se abría como si de su interior fuesen a brotar varias cantantes desgarradas. Detenido en aquella fotografía, Bruno recordó que Edith Piaf era una cantante, una de sus cantantes favoritas. La vida y la librería. Vivir confundiendo los tiempos.

Cuando alguien le recordaba que determinado tema ya lo habían conversado, el librero decía que los años le estaban comiendo la memoria. Más allá de su nuevo problema, los vecinos seguían confiando en su calma, en su lentitud, en su honradez. Confiaban más en su historia que en su presente. Y eso, en poco tiempo, derivó en dudas.

La ventana, viejo, la ventana. Tienes que irte a la ventana para cuidar a los niños ajenos.

Bruno no recordaba exactamente de qué había muerto su mujer. A veces no le quedaba claro si, en lugar de morir, se hubiera largado. Y cuando esa sospecha le invadía, el pulso se le aceleraba como si dentro de su cuerpo llevara una bomba de tiempo.
Todo lo terrible y lo bello ocurre en la existencia. Los fantasmas que siempre buscaste se hallaban muy cerca de ti. Quizá más cerca de lo que aún sospechas.

Bruno se fue negando la posibilidad de que Eliana le hubiera abandonado. Aceptarlo era caer. Y el camino a casa ya estaba lo suficientemente oscuro como para tropezar con sus propios temores. Tendría que vivir con la angustia menor de no saber la causa de su muerte. Los vecinos, por prudencia, no hablaban del tema. Él recordaba que una noche de intenso dolor ella le pidió que acabara con su tragedia. La mujer, postrada en la cama; el hombre, sentado a su lado con la confusión taladrándole la cabeza. Bruno no comprendía o no quería comprender la petición; la angustia le aceleraba la sensación de vértigo. Eliana lo sabía, pero el dolor la había vencido. Terminó creyendo que su propia vida se había convertido en un peso para él. Por ello detuvo el llanto y fijó la mirada en el marido. Bruno se tocó la cara, el pecho, las manos. Hubiera querido no dudar de su identidad. Hubiera deseado estar seguro de su ubicación en el espacio y en el tiempo. Desde algún lugar, distinto a la cama, la mujer, su mujer, le pedía imaginación.

Bruno, si yo no estuviera, inventa algo para seguir. Imagina una salida, un camino. Invéntate otra historia y camina.

Eliana creyó enfrentarse a la muerte cuando le pidió a su marido la más difícil de las complicidades: “Bruno, en nombre del amor que me tienes, quítame el dolor, ponle final a mi vida, por favor”. El hombre levantó la mano derecha a la altura de la ventana, vio como la luz atravesaba su piel. Después, con la lentitud que tanto le atraía, cubrió la boca de su mujer y le pidió silencio para poder imaginar.


Una niña aparece saltando en una sala. Es la sala de otra casa. La niña parece jugar a la rayuela, pero en el suelo no están pintadas las casillas. La niña jugaba a la rayuela saltándose las reglas de la realidad. La niña llevaba un vestidito blanco con puntos azules. Su sonrisa parecía estar vinculada con la gracia de sus saltos. De pronto, la niña se detuvo; de la nariz le comenzó a salir sangre. Mucha sangre. Sería la necesidad de Bruno de inventarse una realidad superior a la suya. Sería la vida o la mirada. Sería la imaginación surgida del dolor o la ansiedad de huir hacia adentro, pero a la niña le salía tanta sangre que el blanco de su vestidito se fue cubriendo de una creciente mancha roja. La niña pedía ayuda, al parecer no había ningún adulto en la casa. A Bruno le inquietaba que un suceso de fácil solución se convirtiera en un grave problema. La nariz puede llegar a sangrar mucho, quizá demasiado. No eran lecturas, no eran los pasos calmados de un librero. Era la gracia infantil consumida por la angustia. Una niña peligraba en un lugar de acceso imposible.


* La Dirección Editorial de Analecta Literaria agradece al autor y a su editor José Membrive Membrive, Director de la Editorial Carena la gentileza de cedernos el relato «La Niña del Salto», capítulo 5 de la última novela de Edgar Borges, El Olvido de Bruno, como Adelanto del libro en nuestra revista. 

** Para más información sobre la nueva novela de Edgar Borges remitimos a nuestros lectores a nuestro Boletín de Novedades Editoriales pinchando AQUÌ.


EDGAR BORGES  (Caracas, Venezuela, 1966) reside en España desde el 2007. Es autor de obras de ficción y de ensayos periodísticos que cuestionan la lógica de una realidad uniforme. Entre sus libros se cuentan ¿Quién mató a mi madre? (finalista del Premio Internacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches, en el 2008); La contemplación (Premio Internacional de Novela Albert Camus, en el 2010); Crónicas de bar (2011); El hombre no mediático que leía a Peter Handke (beca de residencia La Rectoría, en el 2012); La ciclista de las soluciones imaginarias  y Vínculos. Apuntes con Rubén Blades (2013). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, el italiano y el portugués.