Juan Filloy


El hijodalgo
© Herederos de Juan Filloy.




Firmaba Núñez Hidalgo. Tal cual, prescindiendo del nombre.

— ¿Para qué? Lo que importa es la genealogía. Ni juan lanas ni fulano de tal, cosas minúsculas. Vale lo gentilicio: el arraigo en la sangre de genes de nobleza y cromosomas de caballerosidad. Ser Hidalgo significa: ser "hijo d'algo" superior a una cópula cercana y al nacimiento de un vástago, inscriptos en el Registro Civil como se anota un potrillo o un ternero en el "libro de pariciones". Sépanlo: soy Hidalgo por venir desde la matriz de la especie y del tiempo. No por el coito de una pareja ni por mera nomenclatura. Yo no tengo padres, tengo ancestros.

Núñez Hidalgo era sin vuelta de hoja la flor postrera de una época caduca. Lo último de lo último: un gañán sublimado en señorito. Gozaba en serlo. Y le gustaba proclamarlo en tono de remota prevalencia: ¡Lo último de lo último!

— Cuando yo trasponga el río de la vida, me importará un bledo que se caiga el puente.

Los bienintencionados, por suerte siempre los más, devuelven por doquiera su señorío moral. En contrabalanza, Dios puso a los vagos, los atorrantes, cuya simpatía avergüenza a los demás seres correctos. Es su misión. Ser crápulas. Difundirse en orgías y parrandas. Y sobre todo, morirse de risa comprobando cómo preponderan el arte de su doblez y las dobleces de su comportamiento.

Atildado su atuendo de corte inglés, mostraba manos pulidas y uñas antiguas despojadas del negro medieval de la melga de sus antepasados. Uñas expertas en desposesiones y trapacerías. Uñas de manicura semanal, que lucen, teniendo barajas de póquer o bridge, ese rosa nacarado que sólo se ve en la propaganda cosmética.

Sus padres, dos gallegos de Orense, habían embicado entre bañados al sur de Córdoba. Labriegos acostumbrados a lidiar con los elementos, ni bien el hijo cumplió los quince años fue internado en la metrópolis en un colegio de curas.

— Tú, abur, a hacerse gente. Para sufrir basta con nosotros...

Mas, las rudimentarias tareas que en Galicia cumplían usando arados romanos del tiempo de Galba y Viriato, se fueron transformando y superándose en la modernización de implementos y equipos humanos. Bastaron ocho años de cosechas próvidas para convertir un predio rústico en establecimiento agropecuario modelo.

Núñez Hidalgo, estudiante crónico de la universidad porteña, solamente visitaba a sus padres en vacaciones; según él; pero según ellos, cuando galgueaba de fondos, en cualquier época del año. En efecto era el tiempo de arar las mil quinientas hectáreas dedicadas a la cosecha fina. Todo era ajetreo de peones y mecánicos, fragor en el ir y venir de tractores arrastrando varios arados de doce discos.

Esos discos lo encalabrinaron. Como otros en distintas circunstancias. Destellaban al contacto de un sol oblicuo y terco. Y brotaba revuelta la tierra dentro de ellos, como en distintas circunstancias brotaba en el jolgorio la música y el canto. Le entusiasmó ese símil visual y auditivo:

— Parecen discos de fonógrafo. Mejores tal vez, porque cantan la riqueza y la alegría de los operarios.

Y sin transición en el rostro de cada uno vio la sonrisa espectacular de Carlos Gardel.

Ese atardecer, sentados en la galería del chalet de la estancia, sus padres, hablaban apenas. ¿Para qué? En las lejanías se juntaban las añoranzas y, allí sí, las fatigas se atenuaban sentándose. ¡Oh las breñas mojadas de orvallo del vallecito gallego que fue su heredad! Entonces, se rieron con risa franca de aldeanos contentos.

— Nuestro campo allá, comparado con esta alfombra de mieses que vemos, qué es sino un miserable trapo de piso...

Nada más recriminable que romper el fluir de la nostalgia y la dicha con demandas inoportunas. Son interrupciones que erizan la piel del alma. Su madre, enjuta y seca como una talla sin primor ni color, fue rápida en responder:

— Hijo, estamos hartos de tus pedidos de dinero. Ya deberías estar recibido. ¿Qué esperas para unirte a nosotros para darnos seguridad y consuelo?

Es más fácil hacer llorar que reír. Se conoce bien el mecanismo muscular y las causas que lo promueven. Del llanto nadie ha formulado reglas. Mil factores secretos irrumpen y la emoción anega el sentimiento. En un pozo de decepción su madre sollozaba. Entonces intervino el padre, seco y ejecutivo como un pastor agarrado por la tormenta:

— Cansados de atender tus demasías, de comprobar que no estudias, postergamos tus demandas de dinero hasta que muestres actos o demuestres hechos dignos de merecerlo.

Mirando desde arriba de su desfachatez, frunció la nariz y replicó:

— Muy bien, se empecinan en no ayudarme. Así no me recibiré nunca y el bufete de abogado con que ustedes sueñan en sueños quedará. Y ya embalada su osadía, concluyó: -Yo estudio por vocación, no por deber. En una familia basta que algunos hagan fortuna. Ya hecha, su deber es distribuirla.

Precoz en parrandas en su patria, impenitente tahúr en la adoptiva, Núñez Hidalgo medía al deber con metros diferentes. Para él el deber no tenía gusto y generaba, tal un motor de compulsión moral, algo ominoso: la vida armoniosa y correcta. Observando la firmeza de su padre, su cinismo de cachafaz ablandó el rostro:

— De cualquier modo, necesito irme, denme dinero para el regreso.

Apartados varios billetes gordos, los capujó con rabia como los ricos arrebatan los tributos de los pobres. Esa codicia sarcástica, manifestada ex profeso para mortificarlos, no tuvo otra réplica que sendos movimientos negativos de cabeza.

— ¡Hijo! -clamó la madre. Su padre se incorporó y dijo: — Vete. No vuelvas a esta casa sino como un hombre formal.

De tener temple, esas palabras hubieran rebotado en su conciencia. Pero no. Su espíritu era blanduzco, un engendro lubrificado con vicios y molicies, relajado en múltiples decadencias. Parece mentira: solamente en hogares probos suele darse este tipo de zánganos, hábiles únicamente en argucias de juego y manipuleo de fichas y martingalas. ¿Gastar energías en otra cosa? Bah... Lo tremendo está en que lo espurio de su carácter acapara la fatiga exangüe de los progenitores.

Esa misma noche tomó el tren de regreso a la capital. Infligido el último agravio de esquivar un beso y un abrazo de despedida, Núñez Hidalgo fue a celebrarlo con un whisky doble en el coche comedor.

— La vida siempre recomienza. Tout casse, tout lasse, tout passe... ¡Allá ellos! Me prohíja mi abolengo. Más que serlo de ese par de genitores, lo soy de 4 abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Confío en mi abolengo. Ya proveerá...

Las personas desorganizadas no tienen urgencia para nada. Los ineptos tampoco, entran de nuevo en la indolencia o la abulia como si tal cosa. Núñez Hidalgo sorbía lentamente su Vat 69. Ya entraría en el quicio de la oportunidad o del arribismo. Ya el albur arbitraría lo que corresponde en el tibio marasmo de su dejadez.

Depurarse por medio de la virtud, cambiar de situación mediante el estudio y el trabajo, eran para él comedia, pantomima. No teatralizar. La visión de la ruindad propia conduce a ver las ruinas ajenas, pero no alecciona al ser percutido ya por la inacción. Su orgullo de hijodalgo nunca se había arrepentido de nada. Tendido en el camarote, la trepidante cacofonía de los rieles infiltró en su sueño una horrenda sensación de sismo y catástrofe. Y vio sus propias ruinas: columnas rotas, andamios de proyectos, capiteles lúbricos, todo el coronamiento de falacias de su individualidad.

Para encontrar las claves secretas de una ciudad es necesario perderse en ella. En el buen sentido del vocablo, Núñez Hidalgo jamás lo hizo. Lo imantó su epidermis de neón y fórmica, la superficie gozosa: lo que alucina y no convence. Nunca caminó por rumbos de criterio hacia metas fecundas. Viajaba en taxis a timbas y lupanares, y en autos de compinches a orgías y conjuras políticas. Acomodaticio a todo lo grato, sólo el placer y la vanidad eran su guía.

— ¡Para qué desesperarse en impasses y callejas que transita la muchedumbre, o en laberintos de problemas que no se resuelven nunca? Soy egregio, no gregario. Mi intimidad no necesita otro sendero luminoso que el que enciende la epidermis de neón y fórmica de la urbe.

Ineludiblemente, el fracaso debía llegar y llegó. Sólo bregando como peatón oscuro se alcanza la ciudadanía que promueve el pensamiento en acción, la acción en altruismo y el altruismo en magnanimidad. El fracaso de Núñez Hidalgo debía llegar y llegó con el amargo séquito de infortunios y arrepentimientos. Turbulentamente. Como se desmorona la necesidad de vivir cuando no se tiene conciencia de ello. Implacablemente. Como se disuelven en la propia conducta miasmas y vicios, arrogancias y defectos.

Existe en zonas enconadas del espíritu una cosmología perversa que postula el sarcasmo como moneda de curso forzoso en el tráfico venal del hombre. No hay nada gratuito. Las gangas, las prebendas, las blandicias recaban aportes más arduos que lo conquistado a base de sacrificio y honor. Aportes de renunciamiento a toda nobleza, vergüenza gris, llantos sin lágrimas y abdicar entre coros de sarcasmos a la propia estimación.

Némesis preside la coyuntura. Sobre la cuerda floja del escarmiento, la entelequia de Núñez Hidalgo apenas mantiene el equilibrio. Se bambolea, cunde la proliferación de movimientos con que la astucia procura retenerlo» ¡y gravitacionalmente cae! Cae como era justo que cayese, para castigo y ejemplificación, instado por las leyes del destino. Está ya en la desolación de su realidad, entre un coro mustio de grimas y un retablo astroso de congéneres. La fatalidad entonces avanza asperjando un aluvión de catarsis sobre las almas vivas. Un rocío de luna sobre las almas muertas.



«El hijodalgo» aparece publicado en Gentuza, Editorial El Cuenco de Plata, [Buenos Aires: 2004] 



JUAN FILLOY, fue un escritor, abogado y juez argentino nacido en la provincia de Córdoba en 1894. En 1920, recibido de abogado en la Universidad Nacional de Córdoba, se trasladó a Río Cuarto, ciudad en la que residiría durante 64 años. Entre los años 1939 y 1967 actuó como juez, tiempo durante el cual suspendió la publicación de sus obras, si bien no dejó de escribir profusamente. A partir de 1984 y hasta su muerte volvió a residir en la ciudad de Córdoba. Su primer texto literario apareció en 1910 cuando tenía tan sólo 15 años, fue en una revista que dirigía Horacio Quiroga. Su carrera universitaria como abogado estuvo atravesada por la Reforma del 18 en la que participó activamente. Trabajó durante sesenta años en el diario El Pueblo escribiendo crítica teatral, de arte y otros temas. Fue colaborador por el mismo tiempo en el diario La Nación. A partir de 1931 comenzó a publicar textos con sello personal: utilizar siempre siete letras en todos los títulos y que los mismos recorrieran cada letra del abecedario, de la A a la Z. En 1933 fundó el Museo de Bellas Artes en la ciudad cordobesa de Río Cuarto y ejerció su dirección ad honorem. En 1964 alcanzó la presidencia de la Cámara Federal de Apelaciones, cargo en el que se jubiló. Su trayectoria fue merecedora de los siguientes reconocimientos: Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1971), Pluma de Plata del Pen Club (1978), Miembro de la Academia Argentina de Letras (1980), Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional de Río Cuarto (1989), Premio Esteban Echeverría, Gente de Letras (1991), Premio a la Trayectoria del Fondo Nacional de las Artes (1993), Pluma de Oro del Pen Club (1994), Pluma de Honor del Pen Club (1995), Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina de Poesía (1996), Orden al Mérito de la República de Italia (1986), y Chevalier de l'Ordre des Arts et des Lettres (Francia, 1990). Falleció en la ciudad de Córdoba, a los 105 años, el 15 de julio de 2000. La producción literaria de Juan Filloy es prolífica, cuenta con más de cincuenta títulos, la Editorial El Cuenco de Plata está publicando su obra completa. Abajo reseñamos algunos de sus títulos publicados que han sido reeditados por la mencionada editorial en años recientes. 


OBRA PUBLICADA

1930 Periplo
1931 ¡Estafen!
1932 Balumba
1934 Op Oloop
1935 Aquende
1938 Caterva
1939 Finesse
1971 Ignitus
1971 Yo, yo y yo
1972 Los Ochoa
1973 La potra
1973 Usaland
1975 Vil & Vil
1977 Urumpta
1980 Tal cual
1982 L’Ambigú
1988 Karcino
1991 Gentuza
1991 Mujeres
1992 La purga
1994 Elegías
1994 Esto fui
1995 Sagesse
1995 Don Juan
1996 Sexamor
1996 Sonetos
1997 Decio 8A