Asustada, balanceándose en lo alto de una silla con dos travesaños paralelos como si fuera un palanquín, la llevaron a la estación del pueblo. Por primera vez se alejaba de la casa y veía el monte de algarrobos donde sus hermanos cazaban cardenales para venderlos a los pasajeros del tren.
Inés no conocía el pueblo. Pasaba largas horas sentada sobre una lona, en el piso de tierra de la cocina, mientras su abuela picaba las hojas de tabaco, mezclada con granos de anís, para fabricar cigarros de chala. LA abuela solía marcharse de la casa: iba a curarle el dolor de muelas a su comadre, a preguntar si había correspondencia en la estafeta, a comprar provisiones en el almacén. Los hermanos estaban en el monte. Ella quedaba sola, jugando con su caja de zapatos llena de carreteles y semillas secas. Aburrida, apantallaba el fuego del brasero donde hervía la mazamorra, hacía globitos de saliva con la boca, poco a poco se dormía.
Pero aquel viernes era el día del tren, y a su abuela se le había ocurrido arreglar con una cañas tacuaras, arrancadas del cerco de la casa, la silla que los hermanos cargaron sobre los hombros.
— Ya sabés, Inesita, como si estuvieras jugando— le dijo la abuela antes que partieran. Y le alcanzó el tarro de conservas vacío.
Dos veces por semana, martes y viernes, la abuela y sus dos nietos varones iban a la estación. Llevaban atados de cigarros, casales de pájaros, melones perfumados. Cuando volvían, al anochecer, la abuela sacaba del bolsillo de su delantal los pesos arrugados, que después alisaba con la uña del pulgar, y los hermanos levantaban torrecitas de diez y cinco centavos sobre la mesa de la cocina.
A Inés le hubiera gustado que la llevaran con ellos. Su abuela le decía:
— Más adelante. Cuando hayas crecido.
Inés tenía cinco años. Era nerviosa, enclenque. De repente se le aflojaban las piernas y caía sentada. Los hermanos reían y ella se incorporaba y de dejaba caer de nuevo, feliz de divertirlos. Quería a sus hermanos, aunque la mortificaran a menudo. “Si abría la boca y cerrás los ojos te damos un caramelo”, le decían. Inés aguardaba un rato, con la boca abierta, el caramelo que resultaba ser la pluma de un pájaro o una hormiga, nunca recibió un dedo porque ella sabía morder. Pero muy pronto descubrió el modo de vengarse: le bastaba lanzar un chillido para que la escoba o la zapatilla de la abuela fuese a dar contra la cabeza de uno de sus hermanos. “Grita porque tiene ganas, abuela. No le hemos hecho nada”, decían. La abuela alzaba a su nieta en brazos, murmuraba:
— Para eso sirven: para dar disgustos. No la pueden ver tranquila estos satinases.
Los hermanos eran mellizos. Hasta el año pasado habían ido a la escuela, a dos leguas de la casa, montados en un caballo blanco que les prestaba el vecino. Cuando el maestro se jubiló, ningún otro quiso sustituirlo y la escuela dejó de funcionar. Ellos, que ya sabían leer, conservaban el libro de primero superior y antes de acostarse deletreaban algunas lecciones. Inés, a fuerza de escucharlos, las había aprendido de memoria; tomaba el libro con sus manos y fingía leer. Cuando terminaban la sopa, la abuela los mandaba a la cama. Dormían los tres juntos en un catre de tientos. Las noches eran frescas, silenciosas. La abuela, sentada junto a la lámpara de querosén, armaba cigarros y tomaba mates dulces, con olor a poleo. Afuera se extendía el campo árido bajo la luna, la sombra crispada de los algarrobos, el canto de los grillos. A veces, una lechuza gritaba sobre el techo del rancho. La abuela se persignaba para ahuyentar la desgracia. “Creo en Dios y no en vos —decía—. Ayer pasó a esta misma hora: alguien estará por morir”.
“Se va a morir”, pensó la abuela cuando Rosa le entregó la criatura envuelta en una colcha. Rosa era su hija. No la veía desde una tarde de marzo, cuatro años antes, en que Rosa fue a la ciudad para trabajar de mucama poco después que muriera su marido. A la abuela no le importó cuidar de los mellizos. Se parecían al padre, un hombre fuerte, peón de ferrocarril, que vivió con su hija en una pieza de madera y techo de zinc, detrás de la estación.
El hombre tuvo la mala suerte de emborracharse un domingo y quedarse dormido sobre las vías. Rosa volvió a la casa de la madre, con sus hijos. Para ganar unos pesos preparaba refrescos y empanadillas dulces que ofrecía a los pasajeros del tren.
En el andén de la estación conoció a la señora que le ofreció el empleo de mucama. Aceptó sin vacilar. Había mirado con envidia a las mujeres que viajaban en los coches de primera, con sus turbantes de colores, sus hileras de perlas y sus anteojos ahumados. Nunca bebían refrescos, pero se interesaban en las pantallas decoradas con plumas y a veces compraban tortuguitas. Habían ciertas señoras aprensivas que se negaban a probar una empanada porque “vaya a saber uno con qué están hechas”; otras, indiferentes, hojeaban revistas y comían caramelos; las muy viejas, sofocadas, se refrescaban la frente con algodones empapados con agua de Colonia.
La mujeres de segunda se envolvían la cabeza en toallas y los hombres llevaban, a manera de boina, pañuelos de bolsillo anudados en las puntas. El tren no había terminado de parara cuando ya estaban corriendo en dirección a la bomba del andén; allí se mojaban el pelo, la cara, y llenaban las botellas para tener con qué lavarse cuando el polvo del viaje los volviera a cubrir. Acto continuo se paseaban, asediados por los vendedores; regateaban el precio de una sandía; compraban por el solo placer de comprar, cigarros, pantallas, cardenales. Y cuando partía el tren, trepaban ágilmente a los estribos de los vagones; después sonreían y agitaban la mano en señal de adiós.
Rosa se fue a trabajar a la ciudad. Durante más de cinco años no volvió a ver a su madre, ni a sus hijos, pero todos los meses enviaba una carta con un billete de diez pesos. En esas cartas, escritas probablemente por la señora de la casa, nunca había mencionado el nacimiento de Inés.
— Se la traigo porque allá no quieren ocuparme con la criatura.
La abuela observó con atención a su nieta, que dormía envuelta en una colcha. “Se va a morir”, pensó con frialdad. Después, cuando Inés abrió los ojos:
— Tiene cara de cabrito— dijo.
Rosa le explicó que Inés había quedado así de flaca con la recaída del sarampión.
— No le va a dar trabajo. Es de lo más buenita. Nunca llora.
Luego, en la cocina de la casa, mientras tomaban mate con tortillas de grasa, le contó sus proyectos. Pensaba alquilar una pieza en la ciudad para que todos vivieran juntos. Ella trabajaría afuera; la abuela podía ayudarla con el lavado y el planchado de la ropa.
— He ido comprando algunas cosas. Tengo una cama de bronce, una mesa, un roperito que es mío, con espejo y todo. Antes de fin de año, una amiga me va a dejar la pieza que alquila cerca de una avenida asfaltada. Es una pieza grande con balcón a la calle.
La abuela la escuchaba con desconfianza. Su hija le pareció bastante cambiada: hablaba demasiado, tenía el pelo ondulado, las caderas muy anchas y le faltaban dos dientes: llevaba además una pollera floreada sujeta al talle por un cinturón ajustado que casi le impedía respirar.
Llegaron los mellizos y se detuvieron en el umbral de la cocina, mirando con recelo a la mujer que había venido con la criatura.
— Entren a saludar a su madre —dijo la abuela—. Entren, no sean ariscos.
Abrazaron a Rosa, que exclamaba sonriendo:
— Parece mentira cómo han crecido. Ya están casi de mi alto.
Esa misma tarde, Rosa viajó de nuevo a la ciudad. Al despedirse de su madre, en el andén de la estación, volvió a decirle que le enviaría, antes de fin de año, el dinero para los pasajes.
Durante los primeros meses, la abuela se ocupó de mejorar la salud de su nieta; para fortalecerla le friccionaba las piernas con ceniza caliente, y a la hora del almuerzo le daba trozos de pan untados con caracú. Al principio, Inés recordaba a su madre, “Quiero ir con mi mamá”, lloriqueaba. Después acabó por no pensar más en ella. Sentada en el piso de tierra de la cocina, jugaba con carreteles o miraba a los mellizos que fabricaban jaulas con ramitas para los cardenales del monte. Algunas siestas, aprovechando que la abuela dormía, la llevaban a robar higos del vecino. Inés los recogía en la falda de su delantal. A veces, un higo, demasiado maduro, caía con fuerza y reventaba sobre su cabeza. Ocultos entre las hojas, los mellizos sofocaban la risa, pero cuando bajaban del árbol dejaban de reír: al hacer el reparto, comprobaban que Inés se había comido las mejores brevas. Los días de lluvia jugaban en la cocina. Los mellizos, para asustar a su hermana, imitaban al hijo de la comadre de la abuela, que era retardado y se llamaba Simón.
— Háganse los pícaros, nomás —rezongaba la abuela—. A ver si Dios castiga y quedan tan opas como Simón.
También jugaban al gallo ciego. A veces Inés los espiaba debajo del pañuelo, pero los mellizos siempre la descubrían. “Trampa. No jugamos más”, gritaban, y le tiraban del pelo hasta hacerla llorar. La abuela intervenía con la escoba.
— ¡No parecen hermanos! — exclamaba. Después, con un suspiro: —Cuándo llegará fin de año. Ya aprenderán a ser juiciosos con la Rosa. Ella no es tan blanda como yo.
Pasó el fin de año y también el carnaval sin que Rosa enviara el dinero para los pasajes. Fueron meses de calor y la sequía amenazaba extenderse a toda la provincia. Como los pozos estaban agotados, la abuela con los mellizos tenía que trasladarse a la estación donde un conscripto vigilaba la distribución del agua. Cargados con latas, esperaban pacientemente su turno en la fila de gente morena y callada que venía del monte con sus hijos descalzos y sus perros escuálidos. Apenas se abría la estafeta, la abuela mandaba a uno de los mellizos a preguntar di había llegado carta de la ciudad. Con el dinero prometido por Rosa pensaba comprar provisiones en el almacén. No le quedaba azúcar para el mate, ni había más hojas de tabaco; las gallinas no ponían un solo huevo, y los aplicados huesos del puchero, de tanto hervir en la olla, no conseguían darle ningún sabor a la sopa. La abuela hubiese preferido morir de hambre antes de comerse una de sus cuatro gallinas. Aquel jueves, sin embargo, después de palpar la rabadilla de la paraguaya y cerciorarse de que no estaba a punto de huevear, resolvió sacrificarla. Era la más vieja de sus gallinas, y desde hacía una semana andaba medio tristona, con las alas caídas.
Se levantó el alba y fue hasta la tusca seca donde dormían las gallinas. La paraguaya, que ponía huevos celestes, estaba muerta al pié de un arbusto. “Pobrecita, se ha muerto de vejez y de sed, como un cristiano”, pensó. La tomó de las patas, le acarició el cuerpo tieso y flaco, el buche vacío. Después, en la cocina, encendió el fuego del brasero y puso a hervir el agua. Sentada, con la paraguaya sobre las rodillas, la abuela empezó a llorar. «Si esto sigue así, tendremos que comer tierra», se dijo, cuando por la puerta vio el sol detrás del monte que iluminaba el cielo implacable, sin una nube.
Súbitamente, mientras desplumaba a la gallina, la invadió un sentimiento de odio hacia Rosa. Pensó con amargura, con rencor: «Mentira. No es que se nieguen a ocuparla con la criatura. A mí no me engaña. Ha de estar ella tranquila. Ya aparecerá de nuevo aquí con otro hijo a cuestas que yo tendré que criar, porque soy así de zonza».
Terminó de desplumar a la paraguaya y con un pedazo de papel encendido le chamuscó los canutos de plumas que todavía quedaban debajo las alas y en la cola; después, con un cuchillo filoso, le extrajo las vísceras y la sumergió en la olla de agua hirviendo.
Cuando terminaron de almorzar, la abuela se acostó a dormir la siesta. Aunque era viernes, no irían a la estación porque nada tenían que vender. «Si mañana no llegara carta de Rosa —pensó— tendré que pedirle dinero prestado a mi comadre. La última vez que le curé el dolor de muelas me regaló un paquete de azúcar. Nunca le falta plata con Simón. Me dijo que el opa estaba pesado, que le dolía la cintura de tanto pasearlo por el andén y que, en adelante, para no cansarse, lo llevaría en un cajón con ruedas. Tiene suerte con Simón».
Eran más de las cinco cuando la despertaron los gritos de Inés. Se levantó de la cama para buscar la escoba, pero al asomarse a la puerta, vio que Inés, agitando las manos y con los ojos vendados, trataba de alcanzar a uno de los mellizos. De pronto se le ocurrió ponerle a la silla dos travesaños de tacuara para que los mellizos pudieran cargarla sobre los hombros. Caminando de prisa, alcanzarían la llegada del tren. Con pocas palabras, le explicó a su nieta cómo debía comportarse. No era difícil en su improvisado palanquín, con lo ojos entrecerrados, Inés se pasearía por el andén de la estación. «Una limosna para la cieguita», dirían los mellizos. Después la subió a la silla y le dio un tarro de conservas vacío para que guardara las monedas.
Desde la puerta de la cocina, los vio alejarse en dirección al monte de algarrobos. Entonces, alzando la voz, le recomendó nuevamente:
-Ya sabés, Inesita. Como si estuvieras jugando.
* El cuento «Cómo si estuvieras jugando» de Juan José Hernández fue tomado de su libro La Señorita Estrella y como si estuvieras jugando, con ilustraciones de Luis Saavedra y Carlos Alonso; Burnichón Editor, [Córdoba: 1963].
JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ, narrador, poeta y ensayista argentino, nacido el 17 de octubre de 1931, en Tucumán. Cursó antropología en la Universidad de Buenos Aires. A fines de la década del 50 se volcó al periodismo y la narrativa. En 1961 ingresó como redactor al diario La Prensa. Trabajó en la Revista Sur. Obtuvo el Premio Municipal de Narrativa por El inocente. Ganó la Beca Guggenheim (1969) y el Premio Konex (1984). Ha publicado: POESÍA: Negada permanencia y La siesta y la naranja (1952); Claridad vencida (1957); Elegía, naturaleza y la garza (1966); Otro verano (1966); La ciudad de los sueños (1971); Desideratum. Obra poética (2001). ENSAYO: Escritos Irreberentes (2003). CUENTO: La Señorita Estrella y como si estuvieras jugando (1963); La favorita (1977); La señorita estrella y otros cuentos (1992); Así es mamá (1996). NOVELA: La ciudad de los sueños (2004). Falleció el 21 de marzo de 2007, en la ciudad de Buenos Aires dejando inclonclusa su novela Toukoumán.