César Seco | Olga Orozco, los ojos de la noche



1

Cuánto de noche se le escurría en el sueño. Cuánto de sueño fue convirtiendo su alrededor en sombra. La realidad se le escurría por los enormes ojos que le abrió la noche. Como lo refiere Jacobo Sefami en una entrevista que la poeta le concediera durante una estadía en Nueva York, la poesía de Olga Orozco fue una “persistencia en la búsqueda de la revelación, de ese otro lado desde el cual se explica la propia realidad mutante y escurridiza”. Esto que bien precisamos leyéndola.

Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio…

Pudo incidir en esa su particular percepción, el trato que de niña tuvo con su abuela, quien tenía una visión animista del mundo, heredada de sus antepasados celtas. Ella transmitía oralmente a la niña toda esa visión mágica que la acompañaba desde la sangre. Le refería que todo lo que nombramos mundo, era movimiento perpetuo, en que las cosas, los objetos, están siempre al acecho de nosotros, para bien o para mal, para revelarnos algo o para perturbarnos, para salvarnos o para arrojarnos al insondable abismo. A diario la abuela le relataba cuentos fantásticos, que de seguro su memoria ya fatigada por los años modificaba constantemente. No faltaban en esos cuentos toda esa progenie de maravillas y sortilegios: duendes, demonios, hadas, extraños y asombrosos animales, que fueron poblando la imaginación de la niña. En principio, estos cuentos le infundían miedo, pero pronto esto fue desapareciendo, porque a fin de cuentas “la abuela se las arreglaba para que hubiera salvaciones milagrosas”, dijo.

Lo otro que sin duda hizo más febril su imaginación fue el paisaje de su natal Toay, ubicada en la árida pampa argentina, poblada de dunas, lo cual ella refirió de esta manera: “de chica he visto los médanos cambiar de lugar de un día para otro, porque el viento sopla con fuerza. Se supone que allí hubo un mar en alguna época; la arena es como arena marina. Es bastante extraño asomarse a una ventana y no ver el médano que estaba antes de ayer… como hay grandes zonas desérticas, sin vegetación, cada pequeño objeto –un hueso, una piedra- toma un relieve importantísimo, desmesurado, como podría ocurrir dentro de un cuadro surrealista”. Intuimos, como habitantes también de zona árida, que cualquier presencia aislada adquiere en este medio las características de una revelación, de una aparición súbita. Ella lo expresó mejor así: “El horizonte es inmenso por todos lados; los atardeceres son interminables, melancólicos. Entonces, entre eso y la ascendencia siciliana, que todo lo hace excesivo, que todo lo convierte en más: los perfumes, los colores, la luz… naturalmente sale una naturaleza desmesurada, como la que tengo”.

Inferimos que a ella el surrealismo le venía por naturaleza, claro todo esto que vino a constituir su particular visión poética fue matizada por la relación que tempranamente estableció con otros poetas, aquellos que fueron sus compañeros de ruta, la llamada generación del 40, especialmente con Enrique Molina y con Aldo Pellegrini, autor éste de la Antología del Surrealismo en América que fuera elogiada por André Bretón. Por afinidades estéticas, más que conceptuales, a Olga Orozco también se le relaciona con otros poetas de los cuarenta y cincuenta, posteriores todos a ese primer momento de la vanguardia hispanoamericana que tuvo a Neruda y a Vallejo como influyentes: los chilenos Humberto Díaz Casanueva y Gonzalo Rojas, los venezolanos Juan Lizcano y Juan Sánchez Peláez, los peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, el mexicano Octavio Paz y el colombiano Álvaro Mutis, entre otros. Claro, en todo esto cabe la propia aclaratoria de la poeta, lo cual permite reconocer el cauce y curso que siguió su creación: “… yo nunca pertenecí al surrealismo, por más que me embanderen también en él. Hay una actitud semejante ante la vida, tal vez. Porque hay una gran valoración de lo onírico, de los diversos planos de la realidad (no precisamente del inmediato y visible), de las sensaciones, del mundo mágico, y sobre todo una exaltación del amor, de la libertad, de la justicia. Es decir, sólo actitud ante la vida, pero yo nunca hice escritura automática; y si intento hacerla, me desvío a la plegaria”.

Cuando falleció, Ana Becciu quien fue una de esas amistades entrañables con las que Olga Orozco compartió los últimos treinta años de su vida, escribió para Letras Libres un sutil y hondo retrato, del cual entresacamos este párrafo que nos precisa mucho más la posible genealogía de la autora de Los juegos peligrosos y de otros libros capitales de las letras hispanoamericanas. Becciu afirma allí que “tan decisivo como el surrealismo para su poesía fue su temprana lectura del poeta lituano Lubicz Milosz y del español Luis Cernuda. Siempre leyó a Milosz, siempre hablaba de él, sabía muchos de sus poemas de memoria y los recitaba a menudo. Hasta el último día de su vida en la mesa del comedor de su casa tuvo al alcance de la mano la antología de poemas de Milosz traducidos por Augusto D'Halmar en 1922… El verso largo del lituano Olga lo transformó y lo moldeó hasta convertirlo en el instrumento característico de su poesía: su verso libre adquiere proporciones de versículo portador de imágenes subconscientes u oníricas muy coherentes, que dan por resultado poemas perfectamente estructurados. "Nunca he pasado de una línea a la siguiente si la anterior no estaba perfectamente admitida por mi conciencia", dijo en una ocasión. No tiene equivalente en la poesía argentina. Es un arte del que sólo ella tuvo el secreto. Tan imposible es de imitar que supongo que puede ser una razón para que no haya tenido seguidores”.

Entre sus confesiones, siempre profundas, resulta interesante saber que de niña y de adolescente la poeta leyó mucho la Biblia y que tal vez sea de allí que le vino ese ritmo salmódico que caracteriza sus poemas, cercanos a la plegaria. Desde luego, no basta con indagar el posible génesis de su obra, sino comprendiéramos que tras esta concepción de la sacralidad del verbo poético, está toda la tradición del Romanticismo alemán, el cual le fue decisivo en el sentido de revelarle el carácter sagrado de la palabra y a la vez advertirla sobre los riesgos que entraña el trato con ésta; es decir, la locura, ese castigo que los dioses infligen a quienes sobrepasan los límites de lo estrictamente humano. En vida a Olga Orozco no cesaron de perseguirla eso que ella llama angustias extremas, por ejemplo eso que señaló a Sefami, eso de haber sentido muchas veces una especie de extrañamiento de su propio cuerpo, experiencia llevada al extremo en Museo salvaje, pero que está presente en toda su poesía:

Me moldeó muchas caras esta sumisa piel,
adherida en secreto a la palpitación de lo invisible
lo mismo que una gasa que de pronto revela figuras
emboscadas en la vaga sustancia de los sueños.

2

¿Desde cuando leemos a Olga Orozco? Me pregunto y me respondo en el momento de cruzar una esquina y divisar una puerta abierta a lo lejos. Desde hace mucho, me digo, no tanto quizá en cantidad de tiempo; 25 años hará que conversábamos de poesía con nuestro amigo Ernesto Zaléz, en ese recorrido que de jóvenes hacíamos por la ciudad solar para matar el tedio, para resistir el peso de su silencio aplastante, cual Olga pudo sentirlo frente a la dunas de la pampa; nos tomábamos unos cafés o si había llovido en nuestros bolsillos algo de vil metal, una cervezas frías que apaciguaban el inclemente sol y la sed de todo. Recuerdo que Ernesto soltó el nombre de Olga Orozco y en un instante se hizo noche, recuerdo también que dijo algunos versos que estaban prendidos de su memoria adolescente, esos versos no los recuerdo ahora, pero han podido ser estos:

No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.

“Quería descubrir a Dios por transparencia”, dice en un verso más adelante, verso que precisa uno de los motivos esenciales de su búsqueda, que entraña lo que sus estudiosos han denominado “la dimensión religiosa y la indagación metafísica de su obra.  Entendible esto a partir de una clave afirmación suya, donde dice “de que con Dios lo que nos ha ocurrido es un desmembramiento”, no su muerte como entendió Nietzsche, sino una separación. Y es en uno de sus poemas donde nos lo clarifica mejor: “Es víspera de Dios. Está uniendo en nosotros sus pedazos”. Nos sugiere que “mientras todos no encontremos a Dios, él estará disperso”. Es el exilio mayor que se vive, es la unidad perdida y que a su ver es el difícil camino que el poeta ha de desandar en su aventura interior, tan llena de peligros y de pocas o casi ninguna satisfacción. Es la conciencia de que el ser humano se haya escindido de Dios lo que la impulsa a buscar permanentemente, al menos en la palabra, la reintegración con el absoluto originario. Aunque su vida fue de constantes pérdidas de los seres amados, estuvo convencida que esta reintegración sólo era posible a través del amor y una y otra vez emprendió su ruta por medio de lo que llamó “los juegos peligrosos”, es decir ese constante atravesar los nunca seguros intersticios de la magia, la astrología, la cartomancia y las posibilidades reveladoras de los sueños:

Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
 Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.
¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu
nacimiento hasta tu muerte con una llave rota, con un anillo
que hace años fue enterrado?

3

La muerte constante más allá de la vida, en vida y desde el corazón será el otro gran tema de su . La muerte tratada siempre como presencia viva acechante siempre en el recuerdo presente, reconstrucción del tiempo de dicha y el tiempo de dolor. La muerte concebida como tránsito hacia una claridad más diáfana, como sugiere Manuel Ruano, menos efímera. La muerte como sucesión de espectros, familiares, literarios, íntimos, “espectros que regresan desde lejos por detrás de los sueños y por delante del porvenir”. Sí, la muerte que sólo existe porque existimos, temiéndola y aguardándola, como esa casa a la que hemos de volver:
Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
Unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
La humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
Y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido…


Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista.



OLGA OROZCO (Olga Nilda Gugliotta Orozco), nació en Toay, La Pampa, el 17 de marzo de 1920. Es una de las más importantes poetisas argentinas y latinoamericanas del siglo XX. Pasó sus primeros años entre Toay (La Pampa) y en Buenos Aires. En 1928, la familia se mudó a Bahía Blanca y ocho años más tarde a Buenos Aires. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde se recibió de maestra. Muy joven fue una de las integrantes del grupo literario surrealista Tercera Vanguardia, al cual pertenecían a su vez, entre otros, Oliverio Girondo y Ulises Mezzera. Trabajó en periodismo empleando varios seudónimos y dirigió, también, algunas publicaciones literarias. Así, colaboró en la revista Canto que dirigía su primer esposo, el poeta Miguel Ángel Gómez y reunía a la llamada Generación del 40. Por esa época hacía comentarios sobre teatro clásico español y argentino en Radio Municipal; fue actriz teatral (personaje Mónica Videla 1947-1954) y trabajó en Radio Splendid en la compañía de Nydia Reynal y Héctor Coire. En los años sesenta fue redactora en la revista Claudia y organizó el horóscopo del diario Clarín durante los años 1968 y 1974. Falleció de un paro cardíaco a los 79 años en el sanatorio Anchorena, Buenos Aires, el 15 de agosto de 1999. Desde 1994 funciona en Toay la Casa Museo Olga Orozco en la que se realizan diferentes actividades culturales en torno a la obra de la poeta y en la que se puede consultar su biblioteca. Por su labor literaria ha recibido los siguientes galardones: Primer Premio Municipal de Poesía (1963); Premio de Honor de la Fundación Argentina (1971); Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita (1972) por Y el humo de tu incendio está subiendo; Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980); Premio Esteban Echeverría; Gran Premio de Honor de la SADE (1989); Premio Nacional de Poesía (1988); Premio Gabriela Mistral de la OEA (1988); Premio Konex de Platino de la Fundación Konex (1994); Láurea de Poesía de la Universidad de Turín; Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1998); Premio Konex de Honor (2004). Ha publicado las siguientes obras: Desde lejos (1946); Las muertes (1952); Los juegos peligrosos (1962); La oscuridad es otro sol (1967); Museo salvaje (1974); Veintinueve poemas (1975); Cantos a Berenice (1977); Mutaciones de la realidad (1979); La noche a la deriva (1984); Páginas de Olga Orozco (1984) (Antología con prólogo de Cristina Piña); En el revés del cielo (1987); Con esta boca en este mundo (1994); También la luz es un abismo (1995); Relámpagos de lo invisible (1998); Eclipses y fulgores (1998); Últimos poemas (2009); El jardín posible (2009) (Antología con prólogo de Marisa Negri); Poesía Completa (2012); Yo Claudia (antología de su obra periodística a cargo de Marisa Negri) (2012); Cantos a Berenice ilustrado por Martino (2015).