Juan L. Ortiz: El Contra-Rimbaud por Luis Benítez


Gualeguay

No estuve jamás en Gualeguay. Ello me permite acceder a algo que seguramente estará vedado para siempre a sus habitantes: el mito de Gualeguay. Así como los hombres de Polinesia están privados de entender todo lo que evoca la palabra Polinesia para los occidentales, aquí no importa el valor de la evocación, si el menosprecio por lo no comprendido o el asombro pueril o una supuesta magia de palmeras y hombres cobrizos vagamente caníbales. Los de Gualeguay jamás sabrán el milagro donde viven, una porción del milagro que es la representación del interior de la Argentina, el milagro mayor, para un hombre de Buenos Aires o del exterior del país. El interior nuestro es, como imagen, un mundo intocable que participa de ritmos distintos de los propios de la ciudad capital. Intocable por cuanto queda signado como perteneciente a un orden sacro, inmovilizado en un tiempo detenido que sí fluye y cambia en Buenos Aires, como si fuese Buenos Aires la parte en contacto con el siglo, el tiempo profano.

Siempre desde la fantasía, que en definitiva estimo que constituye la base de la locura del razonamiento, pienso en el interior del país como el espacio de ruptura del orden homogéneo y tranquilizador, por pertenecer a nuestro siglo y enfrentarnos a problemas de nuestro siglo, de la archimanida Cabeza de Goliath de Martínez Estrada.

Los ritmos distintos del interior del país, que se hacen visibles y palpables apenas se trasponen sus límites con la ciudad, se me han hecho presentes, cuántas veces, en Lanús, que es un suburbio lejano de Buenos Aires propiamente dicha, donde reconocí costumbres, calendarios, aguzando la sensibilidad por el llamado de la memoria hecha escena, expresiones y gestos propios de un tiempo por donde hemos pasado, como si allí cerca de Buenos Aires se iniciara un viaje por el tiempo que me brindara los primeros años hacia atrás. Ese mito nombrado tal vez se origine en las suposiciones, temores y conjeturas de los primeros habitantes de nuestro territorio. Esa idea de otro tiempo se originó en otro tiempo.

Recuerdo "El sueño norteamericano a través de su literatura'', de Alien, presentando el avance de los colonos por los futuros EE.UU. como un movimiento de este a oeste con momentáneos asentamientos en fincas puestas a producir, vendidas a los que venían atrás para fundar sus antiguos dueños otra cabaña más adelante, el famoso "sueño de la frontera" y no puedo menos que repensar cuál será nuestro sueño, a través de su literatura.

Esta idea de la literatura como la plasmación de un sueño no es de Alien. Se trata, desde el ejemplo más famoso, de un reverso, de un espejo de la idea de Calderón: la vida es un sueño y la literatura es el sueño de ese sueño.


Aquí, en América Latina, el sueño de los españoles, portugueses, holandeses, franceses e ingleses tuvo varias direcciones de avance sobre los presupuestos de las culturas preexistentes y, en lo que se refiere específicamente a los españoles, sus asentamientos, un carácter completamente distinto de los producidos en EE.UU. Los asentamientos de la cultura española en la futura Argentina no eran, como aquellas granjas de cuáqueros y anabaptistas, de mormones y de otros servidores del libre pensamiento del Evangelio, abiertos a la frontera y dispuestos, como de veras sucedió, a deglutir las culturas que hallaran a su paso. Muy por el contrario, estaban cerrados sobre sí mismos y preocupados más que por avanzar, por no retroceder o ser "devorados" por lo desconocido.

En todo caso, nuestro sueño de la frontera fue una pesadilla del límite. El colono empapado de protestantismo que bajó del May Flower y no se detuvo hasta llegar al Pacífico se defendió del desconocido ambiente tornándolo conocido. No le quedaba, después de todo, otra alternativa: había quemado sus naves mejor que Hernán Cortés en el disenso religioso de la Inglaterra dividida que dejaba atrás y transportado sus creencias, su familia y otras propiedades a lo desconocido. Para dominarlo y ponerlo en producción, imponiéndole sus medidas de tiempo y de valores, era necesario conocerlo primero. Ese afán de dominio y de conocimiento para el dominio venía avalado, como muy bien subraya Alien, por una ideología religiosa ad hoc para ese propósito, donde el creyente es signado como elegido por la deidad para grandes empresas, para demostrar, en el éxito de lo acometido, que está salvado por la gracia divina. Imbuido de una fe calculadora en sus capacidades y en su calidad de poseedor del favor celeste, el colono inglés y sus descendientes arrasaron tranquilamente las culturas de pueblos cuyos nombres y costumbres hoy nos suenan poco ciertos, como los dioses griegos: sióux, cheyennes, pawnes, y que sin embargo eran la realidad, la realidad humana, en ese tiempo y espacio dados, hoy patrimonio su deformación de las películas norteamericanas de 20 años atrás. Como bien lo sabía Orwell, una ideología (como concepción del mundo) no ha conquistado el presente hasta no haberse impuesto al pasado como si siempre hubiera existido.

El cervecero de Londres, el ex-tendero de Liverpool, el antiguo carnicero de Sussex venían a América no sólo a fundar un mundo sino, sobre todo, dispuestos a permanecer en él una vez adaptado a sus valores. Para ello, además de lo ya señalado, contaban con el poderoso impulso proporcionado por las ideas de Utopía, que alimentaban las fantasías de numerosas sectas protestantes de la época. La fundación de Pennsylvania tuvo como base, además de factores socioeconómicos, estas fantasías utópicas.

Contrapongo adrede esta fantasía sajona de Utopía a la fantasía latina de Eldorado y de la Ciudad de los Césares, por una significación que se desprenderá y veremos en los siguientes párrafos.

Bajo el morrión del soldado español, en las intenciones de los segundones que lo mandaban y de los ex-presidiarios que marcharon con él sobre esta porción del Tratado de Tordesillas, latían propósitos diametralmente distintos de aquéllos que animaban al autoconvencido colono protestante. El adelantado y sus seguidores iban a la guerra contra naturaleza y naturales, contra lo desconocido, no para establecerse en él y hacerlo conocido, sino para abrir una suerte de corredor entre la empobrecida Madrid y la riquísima Eldorado, a través del cual succionar el mítico oro nuevo, oro no europeo, salvaje, que permitiera continuar con sus gastos imperiales a una España pendular entre la Edad Media y el desconcierto.

El mismo Océano, el Atlántico, transportó en un tiempo dos destinos y dos determinaciones distintas: en un barco, un grupo de militares dispuesto a ocupar un mundo obedeciendo a una ciudad; en otra nave, un grupo de civiles decidido a fundar otro mundo desobedeciendo a una ciudad.

Graves destinos, graves determinaciones que originarían la mitad de Occidente tal cual lo conocemos en nuestros días.

Ni el carnicero de Sussex ni el segundón de Asturias sabían, en el momento de embarcarse, hacia dónde iban. Ese, tal vez, su único punto de contacto.

Si el sueño de los embarcados hacia estas tierras era que existiera un Eldorado donde robar, para luego disfrutar la parte del botín en el Viejo Mundo, se comprende que ni por lejos se les iba a ocurrir a ésos, nuestros fundadores a la fuerza, precisamente fundar asentamientos permanentes en territorio americano. A lo sumo fortificaciones de ocupación que luego, diluido el sueño de Eldorado -abundan tanto los nombres derivados de metales preciosos en nuestra América latina- se convirtieron en gérmenes de poblaciones cuando se comprendió que la manera de sacar réditos a estas tierras era explotando algo más que sus yacimientos de oro y plata. La "persuasión" fue lenta y se produjo por factores que no interesan a estas reflexiones. Sí, interesa a nuestra hipótesis el momento previo a ese obligado convencimiento.

Las creencias religiosas que traían de su cultura los conquistadores poseían un fuerte sabor a Edad Media, con su sentimiento de culpa universal, de amenaza constante de los infiernos, de pecado omnipresente en todo lo que constituía el mundo material y terreno. Para el hombre del Medioevo el mundo era nada más que un instante, algo efímero antes del verdadero tiempo, la eternidad. Mientras advenía el tiempo verdadero, el hombre transitaba por el reino del Señor del Mundo, esto es, el mismísimo Satanás.

Toda cultura tiende a suponerse, por lo que da en llamarse egocentrismo cultural, la mejor de entre las existentes si no la única real. En el caso de la España del siglo XVI, imperialista y fanática de sí misma, se comprende que esta convicción que reforzaba el sentimiento de autovaler venía de perillas para enfrentar sin mayores traumatismos a otro mundo al que no importaba conocer -siquiera para dominarlo mejor- sino meramente robar y destruir. Si no era España, entonces era barbarie. Si era barbarie, sin los símbolos, valores, costumbres, usos y cosmovisión de la metrópoli, era bastante parecido el Nuevo Mundo al infierno, en cuanto a reino del pecado, a mundo, en la acepción del término que traían los recién llegados a él.

Y seguramente el infierno les habrá parecido a los segundones empobrecidos, a los soldados de guerras perdidas y a los ex-presidiarios hacinados en sus endebles campamentos, maldiciendo el momento en que dejaron la miseria europea, conocida, por los peligros y privaciones de América, lo desconocido. Difícilmente nos podremos imaginar, desde nuestro tiempo, las sensaciones de aquél, pero ese pasado, con sus animales y paisajes, sus hombres distintos de ellos mismos, debió alzarse como un escenario aterrador, a la vez omnipresente, para esos hombres de Jaén, de Mérida, de Huelva. Sus fuertes, las casas que luego los suplantaron, cualquiera de sus manifestaciones de actividad, llevaron la impronta de lo que se debía defender de algo, de lo que se debía conservar, de lo que no debía ser modificado por esa enorme realidad donde la codicia y la necesidad los habían enclavado.

Ese puñado de desesperados, presos en una porción del continente al que habían venido a conquistar, labraría una creencia: el exterior de la empalizada, lo que está más allá de la aldea, fuera de la ciudadela, allende los límites de la ciudad, según el paso de los siglos, eso que está en el campo, es lo desconocido, la "tierra del diablo", el lugar donde vive la magia y se depositan las fantasías, en definitiva. El mito del interior de nuestro país es un mito ciudadano.

Un espacio mítico es un lugar donde pueden suceder todas las cosas, incluso no de una en una, según suponemos que suceden en el espacio de ese otro mito, el de lo cotidiano, sino varias, todas, a la vez. Ese espacio mítico será forzosamente siempre desconocido por su propia condición proteica, en continua metamorfosis. Constituirá un espacio donde se quebrará el tiempo, como en el espacio de los sueños, con un tiempo diferente al de lo cotidiano supuesto, fragmentado en relación a lo homogéneo -desde la visión ciudadana, siempre- del tiempo y el espacio atribuidos a lo conocido: lo que sucede en las ciudades. Una visión singular del tiempo real, escondido detrás de lo aparentemente real, una vez más un sueño dentro de otro sueño, es más verosímil en Gualeguay que en Corrientes y Pasteur, Capital Federal. Podemos hablar de un decoro, como en los diálogos teatrales, donde un rey no puede hablar como un esclavo. En nuestro tema será el teatro el mundo, el escenario el interior de nuestro país, la escenografía el mito del interior de nuestro país, el guionista Juan L. Ortiz. El decoro, su poesía.

Como en el espacio teatral, ese decoro proclamado nos persuadirá, intentará persuadirnos, de que el espacio del teatro es realmente el mundo.

El mito del interior de nuestro país, de-lo-que-está-más-allá-de-la-empalizada, aun de las empalizadas provinciales, se une al conjunto del mito latinoamericano al que tanto ha contribuido la literatura latinoamericana, desde Ricardo Palma a Alejo Carpentier, un mito de "realismos mágicos" -muchos, regionales, diversos-, que provee de una identidad de urgencia allí -aquí- donde se unen las aguas de lo europeo y de lo paleoamericano. El mito, la creencia en el mito, implica una afirmación: el mito es lo auténtico. Si existe un espacio del mito creído, ese espacio será creído el auténtico o (porque las afirmaciones míticas nunca se realizan de manera tan tajante en una comparación que lleguen a negar la existencia de lo otro cuando es tan palpable y porque su defensa es la asimilación, como un sincretismo ideológico) será estimado como lo más auténtico que tenemos.

El Gualeguay de Juan Laurentino Ortiz es un resumen del interior de nuestro país, para una visión poco minuciosa.

Para otra, una cosmovisión singular por ser declarada así, en esta porción del siglo XX.

Para otra aun, se trata de la más elevada expresión lírica que ha dado la Argentina a la lengua castellana, en el siglo XX, al menos.

Hago mía la contradicción de estas tres opiniones.


El Viejo Del Rio

¿Qué, cuando la condición de singular y mágico se asienta no ya en la importancia del lugar donde sucede, sino en la condición de que es lo que sucede?

La poesía de Juan Laurentino Ortiz entraña una cosmogonía más vasta que las márgenes del Paraná. Se trata precisamente de uno de los escasos poetas argentinos que ha brindado en su obra una cosmogonía. Expresionista e impresionista a la vez, completa. Su afirmación es "aquí lo que sucede es esto que continuamente está sucediendo sin que resulte perceptible para todos", como lamenta Ortiz en, por ejemplo, "Aromos de la calle"(1):

Qué dicha flotante,
inmediata, casi palpable!
No la siente el pobre,
no puede sentirla,
y tan cerca de él
el alma embriagada del aromo!

Reducir a Ortiz a otro mito, suyo, el de "poeta del Parará", no sólo constituye una mutilación: es, profundamente, una estupidez. Pero la tentación para algunos es muy fuerte y lo extraño sería, precisamente, que algo tan maleable para un obtuso como la poesía, escapara a ello.

La afirmación de Ortiz, flotante, inmediata, casi palpable, estaba ya implícita en su primer volumen, "El agua y la noche" (2) y, como otros autores, dedicaría el resto de su vida a desarrollarla.

Había nacido el 1 de junio de 1896 en Puerto Ruiz, un pequeño poblado en las cercanías de Gualeguay, provincia de Entre Ríos. No existieron en su vida, además de su vida, grandes acontecimientos. Como Emily Dickinson, haría de su retraimiento el punto de visión de la creación, multiforme y una. La escueta biografía prosigue con su traslado a otro poblado, vecino a Villaguay: Mojones Norte, cuando contaba tres años de edad. El hecho se motivó en la aceptación, por parte de su padre, de un empleo como mayordomo en una estancia de esa localidad. Allí terminó Juan L. Ortiz la escuela primaria y se trasladó, posteriormente, a Gualeguay, donde cursó estudios -que no completó- en la Escuela Normal. Desde los 17 a los 20 años, una época oscura y ciudadana: vivió en Buenos Aires, mudándose a diferentes conventillos de Sarandí, en la provincia, y de Villa Crespo, en la Capital.

Es en esta etapa cuando da sus primeros pasos por la pretendida bohemia literaria, nuevamente, otra mitología. He tratado de imaginar las noches de ese Ortiz juvenil en los sórdidos conventillos de Sarandí, mientras más allá del horizonte estallaba la Guerra Europea, tan distintos aquellos conventillos de lo que había grabado en él ese mítico Entre Ríos. Una existencia no se decide en una noche y, posiblemente, se decide subterráneamente, como el crecimiento de un hombre o un árbol, sin que el árbol ni el hombre lo perciban hora tras hora. Algo debió decidir a Juan L. Ortiz, en esos conventillos, no podemos ver ahora la luz de gas, ni los posibles pasillos ni un patio con macetas, a retornar para siempre a su provincia. Sabemos de un ofrecimiento de Natalio Botana, propietario del diario "Crítica", producido tiempo después del momento que estamos reconstruyendo, para que el poeta se estableciera en Buenos Aires y en el diario, ofrecimiento que Ortiz declinó cortésmente, declarando que la mudanza lo alejaría para siempre de la fuente de su misma poesía (3). El ofrecimiento entrañaba dinero -Botana era casi siempre un hombre generoso- y difusión de su obra, al ubicarse el poeta en el fácil amiguismo que repartía en ese tiempo -una costumbre argentina que perdura, como los buenos sentimientos- los menguados laureles y los premios. Ambos cebos le resultaron indiferentes. Algo que parece un mérito y es tan natural en una concepción del mundo como la de Ortiz: la diferencia es también un halago.

En Gualeguay y en 1924, contrajo matrimonio con Gerarda Silvana Irazusta, que le sobrevivió y le daría un hijo, Evar, actual profesor de literatura. Ortiz trabajó en el Registro Civil, según sabemos, hasta jubilarse. En 1942, la familia Ortiz se traslada a Paraná. En 1957 se produce el famoso viaje a China y a algunos países europeos de Juan L. Ortiz, en compañía de otros escritores y poetas argentinos. La China de Li-po y de Tai-pei la vio y vio la otra. Después de haber escrito una de las obras poéticas más importantes de la lengua castellana del presente siglo y de haber pasado por el silencio y los estruendos de numerosas modas literarias sin ser tocado y sin dejar influencia visible, dando a conocer esa misma obra en reducidas ediciones de 300 a 500 ejemplares, tras medio siglo de creación ininterrumpida, murió en su casa de la calle Buenos Aires 810, en la ciudad de Paraná, el sábado 2 de septiembre de 1978 a los 82 años, ciego desde tiempo atrás.

Nada nos devolverá los momentos secretos de nuestra propia vida, ni nos es dado contemplar -ni comprender- los de la vida de otro. Ello nos priva de saber quién era, íntimamente, ese hombre cuyos restos reposan en el cementerio de Gualeguay, con un solo premio literario en su haber, compartido. Se trató en su momento del Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía, que se le otorgó a él y a Raúl González Tuñón en 1969.

Queda de él su visión, que no cambia, y queda de él la literatura: Juan L. Ortiz tuvo una suerte, crear de lo intemporal lo intemporal. Otros hay que toman de lo intemporal lo perecedero y hacen obra. Ortiz compuso en su vida un poema solo, dividido en muchos títulos, que son más bien los cantos de su creación única. Esa admirable secuencia es como los remolinos del río que amó -su manera de amar todos los ríos y así con cada cosa-: llevan a otra parte que también queda allí mismo. Leer es viajar y leer a Juan Laurentino Ortiz es viajar a todas partes, a cualquier tiempo, a cualquier lugar, como querían y no siempre lograban hacerlo los imaginistas.

Ese azul gris, ese celeste,
infinito, infinito, sobre la isla. (4)

……………………………………….

Oh, como una música os desplegáis,
o sonreís, o cambiáis, o morís entre la lejanía de los vapores bajos.
Cielos, sois una música. No sois todavía el pensamiento
ni la alta serenidad. (5)

Tengo ante mí la valerosa edición de "En el aura del sauce" (6), que reúne en tres tomos las obras completas de Ortiz y adrede, he citado al azar, sin buscar. Fragmentos de poemas -y todo poema es un fragmento- que ciertos hombres de cualquier tiempo podrían haber escrito. Un chingolo o una situante "ribera del Paraná" sirven como excusas a los ingenuos que leen en Juan L. Ortiz sólo lo autóctono, esa nacionalista jerarquización de lo evidente. Las boquillas de caña, el amor a los gatos, las creencias políticas sirven a otros tantos a quienes Ortiz, el inapresable, he aquí otro, tal vez, de sus mayores méritos, se les escapa. Hay en él el intento más importante de los arriesgados por nuestras letras, de encerrar en palabras y en la combinación de éstas aquello que constituye la poesía misma, sin caer en los dos ruidosos pecados: el conceptismo o la pura verbalidad, ambos meritorios por sus objetivos. Ortiz es el que corrobora que escribir poesía es, en definitiva, un fracaso desde el vamos, pues lo que se dice no alcanza para lo que se quiere decir, algo que redescubrió Antonin Artaud, algo que intentó Antonin Artaud transgredir y que dio sólo un triste balbuceo. Luego otros franceses, no poetas, venderían este argumento a otras disciplinas. Ortiz también fracasó, pero su fracaso es genial. Nada hay en él que no sugiera lo que no se puede decir y, es más, en forma ininterrumpida.

El secreto de sus interrogaciones constantes, un recurso literario con el-cual comienza, desarrolla o culmina muchos de sus textos poéticos, es ese instalar la respuesta por lo que se pregunta, como tratando con una presencia innombrable. Me resulta semejante a algo que me relató un viajero a México, algo que luego me confirmaron otros, más veraces o de imaginación más limitada, que no existía, al menos en México. La narración hablaba de un templo azteca de rarísima construcción, cuya particularidad consistía en poseer dos larguísimas hileras de figuras a medio terminar, incompletas, que subían desde la base de la pirámide truncada que constituía la figura del templete hasta la cúspide. Para comprender el dibujo de estas formas incompletas hacía falta un crepúsculo. Al crepúsculo, a cierta hora del crepúsculo, las formas se completaban con sus sombras, formando, la sólida piedra y la intangible penumbra de este templo que no existe, las figuras de dos serpientes emplumadas, simétricas y paralelas, con las horribles cabezas apoyadas en la base de la construcción y las extremidades de las colas apagándose en la cúspide de la pirámide. Lo dicho y lo sugerido así se me representan en la obra de Juan L. Ortiz, donde la tosca palabra, siempre será tosca, adquiere significado con la sombra de lo que va a representarnos, que por su parte necesita apoyarse en la palabra para hacerse visible. Sin la palabra, imperfecta, siempre será sombra.

El Contra-Rimbaud

Una de las primeras frases que intentan revelar al que intenta, a su vez, acercarse al Tao, es aquella que dice: "Quien pregunta qué es el Tao, es un tonto. Quien cree responder es también un tonto". Como sea que interrogarse sobre el Tao es interrogarse sobre todas las cosas y ello incluye a la poesía como materia general y como materia particular en el caso de una vertedura personal como la de Juan Laurentino Ortiz, cabe la misma afirmación, plausible de extenderse más allá de la obra a la vida -y sus momentos secretos - que engendró dicha obra.

Habremos así de errar y ese error será pie de una lista inconmensurable. En ella caben todas las evaluaciones que un tonto, esto es, un hombre que posee una idea del mundo y todos la tenemos- hace respecto de una parte de ese mundo, al que desconoce en lo general y en lo particular con la misma ansiosa necesidad de definir. Haremos nuestro ese pecado.

Respecto a la poesía nos encontramos con una posibilidad grata, probablemente, a las mismas definiciones de Ortiz: aquel lugar, ese espacio donde caducan las definiciones posibles y el universo es pura conjetura. Como la muerte, como el amor, la poesía, y hemos de referirnos a la de Ortiz creyendo por placer y por ideología que una poética contiene a todas las demás, es una misma cosa en varios planos, una prueba más de una entidad presente en lo concreto y lo abstracto o, al menos, en aquello que nuestra pobre elucubración nos permite suponer que apreciamos y suponer que medimos, sea con las fuerzas de los sentidos y las emociones como con la fuerza de la imaginación con que la representamos.

Ardidos están los tiempos que otorgaban un sistema supuesto para medir los calibres de un autor; lo incierto contemporáneo sólo brindará la posibilidad, el crecimiento de que en una época un autor condensó lo esbozado en los demás, contempló lo frágil de ese decimiento probable y lo frágil de esa humana existencia - y por consiguiente, humana heredad que signó más allá de la verborrágica anécdota (la anécdota siempre habla de más, es el invitado charlatán al que nadie esperaba) los rumbos y retumbos de aquello que culminó, que fue y tuvo la suerte de no declinar.
La suerte de Juan Laurentino Ortiz es lo indeclinable -en la obra y en la vida- lo frágil, ya que está sujeto al posible olvido como todo lo viviente y, según veremos, al buscado olvido, tanto por Ortiz, que comprendió, como por quienes lo juzgaron y no comprendieron. Así también es lo paralelo, lo paralelo a un mundo que creyó representar. Podemos decir que esta última aptitud resume las dos actitudes antes señaladas como parte de su suerte. Juan Laurentino Ortiz, estamos hablando de su obra, de su yo posible, paralelizó en su mundo individual lo que le era aprensible, en palabras y más que nada, en interrogaciones, de aquello que por humana carnadura le era inaprensible. Lo indeclinable desprendido de lo anteriormente señalado es su ética; lo frágil es su estética.

Como en Joyce, en Ortiz el valor es el fracaso cósmico de su obra. En Joyce, estaba signado por el género. En Ortiz, por la propuesta.

Ortiz viene a contrapesar el alcance carismático de Rimbaud no sólo sobre el mundo regido por el tiempo interno de la literatura, sino en el esquema de mundo que provee la literatura en la suma de interpretaciones del universo ofrecidas al hombre común, el esquema de universo resuelto en la obra de ambos en extremos tan opuestos como obstinados; ambos reales, en esa balanza de ficciones, de descripciones propuestas, juegan por fin en una balanza fija en su punto medio, sin maniqueísmo posible: ambos son precisos maestros de la escala de grises.

Se ha apuntado con razón parcial que el vagabundo Rimbaud era el ideal aterrador del burgués Flaubert: el punto culminante de la crisis de la cultura occidental no puede tener mejor teórico que el último ni mejor representante que el primero. Sin embargo, esa razón consciente de su horror "que engendra su misma destrucción", puede, retomando el callejón abandonado como sin salida, "engendrar su misma salvación", ya que si Flaubert, que inventó a Rimbaud, era un hombre profundamente dividido por su apetito de separación, "el arte es lo único que puede hacer soportable !a vida", por otra parte latía en él un abrasador apetito de integración, en perfecta armonía con la vieja máxima que dice que a una fuerza actuante corresponde su opuesta. Nunca antes, como en Flaubert, se evidenció tanto la profunda crisis de la cultura de Occidente, nunca antes como en Rimbaud, la expresión de esa misma crisis invadió tanto la vida misma, el espacio externo de la literatura. El callejón sin salida, abandonado, la fuerza contraria como en una ambición de espejo, sería la integración a las cosas, a la vida, al fluir constante que lo orticiano escrito intenta reflejar, salvando genialmente la peligrosa tentación de soslayar la negra condición humana con tal de arribar a su objetivo. Ambos, Rimbaud y Ortiz, intuían la perspectiva del otro. El Rimbaud que tiende el brazo a la irremediable belleza es duplicado en el espejo que invierte, como desde el otro lado de las cosas y más exactamente de la visión de esas mismas cosas, por el Ortiz que, en medio de la belleza a que tiende Rimbaud, atiende al brillo negativo del vacío, al "agujero negro" que él nombra, allí desde donde escribe, en francés, su hermanastro.

Recreer que es posible, dirá Ortiz aprovechando sin saberlo -en él es admisible, deleitosamente, la ingenuidad- la oportunidad de hacerlo desde suelo americano, bajo el cielo del Mundo Nuevo. No creer en lo deseado, dijo Rimbaud en el Viejo Mundo. El camino sin salida, solución todavía posible de la crisis de la cultura occidental, sólo podría tener lugar, ser nuevamente enunciado, en un mundo nuevo que para el mito es justamente la tierra de todo lo posible, Whitman incluido.

Es Kierkegaard quien dice que todo hombre es un desesperado. Para él existen dos categorías de desesperados, básicas: los que saben que desesperan y los que no. Cito de memoria y recuerdo que estas categorías principales se dividen en otras según la alienación en que se refugia el desesperado para escapar de su desesperación: así, para escapar de la angustia, hay quien se aliena en la necesidad, quien en el amor, quien en la imaginación. Kierkegaard era creyente y era un desesperado: para él la salvación de la desesperación era la gracia divina. Cuando no existe esta creencia, que verdaderamente es una gracia, se hace necesaria otra.

La suma de las interpretaciones del universo, siglo tras siglo, es la suma de las ideologías que ha interpuesto el hombre entre él y el universo para procurarse un alivio para esa desesperación que le produce el universo que habita.

Así, tenemos períodos históricos de felicidad ideológica relativa donde, salvo algunos disidentes, la mayoría cree en una explicación del cosmos, el más inmediato y el otro, también inexplicable y se satisface con sus límites seguros presuponiendo, para su tranquilidad, que eso que ha creído definir es todo. Hay, sin embargo, otros períodos. En ellos, que constituyen las fisuras entre explicación y explicación, la antigua respuesta se ha desmoronado y aún no ha surgido una nueva. Son períodos de crisis de los valores y de las personas porque ambos, personas y valores, se asientan en una afirmación sobre el universo aunque, como uno de los tipos de desesperados de Kierkegaard, lo ignoren por completo. Los valores y los hombres lo ignoran porque no piensan en ello. Al no pensar en ello el hombre se rebaja a cosa, a cosa en manos de otros hombres.

Por supuesto, la ruina de una creencia no significa la completa desaparición de ésta del plano de la acción: sus restos persistirán, en aquellos que la adopten, con la misma fuerza que en sus tiempos de esplendor.

Así, en nuestro tiempo, vemos a nuestro alrededor un despliegue de concepciones del universo tan colorido y variado como nunca antes, ya que por la característica antes enunciada de, tal vez podemos afirmarlo, inmortalidad de tas creencias, ninguna de las que reinaron sobre la tierra ha desaparecido. El hombre ama lo que permanece {en su imaginación), porque le devuelve la ilusión de su propia inmortalidad.

El último que arriesgó una nueva interpretación para construir esa "casa del hombre" donde éste se sienta a gusto y, sobre todo, seguro, tal su máxima aspiración, fue, si hemos de creerle a Martin Buber, Friedrich Hegel. Este ubicó la interpretación del universo en el tiempo. Todas las siguientes interpretaciones son hijas de este padre.

Pero el tiempo, como señala el mismo Buber, es materia demasiado etérea, abstracta, sin sustancia, para levantar los cimientos de una casa. La queremos (los hombres) en el espacio. Lo que necesita el hombre para sentirse seguro es una "casa" ideológica asentada en la materia, palpable y visible... O al menos, una ilusión de ella, ya que no otra cosa que diferentes ilusiones han proporcionado las distintas ideologías en el decurso de las épocas y, en algunas de éstas, como afirmamos, fue suficiente.

Al no haber una ilusión generalizada, compartible con los otros hombres, queda la posibilidad de la ilusión particular.

Así es como, en lo contemporáneo, aliviamos con nuestra elección de entre las ideologías que alcanzamos a conocer nuestra personal desesperación. Otras veces se trata de una elección de variados ingredientes para el mismo cóctel, destinado a la misma embriaguez: un poco de acá y otro poco de allá, ya que ninguna ideología, por sí sola, alivia algunas sedes. Hay mezclas singulares hablando con voz humana sobre el mundo; mixturas donde convive el racionalismo más descartado con el pensamiento mágico, vigoroso y oculto; o la ceguera de "el pan es el pan, una piedra es una piedra" con las cataratas que llevan a afirmar que cualquier cosa es, profundamente, otra. De este supermercado ideológico del que sería un error tanto burlarse como apenarse demasiado puede surgir, cada tanto, una combinación nueva, con los tintes de aquellos primitivos ingredientes que la componen pero singularmente otra, al menos en su expresión estética.

Si para paliar la desesperación ninguna de las ideologías alcanza, nos queda la alternativa de elegir la menos peor. Ella será, para Juan L. Ortiz, la doctrina de la belleza. La belleza que salva, por su misma visión, a quien la ve. Este dogma ya fue propuesto al mundo en el siglo pasado, cuando todavía era posible creer en los dogmas puros.

La actualidad, amiga de los contrastes bruscos entre realidad e imaginación, no puede soslayar la presencia de la realidad "horrible por definición", según la definición del surrealismo, por la mera contraposición de un ideal bello, aunque se trate de la invocación de la mismísima Belleza. Entonces se hace necesaria una invocación de la belleza contrastada con la realidad palpable y visible, señalada como la realidad superficial, cuando inscribimos a la belleza como la realidad última y, verbigracia, "real". Esta belleza que toma en cuenta en su reino los límites con lo horrible, lo real aparente, salva por su presencia en todas y cada una de las cosas, como el ideal panteísta, de ese universo posible: el de la desesperación particular, porque ya que la belleza existe, existe para ser contemplada y admirada en cada cosa y cada cosa compone el universo. Un universo así nombrado como bello, donde lo único dinámico es la maldad, una maldad humana, política, capaz sin embargo de moverse hacia la armonía con el resto del universo, mientras permanece estática la belleza del resto de las cosas. El hombre adivinará esa belleza nombrada, haciéndose a sí mismo poeta; el poeta sólo adelanta la condición de la gracia y la demuestra como posible en sí, él es la mejor prueba de su teoría de mundo. El modelo propuesto por Juan L. Ortiz es lo enunciado.

Un modelo opuesto al de Rimbaud, donde lo horrible real ocupa toda la escena y la belleza posible es sólo posible y distante o bastardeada o lo marginal.

En Juan L. Ortiz la belleza será la que triunfará a pesar de la circunstancia, porque está nombrada en su discurso como más allá de la circunstancia y lo que es mejor, como su mismísimo sedimento. Lo horrible del mundo, traducimos en el código e interpretación de la historia de las ideologías antes enunciado, está apoyado en la belleza, se origina en ella por concurso del hombre que lo hace surgir con sí mismo del, podemos decir, bello caos sin nombre. El poeta, entonces, sería alguien detenido en el momento de nombrar las cosas, de hacerlas inteligibles para ese mundo humano, un traductor privilegiado con la visión y la palabra, un puente entre las opuestas dimensiones del mundo natural y del mundo humano. La visión que le permite acceder al mundo natural ya abandonado por sus congéneres y al cual ellos y él, irrenunciablemente, siguen perteneciendo. La palabra que le permite nombrar aquello que no pertenece al territorio de la palabra, por cuanto es, exactamente, el mundo material, el mundo natural, enfrentado al mundo de la imaginación, el mundo artificial, el mundo humano en la tradición occidental.

El recurso que empleará nuestro autor para esta imposible proeza, para lograr su como si, será el de hacer desaparecer al individuo relatante, al visionario, al poeta-vidente de Rimbaud, sentando la seducción de leer como sí el mismo mundo natural fuera el relator. El recurso empleado es similar al de la pintura china, donde la representación del hombre, tan numerosa en Occidente, tiene apenas esbozos y, cuando esa aparición humana se produce, se trata de figuras diminutas en relación al paisaje representado, de una parte más y no de la parte principal, como sí sucede en Occidente cuando una figura humana aparece en una pintura.

Lo que hace a Juan L. Ortíz distinto y singular es que mantiene la postura de que es posible la visión de esa belleza cósmica y al no nombrarse como visionario, sino dejar que la visión sea la que vea, ésa es su ficción, permite, en el sentido de otorgar un permiso para que otros lo utilicen, permite que otros, cualquiera que sea su condición, sean capaces de ver esa misma belleza, tan presente en lo insignificante como en lo grandioso. Juan L. Ortiz es aquél que cede gustoso su lugar a quien quiera mirar el universo a través de su telescopio y de sus microscopios, sin aristocracia en el gesto, por la sencilla razón de que él, el convidador, no está allí, ocupando un espacio frente a los aparatos.

El hombre de Juan L. Ortiz, que por su visión y su devenir se salva a sí mismo, la creencia en ello como posible, es la salvación individual del hombre Juan L. Ortiz, ya que, como Whitman, un hombre tan materialmente desgraciado, un descastado para el sistema de valores de su país, un hombre que ocupa socialmente un rango inferior, que cultural-mente se encuentra marginado de las pompas de la misma cultura a la que renueva, no de otra forma puede enfrentar al universo que como un desesperado, un proletario intelectual que transforma en belleza el mundo que habita, haciéndolo así habitable, casa del hombre.

Rimbaud, cuyo modelo sucesivamente puesto al día sigue imperando desde su consagración en nuestra cultura occidental, fue empleado en un circo, marinero,'minero, changarín, peón de campo, soldado voluntario del ejército holandés, profesor de idiomas, explorador, traficante de armas y de esclavos, comerciante ambulante, malvado, neurótico y mucho más; Ortiz, empleado de correos, padre y esposo, hombre común y mucho más. En ambos mucha más se juega la poesía sus cartas verdaderas. El merde pour la poésie y el / no olvidéis que la poesía / si la pura sensitiva / o la ineludible sensitiva / es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin / cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin / y tendida humildemente, humildemente, por el invento del amor... / son caras del mismo dios doble.

Tanto en Rimbaud como en Ortiz, el apartamiento no es fuga a un lugar que no puedan tocar los mediocres, no es retiro fóbico, como sí lo es en Flaubert, sino desplazamiento natural hacia donde reside lo invocado en el papel, en cualquier lugar, lo "infernal" para uno, lo "celestial" para el otro.

Como en un juego, donde las fichas pueden ser cambiadas de lugar a nuestro antojo, he colocado alguna vez el nacimiento de Juan L. Ortiz en un pueblito de las Ardennes, Charlesville, en 1854 y el de otro niño, Juan Nicolás Arturo Rimbaud, en Puerto Ruiz, Entre Ríos, 42 años después. He imaginado a Ortiz en él tiempo del nacimiento y apogeo de la Comuna de París, viajando por medio mundo, estableciéndose en África, siendo el primer hombre blanco en pisar cierto rincón del planeta... Me he figurado a Rimbaud adolescente en otra chatura provinciana, fugándose en tren a Buenos Aires para presenciar los hechos de la Semana Trágica, lo he imaginado practicando el desorden de todos los sentidos después de su horario de empleado público, abandonando la poesía tan temprano, en Entre Ríos, después de un Verlaine y después de todos los venenos. En ambos casos, la obra se me ha representado siempre idéntica, palabra por palabra. Lo mismo con Balzac, y tantos otros.

Curioso destino, el de dos hombres que anticiparon el nacimiento de otros: hoy vivimos, entre otras cosas, rodeados de bocetos de Rimbaud y de sosías de Ortiz. Sólo el tiempo dirá, mañana, quién nos impondrá su ilusión de mundo.


NOTAS

(*) 1ra. Edición: 1985; 2da. Edición: 1986; Buenos Aires, Ed. Filofalsía

(1) De "El Alba Sube..." (1933-1936).

(2) 1933. Buenos Aires. Biblioteca Editorial P.A.C.

(3) Como el Títiro de Virgilio: Quid facerem? Neque seruitio me exire licebat / nec tam praesentes alibi cognoscere diuos. (¿Qué iba a hacer? Ni se me daba salir de servidumbre / ni conocer en otra parte tan presentes a los dioses) (Bucólica I, Melibeo y Títiro, Bucólicas, Eudeba, Buenos Aires, 1982).

(4) La Rama hacia el Este, 1940.

(5) ídem.

(6) Editorial Biblioteca, Rosario, Pcia. de Santa Fe, 1970.