Juan José Folguerà (1940-2004) ha sido uno de los mayores poetas correntinos y está considerado como uno de los más importantes sonetistas de la Argentina. A mediados de la década del 60 se estableció en Buenos Aires. Abandonó sus estudios de Derecho para dedicarse enteramente a la poesía. En los años 70 se establece en España donde residirá por veinticinco años. El poeta correntino Oscar Portela, además de ubicarlo entre los creadores más importantes de su provincia, describe así a Folguerà: "Minucioso hasta la obsesión con la construcción del poema, ya sea el soneto en el cual disputa primacías con los clásicos españoles como con el poema con la métrica libre. Juan José realizó a lo largo de cuatro décadas una obra que se demoró un tanto en aparecer y en obtener el lugar que le corresponde ya no dentro de la historia de la poesía argentina sino de la poesía castellana. Manejó el idioma castellano con tal virtuosismo técnico que se convierte por momentos en una especie de arquitecto del poema." Algunos de sus poemarios publicados son: De los poemas del solar, Digo los nombres, Saberse río, Regresos, Caballito de hierro. Analecta Literaria quiere recordar a esta figura rutilante de la poesía correntina publicando este estudio de Martha Graciela Mendez sobre su poema Itá Pucú.
Hace ya mucho tiempo (1), cuando esta parte del mundo era todavía la Tierra Prometida, un hombre de letras, visionario, aventurero y desprendido, decidió entusiasmar a un grupo de valencianos para que dejaran una vida de privaciones, campesina y de poquitas cosas y se vinieran a esta América exuberante, de tierras ricas y muchas posibilidades.
Entre los valencianos llegados a comienzos de 1911 a la colonia de la Nueva Valencia fundada por Vicente Blasco Ibáñez, venían un niño a quien llamaban Batistet, su hermana y su madre; el padre con otros hombres había llegado antes, y a pesar de ser el motor inicial de ese desprendimiento de la familia de España, poco tendría que ver después con la continuidad de esta historia. Venían de Simat de la Valldigna, un pueblo recostado en el Monte Toro y atravesado por el temperamental río Vaca, tan temperamental que algunas veces no hay modo de controlarlo y otras ni siquiera deja un rastro de agua. La Colonia se instaló en tierras llanas y tibias, bañadas por el río Paraná, caudaloso y permanente, casi un mar a los ojos de estas gentes, el único río del planeta, dice Folguerà muchos años después en un poema de Regresos (2). La colonia era un rinconcito de Valencia; allí se hablaba, se comía y se bailaba valenciano, pero lo correntino fue avanzando sobre su identidad y sus costumbres (3) hasta lograr la síntesis que nunca dejó de ser una nostalgia en dos sentidos y que se aprecia con claridad en la obra de Folguerà.
Cuando esas cosas que tienen algunos hombres de no pensar en otros hombres terminaron con el sueño de Blasco y de sus valencianos, alrededor de 1915, la familia de Batistet se instaló en la ciudad de Corrientes, y con algún esfuerzo, el padre, ese que va a desaparecer después, puso un puesto en el mercado. El mundo del campo se había trocado de golpe en el de la ciudad, aunque el río seguía estando ahí, y la ciudad no era demasiado grande y había con quien seguir hablando en valenciano. El paso convenía a los designios de la madre, Luzgarda, pues ella había decidido con toda firmeza que su hijo debía estudiar. Y trabajó, siempre sola, para conseguirlo. Un día de enero de 1940, Batistet, ya médico, fue padre de un niño correntino que se llamó Juan José.
Esa madre roca había inaugurado, sin saberlo, un mundo en el que su esfuerzo y su determinación fundaron el paradigma de la segunda generación de inmigrantes que generó más o menos el mismo esquema familiar en este suelo. El chico ahora padre debía repetir el modelo dibujado sobre la piedra fundadora, y educó a sus hijos tratando de no moverse ni un milímetro de él. Juan José tenía otro sueño; las letras lo habían atravesado, como le gustaba decir, y le habían abierto otro universo que lo alejaba cada vez más de una carrera tradicional y de la seguridad que ella, según el padre, debía darle. Muy chico ensayó sus primeros endecasílabos, y su voracidad lectora le permitió llenar cuadernos de versos.
La fisura entre ambos mundos alejó al joven Juan José de su padre y de su casa, de su Corrientes y hasta de su país, cuando decidió ir a ver por qué España le atraía tanto que no podía permanecer mucho tiempo más sin ir a conocerla.
Su partida fue una ruptura; mucho tiempo estuvo el poeta alejado de esta tierra y del mundo de su padre. No pudo superar las diferencias, no pudo reconciliarse, no pudo despedirse, y un día, un invierno, en Sevilla, vio a Itá Pucú.
Itá Pucú es una formación rocosa, a manera de menhir natural, que existe en la provincia de Corrientes, Argentina (4). Es un monumento pétreo de 12 metros de altura, rodeado de peñascos menores, ubicado muy cerca de la ciudad de Mercedes.
El poema homónimo integra un libro llamado Las Espuelas, premio Ángaro de poesía 1993, publicado al año siguiente en Sevilla. Entre las muchas cosas que me llevan a pensar que se trata del diálogo final con el padre muerto, la reconciliación y la paz con esa figura erguida en la memoria como el gran censor, se destaca en primer lugar el epígrafe del libro en el que leemos una línea de Fernando de Herrera: “Gasté en error la edad florida mía”. Esta confesión ofrece una disculpa, así como la ofrenda de esta obra premiada que de alguna manera marca el logro de sus propias metas en una edad más madura. Sin embargo, si leemos el poema que da título al libro, Las espuelas, el poeta pide a la vez el reconocimiento de su propio mundo, el derecho de refugiarse en pasiones que el mundo del padre permite exclusivamente al cuerpo joven. Sin tapujos, sin hipocresías, su mundo golpea incansablemente la piedra.
La piedra es un símbolo del ser, de la cohesión y la conformidad consigo mismo, la unidad y la fuerza. Desde otro punto de vista, el titubeo y el paso alternado entre la civilización de lo perecedero y la de lo duradero pueden ser considerados como el resultado de una opción entre dos aspectos complementarios de la vida.
El poema está compuesto en cinco movimientos que llevan y traen alternativamente al poeta de un mundo al otro, del pasado al presente, y en el pasado se confunden memorias y olvidos y la piedra resume todos los paisajes tan diferentes y tan iguales que ella
Es un faro al revés: emite sombra,
intermitentes rayos de tiniebla.
Muchos años antes, los simateros habían construido en la colonia Nueva Valencia una erguida chimenea de ladrillo (5) que como un faro señalaba el camino de la esperanza, y que podía verse desde lejos. Ahora, el poeta invierte el sentido del faro del otro lado del mar, en la tierra de los abuelos, y como si fuera su propia memoria, la piedra le trae la esperanza del padre y su propia esperanza al recorrer el camino en el sentido inverso. El padre es la piedra-principio, pero también la frialdad y el distanciamiento emocional; las piedras que se amontonan o que se agrupan formando construcciones más o menos homogéneas como las de Itá Pucú anuncian la consolidación de los proyectos, lo que se logra con tenacidad, solidez y hasta con tozudez e intransigencia. Todas, características que comparten, aunque nunca lo hayan sabido, el poeta y su padre, características con las que defendieron a lo largo de sus vidas sus proyectos y sus sueños.
El primer movimiento del poema ubica al poeta en ese espacio doble en el que ve y siente a una piedra de un paisaje lejano en un tiempo lejano, pero con tanta claridad que a pesar de la distancia, dice
(…) vi en un fresco amanecer salir de entre las últimas
oscuridades aquel gran pedrusco
que Itá Pucú se llama,
a contraluz de un cielo ya pálido a Naciente.
Anotemos, con prescindencia de todas las explicaciones simbológicas que podemos encontrar en Naciente, que en el momento de la manifestación de Itá Pucú, antes o ahora, el partir hacia su destino era inminente; antes, el regreso a España; ahora, el regreso a Corrientes, lo que en ambos casos en definitiva, siempre es el regreso a casa.
En ese primer movimiento del poema, el poeta dice también, refiriéndose a la tierra natal:
(…) amar no es solamente nombrar lo amado, sino
cavar en ti hasta donde aquello que tú nombras
sea tu íntimo nombre. Y no dicho, en realidad, por ti:
tu voz es siempre poca: (…)
Entre los rayos de tiniebla que el recuerdo de la piedra le trae al hombre maduro, un invierno en Sevilla, aparece entonces, con la misma intensidad de la figura del padre, la imagen del niño que fue; el que ensayaba versos en un cuaderno con tanta pasión que amenazaba los proyectos pétreos del padre. Y al concepto de Naciente agregamos ahora el de alba; un nuevo día empezaba para él con la manifestación de Itá Pucú, aunque él todavía no podía saberlo. Los dos mundos seguían coexistiendo en la piedra, y a pesar de que el joven adolescente flaco era atraído hacia ella, consciente ahora de que era como ciertos pájaros que atraen a sus presas con su canto para luego comérselas, dice:
Pero la piedra no habla, ni mucho menos canta:
no hay en ella ni oráculo ni historia,
y cómo habría destino.
En este movimiento central, se hace evidente que el poeta se debate entre el mundo del padre y ese al que lo atrae inexorablemente la piedra en el frío del alba: el mundo de la poesía por el que sacrificaría todo. A la distancia, entre las tinieblas que Itá Pucú despide, tiene la desgarradora certeza de haber matado a ese niño que fuera alguna vez, para ser hoy el que es; y sin embargo es él quien tiene las respuestas. Es ese “hermano joven” como él lo llama, quien puede responder a sus preguntas; él y el padre, que aparece explícitamente en el cuarto movimiento. Con rápidos trazos el poeta nos cuenta de sus largas conversaciones con el padre médico, de las curiosidades que compartían, de las maravillas de la vida y, sobre todo, de la posibilidad de conciliar ambos mundos, como podían conciliarse los mundos geográficos que le dolían con la misma intensidad, como si nunca hubiera podido decidir cuál era su tierra natal. Dice:
(…) No asombra -¿verdad, padre?-
que un corazón de carne se detenga: maravilla el latido,
el percutiente ritmo que es reloj
y, por reloj, memoria, inteligencia, voluntad, cabello
muy delgado y muy recio –hasta que cede-,
que muertes ata en tramos de procesión imperceptible.
Y a eso -¿verdad, padre?- le llamamos
la vida de cada uno.
El último movimiento de la composición a modo de coda recuerda con claridad el motivo del poema:
Amoité Itá Pucú y amoité el niño
como amoité el cuaderno
Amoité significa allá lejos; lo leemos en el segundo movimiento del poema, pero también leemos que le resulta intraducible. Vemos súbitamente abolida la distancia ante la manifestación de la piedra ese invierno en Sevilla. Ese faro que emite sombras está ofreciendo un paraíso,
Pero con qué seguridad me guía
más que la luz a un verde paraíso
de húmeda hierba y cielo de Naciente:
ese que él –yo- buscaba. (…)
Los paraísos que aparecen en nuestros sueños, casi siempre con aspecto de jardín, indican habitualmente el deseo de hallarse siempre y sin esfuerzo en el centro del mundo de la realidad y de la sacralidad. Folguerà asocia niñez a paraíso muchas veces, como por ejemplo en un poema de Regresos en el que también fusiona el tiempo y el espacio en la piedra fundacional de la casa de su padre, donde, a pesar de él mismo, parece estar siempre su centro:
Busqué un paisaje, un río, un horizonte,
que no eran sino el patio de una casa.
Perdido paraíso, la niñez
bajo la bella sombra de un lapacho
que ya también murió (6)
Los mundos que la piedra resume se reconcilian finalmente en el poema. El exilio en dos sentidos del hombre comienza lentamente a resolver el enigma del poeta: él es la suma de los otros yo, que fue matando y que se reúnen con él al pie de la alta piedra.
(…) un ciclo (con fin) de sucesivas
muertes impuestas por la edad. (…)
Jean-Paul Roux opone la significación simbólica de la piedra a la del árbol. Ante la piedra erguida que encarna el alma de los antepasados, descubrió finalmente el poeta el secreto de la inmortalidad. El árbol, sometido a ciclos de vida y muerte, pero poseedor del don de la perpetua regeneración, es el símbolo de la vida dinámica. La muerte, siempre presente en la obra de Folguerà nunca es aterrorizadora y, sobre todo, nunca es definitiva. Sometido solamente a la poesía a lo largo de toda su vida, solo muere para nacer en ella, como respondiendo al llamado de Itá Pucú, la piedra alta en que su padre había grabado, en realidad, el mensaje de la verdad que pudieron finalmente compartir.
Itá Pucú (**)
A Alfredo Mariano Garda, yo sé por qué.
y a René Borderes. él sabe por qué.
y a René Borderes. él sabe por qué.
Hace ya mucho tiempo,
cuando mi corazón no sabía de amores,
cuando el imaginario amor era imaginado
como una beatitud sin límite preciso,
sin contrapesos ni contrapartidas
en dolor o distancia,
vi en un fresco amanecer salir de entre las últimas
oscuridades aquel gran pedrusco
que Itá Pucú se llama,
a contraluz de un cielo ya pálido a Naciente.
Sentí que Itá Pucú podía ser un poema, y escribí
unos cuantos renglones en los que poner quise
mi idea (imaginaria: no tenía otra) del amor
a la tierra natal. Y fue un fracaso, porque
amar no es solamente nombrar lo amado, sino
cavar en ti hasta donde aquello que tú nombras
sea tu íntimo nombre. Y no dicho, en realidad, por ti:
tu voz es siempre poca:
¿Quién eres tú, el amante, si te mides con el objeto
-persona, o cosa, o sueño- de tu amor?
II
y ahora querría yo saber a santo de qué viene
Itá Pucú al recuerdo como una forma informe
que no percibo bien: no alcanzo a verla,
tengo, si acaso tengo, la difusa memoria
de una sensación de haberla visto allá
(en mis adentro s digo amoité, que se traduce
por allá lejos, pero
me resulta, a la vez, intraducible) Y me pregunto
qué me quiere en invierno y en Sevilla
aquel índice erguido del verano, aquella piedra enhiesta
-y cuándo: ¿hace treinta y cinco años, treinta y ocho?-
sola en una llanura que comienza a ondularse,
que aún es Corrientes pero que ya empieza
a querer ser Paiubre y Entre Ríos.
Es un faro al revés: emite sombra,
intermitentes rayos de tiniebla
III
Me pregunto: pregunto a la suma que soy
cuál sumando no intuye, sino sabe. Sospecho que aquel hermano
[joven
que yo maté, para seguir viviendo, tiene
ahora la respuesta. Oh adolescente flaco, casi un niño
ahogándose en las líneas del cuaderno,
ignorante absoluto del asesino que iba a ser para él
este yo mío que ahora le devuelve la mirada
no en el espejo, en una fotografía amarillenta. El fue quien sintió
[ el frío
agradable del alba, él quien olió
los olores del alba, quien no oyó los sonidos del alba.
Dormían los otros (eso creía él entonces)
y él caminaba ya la hierba húmeda
fijos los ojos en la sombra enfrente, esperando el momento
de manifestación de Itá Pucú: moviéndose hacia ella. atraído
[ por ella
como dicen que atraen ciertos pájaros
con su canto a las presas que se comen.
Pero la piedra no habla, ni mucho menos canta:
no hay en ella ni oráculos ni historia,
y cómo habría destino.
La oscuridad pasaba a ser penumbra,
la negrura a azul hondo, a índigo, a púrpura,
e Itá Pucú se separaba de ella
con finalmente un trazo de rojo allá en su cúspide.
Y él ¿qué hizo: mirar, miró, miraba,
miro yo ahora mirar a quien no existe?
¿O solamente miento -quiero decir mentar, y no mentir-
lo que no fue pero debió haber sido?
IV
Ah preguntas preguntas preguntas. No hay sino preguntas,
toda respuesta es otro interrogante
en un ciclo (con fin) de sucesivas
muertes impuestas por la edad. Esto lo entiendo,
o eso me parece. No asombra -¿verdad, padre?-
que un corazón de carne se detenga: maravilla el latido,
el percutiente ritmo que es reloj
y, por reloj, memoria, inteligencia, voluntad, cabello
muy delgado y muy recio -hasta que cede-,
que muertes ata en tramos de procesión imperceptible.
y a eso -¿verdad, padre?- le llamamos
la vida de cada uno.
V
Amoité Itá Pucú y amoité el niño
como amoité el cuaderno.
Faro al revés emite sombra, lanza
intermitentes rayos de tiniebla .
Pero con qué seguridad me guía
más que la luz a un verde paraíso
de húmeda hierba y cielo de Naciente:
ése que él -yo- buscaba. Quizá juntos,
si tengo su perdón,
llegaremos al pie de la alta piedra
que ahora -invierno- me busca.
y en Sevilla.
Notas
(*) Comunicación leída en II Congreso Internacional Encuentro de Mundos. Pasajes Interculturales, celebrado los días 27, 28 y 29 de Octubre de 2005 en la ciudad de Rosario, Argentina, y Organizado por el Centro de Estudios Orientales, el Centro de Estudios de Literatura Francesa y la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Analecta Literaria agradece muy especialmente a nuestra asesora académica, Lic. Sonia Yebara, organizadora del Congreso y directora de las instituciones auspiciantes, por permitirnos reproducirla.
(**) Nombre de una formación rocosa. a manera de menhir natural. que existe en la provincia de Corrientes, Argentina.
(1) Folguerà, J. J., "Itá Pucú", en Las Espuelas, Sevilla, 1994. Todas las citas sin referencia remiten a este mismo poema.
(2) Folguerà, J. J., "Autor de lluvia", en Regresos, Buenos Aires, 1999.
(3) Folguerá, S. M., Arroz viudo y papas pobres., Valencia, 1997., p. 29.
(4) Artículo "Itá Pucú" en el Gran Diccionario de Lengua Guaraní.
(5) Folguerà, S. M., op. citada, p. 28.
(6) Folguerà, J. J., "El Sur" en Regresos, Buenos Aires, 1999.
Bibliografía
Chevalier, J. et Gheerbrant, A., Dictionnaire des symboles. Seghers, Paris, 1974.
Cirlot, Juan Eduardo, Diccionario de Símbolos. Editorial Labor, Colombia, 1994.
Dacunda Díaz, M. R. Gran Diccionario de Lengua Guaraní. Ediciones Ocruxaves, Buenos Aires, 1989.
Folguerà, Juan José, Digo los nombres, Ediciones Ñaneretá, Corrientes, 1993.
-- Saberse Río, La Carbonería, Sevilla, 1993.
-- Las Espuelas, Colección de poesía “Ángaro”, Sevilla, 1994.
-- Los Dados, Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1997.
-- Regresos, Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1999.
Folguerá, Stella Maris, Arroz viudo y papas pobres. Blasco Ibáñez y la Nueva Valencia en Argentina, Ediciones La Xara, Simat de la Valldigna, 1997.