José Garés Crespo


Laberinto
[Trece textos poéticos]
Valencia, 2013





Texto I

Se cuenta que todos los días, en el momento de disponerse a dormir, Saint-
Pol Roux hacía colocar en la puerta de su mansión en Camaret, un cartel en
el que se leía: EL POETA TRABAJA.



Durante aquellos años, las pasiones nos llegaron con tanta
intensidad y frecuencia que apenas tuvimos tiempo de organizar los
sentimientos. Cuando saltaron al aire la luz y la armonía de las galaxias
terrenales, del tiempo y de la vida de aquella ciudad que tantos delitos y
amores oculta, derrocha, silencia y envidia, con su reflejo en la brisa de tu
sombra poseída por tus futuros días e inmersa en el devenir de tus encantos,
fue porque estábamos sin más apoyo que el eje del peldaño. Hace siglos que el
péndulo se lanzó hacia el norte y no regresa. Nos llevó tiempo conciliar
nuestras conciencias. Necesitábamos luces que provocaran sombras y salir de
la luminosa oscuridad que nos envolvía, abandonados en aquel inmenso erial
cuya única frontera era tu réplica en el vacío. Todo terminó con el orgasmo
previsto que nos desbordó por el deseo de permanecer escondidos frente al
mundo, huyendo quién sabe de quién o de qué, y un inesperado beso asediado
por el olvido. Nada es lo que parece y nada tuvo que ver con el a priori de
Leibniz. Nos olvidamos de las pocas creencias que todavía sobrevivían y
organizamos las ideas que resultaron de tantas vigilias en las que, más allá de
la palabra, fueron tus manos y tu mirada las depositarias de la buena nueva.
Iconoclastas, vanidosos y temerarios, ganamos la paz y perdimos la guerra, o
puede que fuese al contrario, qué más da. Ahora, a caballo de la plasticidad
indefinida de las necesidades humanas, también titubean el hambre de pan, la
cadencia del golpe y se ha fundido el horizonte. El nuestro quedó delimitado
por un mar calmo y verde, un cielo rojo agobiante, unas tierras ocres de ricas
montañas grises y desnudas, apenas algunas ráfagas de azul en los amaneceres
y de verde agazapado. Sucedía en Agosto. Voces, muchas voces de cariño,
esperanzas para no morir y gritos de alarma frente a los graznidos. Y hambre
del vigía. El tiempo y el necesario odio nos hicieron vendaval, también
lagartos. Temprano aprendimos el guiño de la muerte. Alguna canción, unos
versos centenarios fruto de cuando mi pueblo cantaba y con unas niñas
sobrantes del deseo de los elegantes, forjaba el contrapunto. Algunos viejos, el
hambre de libertad y Marx hicieron el resto. También mis viejos querían un
gobierno barato de mantener. Tuve tiempo de observar la mar, por donde
muchos salvaron la vida, del cormorán y la gamba, y desde mi sembrado
domestiqué al mirlo y al ruiseñor, también di cuenta del halcón y del cuervo.
Eran de los míos. Fueron tiempos de pretender la conquista, de aliñar besos y
otras urgencias, de abrir las tapias de la historia. Los dioses ausentes, el rey en
Babia. Ahora, con la luz que me queda, vivo despierto, en alianza con el
viento otoñal y me pierdo en el largo, silencioso y desordenado laberinto de
los recuerdos, abatiendo muros y tomando serenas posiciones, levantando acta.
Todavía hay temores y alegrías, pero sigue abierto el camino. Hasta la muerte,
estoy en alianza con el futuro y juntos no podemos perder. Sobre mi pecho nos
hicimos singulares. Hicimos espectáculo de la entrega sin caer en la cuenta de
la conveniencia de disolvernos, como si nuestro encuentro y sus consecuencias
hubieran sido tan solo un vuelo de apareamiento y desconocidos nos
estrecháramos a tientas. Aunque, ahora que tengo todavía el tiempo por aliado,
confieso que siempre deseé, no tus nalgas, pero sí lo que sugieren. Algún día
notarás sobre tu piel, debajo de una de esas robustas e intensas moreras que
rodean tus sueños, el reverberar del beso concupiscente, el delirio telúrico que
penetra en los más extraños desatinos y nos hace universales, a pesar de la
banalidad con que, a veces, nos amamos. ¿O acaso la sucesión de tiempo que
organizamos como una vida es algo más que saltar de encuentro en encuentro
hasta caer en el vacío? En fin, voy a olvidarte pero para reconstruirte. Qué más
da de dónde vienes ni si aún me esperas. O si en las noches más impetuosas
crujes como el agua en mitad de la hoguera. Quién sabe mañana qué recuerdo
de este momento tendré y el mundo de nosotros. Tampoco me importa mucho,
pero sí la luz de tus ojos que son como el rayo quebrado en el dorado bosque
en los momentos en que alcanzas la cima y suena tu voz como un quejido
rasgado en la noche, agónico y asustadizo ante el alegre saludo del gallo entre
albas, éxtasis muertos de frió y despojos de amores traicionados. Sucedió
aquella tarde lo de siempre, deseos cautivos del perfil de tus mejillas, surtidor
de pasiones, temblorosas campanas o voces, viejos retablos dormidos o rizos y
enredados una verbena de besos, rosas y geranios sobre tu cuerpo en fiesta.
Porque cuando se pulsa el acelerador, pudiera parecer que una lágrima a
destiempo, seguida de una sonrisa que se pierde en la multicolor miel de tus
ojos, diese señal de un sentimiento de plenitud, y cuando te pierdes lo haces
siempre al bies, igual que se nos pierde el recuerdo en el lejano horizonte
temporal i furtivo, como tantos de nosotros, y por supuesto, nada que ver con
el perfil terso y distante de tu muslo, canela leve cuando vuelves, envuelta en
el indefinido color del silencio y tan cerca de la eternidad. Podríamos decir
que, como daga que vomita luces que deliran sobre la piel, se me clava y
deviene pasión nómada que persigue el relente de tus lágrimas que un día
fueron prisioneras. Como todos nosotros, fugitivos del gulag y residentes en el
gran panóptico de la patria, pretendiendo tan solo descifrar en el espesor de lo
sucedido las condiciones de la historia misma. O puede que solo estés sujeta
del mástil que te anuncia vida y te sugiere aire. Mortal, pero aire. Sí, también
yo necesito que vivas para conocer del paso del tiempo y por eso, algunas
noches te creo y otras te destruyo. Ambos fingimos y actuamos como si
fuéramos los últimos amantes, impasibles ante el persistente y sádico devenir
del tiempo con el que nunca quisimos pactar. Lo sabíamos. Pero ¿qué
podíamos hacer, jóvenes como éramos, el horizonte tan lejos y tantas iglesias
cerca, sino tratar de comportarnos como los mejores comediantes, envueltos y
definidos por el agua y los susurros de una historia apenas intuida? ¿Conocían
los ojos el reposo y el orden de una pequeña vecindad sin ni siquiera bandera?

Todo aquello que pasa una vez y para siempre. ¿Acaso podíamos, de la mano
flácida del mínimo espacio que desde el silencio soez irrumpe en el caos del
corazón que huye del fuego del perverso y cubierto tan solo por la zozobra de
las lágrimas que asoman como atavío invernal, saber de la muerte sin conocer
a su madre? Sí, en la mañana que empezó la historia, todo fue un romance,
leve y dramático, balsámico parecía pero distópico era, y ahora el tiempo
detenido que descansa sobre el silencio de tu frente, nos descubre la farsa,
puede que necesaria, enamorados del guía que solo es tránsito. Queda otro
camino, el que nos lleva al final del puente. Hastiado de redimir tu olvido,
indolente y sumido en el dosel de tus encantos, advertí el sudor de mi sangre y
también la sangre de tu risa. Fue la primera noche, esa en que suele suceder lo
imprevisto y me preocupó nuestro futuro porque ocupé tu presente. De
siempre sabes que no digo lo que sé de ti, solo lo que intuyo y me ocupa, por
eso, si cada cambio conduce a lo peor, rózame al menos hasta que mire al
cielo de frente, desnúdame la vigilia con la imprudencia inédita de las
inmensas palomas dormidas en tus manos que nos envuelven como cánticos
que invitan al desenfreno de la vida y a la orgía de la muerte perpetuándote en
la noche como el sol en tus retinas cuando estallan, dionisíacas, las mariposas
en tu vientre, caderas locas, en ese torbellino de lágrimas derramadas sobre mi
sexo. Asegurados, pues, qué éramos, había que decidir de qué manera íbamos
a serlo. Mortales o no, la vida nos fue dada sin consentimiento y cada cual nos
convertimos en un quehacer del otro. Apremiada nuestra libertad, desbocada a
veces, no pudimos reconstruir un mundo del que, todavía hoy, huimos
conforme lo vegetamos y cuya proa apunta hacia el pasado. Por eso cada
tumba, aunque mire al horizonte, deviene estéril tierra de labranza. Qué más
da si es infinito el universo o termina donde empieza la esperanza. Tú siempre
fuiste el camino abierto que conduce a cualquier parte. Seguimos buscando el
espacio aún no hallado, necesitados de sus bondades, si las hubiera, no porque
en sí signifiquen nada, porque nos vienen recubiertas de inéditos gestos
huérfanos y algún que otro ajeno e infiltrado orgasmo. Sabíamos que nuestra
relación amorosa siempre estuvo asediada por el olvido, incluso por la
renuncia (era nuestra particular forma de obviar a dios y al tiempo). No era
malvivir, era el signo de nuestra época. Siempre a caballo (¿qué dirían de todo
ello dios y la muerte? nos acostumbramos, pasada la época de destruir, a
construirnos día a día. ¿Perseverar es vivir entonces? Más aún: ¿Hablar ahora
de la naturaleza de nuestro amor, como si no supiéramos que somos un
eslabón, que el génesis no fue la fruta sino tus pechos que amamantan aun
hoy, que aunque no exista la felicidad, construimos nuestro pensamiento desde
ella? ¿Asentir, ante una proposición sabida sin creer realmente en ella? ¿O tal
vez es practicable una legitimación que se expone a desaparecer mientras una
discronía general nace? Como muchos amores que perviven todavía hoy y que
lo son porque no subvirtieron las circunstancias que nos imponen y apenas
fueron mucho en su día, así se prolongan en el tiempo, aletargados, sumisos y
adocenados tantos recuerdos perdidos, que no olvidados. Y de nuevo, como
casi siempre, de la mano del primer verso, llegó la penúltima primavera
(sabedores de que la última nunca llega), como cuando el goce trituró la culpa
y acechaba la nada. La verdad es que los días nos cambiaron tanto que solo
nos quedan palabras sobre el papel o dormidas en los labios, también algunos
gestos propios de la casta de cortesanos, adornados de hechuras ciudadanas, el
innato arrebato de tocar campanas en las tempestades y esa mirada elegíaca
predicada y consentida, refugio de la conciencia y voluntad de raptarte desde
el extremo fin de tus recuerdos hasta la cumbre inicio de tus pechos. En
cualquier caso nos acompañamos como siempre, perplejos y provocativos,
con tu mirada que te desnuda de abajo arriba, administrando con elegancia la
excepcional dádiva de tu sonrisa que florece devastada por la insistente lluvia,
a veces imprudente, siempre regalada. Tristezas escondidas que asoman de
entre tus muslos. Pero sonríes y de nuevo te me presentas como algo
incomprensible e inconmensurable, dijéramos como la existencia o la
eternidad. Enrojecidos y dormidos los montes, huérfanos, en busca de
semillas, del desnudo de las bonitas muchachas desafiadas y de adolescentes
vírgenes y voluptuosos, tantas veces ansiados también en sueños, todos prietos
por temor y tú deseante y sin norte, como el espíritu del blues que se muestra
en un cabaret de arrabal donde el saxo es un haz de luz que deslumbra las
piernas y marca, como el trigo blanco del ángel ascético. Por la noche, unas
gotas de semen seco en los alrededores de la boca o en las vaguadas de la
cintura vienen a salvarnos de aquellos malos recuerdos, ritualizada tu rebeldía,
exculpada tu conciencia.


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