Carlos Bernatek


Habitación, la brisa
[Inédito]
Especial para Analecta Literaria
© 2014 Carlos Bernatek - Analecta Literaria



a J. R.


Ahora que ha llegado el silencio a este cuarto de hotel, apenas comienzo a recordar cómo he venido. Es esta ciudad que te abruma, te marea con su siseo perpetuo, el tránsito de gente insomne. Aquí hasta el silencio hace ruido. Pero en un instante milagroso, las cosas parecen al menos quietas, detenidas, como murmurando un impulso para que todo se reinicie ¿A qué he venido? Ya va siendo hora de que empiecen a olvidarme en vez de homenajearme. Me vistieron, me armaron una valija y me subieron a un avión. No lo culpo a Hache; él cree que estas cosas me hacen bien: las llama reconocimiento. Apenas quisiera yo reconocerme a mí mismo, reconocer quien fui antes, y qué quedó de aquel en éste que aún respira.

Todo ese episodio, el reflujo del aire que me trajo planeando hasta aquí, lo llevo envuelto en una especie de neblina, como una madrugada en el campo, en la montaña vista con ojos de miope. Dócil, animal viejo, me dejé conducir. Y hasta fue placentero cuando atravesábamos las nubes, con los oídos tapados, pensando que ya estaba en el cielo y el tiempo se había detenido para siempre allá arriba.

La ciudad siempre ha sido así de salvaje. Basta que uno ponga los pies en ella para advertir que está metiéndose en el vértigo. Las voces: todos te piden, te llaman, todo te apremia y los plazos de las cosas continuamente están a punto de extinguirse; acá se vive con fecha de vencimiento, de caducidad. Si tan solo uno pudiera girar el cuerpo y estar de nuevo en casa…

-Ya estás aquí –ha dicho Hache, como si dijera “lo peor ya pasó”. Y sin embargo, no siento que esté en ninguna parte. Intuyo en cambio que me estoy yendo, que ya he muerto y miro el mundo desde arriba, que planeo sobre las llanuras de camino a la montaña ya sin sentir dolor alguno. Porque ese dolor -huesos, músculos, articulaciones, todo lo profundo-, es siempre menos que el de haber perdido a Margarita. Se fue al poco tiempo de aquello del hospital, y ahí se me borró su huella. Me habían encontrado en la calle, medio extraviado; no podía recordar mi casa, ni mi nombre, pero a ella sí que la recordaba: la habría podido dibujar de memoria. Esa mitad era todo lo que me quedaba en la cabeza. Me encerraron y me quedé quieto, esperando a que Margarita llegara un día, un amanecer cualquiera, que se abriera la puerta y sus gestos iluminaran la opacidad de la sala. Perro viejo y manso mientras me inyectaban cosas y me atravesaban la piel unos tubos, vaya a saber uno con qué fin, como si la química pudiera quitar, drenarme de los humores del cuerpo el dolor de la ausencia, como un sueño que se desvela y que al despertar, resulta otro sueño parecido donde resuenan los ruidos opacos de un mundo a oscuras.

Cada vez permanezco más tiempo en la cama; de pie me canso, un cuerpo enhiesto es una maquinaria en movimiento. Acostado, me dejo sumir en un sueño leve que de a poco desdibuja la realidad, va borroneando los límites entre la fantasía de la vida y la vida misma. Me sueño joven a veces, y en ese extravío vuelven los muertos del pasado, yo mismo muerto hablo con el joven que fui, con mi madre, con las mujeres que amé y nunca sabré si me amaron.

Golpean la puerta del cuarto: recuerdo que estoy en un hotel, en la ciudad, que me aguardan para el homenaje, que me han traído desde mi casa hasta aquí sólo para eso. Pero ya no quiero salir de esta cama que me abraza como alguna vez alguien quizá me haya abrazado. Qué importa el tiempo ahora, ni los homenajes, si Margarita se ha ido, si quien quisiera que me abrace y me arrope ya no sé si existe. Los años son así de crueles; nos hacen perder la ilusión, esa idea vaga de quiénes fuimos para los demás, y ni siquiera nos arropan. De viejos deberíamos tener una madre, alguien que nos cante y nos acune, que nos quite los miedos a la otra oscuridad, que nos lleve hasta la puerta de la mano, nos abrigue del frío, y nos despida cada noche para siempre.

Por eso no voy a abrir la puerta. Aunque escuche la voz de Hache llamándome. Pobre Hache, con seguridad va a tener que dar explicaciones, pedir disculpas, pasar el mal trago. Ni siquiera puedo contarle porque no hay modo de contar como se extingue lo que alguna vez ardió. Todo se vuelve un espiral de imágenes, fotos antiguas de una vida que giran, se posan un instante y desaparecen ¿Qué he hecho? ¿Escribir esos poemas? Eso no es la vida. No sé qué es, pero no eso. Los homenajes son eso: hablar, agradecer, sonreír. Yo apenas quisiera agradecerle a Margarita, esos últimos meses, y pedirle, suplicarle si fuera preciso, que vuelva una tarde, que nos sentemos juntos a la sombra de la parra, aunque sea en silencio, a mirar juntos el horizonte, como se esconde el sol y nos quedamos quietos, respirando a la par. Eso solo.

No quiero morirme en esta habitación, tan lejos de todo. Quisiera vivir de nuevo, desde el principio, ingenuo como el chico que fui, como si de nada me hubiera enterado: empezar otra vez como un libro que recién se abre, desde la primera hoja en blanco. La dedicatoria: A Margarita, mi amor, para que ella sepa cuánto la quise, y no solo a ella, a todo lo que he amado, aunque sea un ratito, un instante antes de desaparecer en el aire como una pluma, un colibrí, el pétalo que cae desde un jazmín.

El aire se me dilata adentro, como si se apropiara del pecho, de cada latido. Ya siento que pertenezco casi al aire y ese soplido me lleva con él, y quisiera que esa brisa misma me llevara de nuevo a casa, a despedirme de las plantas, del paisaje, de todo lo que pueda sobrevivirme. Ya está, se cierra el libro y no queda mucho más por decir. Andará por el viento mi Margarita, imaginando el poema que nunca le he escrito, que se irá conmigo en la noche, en el último sueño, cuando la nombre y el eco en la montaña ya no me devuelva ningún sonido. Así me imagino el silencio, el hueco entre verso y verso, algo que se apaga lento.

Apenas una brisa que me devuelva a casa. Eso espero. Caigo desde un andamio de palabras dichas y escritas, como un albañil que ha finalizado su jornada, y ya no veo más. Suenan esas voces que arrojé al aire y ya no entiendo, porque para mí han perdido todo sentido. Voces que se vuelven palabras, como todas las cosas que ya no escucharé, que también deben soñar que sueñan.




CARLOS BERNATEK, Poeta y narrador argentino, nacido en Avellaneda, Buenos Aires, 1955. Se desempeñó en diversas actividades en organismos culturales de la Nación, Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de la Provincia de Santa Fe desde 2000. Actualmente en la Biblioteca Nacional. 


OBRA PUBLICADA

1994 La pasión en colores (novela), Primera finalista Premio Planeta 1994. 
1998 Larga noche con enanos (cuentos). Mención honorífica en Fondo Nacional de las Artes 1996
2000 Rutas argentinas (novela), Finalista  Premio Planeta de Novela 1998
2001 Un lugar inocente (Novela), Finalista en Premio de Novela Mercosur 1996.
2003 Voz de pez (cuentos), 3er. Premio Fondo Nacional de las Artes 2002.
2008 Rencores de provincia (novela), 1er. Premio Fondo Nacional de las Artes 2006.de próxima traducción al francés, publicación a cargo de Editions de l´Olivier.
2008 La sonámbula (poesía), Santa Fe
2011 Banzai (novela), Buenos Aires; publicada en Francia (2014) por Editions de l´Olivier.