Daniel Moyano

© Fotografía 1988 Ricardo Sánchez

Anclao en París




Cursé todo el secundario en Buenos Aires sin tener un solo amigo. Por diversas razones no podía aceptar lo bueno y lo malo de las personas. Yo quería que fuesen de una sola pieza. Que fueran como yo las imaginaba. Para colmo me equivoqué de carrera. Tendría que haber estudiado psicología en lugar de otorrinolaringología. En los años de bachillerato lo que más me impedía acercarme a las personas era la maldita manía que tenía de asociarlas a los animales. Para mis visiones interiores, mis compañeros de curso constituían un zoológico. El gringo Paladino era evidentemente un sapo; el turco Nemer, una especie de cuervo. Y así todos los demás. Las mujeres eran para mí variaciones de un solo animal mitológico, hermoso y aterrador. Cuando hablaba con alguna de ellas tartamudeaba, y eso que tengo dicción perfecta. Mi viejo no me llevaba el apunte por considerarme un caso perdido. Admiraba en cambio a Horacio, el mayor, que estaba en el Colegio Militar y seguía así los pasos del viejo, general con mucho prestigio en el arma, ex ministro varias veces, hombre de consulta en cualquier revuelta militar. Casi un presidente, de acuerdo a las constantes históricas de mi país. Y yo para él era un opa. Muchas veces mamá le exigía que hablaran de mí, que solucionaran mis múltiples problemas. Pero el viejo estaba siempre en el Ministerio o en el Estado Mayor Conjunto. Finalmente aceptó la tesis de mamá, de sacarme "«de esta ciudad hostil»" para que siguiera una carrera universitaria en otra provincia. Entonces me mandaron a Córdoba, con las recomendaciones de que me hiciera socio del Jockey, de que frecuentara a las buenas familias, etc. Allá se me agravó el problema porque de entrada le tuve miedo a los cordobeses. No a algunas personas, como me sucedía en Buenos Aires, sino a todos. Me atemorizaban sus caras de gente del interior, sus apellidos, su pedantería. Para colmo entre las buenas familias que mamá me había sugerido conocer, estaba uno de los doctores Orgaz, que un día me dijo a quemarropa "«los hombres son como los átomos, por más que se acercan no consiguen tocarse jamás»".

En esa politizada ciudad se me dio por el canto, malgre lui. Llegué a cantar en el Coro Universitario y gracias a él pude conseguir mi primer viaje a Europa porque además de ser tímido desconocía cualquier idioma que no fuese el mío. Cuando mamá supo de mi inclinación artística me dijo en una carta que "«yo veo con buenos ojos que dediques parte de tu tiempo a la música, porque ello contribuye a formar una cultura que hay que tener, pero a tu padre no le gustó nada»". Seguramente porque papá, siguiendo sus obsesiones castrenses, me veía militar como a mi hermano aunque yo me hubiese inclinado por la otorrinolaringología. Y sin duda le resultaba ligeramente molesto ver a un oficial cantando en un coro o, disfrazado en un escenario, un aria de La Traviatta. Eso era algo de la plebe, como dijo siempre refiriéndose a gente que no era como nosotros, expresión que sustituyó por el pueblo cuando le tocó decir su primer discurso en su primer ministerio. Yo también evitaba a la plebe, pero por otras razones: mi visión zoológica durante el bachillerato, el asunto del doctor Orgaz durante los años universitarios. Pero no porque lo despreciara. Al contrario, me hubiera gustado incluso ser uno de ellos, poder hablar con naturalidad con todos, reír con mis compañeros y poder acercarme a las mujeres, que tanto me gustaban. ¿Pero cómo?

Poco antes de recibirme conocí a Liliana, que me conquistó (yo todavía era tímido). Mientras yo especulaba con que ella especulaba conmigo para casarse con un médico, ella me llevó a la cama. Fuimos muy felices durante unos días. Descubrí que el erotismo existía y pensé en el tiempo que había perdido durante tantos años siguiendo los consejos de papá que nunca me había hablado de este asunto. Poco después, por un viejo resabio bachilleril, comencé a descubrirle cosas a Liliana. Respiraba demasiado fuerte cuando yo me estaba durmiendo, su postura durante el sueño era antiestética, como ciertos animales que había observado en el zoo. Cuando nos peleamos, por la razón secreta que acabo de apuntar, derivé el asunto hacia otro lado diciéndole que ella me buscaba por mi prestigio, mi apellido, el ministerio de mi padre, y ella, en el calor de la discusión, mostró más que nunca su baja condición de animal innominado diciéndome que se cagaba en mi apellido, en papá, en mi carrera y en todos los ministerios. Esto nos separó definitivamente, y entonces recordé la sabia sentencia del doctor Orgaz.

Este revés sentimental y los dos años de ejercicio de la profesión en un pueblucho miserable (donde además de formar un coro extirpé alrededor de setecientas amígdalas), más la falta de comunicación con mi familia, que cada vez se encaramaba más alto en los sagrados destinos de la nación, me llevaron a abandonar el país. Desde entonces estoy en París, donde logré curarme de mi timidez y de otras cosas.

Acá me di cuenta de mis limitaciones, de mis trabas consentidas. Lástima que mi tranquilidad europea se alteró con la llegada de Libertad, desde Buenos Aires. Pero no de Libertad Leblanc: de Libertad Lamarque, en el sentido borgeano de la palabra. Enseguida explicaré esto.

Cuando yo era chico, dos tías mías que papá terminó por correr de la casa, vivían y actuaban de acuerdo a los tangos y a las películas de Libertad Lamarque. Yo también creía en Libertad porque mamá, secretamente, compraba sus discos y veía sus películas, pero un día tuve la sensación de que algo fallaba allí cuando una de mis tías, Sofía, o sea la más gorda, se puso a cantar en el living, a toda cuerda, esa canción que dice "«como un pajarito quisiera volar»". Para mí era grotesco ver a mi tía como un pajarito que de rama en rama se pone a trinar, porque todo lo que ella veía o tocaba se convertía, por una especie de mimetismo inverso, en algo elefantiásico. Pero todavía era tímido, así que no me animé a decir nada.

Una de esas tías, por la razón borgeana citada más arriba, llegó años después a París, en forma de Rosalía, para seguir atormentándome con canciones y sexo. Antes de oír imitar a Liber yo había estado enamorado de mi tía, por razones estrictamente educativas, de casta, de amor al prójimo, es decir, a los semejantes a uno, y Rosalía venía ahora a recordarme, en la letra de un tango que destripaba lamentablemente, aquello de "«siempre se vuelve al primer amor»". Eso me inhibió un poco cuando me presentaron a Rosalía, o sea mi Libertad Lamarque, o sea mi tía Sofía, a poco de arribada a París, unos amigos argentinos ocupados en negocios de carne, como decía Celine. Rosalía se vestía como hubiera podido hacerlo Liber por aquellos años, con el cabello lacio hacia atrás, cuidadosamente caído, las cejas bien depiladas, los ojos vagamente aztecas y la boca acorazonada por el rouge. Era muy linda, sin embargo, como sin duda lo había sido o lo era Libertad Lamarque, pero además se parecía a mi tía la gorda, que a su vez imitaba, en mi recuerdo, a la cantante. La vi y me gustó, pero era como volver al primer amor, o sea a la tía Sofía. Y a esa altura de mi vida resultaba vergonzosa una situación semejante.

Cuando llegué a esta ciudad, el azar, mélée a ciertas relaciones galoargentinas, que en realidad también formaban parte del azar, me llevó a vivir a uno de esos suburbios que Louis Ferdinand describe como el culo de París. Es poco lo que recuerdo de ese lugar, salvo los olores de sus calles y el frío de las ídem. Pero debo reconocer que en esas pocas semanas logré vencer mi timidez y descubrí que podía hacer un buen uso de mí mismo. En mi país siempre había sido tímido, pero de pronto descubrí que ante la presencia de mujeres, sobre todo de esas argentinas que llegan en casi todos los vuelos regulares de Aerolíneas, me sentía un gallito. Y eso era, casi, la felicidad. Y el casi se lo debo a Rosalía, que también llegó en un vuelo de Aerolíneas.

Mis técnicas de seducción no eran muy originales que digamos, pero siempre me dieron buen resultado. Yo pertenecía a ese grupo de argentinos geográficamente fraternos, de modo que en seguida me vinculaba con la gente que llegaba. Esto tenía sus contras, por la increíble cantidad de boludos que llegaban en los aviones, pero entre ellos venía también la materia prima, las hermosas, las vírgenes (en Europa), las mujeres que antes me habían parecido un solo animal mitológico, pero que ahora podría comprender gracias a mi residencia europea. Apenas llegaban, yo adoptaba un aire de sabihondo y de desengañado en cuestiones europeas. Ellas en seguida preguntaban por Cortázar, porque todas creían haberlo leído. Aunque nunca lo traté (lo había visto una sola vez ante la estatua de San Martín en el Parc Montsouris cuando mataron a unos estudiantes en la época de Onganía), me refería familiarmente a él, llamándolo Julio, y sugería la posibilidad de un contacto con él. Cuando entrábamos en confianza, salíamos a dar unas vueltas por las partes de París que él menciona en sus obras (solamente leí su 62, pero me sirvió para llevar a las minas muchas veces al Polidor, en la rue de Monsieur le Prince, y ellas enloquecían), y cuando tenía ya preparado el pastel para mis desinhibiciones eróticas las subía al Renault, que era para mí una especie de órgano sexual suplementario, y emprendíamos un plácido viaje hacia Vaucluse, para ver supuestamente a Cortázar, y nada menos que por la autopista del sur. Esto enloquecía a mis víctimas. Así conocí toda Provenza, en compañía de las sucesivas viajeras de Aerolíneas, la Vaucluse touristique con sus fantásticos hoteles llenos de tout confort y tout tranquilité.

Sin embargo, pese a todo, no podría decir todavía que logré superar del todo mi temor y mi desprecio primordial hacia los seres, hacia esa plebe de la que hablaba papá antes de su primer discurso. Muchas veces tuve la sensación de que esos supuestos actos de amor no eran más que viajes turísticos guiados, que terminaban en la cama por una imposición de las circunstancias y por mis técnicas casi literarias de seducción. Las mujeres con quienes realmente hubiera querido hacer esos viajes nunca los hubieran aceptado, y tuve que hacerlos en cambio, todas las veces, con seres que cabían perfectamente en mi zoológico del bachillerato.

Ese día estaba comiendo en el Zero de Conduite, en el cartier, con unos amigos franceses, cuando entró Rosalía con unos bolivianos que yo también conocía. Hacía cinco horas que ella estaba en París y ya me había «encontrado». Estaba despistada de entrada, porque creía que el lugar donde estábamos era el Polidor. Allí comenzó la referencia a Cortázar y su entrada en mi especialidad. Tendría unos 28 años y era realmente hermosa. Pero su aspecto de Libertad Lamarque, o de mi tía Sofía, le sumaba algunos años. A mí me sorprendió su parecido con la cantante que yo había visto en mi niñez, y la especie de diadema de perlas que llevaba en lo alto de la frente me hizo pensar que se trataba de una mujer muy madura que disimulaba con esas perlas el tajo de la cirugía estética en lo alto de la frente. Sin embargo su asombro, su despiste, eran algo juvenil. Tenía hermosos pechos y un cuello rechoncho, como todas las contralto. Hablaba un francés de Linguaphone, y según el tema que tocara yo pensaba ligerito: troisième leçon, o leçon cinquième. Y eso sumaba otro encanto a su belleza transoceánica.

Durante dos días tuve que mostrarle la ciudad y aguantar sus estupefacciones. Pese a su barnizada cultura, era primordialmente alguien que papá hubiera echado de casa, pero tenía su hermosura y eso valía la pena. Cuando le sugerí el viaje al sur me miró como diciéndome que adivinaba mis intenciones pero que las aceptaba de todos modos como una especie de toma de contacto con las europas. Para no gastar gasolina porque sí, una noche le hice un tiro a fondo para ver como respondía, y me frenó en seco aduciendo diversas razones. Al final dijo «después», y esa misma tarde hice preparar el coche para el día en que la madurez del asunto hiciera posible el viaje. Nuestro destino, decidí, sería simplemente el sur.

Las tareas de ablandamiento que realicé en la noche previa a la partida habían dado excelente resultado, de modo que al día siguiente partimos sin necesidad de verbalizar nada. Le di una vaga idea de la dirección que llevábamos, pero ella, que no tenía la menor idea del país donde estaba, me dijo que de paso quería visitar Chartres. Le dije que no íbamos en esa dirección, que estábamos viajando hacia el sur. Esta es la autopista. ¿Viste que linda? Cuatro y cuatro. Por ahí el tránsito ligero, y allí tenés los teléfonos para pedir auxilio en caso de accidente. Estas son amapolas. Aquello es lavanda. Estamos en verano. ¿No es maravilloso? Deseché en el acto la sugerencia de volver sobre los pasos para ir a Chartres. Esa ciudad quedaba muy cerca de París, podíamos ir y volver en el día y a lo mejor ella se me enfriaba a último momento. En cambio yendo lejos había tiempo para todo. Parece que ella adivinó mis pensamientos porque mirándome con picardía me dijo ¿queda muy cerca Chartres? Porque después podríamos seguir y llegar hasta Burdeos. ¿Queda en la misma dirección? Le contesté que sí, pero le hablé pestes de Bordeaux, porque allá había muchos argentinos que echaron de las universidades del país cuando la intervención armada en esas casas de estudio, y me harían perder tristemente el tiempo hablando de política, de revolución, de la interminable Latinoamérica, que para mí no eran más que recuerdos de mi timidez, tan lejana en el tiempo. Yo había descubierto, con Cabrera Infante, que el erotismo era la única solución para los problemas del subdesarrollo latinoamericano.

Pero había una confabulación para que ese camino fuese recorrido con sobresaltos. La ruta era una maravilla, el auto respondía al pelo. Los que fallábamos éramos nosotros, los seres. Nuevamente mi viejo problema con las personas. Antes de que ella empezara a cantar hubo un sobresalto de otra índole. Todavía no sé tu apellido, y estoy viajando, sola, con vos, me dijo. Entonces le dije mi apellido. En esos días mi viejo había armado unos líos espantosos en Buenos Aires, con tanques en la calle y todo. Le Monde lo había mencionado varias veces en sus breves crónicas sobre l'Amérique Latine. Yo estaba bastante despistado sobre el asunto, porque no entendía nada de los motivos verdaderos que precipitaron los hechos, cosa que los diarios de todo el mundo ignoran sistemáticamente. No hay una etiología de la información. Mi madre, en sus cartas siempre domesticas, sólo mencionaba "«los sacrificios de tu padre»" cuando tocaba el asunto. ¿Parientes?, preguntó. Hijo, le respondí pensando en Liliana cuando se cagó en mi apellido, en mis parientes y en el Ministerio. Rosalía no me insultó, pero me dijo qué lástima, peor para vos, y esto me alegró porque significaba que no le daba importancia al asunto ni especulaba conmigo, o sea que no le interesaba mi posición sino mi esencialidad humana, mi pinta en una palabra. Detesto el amor que se mezcla con el prestigio.

No recuerdo en qué momento preciso empezó a cantar. Para mis recuerdos de ella, cubiertos de ritmos, ella ya cantaba cuando íbamos por la Av. du General Leclerc para salir de París, pero viendo fríamente el asunto parece que comenzó a cantar cerca de Corbeil, y ya no paró más, o sea que cantó prácticamente durante todo el trayecto, que duró muchas horas, corriendo a buen promedio.

Pese a mi formación clásica, a mí me gustan los tangos. «Lloró la milonga», por ejemplo, ejecutado por una buena orquesta sinfónica, es aceptable. En cuanto a las letras, me encantan las de Discépolo y Homero Manzi. Ella no abordó de entrada los tangos de Libertad Lamarque, pero los reservaba para más adelante como plato fuerte, porque después los cantó a todos. Comenzó con unos horribles tangos sensibleros donde la viejita quebraba su espinazo al pie del piletón mientras el tipo rumbeaba para la gayola, donde la viejita, entre lavada y lavada, iba a visitarlo aplastando su rostro contra las rejas para poder besarlo.

Su principal defecto vocal era, además de una insensibilidad total para la musicalidad, un temblor, un vibrato exagerado en la voz. Y para colmo, como no sabía vocalizar, abría la boca como un caballo. En un pasaje más o menos complicado de «Alma de bohemio» hubo un espantoso chevrotement, un trémulo indeciso como un lamento de cabra. La alteración fue visible en la cara y luego en el mentón. No hay cosa más desagradable que la nota caprina. ¿Qué fatalidad me alejaba de los seres? Y acá no se trataba de un problema subjetivo, como en los rostros de animales de mis condiscípulos del bachillerato. La estaba oyendo y no podía tolerarlo.

En una de esas decidí abrir el ventilete. El viento le alteraría las cuerdas, se le velarían las medias tintas y no tardaría en llegar a la ronquera, cosa que podía subsanarse luego con una simple medicación. Pero cuando estaba por abrirlo recordé que los trastornos de la voz suelen correr paralelos con los trastornos de la sensibilidad, y tuve miedo de que la mina se me enfriara. Cuando enseguida vi que ella no pararía jamás de cantar, que seguiría ladrando hasta el fin, y que corría el riesgo de enfriarme yo a causa de mi sensibilidad musical, y recordé las relaciones que hay entre la voz y las glándulas endocrinas, me dije: ¿qué clase de monstruo he metido dentro de mi Renault?

Cuando llevaba cantados unos 100 km de tangos, sin parar, uno detrás de otro (ya había rechazado dos veces las galletitas que le ofrecí para que comiera y callara), traté de decirle que en mis experiencias de otorrinolaringólogo y de especialista de la voz había tratado algunos casos de surmenage vocal. Sonrió y me dijo, antes de atacar «Milonguita» (arruinar así un tango tan lindo), me dijo que según Talma únicamente se fatigan los cantantes mediocres. Después emitió un largo balido abriendo muy grande la boca, a tal punto que me permitió entrever el aspecto vaginal de su glotis, más tarde, cuando advertí un nuevo couac, es decir, un gallo, le dije: ¿nunca sentiste una repentina interrupción de la voz, una pérdida de equilibrio de la glotis? Ya te dije que nunca me fatigo, canturreó, y enseguida siguió cantando el mismo tango, retomándolo en el punto donde yo la había interrumpido, pasando sin misericordia de un tono a otro cuando no le daba el cuero para atacar ciertas notas encima del pentagrama.

Cuando paramos para comer, mi temperatura había bajado ostensiblemente, pero al verla caminar, moverse con gracia dentro del vestidito apenas protector, decidí aguantar todo lo que pudiera. Pero me propuse también acortar el viaje. Imposible aguantarla toda la tarde. Pararía en el primer pueblo que viniera, una vez que mi paciencia auditiva se hubiese agotado. Y me dije, para mi consuelo, que sin duda alguna toda esa basura vocal escondía a un ser excepcional para el amor. Sin duda era una mujer especial.

Le propuse cocktail de crabes, suprème de volaille aux ecrevises à la crème, truffes braisees y oranges soufflees, pero la muy indigna, con todo lo que pensaba gastar, optó por un té con limón y un croisant. ¿Sabría que la comida excesiva molesta al diafragma, vital para el canto? Yo resolví comer una truit meunier y quesos diversos, y mientras comía y la veía sorber su tecito abriendo apenas la boca, pensé un montón de cosas horribles, como cuando era bachiller. Le miraba su aspecto de Libertad Lamarque, su cadena de perlas en lo alto de la frente y advertía lo vago de su edad. De pronto me parecía una adolescente, de pronto una vieja. ¿Se habría hecho la cirugía estética? ¿Estaría toda cosida? La cadenita podía ocultar muy bien la cicatriz. Y a esas visiones se mezclaban mis conocimientos médicos sobre el tema, para atormentarme. Durante la menopausia, oculta por la cadenita, se producen alteraciones circulatorias advertibles en la laringe y en el rostro. Como entre la laringe y los órganos genitales hay muchas relaciones, algunas mujeres atraviesan el periodo con alteraciones vocales, como las de ella. Y si ella lo sabía, porque sin duda tenía que saberlo, ¿por qué no dejaba de cantar por un tiempo, tal como lo recomienda la Association des Maitres de l'Art du Chant Français para mujeres en esa situación?

Cuando salimos se había nublado. Está fresco, dije. No, dijo ella, está maravilloso. Y siguió cantando. Entonces comencé a tratar de vencer pensamientos perversos, pero no pude. Vencí los más crueles pero finalmente acepté uno que, siguiendo el hilo de mis conocimientos sobre el tema, me rondaba la cabeza. Abrí disimuladamente la calefacción, de acuerdo con la afirmación del profesor George Canuyt según la cual el calor vuelve vulnerables las mucosas de las vías aéreas. ¿Que te pasa? me dijo. Primero el ventilete, ahora el calefactor. Si la temperatura está divina. Sos raro vos, ¿eh? Y se sacó la cadenita, y su frente, llena de eminencias y sin ninguna cicatriz, parecía más hermosa todavía.

Para no escucharla me puse a pensar en mi país, en los líos que en esos días estaba haciendo papá. Pero era imposible pensar en nada ante aquel aluvión zoológico de portamentos, de aquella boca tan abierta que permitía ver a simple vista los folículos linfáticos con que la sabia naturaleza reemplazaba a sus amígdalas extirpadas. En las partes emotivas (para ella) alzaba la cabeza y mostraba las fosas nasales y el discurrir de las vibrinas. Entonces me puse a analizar científicamente sus defectos vocales para preparar luego un diagnóstico, cuando me diera una tregua, y explicarle lo que pasaba, en buenos modos, hasta llevarla gradualmente al silencio y luego al amor. Decidí mentalmente pasar la noche en Orange. Desde allí, antes de acostarnos, la llevaría a Le Poulailler. Recordaba la propaganda del local: vous accueillent de 22 h. á l'aube les mardis, jeudi, samedi, dimanche, dans un cadre rustique où vous apprécierez l'ambiance de leurs soirées. Por lo demás era un lugar bastante apartado, donde no habría sin duda ningún argentino. Después volveríamos al hotel, que ya tenía entrevisto, no recuerdo el nombre, en la Place de la Mairie. Al día siguiente podríamos visitar Avignon y quedarnos una noche allí, si ella lo prefería, y así sucesivamente toda la felicidad. De pronto esas ilusiones, con la monotonía de la ruta, la modorra de la siesta y la voz poitrinée, se me mezclaron con los discursos del viejo, y volví a mi modesto propósito de realizar un diagnóstico del paciente que tenía al lado.

En primer término, ella no se oía. Había que explicarle bien esto. ¿Nunca grabaste la voz? Verás que no es la misma que creés estar oyendo. Podía haber también vegetaciones adenoides que le trababan el oído. Me puse a pensar en los defectos principales, y en realidad los tenía a todos. Pensando en eso pasé Lyon sin mirar la ciudad y casi me trago un semáforo. Le sugerí que mirara, si no la ciudad, por lo menos el Rhône, pero ella estaba enceguecida con «Cuartito azul», cantado con horribles portamentos. Comencé a enumerar los defectos. Además de la voz poitrinee, comenzaba todos sus tangos con un espantoso coup de glotte que hinchaba sus músculos y a mí me dejaba liquidado. Todas sus características físicas, y la tesitura de su voz, eran de contralto. Pero ella se empecinaba en cantar como soprano. Era insufrible en el couac y padecía de frecuentes trac, precisamente por temor al gallo. En ese momento la adrenalina sensibilizaba su tiroidea. Cuando imitaba a Libertad, sobre todo, caía en la voix à roulettes, sin duda porque algún moco le rozaba las cuerdas. Era una espantosa voz de carretilla en esos momentos. Para ella no había ritmos, ni matices, ni nada. Gritaba como una cabra. En general, cantaba como si comiera pajaritos.

Pensé decirle: mirá Rosalía, cuando uno canta, lo que uno oye no es lo mismo que oyen los demás. Mirá: la glotis es el órgano generador del sonido. ¿Sabes lo que pasa por tu garganta durante un examen laringológico? El vestíbulo de la laringe, ¿entendés? Para una exacta foniación es tan importante la glotis ligamentosa como la intergelatinosa.

El argumento me pareció absurdo. Entonces elegí otro, el caso del famoso Rubiani, citado por Castil Blazo. El caso es que Rubiani, le digo, alcanzaba un si bemol que enloquecía de gusto a sus fanáticos. El médico le había dicho que no lo intentara más, que él no estaba bien, etc. Pero el tipo se empecinó una noche en Milán, cantando El talismán, y se rompió. No el talismán: se rompió él, reventó porque la clavícula no pudo aguantar el esfuerzo pulmonar y muscular. ¿Viste? En todo eso estaba pensando cuando ella calló unos instantes y me acarició la cara. Entonces fui franco conmigo mismo y me dije que no valía la pena arreglarle nada porque no era su aparato vocal lo que me interesaba.

Los planes sobre Orange y Le Poulailler fracasaron, porque finalmente hicimos noche antes; ella estaba cansada. Pero desde Lyon a Valence, donde paramos, las cosas se pusieron negras. Madreselva, Uno (pobre Discépolo), Organito de la tarde, y Besos brujos, me llevaron a un punto de desesperación con esos portamentos que nunca aguanté a nadie. Pero en lo tocante a portamentos el tour de force para mí fue A media luz. Peor que los de Libertad Lamarque. Arrastraba las pobres notas barriendo con todo, en una evidente operación de limpieza, y uno no sabía nunca a donde iba a llegar, en qué tono iba a caer. A veces se alejaba tanto de la nota que estaba arrastrando vaya a saber hacia dónde, que caía en la tonalidad relativa de otro tango, y abandonaba el anterior para seguir con este otro. ¡Y qué hermosa era sin embargo!

En el hotel me entraron los remordimientos. Callada, o simplemente hablando, era una mujer con la que uno estaría toda la vida. Qué dulzura para preguntar, para musitar cómo querés que doble las camisas. ¿No tenés dentífrico? Usá el mío, y alargaba el tubo con un movimiento casi imperceptible de todo el cuerpo, con una especie de vibración que nacía en sus piernas perfectas y se visibilizaba en sus cabellos, que recogían aquel temblor en un movimiento como de luces. ¿Por qué tendría que cantar? Hablando, su voz era de tonos calibrados, una mezza voce pastosa con timbre de laúd. Perfectamente equilibrada, usaba las modulaciones hacia lo agudo o lo grave con una especie de naturalidad novedosa, algo que traducido en colores significaba variaciones casi cromáticas dentro del violeta. Y qué hermosura su manera suave de desnudarse, el cuidado el silencio de sus manos, el alumbramiento eréctil de sus pechos y el frío súbito de su culito. Era acá, en su desnudez, donde su voz tomaba los tonos violetas, como desnuda también. ¿Cómo podía un cuerpo tan hermoso contener una voz cantada tan horrible? Pero sus canciones eran superables, o reparables después de todo, y sentí que las teorías del Dr. Orgaz eran pura pedantería cordobesa. Yo tenía un poco de vergüenza y demoraba para desnudarme. Ella en cambio me miraba desnuda, desde la mesita donde se había apoyado, como si estuviera tomando té con limón. Finalmente vencí, gracias a ella, los últimos restos de mi autocensura latinoamericana, y nos quedamos parados, desnudos, mirándonos como dos angelitos.

Desde afuera venía un airecito frío que sentimos en la piel, a pesar del cognac. Y tout de suite nos metimos en la cama. Ella quiso apagar uno de los veladores. No, A Media Luz no, odio los portamentos, estuve por decirle, pero callé a tiempo y jugamos a querernos. Cuando logramos la fisión nuclear cuestionada por el Dr. Orgaz sentí que había empezado a usar la libertad y que el zoológico había desaparecido.



«Anclao en Paris» aparece en Daniel Moyano, El estuche del cocodrilo, Ediciones del Sol, [Buenos Aires: 1974], pp. 111-127 



DANIEL MOYANO, narrador, poeta, periodista y músico argentino. Nació en Buenos Aires, el 6 de octubre en 1930. Pasó su infancia en la ciudad de Córdoba y luego se radicó en la provincia de La Rioja. A principio de 1959 se traslada a La Rioja. Trabajó para la Fundación del diario El Independiente e inició su carrera como periodista que lo llevaría a ser corresponsal del diario Clarín y colaborador de la revista Primera Plana. También fue violinista del Cuarteto de Cuerdas y Orquesta de Cámara, y profesor en el Conservatorio Provincial de Música. Fue detenido por la dictadura militar argentina en su casa de La Rioja, un día después de producirse el Golpe de Estado: el 25 de marzo de 1976. Luego de quedar en libertad se exilió definitivamente en España. Allí fue obrero en una fábrica de maquetas para poder subsistir. Posteriormente, a su actividad literaria se le fueron sumando talleres literarios, encuentros de escritores y cursos sobre literatura argentina en las universidades de Madrid, Cadiz, Móstoles y Oviedo. También trabajó como crítico literario del diario El mundo, de España. Murió en España el 1º de julio de 1992. 


OBRA PUBLICADA

1960 Artistas de variedades. Cuentos
1963 El rescate. Cuentos
1964 La lombriz. Cuentos
1966 Una luz muy lejana. Novela
1967 El fuego interrumpido. Cuentos
1967 El monstruo y otros cuentos. Cuentos
1968 El oscuro. Novela
1970 Mi música es para esta gente. Relatos
1974 El estuche del cocodrilo. Cuentos
1974 El trino del diablo. Novela
1981 El vuelo del tigre. Novela
1982 La espera y otros cuentos. Cuentos
1983 Libro de navíos y borrascas. Novela
1989 Tres golpes de timbal. Novela
1999 Un silencio de corchea. Relatos
2005 Dónde estás con tus ojos celestes. Novela
2012 En la atmósfera. Novela 
2012 Un sudaca en la corte. Novela corta

PREMIOS

1984 Premio Konex Diploma al Mérito en la categoría Cuento
1985 Premio Juan Rulfo 
1990 Premio Boris Vian