Francisco Espínola


Los cinco



El primer sábado de Carnaval, exactamente a la hora desde la que se permite el disfraz - doce de la mañana - muy ansiosos después de largo aguardar ya prontos aparecen los cinco jinetes por el camino del pueblo. Espantadizas hasta de la sombra, a veces sólo con paciencia consiguen que sus cabalgaduras avancen. A fuerza de "¡Bah!...   ¡Bah!...   ¡Caballo!..."

El caballo lo constituye una tramoya de alambres en forma de sección horizontal de equino, que se sujeta con un cordón desde los hombros y pende al nivel de la cintura. Queda, pues, el armatoste por la mitad del cuerpo. El poncho del hombre cae alrededor y oculta los alambres y sostenes. A su vez, el armazón, que insinúa las formas del animal, mantiene una tela de arpillera que llega hasta el suelo y oculta los pies. De trapo bien forrados son el cuello y la cabeza. Con crin y todo. Como de bestia estimada. Las colas, eso sí, copiosas.

Así vienen, camino del pueblo, los cinco. Arriba, gente; abajo, caballos. Caballos más bien ariscos, redomones, que se echan atrás por cualquier cosa levantando nubes de polvo. Entonces, los brazos armados de rebenque se alzan y se abaten, punitivos. Y los parejeros saltan locos de furia, de lado a lado del camino.

Y  los jinetes también rabian, ya agotada la paciencia.

Y  a golpe y grito obligan a adelantar a sus pingos que, con brincos, en vano hacen por librarse de los crueles emponchados.

Pasan el camposanto, serias las caras, sombreros en mano - las cosas allí no son juguete - aunque permitiendo ciertos recelos a las bestias, que caracolean al llegar y sólo a fuerza de "chupadas" pacientes, cruzan. En seguida aflojan riendas. Y al airoso galopito avanzan hacia las canteras que bordean el camino, profundas, llenas de agua. Allí, entre ellas, del boliche de Pantaleón, sale la gente por ver. Y otra vez hay que recurrir al rebenque, porque los fletes se asustan. Y si bien los pescuezos y las cabezas permanecen tiesos, abajo es una cosa tremenda. Los corcovos, en ocasiones, dejan ver alpargatas y piernas. El polvo arde en las narices.

En la puerta de la taberna azuzan con gritos, aviesamente.

-¡Flor de jinete!

-¡A qué no lo voltea!
Y al que marcha adelante - patrón o jefe - parece que ya lo va a tirar su parejero. O, peor, que el flete ya se va a precipitar con él en las aguas de la cantera, hasta cuyos bordes llegan en brincos. A los otros cuatro también los traen mal. Porque son botes arteros, inesperados, los de estas bestias de cola casi dura y completamente rígidos cogote y testa...

Nadie vio quién fue; pero lo cierto es que, de pronto, un fósforo arrojado con malhadada puntería enciende el poncho y el arnés del que va adelante. Y mientras los otros cuatro se paran en seco, aquél, dejando el inquirir y la venganza para después, sujetando el sombrero que se le cae por un costado, corre entre llamaradas hacia la cantera, con la cara trágica.

-¡Hepe! ¡Hepe! ¡Hepe! ¡Hepe! - y se precipita en el agua.

Del despacho de bebidas salen todos.

-¡Eso está mal! ¡Eso está mal! - protestan, imposibilitados de apearse, los compañeros del accidentado, al galope hacia la profunda cantera y dejando lo otro también para después.

Se corona de gente el ancho pozo. Abajo, a cinco metros, flota el caballero y emergen la cabeza y el cogote de su indesprendible cabalgadura.

-¡Consigan una piola!... ¡Pero mire qué cosa! - grita con voz lastimera.

-¡Si se corre más acá, hace pie, don!

-¿Para dónde? ¿Para allí?

-Síiii.

-¡Bueno!

Y se corre. Y hace pie.

-Bueno, ¿y van a traer piola?

-¡Síiii!  ¡Pantaleón fue a traer la del pózoo!

-¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Déjennos pasar a nosotros, que somos los compañeros de él, pues!

-¡Pero mire qué cosa!

Para ver, los compañeros deben asomarse de lado. Con engorro acomodan sus caballos paralelamente al borde de la cantera y, bien echados a un costado, sacan la cabeza. Cuando sube un "¡Pero qué cosa!", ellos sueltan, también, hacia abajo:

-¡Pero, pero qué cosa!  ¡Pero, pero qué cosa!

-¿Se mojó el caballo? - hace descender uno.

-¡Sí, está empapado!

-¡Pero mire qué cosa!

-¡Guarda!   ¡Den paso!   ¡Guarda!

Son Pantaleón y su cuerda.

-¡Agárrese, don!... ¡Y con los pies vaya ayudándoo!

-Sí, pero... ¡y no ve! - sube del fondo.

El caballo, bien sujeto a los hombros, lo estorba.

-¡Ladéelo para el costado! Échele el cogote para el costado y usted córrase para el otro costado!...

-¿Cómo? ¿Así?

Nadie responde. Es que se oye ruido de cascos a todo lo que dan.

-¡Viene el sargento!   ¡Ahí viene Mansilla!

En efecto: ya pasa frente al camposanto un indiazo uniformado.

Pantaleón, que ha tornado la cabeza, vuelve a atender al foso porque hacen fuerza en la piola. Es que ya vienen subiendo cabalgadura y jinete. Aquélla, rígidos cuello y cabeza; éste, de costado, como cabalgando a lo mujer. Los dos, a chorros.

-¡Ayude uno, que pesa una barbaridá por el agua!...

Y suelta la piola, dándose vuelta para atender a sus espaldas, Y chasquea abajo un violento chapoteo. Porque, ya cerca, el caballo del sargento se asusta de los otros cuatro caballos y se sienta en los garrones.

Castiga el policía. Clava espuelas. La bestia, bufando, se hace un arco, corcovea, mientras al frente los otros cuatro jinetes se arremolinan sin saber dónde meterse. Son brasas los ojos del caballo policial. Y por la boca le asoma como una espuma.

Pantaleón, volviendo a atender a la piola, grita a los amigos del caído:

-¡Retirensén para que se acerque el señor!...

-¿Y para dónde?

-¡Retirensén para atrás del montecito!

A extraño, largo tranco desgarbado, provocando otra sentada y nuevos bufidos, los cuatro atraviesan media cuadra y se ocultan entre unos sauces.

Todavía con dificultades, el sargento llega al borde de la cantera. En eso asoma el jinete, sin sombrero y hecho sopa. En seguida, la cabeza y el cogote de su martirio.

El caballo del sargento se para de manos. Abre la boca con horror. Revuelve los ojos.

-¡Pero retíresé, pues, usté también, hasta que este otro acabe de salir!

Ante lo imperioso del tono, el sargento talonea hacia el montecito de sauces...

-¡Para ahí, no! ¡Para ahí, no, que están los otros!

Desvía el policiano y va a apostarse junto al cementerio.

-¡Pero qué cosa, amigo!

Ya ha pisado en firme el emponchado. Se escurre el agua. Y dispone el poncho en torno al armazón en cuyo medio está. El incendio ha sido abajo. Se le ven las piernas casi hasta las corvas.

Por eso, porque esto ya se aleja demasiado de la forma equina, el sargento pudo acercarse casi sin dificultades. Su cabalgadura apenas si resopla entre un brillar de ojos siempre desconfiados.

-¡Pero qué cosa, amigo!

-Bueno, ahora tiene que acompañarme hasta la comisaría.

-¡A mí, ¡a mí que no hice nada!, ¡por Dios bendito!

Sus movimientos, fatalmente acompañados por el armatoste que pende de sus hombros, hacen retroceder entre grandes botes al sargento, cuyo caballo vuelve a dar miedo con esos ojos y boca.

Se arremolina la gente. Y allá, del monte donde echando sus pingos para un costado conseguían los cuatro amigos asomar medio cuerpo, surge un clamor.

-¡Para llevarlo a él, tienen que llevarnos a todos nosotros!

Y salen del sauzal a galope tendido, mientras el sargento se afirma en las crines para contrarrestar nuevas costaladas y saltos, bajo bufidos.

Va a dar el policía, contra su voluntad, otra vez al camposanto. Y desde allí, sacando el silbato, toca llamada de auxilio.

Cada aguda pitada produce a su bestia el efecto de un espolazo. Tiembla y se arquea como si le sangrasen los ijares.

Junto a la cantera, los otros cinco de a caballo conferencian en voz baja.

-Yo creo que si no nos entregamos va a ser peor.

-Sí, vamos a entregarnos.

El sargento descabalga en este momento para poner las riendas en manos de un negro cuya marcha detiene con imperio. Se acerca a pie. Le resuena el sable.

-Tienen que marchar a prestar declaración, los señores.

Pantaleón, la piola de rastras, se aleja corriendo al recordar que dejó el despacho a solas y con parroquianos.

Nadie ha acudido a las pitadas. El sargento decide emprender la marcha.

-¡Pero mire qué cosa!

Delante, por el medio de la calle, ellos; detrás, el sargento, de ya más tranquilizada cabalgadura. Al accidentado se le ven claramente los pantalones y las alpargatas. A los otros, como marchan al tranco, no se les ve nada. Los cinco han perdido bríos. Nadie reconocería en éste al mismo grupo que, ratos antes, con tanta fogosidad se aproximaba al cementerio.

Ya entran en el pueblo, cuando el jinete delantero, es decir, él y su caballo, empiezan a caminar con dificultad, casi cojeando. Es que se les ha aflojado una alpargata.

A trechos se detienen y afirman el pie en el suelo, restregándolo. Por conservar la distancia, gracias a la cual mantiene tranquila a su cabalgadura, el sargento también se detiene.

Uno de los compañeros se aparea al del engorro. Este saca el pie hacia atrás, con la alpargata que cuelga ya casi suelta. Pero cuando el otro, estorbado por su propio caballo, consigue tocarla, la falta de equilibrio lleva al descalzado, costalando, contra una casa.

-¡Vamos! ¡Vamos! ¿Ahora se van a quedar toda la tarde? ¡Si se cae que se caiga, no más!

Se asoma gente a la calle. Y llama alborozada para que acuda más.

Un niño, advirtiendo el abandono de la alpargata, corre solícito y la entrega al de pie en el suelo. Este la agarra, abrumado; mira y la apoya sobre el duro cuello de trapos retorcidos de su parejero. Pero de un despacho parten pullas. Los caballeros se enardecen. Y como de la otra acera también los befan, ellos dan el frente a un lado y a otro, mudos, con ojos de brasa. Los armatostes siguen sus movimientos, acentuándolos. Dan la sensación de que se reaniman, de que retornan por sus arisqueces.

Sin entender la causa, el sargento grita, a la distancia:

-¡Oh! ¿Y ahora vuelven a creerse que están de fiesta? ¿Se creen que esto es chacota?

Los arreados, sudorosos, llegan. En la puerta está un soldado de guardia. De estatura tan pequeña que el más pequeño traje policial de todo el Departamento le quedó grandísimo. Hasta que se halló otro más chico que también le quedó grande.

Se echa atrás el casco para observar a los cinco, con los párpados entornados.

Salvo uno, los demás están insuperables. Recuerda al instante que, cierta vez, un tío suyo se disfrazó así. Pero no tan, tan igualito...

-¡Páselos! - grita el sargento, deteniendo su caballo a quince metros.

Se descubren los jinetes y entran circundados por el suave rumor de las zapatillas.

Es un corredor largo. A la izquierda, están los calabozos. Delante de los cinco, que a la vez, inexorablemente, van detrás de un cogote y de una cabeza rígidos, el arrobado soldadito pasa sin detenerse frente a las pequeñas puertas y sigue hasta llegar al fondo.

-¡Qué colosales! - se dice tornando la cabeza de vez en cuando, con encanto.

E indicando, no hacia los calabozos sino hacia el portón de las caballerizas, dice:

-¡Adentro! 

Se asoman los caballeros. Se asoman, apenas. Porque derribándolos entre un brusco estrépito, derribando también al embelesado, saltan sobre ellos tres caballos, hacia la calle, despavoridos.




«Los cinco» es un cuento publicado por primera vez en 1933 y recogido luego en el libro de Francisco Espínola, Raza ciega y otros cuentos, editado por el Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social de la República Oriental del Uruguay, [Montevideo: 1967].




FRANCISCO ESPÍNOLA, llamado habitualmente Paco Espínola, fue un escritor, periodista y docente uruguayo perteneciente a la «Generación del centenario». Nació en San José de Mayo, el 4 de octubre de 1901. Aunque casi desconocido en el exterior, Francisco Espínola, fue el creador de una de las obras narrativas más estimables de la literatura uruguaya.  Conocido entre sus amigos y alumnos como un notable contador de cuentos, Espínola los narraba una y otra vez retomando y revitalizando al cuento oral tradicional.  En 1926 publicó su primer libro, Raza ciega. En 1950 apareció El rapto y otros cuentos. En ellos, como en los libros siguientes, escribió historias rurales, provincianas pero tamizadas por su formación clásica, su profundo conocimiento de Homero, Esquilo y Hesíodo.  De 1933 es la novela Sombras sobre la tierra que causó escándalo por situar la acción en un burdel pueblerino.  Fue autor también de un cuento infantil Saltoncito (1930) que han leído generaciones en el Uruguay. La novela Don Juan el Zorro fue publicada íntegramente en forma póstuma en 1984. También póstumamente apareció Veladas de fogón (1985).  Escribió también el ensayo sobre estética Milón o el ser del circo, publicado en 1954. En 1971 se afilia al Partido Comunista. Fallece en  Montevideo, el 26 de junio de 1973, la noche anterior al golpe de Estado.