Aquella vez de la madera*
1
Me están llevando ya los laberintos,
el saludo nupcial de los que un día
fueron más viejos que la mano seca
sostenedora de la luz. Me llevan
los árboles de fibra estremecida,
los mastines de agosto, la imperiosa
noche del vagabundo.
Las estrellas,
de largo frío volador, recorren
mis años indudables. La serpiente
petrificada arriba de mis ojos.
Ninguna desventura me fue ajena,
ninguna flor se me escapó del tallo
en la hervidora nube de los rostros,
aquella vez de la madera a cuestas
cuando por las colinas vino el fuego
con el hombre detrás, abriendo cajas,
serruchando ataúdes, destruyendo
las espinas del viento y la memoria.
Sé, por el abanico de las cosas,
por el acribillado campanero,
que habrán de conducirme a la más dura
fundación de los prismas de la tierra
que no habité jamás porque mis llagas
pesaban demasiado todavía.
Me conducen, con respetuosas normas
las hojas y el laúd de los cabellos
que suenan en las cosas interiores,
como articulaciones de un esquema
de carne sólo vista en el sonido.
No tengo ya razones que me obliguen
a estar aquí, con la cristalería
que los muertos trajeron para el alba;
tampoco el nombré y su martillo errante
pueden uncir mi corazón de agujas
para coser la sangre de los tristes
animales del sueño. Bien he visto
bailar el pie cuando la piel se pudre
y los principios críticos absorben
los restos de las llamas, la goteante
fragilidad de toda inteligencia.
Quien es llevado puede, siendo fuerte,
volver mañana como un roble ciego,
y gritar hacia el mar, aunque la arena
le detenga la voz y la garganta.
2
Echado sobre mí, como una grieta
sobre un mármol inútil, un endeble
salitral donde el miedo de las nubes
deja apenas su sombra, su furtiva
e inalcanzable fiesta de vapores,
oigo, con las pupilas alojadas
en mi fémur de tierra, las noticias
que los meses insumen en su extraña
combustión de cenizas, derivando
lejos de los andamios de la muerte.
Hago andar mi cabeza en el humeante
recinto de las horas. Por mis piernas
suben los cicutales y en mi pecho,
un zapador de fuego corre y busca
el agua que jamás halló mi lengua,
manuscrita en sedientas cataratas.
He andado mucho, pienso, con los meses,
evitando las trampas, el engaño
de los colmillos móviles del aire.
Como una hormiga intelectual, perdida
dentro de su razón, he dado vueltas
con el hombre y su párpado de lava
por la ciudad de los desventurados,
donde el labio mejor suelta en risa
ante el trémulo anillo del sollozo.
Ustedes saben cómo, por las uñas,
se puede comprender, amar, caerse,
amputarse la boca siendo apenas
un luto cerebral, una infinita
y sola hormiga torpe, castigada
por el tiempo y su luna de basalto.
¿Saben que existen arpas, exigencias,
eléctricos mandatos que se observan
llegando de la fruta, de las cosas
que fueron antes leña, piedra, aceite,
absoluto silencio?
¿Saben dónde
han de buscar la mano y la tristeza
las grupas del invierno?
¡Ah, lo fácil!
El papel melancólico, la lluvia,
la botella rumiando en la ventana...
Al escuchar el roce de los meses,
el talón esmeril gritando el duro
trofeo de los dios, desgajando
las pupilas del ceño, me convenzo
de que nadie ha sufrido lo debido
para lograr un sitio en su memoria.
3
El crótalo de amor, el puño seco
de las adormideras, su chasqueante
clausura, de papel alucinado,
me dejó en la niñez esta locura,
esta súbita piel de canto y sueño.
Era común hallar en mis bolsillos
sus cabezas sonoras. En la quinta
de mi padre crecían como abejas,
y el fulgor de sus pétalos volaba
junto a mi corazón.
La flor profunda
que en su interior maduro guarda un diente
de peligroso filo, fue a mi sangre
con el arco veloz, con su misterio
de sombra destilada, de luz loca.
(Toda felicidad es puerta siempre,
escapatoria mágica, distinta
de la razón y el miedo).
Yo recuerdo
que mi padre guardaba sus semillas
de alfiler enlutado y las volcaba
en un frasco de oro, inalcanzable
para cualquier verano sorpresivo.
Sólo a mi me dejaba el juego inmenso
de las adormideras. Y miraba
mis ojos escapados, siempre alertas,
siempre llenos de alarma por el golpe
de una flor alienada, con un niño.
4
Resulta sorprendente estar viviendo
para las mariposas y el olvido
que fabrica su miel en las ocultas
galerías del yeso. Desubica
la mesa del hierro, ni se piensa
que en lo fugaz la eternidad es algo
accesible a cualquier atrevimiento.
A veces, mientras ando con ciruelas,
esqueletos, caballos o magnolias,
o cuando con vulgares elementos
construyo una caldera para el frío,
el infinito gira entre mis manos
y el tiempo es un febril pájaro inmóvil.
Mía es al cabo la certeza. El hombre
que moldea mi sangre y la confronta,
es un dios de monstruosa resonancia
con la verdad subiéndosele al vello,
asomándose a todo lo que dura
menos que el árbol o la golondrina.
Puedo soltar, entonces, una hoja
de su clavo filial y detenerla
sobre un gesto del aire, en el terreno
que la muerte recorre con frecuencia.
5
A visitar cuchillos voy los días
que el otoño me indica.
Con mi ropa
de corte vegetal y mis botines,
y un cinturón de alondras, voy trepando
emplumados zafiros, atravieso
montes de calma gris. Ando con brío
por lugares de leche, por hollines
hermosos como el pánico de un ciego,
y saludo a barqueros y escorpiones
con mi vuelo de siempre.
Los cuchillos
de piadosa quietud, de sangre aguda,
están sobre tos panes y el hinojo,
dispuestos a morir por un anciano,
llenos de esa soberbia gentileza
que tiene la zozobra o la palabra
que jamás se pronuncia.
Nuestra fiesta
se reduce a pensar en los heroicos
buscadores del agua y las legumbres
que los hijos reclaman en la noche.
6
Una mujer que baja de su pecho
está conmigo aquí, mientras el canto
me seduce las venas y una morza
me tiene de la sien que más preciso.
Las mujeres que bajan de su pecho
saliendo de los ojos y la carne,
de los brazos y piernas, son gloriosas
como un médano cerca de la fuente.
Ella está aquí. Su mano de arboleda
conoce los crepúsculos y el viento
que carcome la noche del vigía,
y en su rostro la música camina
como la harina sobre las estrellas.
Es mi mujer bajando de si misma,
poniéndose detrás de mi garganta,
ahuyentándome el gusto de la piedra
con amor natural.
Para decirla,
tengo un zafiro cerca de la boca
y una llama con uvas y la muerte
con su cabalgadura de granizo.
Ella está aquí. Mis hijos están cerca.
Hoy, en noviembre, canto. Y sobre el mundo
vuela una cruz de límite angustioso.
7
Habría que estar lejos de uno mismo,
salido de su clave, distanciado
de su luna biológica, del hombre,
para verse con ramas o pezuñas
con islas o desiertos, como un duro
relieve salitroso de la especie.
Uno tendría que desalojarse,
deshabitarse el pecho, la costumbre,
y mirarse después, aunque un sollozo
le cortara las manos, lo empujara
como tos simulacros y los mitos.
¡Si uno pudiera ser como aquel árbol
que se mira en el monte, o como el eco
que le devuelve al grito su contorno!
Solamente los círculos consignan
la perfección del hombre. Y no lo saben.
8
El flanco de la lluvia está mostrando
su pelambre de agua en las vidrieras
de este café en que estoy por un conflicto
que tuve con el tiempo y la tribuna
que levantó en mi frente la tristeza.
A lo mejor allá, en mi casa sola,
en el campo escamoso donde junio
vitrifica las ráfagas del aire,
no vería estos rostros, estos negros
linajes de miseria que pululan
sobre el aullido ciego del asfalto.
Lacas de goma, verdes y amarillas,
escarlatas y roncas, van cayendo
arriba de mis ojos, al costado
de mi extremo nervioso. Un arroz turbio
arrojado a cortina por sirenas
y bocinas de hiel, da en las ventanas,
entre la gente y su furor que anima
las costuras fabriles del hierro.
Llueve aquí, en Buenos Aires, y el escape,
el murciélago helado de la angustia,
los cabellos del hombre y las pasiones,
giran entre los perros que se embisten
en las esquinas con olor a llaga,
y en los cinematógrafos abiertos
a toda mordedura de la carne.
La soledad se nutre mientras llueve
con pacientes carteles de ceniza
arrastrando fulgores, ateridos
pasajeros del polvo, desclavados
maderas de ternura magullada,
alondras de betún, impostergables
mineros del dolor y la zozobra.
Bebo alcohol y los trapos de la lluvia
drapean ante mí, junto a los vidrios
que se arrugan en líquidas astillas,
respirando ciudad, humo de loco,
castigo sin contactos vegetales.
Mi casa allá en el campo estará sola,
aislada en la borrasca, defendida,
cerca de los alambres, de los dobles
animales del sur. Pienso que acaso
se esté quemando un tronco entre las piedras
severas del hogar, y en la cocina,
la comida nocturna y el aceite
harán preguntas, números de oro
junto al pan y a su exacta mansedumbre.
Allá, en mi casa, donde tengo un canto
qué debo terminar antes de agosto,
antes de que comiencen las liturgias.
9
Como si despertara del estruendo,
de mi miedo interior, como si armara
sentimentales drogas para el día
ante la luz de un árbol numeroso,
alzo mi desnudez, la incuestionable
fosforescencia de mi cabalgata.
Constructor del maíz, herrero dulce
de los estambres y las catapultas
del polen y los pájaros, trabajo
en mi tienda de umbrosa resonancia,
con herramientas de factura antigua
duras como el amor del feldespato.
Nadie, desnudo de metal y piedra,
está más cerca de lo verdadero
que yo, mientras resuelvo en el diseño
de mis manos australes, el sentido
de lumbre y su poliedro taciturno.
No me ocupa ninguna muerte fácil;
el tiempo es una idea bella y sola,
sudorosa y final. No sabré nunca
qué frente la sostuvo ni en qué sitio
la arena usó su gran relojería
por vez primera para la memoria.
Igual que Dios, el tiempo es sólo eso,
amo la tienda en que trabajo y canto,
a medida que el ojo de las flores
y el cerrojo del hombre, me clausuran,
me colocan al borde de mi pierna,
dejándome cumplir en estos años
que me suman y restan en aliento,
este incendio que avanza como un río
de leznas y corderos voladores,
y que me llevan lejos, hacia el miedo,
donde cuelgan las últimas estrellas.
10
Si hubiera defendido aquella aurora.
Si la histórica flecha hubiera vuelto
sobre el arco y el arco a la madera,
y la madera al aire de la mano
y la mano a mi boca.
Si los niños
de torso giroscópico lograran
regresar a su pueblo de ciruelas
azotando el espacio, dando voces
de oro en los oídos del verano;
si el perro que maté con los membrillos
ladrara nuevamente; si la luna
se descubriera con escarabajos
y los honderos de la algarabía
tornaran a la pluma de diciembre;
¿seria el mismo yo? Mi voz de asalto,
¿continuaría viva en el invierno
que azula las encías de la espera?
¿Estarían conmigo los halcones,
las cicatrices, y el sangrado indulto
que me llegó después con la tristeza?
¡Oh, soledad, inmensa y fiel tristeza
que me acompaña desde aquella aurora!
11
Con su capa glacial viene mi padre.
Ha dejado a la muerte por ahora,
y viene con su piel de liquen solo,
con sus ojos de niebla, con sus claves
de paciente mercurio, a saludarme,
a darme sus mandrágoras de frío,
su civilización de mariposas,
su tribu de necróforos, la grave
solicitud firmada por la tierra,
y a decirme que el labio de los muertos
está cantando en la raíz del pino,
en los graneros que la primavera
mantiene más allá de las gaviotas.
Alto es mi padre cuando viene a gusto,
llevando su escopeta y el cuchillo
de deshollar laureles. Alta y fina
su cabeza de padre muerto en polvo,
su nariz colonial, la respetuosa
garganta con el pez y el fuego fatuo.
Dice que anduvo hacia la piedra
cuando el otoño se colmó de agujas,
y las liebres buscaban el oculto
corazón de las nubes.
Y sostiene
que se ha puesto de duelo por la vida,
por el espejo de las madreselvas
y el canto doloroso de mis uñas.
Lo escucho en el crepúsculo que roza
las fatigas del tiempo. Él es mi padre.
Tiene derecho a criticar, a verme
con sus huesos de luz, con las corolas
de su velocidad, hacia el olvido.
12
Crispa su duna errátil el destierro,
la voluntad de amor que nos impulsa
sobreseí país y el zumo de la sangre,
sobre el agua frontal de los que acaso
consigan estar solos, para entonces,
cuando las sepulturas se aposenten
sobre las arboledas y el silencio.
Militar en el óxido y el grito,
con el pudor de las heridas secas,
es batallar con las inmensidades
del anulo civil, con las serpientes
furtivas del olvido. Somos casi
parientes de la sed y el infortunio,
hijos de un tañedor, de un citarista,
de un rabioso animal de pan, cuajado
por un horror de pavorosa lumbre.
¿Qué mecánica negra nos conduce
los viernes por la tarde? ¿Qué furiosa
paloma demencial nos sobrevuela
las arterias, el mar del entrecejo,
los días amarillos, cuando todo
parece comenzar, cuando las hojas
se bastan a sí mismas y un enfermo
bebe limón y tose con un triste
escafandro de corcho junto al aire?
Irse así, por el tiempo, es tan tremendo
como encerrar a un hijo en una escoba
o quemarle la sien a los pequeños
habitantes que duermen en la hierba.
No obstante todo, vamos erizados
por un tubo calórico, tendido
sobre la superficie de nosotros,
asestándole golpes a las cosas,
a los sitios, a los desamparados
caminantes del pelo y el invierno.
El amor del poeta es una horrenda
fundación de volcánicos alcances.
13
A veces soy sensible, simple y justo
como un guante de hierba, como un tibio
pantalón de labor, como las jarras
que la leche saluda en la campaña.
A veces me sorprendo porgue lloro
ante una nuez o frente a las espuelas
de un soldado de plomo. No es frecuente,
pero a veces llorar me fortifica
como un cedro regándose a si mismo,
como un dios que de pronto comprendiera
que el principio y el fin de todo llanto
es algo más que un alelí salino,
que una errabunda flor junto a la barba.
14
Los relámpagos vuelven a buscarme.
Su gruesa nube de color sellado
vuelve por mi, que estoy siguiendo al viento
con mi caballo intrépido y mis hijos,
luego de un zorro, entre los pajonales
que huelen a fermento, a levadura
de libertad oscura. Sin horario,
ajeno a los zodiacos y al peso
de la muerte en la grupa, me sonrío
pues ya no soy verdugo si las nubes
y el relámpago vienen a mi encuentro,
legislando la hierba, las pestañas
de las acacias blancas.
Un instante
me ha bastado para reconocerme
y darme mi lugar casi perdido.
15
Tengo en abril un hombre carpintero
con pupila de dril y mano ancha,
que conversa trepado a la cerveza
usando un pulidor, un buen cepillo
asentado en aceite.
No recuerda
nada más que maderas, su lenguaje
de resina genial nombra a los troncos,
identifica vetas y cortezas
como si acariciara siglos, nubes
de cuerpo vegetal.
El hombre, dice,
es un árbol que piensa y que camina
con su bosque de muerte a las espaldas.
Pero, ¿quién puede subastarlo? ¿Dónde
pulir su intimidad, la oscura fibra,
la escurridiza veta de su sangre,
el diseño mental, los negros nudos
que constituyen sombra y fortaleza,
hermetismo y dolor, combate y duda?
Puedo hacer con un hombre una cabriada,
una puerta de amor, seis alfajías,
taracearlo con pájaros y piedras,
y traerlo después, a que lo miren
los cedros y los viejos tamarindos.
La madera del hombre se me escapa;
conozco solamente la que llega
despojada y canosa hasta la sierra
de vuelo circular, la qué sostuvo
a un carpintero de barbuda gloria.
Lo demás es madera para el polvo;
no hay formón que se melle con su carne
ni leñador que intente derribarla.
Un poeta, quizá. Sólo un poeta
acostumbrado a su hacha de diamante.
16
Ahora son las moscas, el rosario
de las moscas hirviendo en esta siesta
de manteca voraz, caliginosa, tendida
al pie del párpado enrejado,
de las enredaderas polvorientas.
Hinchadas de furor sexual y agudo,
tornasolando el aire de las flores,
las cortinas, la tierra, se arraciman
sobre la luz caliente. Raja el tiempo
su pectoral de vidrio; las baldosas
soportan un chispeo vibratorio,
y no hay lugar que escape a estas seguras
municiones de curva zumbadora.
Estaqueado a la sombra de un aromo
por un vértigo inmóvil, las observo
en su imperiosa rapidez. Son gotas
de suciedad, de estiércol repentino,
hambrientas, dislocadas por impulsos
de frenesí adhesivo.
La sordera
del mal sigue invariable. No se mueven
nada más que cabellos, filamentos,
corpúsculos que flotan en la siesta
de quieta trementina, perforada
por iracundos grumos. Sobre un perro
bullen como un maíz de aceite ronco.
Ahora son las moscas. Solamente
las moscas agresivas del verano.
17
He omitido mencionar el largo
suplicio argumental de los cereales,
que no pueden llegar, que se demoran,
que se pudren en la humedad vacía,
en la red del olvido, allá, en el canto
de mi país de nacional congoja,
de tímido timón, roto entre alambres,
ante el vivo estupor de los caballos
y el polvo ganadero de la hierba.
Debajo de los astros, en la noche
de cuero frío y luna de aguardiente,
el engranaje azul de las semillas
crece con su sistema responsable
de soledad total, germinadora,
encofrando su fuego, disparando
sus finas cerbatanas enterradas.
La lengua del linar, el labio dulce
de la cebada, la virtud del trigo,
suben sobre los huesos, sobre el humo
de las desintegradas estaciones.
Hay sables en la tierra, sepultados
doblones y labradas culebrinas
y palomas indígenas, solemnes
de orientación y pluma soterrada.
Nadie mejor que yo, que en el abrojo
pulí mi espuela y lastimé mi bota,
para hablar del cereal, del hombre agrio,
fibroso y auroral, que fue tendiendo
el terciopelo granular del mundo,
el pan horizontal, el calcio vivo
castigador del hombre, metro verde
de la tranquilidad y la columna.
¿Por qué no llega, entonces a hora justa?
¿Quién lo demora en la llanura espesa,
junto al ferrocarril o entre los muelles
de un puerto encanecido?
Mis relojes,
han perdido la esfera preguntando.
18
Desganado no obstante ese resguardo
que me dieron el sol y las gaviotas,
la voluntad callada de los días
que por el horizonte se despeñan
igual a los suicidas; insumido
por una libertad inimitable,
me encuentro con que apenas he traído
una dudosa cantidad de música,
unos papeles, unas angustiosas
anotaciones sobre un esqueleto,
dos o tres esmeraldas, algún grillo,
un lápiz litoral, la reducida
memoria temporal de mi provincia.
No he podido traer los convenientes
y usuales ademanes del que apenas
ha logrado subir hasta los ojos,
ni el paladar de los ajusticiados
ni el furor de los tibios impostores
que hacen del rostro un ángel de masilla.
Estoy aquí, no más. Las ambientales
orillas de mi ser no se confunden;
no hay nadie que me arrastre a la tormenta
de la ficción, ni existe quién me empuje
arriba de los toros y venablos.
Es suficiente para mi conducta la
fiesta del hierro, la techumbre
que sostengo en el alba con mi rueda.
19
Madre, vieja encina de paciencia,
ultrajada formal, roble de luto,
goteante solitaria de los nidos,
amiga de los peces, flor de miedo,
madrugada en el grupo de los pájaros.
Madre, no tengo tiempo. Las sandalias
se me han gastado, los escalofríos
me han vuelto nuevamente; no descubro
el escondite de mis lagrimales.
Salí a buscar la risa y las monedas,
la rueca de la sangre, y los galpones
del infinito.
Madre, todavía
ando descalzo con mi frente, solo,
aferrado a la cinta de los vientos,
al crujir de los muebles, a las vueltas
de la convalescencia. Soy un hombre
y sin embargo, madre, lirio estoico,
camino como un germen, tropezando
con los brujos y el índice del llanto.
No sé si volveré de mis cimientos,
de los escombros, de la galería
que los guardianes de mi adolescencia
cercaron con elásticos cerrajes;
pero debo pensar que los escudos
siguen aún pulidos, en mi brazo,
y que los años, madre, son iguales
a tanta pensativa compañía,
a tanta comprensión deshabitada.
20
Alimentado en mi hospital de hojas
por un espectro que me da residuos,
restos civilizados, desayunos
de cocción invernal; postrado al frente
de mi perfil copiado a las estrellas,
sigo el curso sinuoso de mis actos,
esa temperatura de carbones
que jamás me abandona y que soporta
los frígidos análisis, el níquel
de los estetoscopios de la muerte.
Sé que hay sangre moviéndose en la lluvia;
que se festejan los aniversarios;
que los jóvenes usan el pañuelo
para el amor y el vino de las venas.
Sé que en los acueductos corre un rombo
de frescura feliz, y que en mi espejo,
alguien ha dibujado esa flor verde,
transparente, compuesta como un mapa.
Quizá mejore para el sacrificio
del polen en las calles; quizá pueda
salvara mis rodillas y ponerlas
a viajar con las uvas y los niños
que templan estampillas y abejorros,
hostigados por un violín de azúcar,
por las apasionadas contorsiones
de la luz en el musgo. Si así fuera,
si mi cuerpo de avispa planetaria
me devolviera a los espacias puros
que siempre amé; si me restituyeran
mi bruñido revólver de poeta,
dadme la mano, saludadme al menos;
los muertos vuelven cuando son felices
para cumplir con un deber augusto.
21
Estoy entre vosotros como un huésped
de pupila callosa, como un árbol
de enigmática fronda, sacudido
por una soledad de voz perpetua,
fosforescente y mía. No molesto
más que lo imprescindible; debo hallarme,
encontrar en vosotros mi respuesta
de hombre flagelado por el tiempo
que disuelve los altos huracanes
del profeta boreal que en mi circula.
Dejadme discutir con las esponjas,
en el hisopo y las contradicciones
del garfio y el pistilo. Conseguidme
un diccionario, un líquido argentino
para beber al lado de los cedros
y de los cicutales. Doy por cierto
que me descubrirán, una mañana,
los colonizadores de la nieve.
Tratadme como siempre. Yo no tengo
la culpa amoniacal de mi tristeza,
de ser así, de andar con mi carácter
de música estelar, sufriendo nubes
y descuartizamientos cotidianos.
Pensad que en cada pan que yo incinero
hay un ojo de amor que está mirando
el rostro de vosotros, nunca el mío.
* Escrito entre los días que van del 3 al 6 de diciembre de 1964, por uno de esos impulsos de mi convulsionado mundo de poeta.
«Aquella vez de la madera» de Roberto Themis Speroni aparece en Ana Emilia Lahitte, Roberto Themis Speroni. Poesía completa. Ensayo y Antología, Municipalidad de La Plata, Colegio de Escribanos de la Prov. de Bs. As., [La Plata: 1982]
ROBERTO THEMIS SPERONI, fue un novelista y poeta argentino, nacido en La Plata, Capital de la provincia de Buenos Aires, el 29 de septiembre de 1922. Colaboró en diversos diarios y revistas locales y en los principales diarios de la ciudad de Buenos Aires. Integró la Generación del 40. Fue fundador de "El potro al viento" e integrante del grupo de las "Ediciones del Bosque" junto a María Dhialma Tiberti, Raúl Amaral y otros. Dio conferencias y recitales en el Círculo de Periodistas, en La Prensa e instituciones culturales. Falleció en City Bell, provincia de Buenos Aires, el 28 de septiembre de 1967. La poeta y escritora platense, Ana Emilia Lahitte, recopiló y prologó su poesía completa, édita e inédita, en 1982.
OBRA PUBLICADA:
POESÍA
1945 Habitante Único
1948 Gavilla de Tiempo
1951 Tentativa en la Luz
1959 Tatuaje en el viento
1963 El poeta en el hueso del invierno
1963 Paciencia por la muerte
1964 Padre Final
NOVELAS
1958 El monso (Novela)
1985 El antiguo valle (Novela en cantos)