CapÃtulo Primero
a Jorge Cedrón
No habÃa esperanzas: lo dijo mi abuela, mientras comÃamos. Mi tÃo se limitó a mover la cabeza, en un gesto ambiguo, casi torpe. El efecto de esas palabras iba a resucitar recién al rato, en un sollozo de mi tÃa. intentó disimularlo con otro ruido semejante, que salió de su nariz; hasta usó el pañuelo. Pero fue inútil: yo advertà que luchaba por no llevárselo a los ojos. En ese momento hubiera necesitado saber qué pensaban. En el patio, de pronto, las escenas volvieron, una a una, mientras mi tÃo, al pasar, me acariciaba. Traté de apartarlas, retrocediendo hasta el lugar donde se amontonaba mi rabia. Sobre todo, me enfurecÃa que no se animaran a decÃrmelo, y anduvieran con palabras o gestos raros, como cuando jugaban a las barajas. Tu papá –habÃa dicho la abuela– está muy mal. Pero nada más. Nadie me decÃa por qué ahora pasaba todo el tiempo con ellos. O por qué a cada rato volvÃan las escenas: papá que tardaba en llegar; mamá, diciéndome: Vamos a buscar a tu padre. Pero no, no era asÃ. Dijo: Andá a buscar a tu padre. Era la una de la tarde, en verano. Nadie, por la calle. El pueblo, a esa hora, estaba siempre quieto: seguÃa asà hasta las cuatro. Antes, estaba ese pequeño mundo de la siesta: la payana en el umbral del negocio, los viajes en el carro de Don Juan, o las charlas en el vagón del ferrocarril sobre la vÃa muerta. Caminé dos cuadras: en el bar, tras la vidriera, vi a papá, tumbado sobre una mesa. Entré. Papá –dije–, vamos. Le toqué el hombro. Más allá de la mesa, no habÃa nadie. El dueño querÃa cerrar. Llevátelo de una vez, estaba diciendo, con la mirada. Vamos, repetÃ. Entonces, papá levantó la cabeza. Nunca supe cómo, por qué, pero en los ojos habÃa algo, una especie de señal, o de aviso. Miraban con una intensidad distinta, tan distinta que yo sentà miedo. No –dijo con voz decidida, una voz que nunca usaba al hablarme–, no, dejame, no voy. Y me rechazaba con la mano, con los mismos ojos que volvÃan a ocultarse, mientras se derrumbaba sobre la mesa, hundiendo la cara entre las manos.
–Qué tenés –me preguntaron–, nene, qué tenés. HabÃa vuelto a entrar en la cocina: lavaban los platos. Tuve ganas de contarles todo: sentà que enrojecÃa rápidamente, que estaba a punto de llorar. SalÃ: caminaba hacia la quinta, mientras recordaba cómo, después de haber sacudido una vez más a papá, éste habÃa repetido que lo dejara, mientras Don Pedro decÃa, saliendo de atrás del mostrador: Está bien, Vicente, es hora de comer, hacele caso al pibe, andate. Y eso también me habÃa dado rabia: que ese hombre le volviera a decir Vicente andate, y lo agarrara por los hombros, como mamá hacÃa conmigo, y lo arrastrara hasta la puerta. Rabia, que papá no se parara solo y le dijera que se iba porque querÃa, que no necesitaban arrastrarlo. Pero sólo murmuraba palabras incomprensibles. Después, papá, se dejó resbalar hasta el suelo, apretando la espalda contra la pared. Y yo sentà un dolor extraño, en algún lugar de mi cuerpo. Pero no el mismo dolor de siempre, no esa especie de vergüenza que soportaba todos los mediodÃas, cuando lo ayudaba a volver a casa. Lo demás –el pueblo, la gente en la ventana– no existÃa, se iba borrando hasta quedar nada más que yo, ahÃ, sobre papá, que era un ovillo desarmado, en el suelo. TenÃa miedo y buscaba, sin saber por qué, sus ojos.
Y ahora, para colmo, eso: tres dÃas en casa de la abuela, sin ver a papá. Mamá habÃa venido una sola vez. Además, en la mesa, todos estaban serios: cuando hablaban, era para decir cosas que nunca entendà del todo. Y me miraban, todo el tiempo me miraban. Después, mi abuela y mi tÃo me hablaban suavemente, me decÃan: Mañana vas a ir a casa; me decÃan: Andá a jugar a la quinta. Pero de papá, nada. Como si no existiera, como si no me acordara de que tres dÃas antes yo estaba repitiendo: Vamos, papá. Y él contestaba: No, Pablo, andá a casa, dejame. Andá con mamá, a casa. Y yo decÃa: Vos también tenés que venir a casa, la comida está lista y mamá está esperando. Y lloraba. Como lloraba, también, al volver, solo, y después, cuando venÃamos con mamá y lo vimos, de lejos, acercarse tambaleante, apoyándose en las paredes y haciéndonos señas con las manos: un ademán grotesco para señalar que lo esperáramos. Pero seguimos caminando, corriendo cuando lo vimos derrumbarse en mitad del asfalto, al cruzar la primera calle. TenÃa sangre en las manos cuando lo levantamos. Quise decir algo; mamá tenÃa la misma cara apagada de siempre, sólo un temblor en los labios y apenas los ojos un poco más abiertos, un poco más asustados. Pero no hablaba. En el umbral de casa papá habÃa vuelto a caerse. Se quedó ahÃ: hablando. Al bajar los ojos, encontré los de mamá: sus dos rostros unidos, casi debajo mÃo, tenÃan una mueca parecida, casi idéntica. El mismo gesto: volvÃa a tener miedo y ese dolor inexplicable, en algún lugar de mi cuerpo. La mirada de papá era la misma que habÃa visto antes, en el bar. Y ahà estaba, otra vez, esa sensación extraña.
Caminaba por la quinta. TenÃa ganas de contarle todo eso a alguien, en voz alta. Decirle que mamá me mandó a comer: la mesa estaba detrás del negocio, oculta por un tabique. La comida se habÃa enfriado y el ruido de los cubiertos, cada vez más lento, más apagado por mi propia angustia, tenÃa algo de triste: como a la noche, cuando sonaban las campanas de la iglesia. Lentamente, todo iba achatándose, reduciéndose al silencio. Las cosas habÃan resuelto inventar una nueva calma. Me sentà flotar, envuelto en una capa transparente que no dejaba pasar ningún ruido, como en los sueños. Y de pronto sucedió eso: mamá dijo –y su voz fue repentina, como un latigazo sólo atenuado por la distancia–: Vicente, por qué tomás. Y enseguida, como si comprendiese que era demasiado dura, agregó en tono dulce otras palabras. Pero ya estaba hecho: papá habÃa estallado y pude adivinar que intentaba pararse. Mientras, gritaba que lo dejara tranquilo y yo sentÃa, detrás del tabique, cómo ella trataba de calmarlo; imaginaba la lucha que estaban entablando en la puerta del negocio, mientras los gritos crecÃan, los insultos roncos, las voces que no hubiese querido escuchar. Y presionaba sobre mis orejas con los dedos, continuamente, hasta que llegó un ruido más fuerte que los otros. Cuando aparecÃ, papá estaba en el suelo: en el primer recuadro de la puerta, por sobre su cabeza, habÃa un hueco y sangre, deslizándose por el vidrio astillado. Mamá le sostenÃa el brazo: en el brazo, bajando desde el puño apretado, también habÃa sangre. Y él decÃa que lo perdonara. Ella decÃa sÃ, está bien, Vicente, ahora vamos, tenés que dormir. Y él decÃa eso:
–Perdoname.
Sentado sobre el pasto, veÃa moverse las cañas, lentamente; aleteaba un viento silencioso en la siesta. De pronto, una calma conocida, anterior, habÃa ido rodeándome. Sentà ganas de llorar y lo hice silenciosamente, hundiendo la cara entre las manos, esperando que alguien viniera y me encontrar asÃ. Pero no pasó nada: ya no podÃa esperar explicaciones de nadie. No me vieron cruzar el patio, abrir la puerta de alambre. Cuando pasé frente a una ventana, oà hablar a mi tÃo. Me quedé quieto, con peligro de que volvieran a encerrarme. SÃ, decÃa, está peor que otras veces. Y volvió a repetir que ya no habÃa esperanzas. Después, las voces se alejaron, hacia el interior de la casa. Seguà caminando: habÃa barro, en la calle; habÃa un rostro de mujer asomado a una ventana del colegio de monjas. Pero, también, estaban ahà las escenas, mostrándome cómo papá volvÃa a levantarse trabajosamente, mientras lo ayudábamos. Y después, la siesta. Yo trataba de simular que dormÃa; papá, vestido, estaba tirado en la cama grande. Como en sueños oà entrar a mamá. Abrà los ojos: ella me miraba, silenciosa y triste, como si quisiera decirme algo. Vino hasta mi cama y cuando abrió la boca comprendà que habÃa ocurrido algo extraño –una especie de trampa–, porque dijo que me vistiera, que me iba a llevar a casa de la abuela.
Ahora volvÃa. La abuela, mis tÃos, todo estaba atrás: faltaba poco y nadie me habÃa detenido. Al llegar a la cuadra de casa vi el carro de Don Juan, avanzando lerdamente, como si viniera a mi encuentro. Después, un grupo de gente, rodeando algo, frente a casa. En el mismo instante en que empezaba a correr sentà el ruido de un coche que se ponÃa en marcha. Recordé, de golpe, las palabras de mi tÃo, los ojos de papá. Seguà corriendo y me metà entre la gente. Un coche blanco, alargado, tal vez el mismo que yo viera muchas veces, frente al hospital, habÃa llegado a la esquina, doblaba, perdiéndose de vista. Entonces vi a mamá: estaba en medio de la calle, con los brazos apretados al cuerpo. Avanzó hacia mà y me puso la mano en el hombro. Sobre el ruido del motor, que se alejaba, el sonido de la sirena, vertiginoso, comenzó a crecer en la distancia.
El cuento «CapÃtulo Primero» está tomado del libro de Miguel Briante, Las Hamacas Voladoras, Falbo Librero Editor, [Buenos Aires : 1964]
MIGUEL BRIANTE, escritor, periodista, pintor, crÃtico de arte y guionista argentino, nacido en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, el 19 de mayo de 1944, y murió allà mismo, el 25 de enero de 1995. A los diecisiete años ganó con su relato "Kincón" el Primer Premio del Segundo Concurso de Cuentistas Americanos (premio organizado por la revista El escarabajo de oro y que compartió con Piglia, Rozenmacher, Gettino y Villegas Vidal). Su primer libro de relatos, Las hamacas voladoras, fue en 1964. En 1993 se publicó una nueva versión de su única novela, Kincón, originariamente aparecida en 1975. Sus otros dos libros de relatos, muchos de los cuales forman parte de antologÃas del género, fueron Hombre en la orilla (1968), y Ley de juego (1983). Briante ejerció los oficios de periodista y crÃtico de arte con la misma lucidez que ponÃa en sus textos literarios. Aparte de los catálogos, crÃticas de arte en revistas internacionales y colaboraciones en medios como La Voz, Artinf y Vogue, entre 1967 y 1975 trabajó para Confirmado, Primera Plana, Panorama y La Opinión, entre 1977 y 1979 fue Jefe de Redacción de Confirmado, entre 1982 y 1984 fue Jefe de Redacción de El Porteño, y desde 1987 hasta su muerte estuvo a cargo de artes plásticas en Página/12. Los artistas argentinos también recuerdan su paso por el Centro Cultural Recoleta, primero como Asesor (1989-90), y luego como Director (1990-93).