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Exclusivo para Analecta Literaria
Desde que una de las hermanas de mi padre me enseñó a leer, a los cinco años de edad, me convertí en un auténtico "gusano de biblioteca". Mis ojos roían empecinadamente cuanto impreso caía ante ellos. Naturalmente, por aquellos tiempos poco y nada entendía cabalmente de lo escrito, fuera de aquellos textos dedicados a los niños de mi edad. Sin embargo, muy pronto descubrí que además de cuentos de hadas, periódicos, libros con enigmáticas palabras, etiquetas de frascos de mermelada y carteles de publicidad, se imprimía un volumen llamado diccionario, donde todas las palabras estaban reunidas y sus significados explicados. Tal vez tendría que incluir en la lista al Petit Larousse Ilustré, que tanto hizo por despejar mis primeras perplejidades a comienzos de los ´60: si por entonces hubiera podido ahorrar lo suficiente de mis mensualidades como para contratar a Edward Hopper, él hubiese pintado la escena de interior familiar consistente en mi madre planchando, mi hermana jugando y yo leyendo el diccionario en la cocina, cada tarde, después de la escuela y hasta la hora misma de cenar. Es que había descubierto que los misteriosos significados de las palabras que no podía comprender al leerlas en los periódicos, los libros y los anuncios, incluían otras palabras también para mí desconocidas, por lo que mi juego intelectual era realizar la cacería de esas nuevas palabras, que a su vez, me obligaban a perseguir a otras y otras… Además, había descubierto fascinado que una palabra consistía en varias cosas a la vez, o que reinaba en varios mundos simultáneamente. Faltaba mucho para conocer a monsieur Ferdinand de Sasseure, pero mis intentos de formularme una semiótica infantil me indicaban que la palabra, cualquier palabra, era: a) la serie de signos que nos permiten "dibujarla" sobre una elegida superficie; b) el significado de esos trazos, significado que está "afuera" de su "dibujo" pero también y de alguna manera "adentro" de ese dibujo. Finalmente, algo todavía más inquietante: c) la palabra corresponde siempre a una serie de sonidos que tanto representan el dibujo como el significado. Aquel razonamiento -que me parecía el colmo del entendimiento humano- me hacía sentir muy orgulloso, aunque pronto descubrí que para un niño de siete u ocho años que se pone a reflexionar sobre estas importantísimas cuestiones puede ser peligroso comunicárselo a sus contemporáneos: nadie entendía lo fundamental de mi descubrimiento y el hecho de que yo diera en pronunciar en voz alta cada palabra nueva que descubría en mi ya ajado diccionario -varias veces seguidas- me hacía parecer un pequeño demente. Es que ya me agradaba no sólo el significado, sino también el sonido que tienen las palabras. No sabía que a otros, anteriores a mí, también les había sucedido lo mismo.
Mientras tanto, en la escuela primaria, arrasaba con los estantes de la pequeña biblioteca dedicada a los niños. Tomaba prestados entre cuatro y seis libros por semana, lo que llevó a la bibliotecaria a sospechar de mí, hasta que, para su asombro y a su solo requerimiento, le resumí las aventuras de Tom Sawyer, La Cabaña del Tío Tom, los mitos griegos explicados a los niños y hasta una versión abreviada de La Ilíada antes de devolvérselos. Mi credibilidad aumentó, al menos ante los ojos de aquella asombrada señora, mientras que las posibilidades de la pequeña biblioteca escolar que administraba decrecían para mí mes tras mes.
El gran paso era entonces trasponer la entrada de la biblioteca pública, ámbito de los adultos. Había una en la esquina de mi casa, pero me inspiraba un excesivo respeto, contrapesado por la codicia que despertaban en mí los entrevistos estantes. Cobré coraje y pacté con mi madre que la acompañaría a hacer sus compras exclusivamente para que me depositara en la puerta de la biblioteca pública, por donde pasaría a buscarme tres horas después.
El bibliotecario era un hombre adusto -creo que en realidad me daba miedo su aspecto de Marty Feldman interpretando al Igor de El Joven Frankestein, de Mel Brooks- pero se apiadó de mí y con alguna reticencia primero y mayor entusiasmo después, accedió a guiarme gradualmente. Devoré todo Jules Verne -a quien ya conocía por la biblioteca escolar-, Emilio Salgari, Feminore Cooper, más Mark Twain, luego Alexandre Dumas… el bibliotecario hacía bien su trabajo con un socio de once años. Recuerdo que una tarde se acercó a mí con un volumen más grande, al que caratuló como "también de aventuras, pero más complicadas". Era La Odisea, de Homero, y se trataba de una edición en verso, donde el irrecordable traductor había intentado mantener unidas las tres partes: a), b) y c) en que consistían las palabras "para Homero y para mí" con resultado dispar. Sin embargo, su trabajo me fascinó, dado que al pronunciar en voz alta los versos griegos arrastrados empeñosamente al castellano descubrí que aquellas palabras sonaban de modo distinto que en los libros de prosa. Hasta entonces, la poesía no significaba nada para mí: de hecho, había dejado vigorosamente de lado tres tipos de libros en mi camino hacia La Odisea: los de ciencias exactas, los del "tipo Louisa May Alcott" y los de poesía.
El Ulises de Homero estaba dotado de tanta carnalidad para mí como Huckleberry Finn o Rob Roy en aquel tiempo; era un hombre extraordinario pero absolutamente creíble y sus ardides y estrategias me resultaban admirables. A diferencia de los héroes de aventuras que triunfaban por la fuerza o por la intervención de los dioses, aquel rey de la lejana Itaca se las ingeniaba para engañar a los dioses y los hombres empleando el cálculo y la astucia… era increíblemente más verosímil que Aquiles, Héctor y Patroclo y ni que hablar comparado con Perseo, Teseo y el fortachón de poca cabeza de Hércules. Recuerdo un reflejo de escritor: sentí envidia de ese recitador ciego que era capaz de manejar con tanta destreza el punto a) de mi semiótica infantil como el c). Un sentido magnífico de las palabras unido a una forma fascinante de usar sus sonidos. Si hasta entonces no me había dado cuenta de que los libros de poesía poseían aquel poder, había sido exclusivamente por prejuicio hacia ellos, porque no comprendía qué decían ni cómo lo decían. Desde entonces, gracias a Homero, comencé a perseguir aquellos libros donde se aunaban forma y sentido. Como la poesía es el género de relectura por excelencia, en los posteriores abordamientos de La Odisea, un texto al que vuelvo periódicamente, comprendí que mi simpatía primera por Ulises estaba bien fundamentada. En efecto, el rey de la minúscula Itaca es la introducción de un hombre moderno en la parafernalia de dioses, semidioses, monstruos y situaciones fabulosas que campean por sus fueros en la literatura clásica griega. Ulises triunfa de sus enemigos -hombres y también deidades- gracias al empleo de su astucia, su inteligencia y su falta de escrúpulos, su oportunismo y su carencia de remordimientos. Sólo de esa forma puede eludir a su destino o, mejor dicho, a sus múltiples destinos, las opciones de ser que se le van presentando en los 20 años de vagar por el mar del mundo clásico. Cuando engaña a Polifemo, escapa de su destino de servirle de cena junto con todos sus compañeros; cuando abandona a Dido, huye de la posibilidad de vivir indefinidamente en un limbo más allá del tiempo y del espacio; al llegar finalmente a Itaca, lo que hace es abandonar otro destino, el de eterno vagabundo marítimo. Este hombre que elige su norte es una representación del hombre posterior al Renacimiento, creada por Homero 800 años antes de Cristo. Una criatura liberada del temor a los dioses y a los hombres es una imagen ideal, sí, pero definida, que el genio del rapsoda griego fue capaz de fraguar siete siglos después de los hechos que supone narrar en su poema.
Hacia mis catorce años, descubrí la poesía clásica española, gracias a la excelente escuela pública de la que disfrutábamos entonces en mi país, la Argentina. No solamente estudiábamos el común de las materias propias de la educación media, sino que además los programas de estudios eran de una clara orientación humanística, donde la literatura y la lengua ocupaban un lugar muy principal. Asimismo, aprendíamos latín, francés e inglés intensivamente.
Y nos daban clases intelectuales de primer orden, que no desdeñaban ejercer el magisterio. Uno de ellos, el Dr. Angel Mazzei, fue mi profesor de literatura y me enseñó a amar las letras castellanas, desde Miguel de Cervantes Saavedra hasta Federico García Lorca, desde don Luis de Góngora y Argote hasta Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas. Este último fue para mí un descubrimiento fascinante, particularmente su célebre obra filosófica y moral La Hora de Todos. De Quevedo me atrajo inmediatamente su estilo conciso, elíptico e ingenioso, típico el conceptismo barroco que, por su sola obra, hubiese quedado bien fundado. No solamente enriqueció el castellano con su abundante creación de neologismos, sino que en su poesía es capaz de constituir una sentencia con un solo verso, de tanta densidad son éstos. Cultivó en su poesía una amplia variedad de posibilidades métricas, desde las letrillas satíricas -quizá lo más difundido de toda su obra- hasta el soneto, el salmo y el romance. Descubrí con él que la poesía podía incluir entre sus recursos el humor y la ironía, como en el famoso soneto A una nariz:
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
…………………...
Érase un reloj de sol mal encarado,
………………………
érase un elefante boca arriba,
Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era.
Y también la crítica de costumbres, como en el ya citado La hora de todos, una fantasía moral donde el autor trata el tema del mundo puesto al revés. No es un tema original, ya había sido abordado, entre otros, por Erasmo de Rotterdam en su célebre Elogio de la Locura, pero en Francisco de Quevedo la prosa adquiere una consistencia que acerca a este texto moralizante a la prosa poética. En el texto de Quevedo, la diosa Fortuna recupera la cordura y le otorga a cada ser humano lo que legítimamente se merece. Este cambio, naturalmente, lo que ocasiona es un terrible trastorno, a punto tal que el dios supremo decide volver todo a su estado anterior, esto es, al desorden más absoluto, siempre preferible a la justicia del destino.
Mi lectura de los clásicos españoles se prolongó varios años, pero invariablemente el estilo y el sarcasmo de Francisco de Quevedo se imponían en mis preferencias, hasta que llegué a un texto entonces poco difundido de Federico García Lorca: Poeta en Nueva York. El Lorca que yo conocía era el más popular, el del Romancero Gitano, más tradicional. Aunque el Romancero Gitano posee ya la fibra lorquiana, la metáfora sorprendente, el brillo imaginativo del gran poeta de Granada, lo que habría de sorprenderme sería su obra más singular, la nombrada Poeta en Nueva York. En este libro -publicado recién en 1940, años después del asesinato del poeta por el régimen de Francisco Franco- Lorca pinta un fresco conmovedor del trauma que sufre su fina sensibilidad ante la maquinalidad que invade la vida urbana, el despojamiento de los más débiles, la alienación de las grandes ciudades. Aunque no se le escapa a Federico García Lorca que las urbes poseen su propia poesía, dotada de otras claves y representaciones y que debe ser descubierta, en un momento (1932) en el que la poesía marchaba hacia la conformación de lo que después llamaríamos genéricamente "poesía urbana".
Poeta en Nueva York está dividido en una decena de partes, a saber:
Poemas de la soledad en Columbia University, Los negros, Calles y sueños, marcadas éstas por la descripción de la ciudad y sus distintos tipos de ambientes y habitantes; luego vienen Poemas del lago Eden Mills, En la cabaña del Farmer, Introducción a la muerte, Vuelta a la ciudad, Dos odas y Huida de Nueva York, un ida y vuelta de Lorca al campo y del campo a la ciudad. La sección titulada El poeta llega a La Habana cierra el conjunto. ¿Qué fue lo que me atrajo más de esta obra de Lorca, editada póstumamente y entonces -en los comienzos de los 70- todavía no excesivamente difundida ni reconocida como lo está ahora? Como me sucedió con otros autores, me atrajo primeramente su manera particular de emplear las palabras. Sabemos que en Poeta en Nueva York Lorca emplea mucho más activamente los elementos surrealistas ya presentes en sus obras anteriores. Aquello era absolutamente novedoso para mí y así fue como, a través de Lorca, conocí a los surrealistas franceses.
Qué recibí de estos autores y estimo que quedó en mi obra: De Homero y la Odisea, la visión de un mundo dinámico, en permanente conflicto, donde el conflicto es el núcleo mismo, así como la convicción de que los hombres no somos ni buenos ni malos sino un complejo sistema hecho de todas las escalas posibles del gris. De Francisco de Quevedo y de Federico García Lorca, el deseo de que las palabras y sus combinaciones sean exactas y bellas, los versos densos y la polisemia lo más amplia posible.
Monsieur André Breton y Cía.
Curiosamente, lo que me atrajo de los surrealistas franceses no fue, primeramente, los hallazgos de sus poemas. No me encantaban particularmente los versos de Paul Eluard, André Breton, Louis Aragon o Philippe Soupault, sino la propuesta poética de este grupo que, leí entonces, se proponía cubrir el bache abierto por el dadaísmo de Tristán Tzara en 1914 -la negación de los valores vigentes durante todo el siglo XIX- proponiendo unos nuevos. Tenía un interés doctrinal en ellos y fue por eso que, además de leer sus poemas, me adentré en los conceptos del Primer Manifiesto Surrealista, de 1924. Definiciones como las brindadas por Breton en la obra citada, por ejemplo la referida al automatismo psíquico: "Automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral". La base del surrealismo y sus procedimientos constructivos es la escritura automática, que Breton estima como la posibilidad de concretar una producción literaria o artística en la que no intervienen los mecanismos de control de la razón o la conciencia. Esta afirmación, que hoy nos resulta por lo menos ingenua, tendía en sus comienzos a brindar un instrumento estético capaz de llegar hasta el inconsciente y expresarlo directamente sobre el papel o la tela. Caracteriza también al flamante movimiento su ruptura feroz con el pasado artístico y literario de la humanidad -herencia directa del dadaísmo, su progenitor- así como el choque buscado con las instituciones del arte y la literatura, de las que, como todo dogma, terminaría formando una parte oficial y muy respetada.
Sin embargo, en sus comienzos, la potencia revulsiva del surrealismo indicaba un camino bien diferente del trazado por las vanguardias anteriores, excepto el futurismo y el dadaísmo que lo precedieron. El surrealismo no se proponía renovar ni perpetuar, inyectándole nuevas fuerzas, la estética occidental. Simplemente, se proponía liquidarla y suplantarla con su nueva escala de valores. El surrealismo no quería ser una continuación de la corriente de estéticas conocidas hasta el pronunciamiento de Breton, en nuestro hemisferio. Se sentía llamado a constituirse en la única forma válida de expresar el espíritu humano, nada más y nada menos.
Al ser aceptado por el canon estético occidental, el surrealismo fue diluyéndose en el gran cuerpo teórico del arte y la literatura, hasta formar parte de él de un modo prácticamente indisoluble. Hoy no podemos imaginar el arte y las letras del siglo pasado sin el aporte del grupo de Breton.
En mi adolescencia, sus propuestas y su intento de cambiar el mundo -al menos siquiera desde la estética- eran como imanes para mi sensibilidad, sobre todo porque parecía tratarse de un movimiento que no pretendía quedarse dentro de la mera literatura, sino que insistía en avanzar sobre la vida misma. A la distancia, me siento ahora tan ingenuo como los mismos surrealistas, pero aquello, en mi adolescencia, era un verdadero credo para mí. Finalmente, cuando abandoné el credo, quedó en mí -como creo que le sucedió a la mayoría de los autores contemporáneos- la influencia literaria de los poemas que había leído, precisamente aquello que había dejado de lado en primera instancia.
Qué recibí de los surrealistas y estimo que quedó en mi obra: De los surrealistas, la libertad del lenguaje y la creencia de que la poesía puede intervenir fuera del lenguaje, aunque sea de manera muy indirecta, para transformar el mundo a través de sus lectores. Paralelamente, tuve que aprender a no enamorarme de las metáforas -como sí les sucedió a muchos de los surrealistas franceses.
Mi encuentro con Dylan Thomas
En 1975 yo contaba con 19 años de edad y había ensayado escribir mis primeros poemas, una serie bastante considerable de textos que, sin embargo, no me conformaban en absoluto. Eran imitaciones muy imperfectas de los estilos que había conocido, con una impronta muy fuerte de la poesía española clásica y un exceso metafórico que empañaba la expresión del núcleo de sentido. Fue entonces que se editaron por primera vez en mi país los Collected Poems de Dylan Thomas, en una traducción realizada por la también poeta Elizabeth Azcona Cranwell. Yo conocía la obra de Thomas a través de unos pocos poemas aislados, publicados en algunas -pocas- antologías de poesía inglesa. Pero sus Collected Poems fueron una revelación para mí e, indudablemente, la influencia de Thomas en mi poesía, particularmente en mis primeros libros editados, fue muy marcada. Me atrajeron irresistiblemente sus oscuridades y la magia inmediata de sus versos, su capacidad de condensar significados complejos y diversos en una sola línea y, a la vez, hacer que el verso fuera tan compacto y exacto, tan preciso. Hasta conocer la poesía de Dylan Thomas, yo había buscado -sin saberlo- algo que aunara complejidad conceptual y potencia expresiva, diversidad y exactitud, elementos a los que juzgaba antitéticos e imposibles de combinar. Leyendo a Thomas fue como comprendí no solamente en qué consistía mi búsqueda como autor primerizo, sino también que aquello que buscaba era posible.
La carnalidad presente en su poesía está indisolublemente unida a una poderosa pulsión interior, expresada con una riqueza extraordinaria, atenta a revelar el significado cósmico de la existencia humana, al mismo tiempo que sus miserias, sus oscuridades y su fragilidad constitutivas, el misterio profundo de la mortalidad inmanente de la conciencia, en versos tales como:
"The force that through the green fuse drives the flower
Drives my green age; that blasts the roots of trees
Is my destroyer.
And I am dumb to tell the crooked rose
My youth is bent by the same wintry fever".
Me causó una impresión muy potente su poesía, pero también algunas de sus afirmaciones respecto del trabajo que realiza un poeta; por ejemplo, cuando él dice: "la poesía debe ser tan orgiástica y orgánica como la cópula, divisoria y unificadora, personal pero no privada, propagando al individuo en la masa y a la masa en el individuo". Formalmente, Dylan Thomas es, sin discusión posible, un maestro de los juegos de palabras, un experto en aliteraciones y en las más complicadas combinaciones de la métrica, así como en la invención de neologismos (emplea, entre otros recursos, sustantivos que se transforman en verbos). Erróneamente, se le han atribuido a Thomas deudas con los surrealistas y hasta los simbolistas, cuando su obra lleva decididamente hacia los metafísicos ingleses del siglo XVI y XVII y a William Blake y John Manley Hopkins. En Thomas encontré -entre muchos otros hallazgos- una síntesis entre la libertad de la metáfora y su ceñida funcionalidad al meollo del poema.
Poemas de Thomas como "Should Lanterns Shine", "Hold Hard, These Ancient Minutes in the Cuckoo´s Month", "In the white giant´s thigh", "Fern Hill", "Poem in October", "Do not go gentle into that good night", "Elegy", "In country sleep" o "Poem on his birthday", "O Make me a Mask" o "If my Head Hurt a Hair´s Foot" fueron algunos de los más importantes para mí en esa etapa de mi vida como autor.
Qué recibí de Dylan Thomas y estimo que quedó en mi obra: Ciertamente, Thomas fue la influencia más potente que recibí y aquella de la que me fue más difícil despegarme, siquiera en parte, para seguir buscando una voz más personal, mi propia voz (un trabajo que sigo haciendo… por otra parte). El regalo más valioso que me dejó la frecuentación de Mr. Thomas y sus Collected Poems fue, sin duda, la comprensión de los alcances de la metáfora funcional bien entendida, la noción de que, en poesía, se debe intentar expresar dos cosas en una, tres en dos y, también, uno de los mejores consejos que un poeta de su estatura podía darnos a todos los primerizos. "fundamentalmente, amen las palabras".
Jorge Luis Borges: yendo de lo particular a lo universal
El hecho de vivir en la misma ciudad que un escritor al que admiramos no significa una gran ventaja en relación a conocerlo más allá de lo que nos ofrecen sus páginas. De hecho, sólo pude verlo un par de veces, en ambas ocasiones muy brevemente. La primera, cuando se presentó de improviso en una galería de arte a donde yo había concurrido, en 1975. Era extremadamente cortés y hasta tímido en su trato. No recuerdo quién nos presentó, pero sí que me explicó algo relacionado con su último libro, "La Rosa Profunda", que se acaba de editar. Era muy reticente a hablar sobre sí mismo o sobre su obra, a menos que uno le preguntara sobre ello directamente. En aquella ocasión yo no lo había leído en profundidad ni me había interesado particularmente por su obra poética o narrativa. Seis años después, había yo devorado literalmente sus obras completas y tuve la ocasión de volver a verlo en la Sociedad Argentina de Escritores. Como yo había publicado mi primer libro -en cuyas páginas Dylan Thomas había dejado una profunda huella- quise regalárselo a Borges con una dedicatoria. Recuerdo que tomó mi libro con mucha cortesía y que al leerle yo la dedicatoria -Borges estaba ciego desde 1955- me dijo que él no se merecía esas palabras de sincera admiración, que nadie las merecía. Cuando le dije que también admiraba a Dylan Thomas y que el poeta galés había influido poderosamente en mi primer libro, me dijo que si me agradaba tanto Thomas, también me gustaría Walt Whitman, "autor de otras epifanías", como lo definió en aquel momento. Le respondí que había leído a Whitman -con esa seguridad que sólo dan los veinte años y el primer libro publicado- y que no me había entusiasmado demasiado con él. Borges me retrucó que algo semejante le había sucedido a Ezra Pound, quien sólo apreció la gran obra de Whitman en su madurez y que, dado que a Pound le había sucedido aquello, también era probable que me estuviera sucediendo a mí, que necesitara algún tiempo para ingresar en la poética whitmaniana. No volví a ver a Borges nunca más, pero seguí leyendo y releyendo sus poemas y relatos, que pasaron a ser otra notoria influencia en mi obra. Ya por ese entonces, yo creía en la necesidad, para un autor novel, de buscar premeditadamente la influencia de otros escritores, de contrarrestar con la lectura de uno la influencia recibida de otro. Al leer a Borges, particularmente sus poemas y cuentos, sentí la enorme fuerza de su escritura, que continúa la mejor tradición literaria occidental. Sin duda, es el mayor escritor de mi país, pero también uno de los fundadores de la literatura del siglo XX. Percibí claramente, en mis lecturas de la década del 80, cómo Borges lleva sus temas -inclusive los clásicamente argentinos- a una estatura universal, en un complejo ir y venir de lo particular a lo general, de lo característico de un individuo a lo que afecta a todos, refiriéndose continuamente a ese puente, revelándolo: es por ello que en sus personajes cualquier hombre, de cualquier época, puede reconocerse. Más allá de la mera situación temporal y espacial, los personajes borgeanos resultan intercambiables con otros de su posteridad o su anterioridad y aquella capacidad de su escritura me fascinó. Recuerdo, en este sentido, unos párrafos de Borges en el cuento La Forma de la Espada, cuando el autor, hablando por boca de su personaje, John Vincent Moon, expresa: "Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tenga razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.".
De la misma manera que su concepción de la literatura, me fascinó su extraordinaria exactitud y precisión expresiva, en lo que hace a los aspectos formales de la escritura. En este último sentido, me atrajo enormemente esa imposibilidad de quitar una sola palabra -una acepción de una palabra- de un poema o una cuento de Borges sin desmoronarlo. No tardaría en convertirse en una fuerte influencia dentro de mi obra, la primera buscada, a diferencia de todas las anteriores, que vinieron a mí de un modo más casual, al ritmo de lecturas no siempre metódicamente organizadas.
Una década después de la muerte de Borges en 1984, encontré unas palabras de Harold Bloom que definen para mí muy exactamente la importancia de Borges: "…Borges emerge claramente como el único autor del siglo veinte que resulta más emblemático de los valores estéticos aún esenciales para la supervivencia de la literatura canónica universal. Ocupa esta posición, no sólo con respecto a las letras hispanoamericanas, sino a toda la literatura occidental y quizás, incluso, a la literatura mundial. No es exagerado decir que Borges, consciente y exitosamente, encarnaba la ´idea´ misma de literatura tradicional. A través de su obra, llegó a representar a Dante y a Shakespeare, a Cervantes y a Joyce, para nuestra era que, en el último tramo del siglo, sigue buscando detrás de su estandarte. Borges se volvió sinónimo de romance literario: es hoy su Caballero de la Triste Figura. Como Don Quijote, no puede ser derrotado, al menos no en su propio reino (Harold Bloom, El Canon Occidental).
Qué recibí de Jorge Luis Borges y estimo que quedó en mi obra: su concepción de la literatura como una tradición ininterrumpida, caracterizada por ejes conceptuales entre los que ocupa un sitial fundamental el de la equivalencia de lo individual con lo general, y la exigencia de una marcada precisión expresiva. Fue muy importante para mí en mis primeros libros y posiblemente la influencia de la que más me costó despegarme posteriormente, como le sucedió a muchos poetas y narradores argentinos de mi generación.
La poesía norteamericana: un nuevo mundo
Walt Whitman:
Todavía en los 80 no disponíamos de suficientes antologías de poesía norteamericana reciente, en la Argentina, como para formarnos un juicio claro, los de mi generación, sobre las posibilidades que los nuevos autores habían abierto para el género. Mucho menos, había acceso a libros completos de autores estadounidenses que fueran nuestros contemporáneos. Lo más reciente se reducía a Allen Ginsberg, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti y un par más de los beats. Pero sí disponíamos de acceso a los clásicos norteamericanos, que leímos con atención. Así fue, siguiendo el consejo de Borges, que releí Hojas de Hierba, de Walt Whitman, y fuera que yo estaba ya lo suficientemente maduro como para acceder al cosmos whitmaniano o quizá, porque como a Pound, me había llegado la hora de valorarlo mejor, me adentré en su universo y comprendí por qué Borges hablaba de "una epifanía". De hecho, en mi relectura de Whitman descubrí muchos de los aspectos de su inmensa obra que no había advertido en mi adolescencia. Su extraordinario estilo, lírico y épico a la vez, su capacidad para la narrativa poética, el fenómeno -prácticamente extraño a la poesía que yo había leído atentamente hasta entones- de su optimismo, su vigor carnal y espiritual al mismo tiempo, su comunión con todas las criaturas y las cosas, me impresionaron vivamente, así como su canto a lo material, a la materia como la sustancia misma de todo lo que compone el universo. Estos fueron los puntos más relevantes de mi visión del mundo whitmaniano en aquel entonces y me animo a decir que, aunque desde aquellos tiempos mis lecturas de Whitman se han sucedido regularmente, siguen siendo los aspectos mencionados los que más me atraen.
Thomas Sterns Eliot:
Desde mi primera lectura de The Waste Land, me atrajo el humor particularísimo de su autor, irónico hasta el sarcasmo, lo mismo que otro factor distintivo, su vanguardismo para la época en que fue escrito, tomando en cuenta cómo su intelectualismo enfrentó la presencia de obras líricas de los alcances de las de Wystan Hugh Auden o Dylan Thomas, por ejemplo. También el hondo sentido religioso de sus versos me atrajo, pero pienso que fue la combinación de estos tres elementos, cómo cada uno de ellos potencia a los demás en The Waste Land, lo que me hizo sentir un profundo deseo de emular a Eliot, cosa que desde luego, no he logrado en absoluto. Sin embargo, tener presente que The Waste Land es una de las cumbres de la poesía universal alcanzada en el siglo XX me sirvió siempre como medida de comparación para discernir si un poema -mío o de otro- tenía más o menos kilates en su haber. Particularmente, de las cinco partes de The Waste Land, las que más captaron -y creo que para siempre- mi atención son dos: A Game of Chess y Death by Water. Posteriormente me impactó fuertemente Four Cuartets, donde el factor de la meditación religiosa se acentúa grandemente. Pese a que no soy un poeta religioso, la hondura abordada por Eliot me cautivó por lo que interpreté como un intento suyo de amalgamar el pensamiento religioso con la visión descarnada de lo contemporáneo para un hombre del siglo XX, del mismo modo que la escolástica intentara, en su tiempo, amalgamar las escuelas antiguas de la filosofía grecorromana con la convicción cristiana. Desde luego, creo que tanto los escolásticos como T.S. Eliot fracasaron en el intento, pero que éste tiene una grandeza tal que deja su impronta inevitablemente.
Ezra Weston Loomis Pound:
De Pound me deslumbró su fervoroso intento de hacer renacer la poesía de la antigüedad a través de su reescritura moderna, así como su meta de brindar, en su poesía, una grandiosa imagen sincrónica del arte, la literatura, la mitología, la economía, la historia y, en definitiva, del conjunto de la cultura en su sentido más amplio. Su obra se abrió ante mí como un gigantesco fresco, como una suerte de Capilla Sixtina pintada por el imaginismo en verso libre. En este sentido, las sucesivas lecturas de los Pisan Cantos fueron una experiencia importante para mí y lo siguen siendo. Sin duda se trata de la obra más importante de Pound y aquella donde más se concentraron las características que antes mencioné, como aquellas que más me impresionaron y afectaron mi poesía.
John Orley Allen Tate:
Absolutamente clásico y tal vez por eso mismo más moderno para mí cada vez que lo releo, Tate fue otro gran descubrimiento, con su aparente frialdad -decía de sí mismo que había tenido por único maestro a otro de los poetas reputados como "fríos" o "intelectualistas": T.S. Eliot-, su visión desdeñosa y sombría del mundo que le era contemporáneo, por su ancha veta filosófica y a la vez desgarradora.
Qué recibí de los poetas norteamericanos que acabo de nombrar y estimo que quedó en mi obra: Básicamente, Whitman, Eliot, Pound y Tate me brindaron la visión de los elementos que señalé y quedó en mi obra la búsqueda de lo que ellos encontraron, así como una búsqueda mayor, la de combinar sus influencias si es que ello es posible. Una premisa que, me parece, es la única que podemos seguir en el camino hacia una voz que podamos llamar la propia.
N. de la R: A partir de la pregunta que se le formulara sobre cuáles fueron los diez libros que mayor influencia tuvieron en su obra poética, el escritor, poeta y periodista argentino, Luis Benítez, elabora esta extensa respuesta que se lee agradablemente como un ensayo. Este artículo está inédito en castellano y esta es su primera publicación en INTERNET. Es un chapbook o capítulo del libro recopilatorio Poet´s Bookshelf II publicado por Barnwood Press, de Seattle, Estados Unidos, donde consultan a 100 poetas respecto de los libros que más influyeron en su formación. Benítez menciona a estos diez libros y autores como los más influyentes en su formación estética y literaria: Homero, La Odisea; Francisco Gómez de Quevedo, La Hora de Todos; Federico García Lorca, Poeta en Nueva York; André Breton, El manifiesto del surrealismo; Dylan Thomas, Collected Poems; Jorge Luis Borges, Obras Completas; Walt Whitman, Leaves of Grass; Thomas Sterns Eliot, The Waste Land y Four Cuartets; Ezra Pound, The Pisan Cantos y Allen Tate, Poems 1922-1947. Luis Benítez fue el único poeta latinoamericano invitado y, entre los poetas norteamericanos laureados, se encuentra el legendario Robert Bly (Minnesota, 1926), fundador de las revistas The Fifties, The Sixties y The Seventies, donde publicó a autores no conocidos en Norteamérica como Pablo Neruda, Antonio Machado y César Vallejo. Entre los poetas americanos seleccionados, participan David Shapiro, Alicia Ostriker, Dennis Schmitz y Reginald Sheperd, entre otros. Analecta Literaria agradece muy especialmente a THOMAS KOONTZ (Foto), editor junto con Peter Davis de Poet´s Bookshelf II y titular de Barnwood Press por darnos la autorización y la exclusividad de su publicación. El lector interesado en conocer más detalles de esta obra o deseoso de adquirirla encontrará una información más completa consultando en nuestra sección Novedades Editoriales cuyo enlace puede ubicar a la derecha del blog debajo del bloque del Staff . los datos biobibliográficos de Luis Benítez los hallará el lector interedado en nuestra entrada del 12 de agosto de 2008 (Véase).