-¡Mirá, MelitĂłn! -dijo la mujer de semblante enfermizo, tendiendo la mano hacia la ventanilla. Su voz se apagĂł entre el tantaneo de las ruedas. El hombre que venĂa dormitando a su lado, con las botas cruzadas sobre el asiento frontero y las manos sobre el vientre, no se moviĂł. El aludo sombrero de fibra estaba volcado sobre la nariz. No se le veĂa más que la boca entreabierta, los gruesos labios moteados de sudor.
Tuvo que repetirle las palabras.
-Mirá, MelitĂłn. ¡Parece el acompañamiento del Crucificado!
El hombre reflotĂł pesadamente de su sopor y girĂł la cabeza.
-Y sĂ, es la procesiĂłn del Viernes Santo -dijo de mala gana, pasándose la mano por la cara abotagada.
Se acodĂł en la ventanilla. Su corpachĂłn bloqueĂł el hueco. La mujer se mudĂł al otro asiento, para seguir viendo. Los demás pasajeros tambiĂ©n ya se hallaban asomados, alguno con medio cuerpo afuera. No eran muchos, asĂ que las aberturas alcanzaban para todos. La mujer en silencio, con una vacĂa fijeza, inconscientemente impresionada por lo que veĂa.
Las ruedas batanearon a ritmo más lento sobre las junturas de los rieles, entre resoplidos del convoy al repechar la cuesta.
A lo lejos, como a tiro de fusil, el apelmazado gentĂo avanzaba fatigosamente por la carretera hacia el pueblo. ParecĂa flotar más que arrastrarse detrás de las andas, en la cerrazĂłn de polvo.
Desde el tren se divisaba al Cristo en lo alto, brillando con una palidez de pescado muerto sobre una compacta chorrera de hormigas. Se oĂan los cánticos y el monĂłtono golpear de las matracas, casi a compás de las ruedas, en las ráfagas calientes que hacĂan ondear los pajonales y mudar de sitio a las candelas de la resolana. Las tolvaneras alzaban del camino rápidas y enroscadas columnas al paso del Cristo yacente en las parihuelas.
Atrás el cerrito vigilaba la marcha de la procesión, respirando pausadamente en los reverberos, con la cruz bajo el cimborio de paja de la cumbre.
-El Calvario de Tupá-Rapé... -dijo el hombre sin volverse. El viento removió bajo el sombrero los mechones de cobre.
-¿CĂłmo?-preguntĂł la mujer.
-El Calvario de Tupá-RapĂ©-aclarĂł el otro-. Ese que llevan ahĂ. El Cristo Leproso.
-¿Un Cristo leproso?-murmurĂł la mujer. Una mueca de repulsiĂłn o de miedo crispĂł sus demacradas facciones, marcando las arruguitas que fruncĂan las comisuras de los labios. No era vieja pero se hallaba avejentada. El climaterio echaba sobre ella las primeras sombras. La rijosa vitalidad que manaba del otro, la disminuĂa aĂşn más.
-El Cristo, no. El que lo hizo-se retrepĂł de nuevo en el asiento, abriĂ©ndose paso con las botas entre las flacas piernas de la mujer, hasta quedar extendido a todo lo largo. Con el canto de la mano se masajeaba el vientre. En los rastrojos de la barba sin afeitar, el sudor absorbĂa las pelusillas de polvo y de hollĂn. Las cĂłrneas tambiĂ©n parecĂan emitir un reflejo de cobre.
-¿El que lo hizo estaba leproso? -volviĂł a balbucear la mujer sin mucho interĂ©s, con el repeluzno en la voz y en los ojos marchitos. Seguramente le resultaba peor quedarse callada.
-Parece que lo tallĂł un constructor de instrumentos. Un tal Gaspar Mora, que tambiĂ©n era mĂşsico. Cuando enfermĂł de mal de San Lázaro y se aislĂł en el monte. No tenĂa nada que hacer. TallĂł el Cristo. DespuĂ©s de morir el enfermo, trajeron el tallado al pueblo.
-¿Y con ese Cristo hacen la Semana Santa?
-Ellos dicen que es muy milagroso. Para los itapeños no hay otro Cristo más milagroso. Ellos creen que el alma del lazariento vive adentro. En la madera. Como empayenada por el milagro.
Me contaba el cura el fanatismo de esta gente. Y ahora con la guerra, sĂ que va a ser peor...
-gruñó, como entreviendo una perspectiva de disgustos y contrariedades.
-¡QuĂ© cosa!-murmurĂł la mujer.
-Al principio la curia no quiso saber nada. Era la obra de un enfermo. Le negó la entrada en la iglesia. Hubo una pequeña revolución levantada por un loco. Ellos levantaron el Calvario en el cerrito para hacer la contra a la Curia. Al fin no tuvo más remedio que ceder. Mandaron bendecir la imagen y dieron el permiso. Desde entonces la Semana Santa se hace en el cerrito. El Cristo de Tupá-Rapé es ya casi tan mentado como la Virgen de Caacupé. De lejos arriban en peregrinación para el Viernes Santo.
-¡Eá, yo no sabĂa!
-Lo malo es que entre los promeseros vienen jugadores y maleantes de todas clases. Como siempre. Voy a tener que enderezar un poco esto también-agregó el hombre con un tonillo de jactancia, mirando de reojo la procesión que ya iba quedando muy atrás.
-No me contaste eso, MelitĂłn-dijo la mujer sin oĂrlo.
-¿QuĂ© cosa?
-Lo del Cristo...
-Ahora ya lo estás viendo. QuerĂa darte una sorpresa.
-¡Y justo haber llegado el Viernes Santo a ItapĂ©!
-¡QuĂ© tiene! Es un dĂa como cualquier otro.
-Nos va a traer mala suerte... -balbuciĂł la mujer; los ojos mortecinos se clavaron en el piso del vagĂłn.
-¿Por quĂ©?
-¡Ese sueño que te dije!
-¡Ganas de joder con el maldito sueño!-levantĂł la mano y la mujer ladeĂł instintivamente la cara.
-¡Era tan patente! -murmurĂł casi para sĂ.
-¡Siempre con tus antojos..., ni que estuvieras embarazada! ¡QuĂ© sueño ni niño muerto!... -se interrumpiĂł de golpe y cambiĂł de expresiĂłn.
Un hombre con traza de viajante de comercio o de inspector de alcoholes, se les aproximĂł, obsequioso.
-¿Vieron la procesiĂłn? -preguntĂł amañándose para anudar la charla. TenĂa un leve acento gringo.
-SĂ-dijo el otro. SacĂł un cigarro del bolsillo, olisqueándolo por las puntas.
-Pudimos verla por el atraso con que venimos. Casi cuatro horas.
-SĂ-dijo el hombre prendiendo el cigarro.
-Es interesante como espectáculo de fe -insistió el otro sin convicción.
-¿Fuma?
-No, gracias -se excusĂł el viajante o inspector y, filtrándose por el resquicio del convite, agregĂł-: Usted es don MelitĂłn Isasi, ¿no es verdad?
-Servidor-dijo expeliendo una bocanada de humo-. Pero, tome asiento, si gusta.
-Bueno, un minuto solamente, porque ya estamos llegando. Yo subà en Villarrica-se sentó con respeto algo parsimonioso en el extremo del banco-. Me han dicho que viene a hacerse cargo de la jefatura de Itapé.
-AsĂ es.
-Lindo pueblo. Suelo venir a menudo en Ă©poca de zafra. Para vender mis cositas, sabe. Espero que les vaya muy bien.
MelitĂłn Isasi recogiĂł las botas haciendo chirriar el piso con fuerza.
-No sĂ©. Vamos a ver -metiĂł los pulgares dentro del ancho cinturĂłn con baleras y los paseĂł sobre el abdomen-. Estos cargos son difĂciles ahora. Con la guerra en puerta.
-¿Estuvo ya aquĂ?
-Hace poco. Para hacer el inventario del despacho de la Jefatura.
-Es un pueblo tranquilo.
-Y depende. A según la mano-dijo con suficiencia-. Hay muchos desertores. Me han mandado para arrearlos a las buenas o a las malas hacia el frente. El ejército del Chaco necesita soldados para atajar a los bolivianos.
-Sin embargo, la Ăşltima vez que estuve, el mes pasado, el antecesor suyo MatĂas Alderete me dijo que habĂan marchado todos los que estaban en edad militar. La leva llegĂł a las compañĂas más apartadas. No dejĂł de pasar la soga por ningĂşn rincĂłn, me dijo. Anduvo sacando reclutas como chauchas, de las cuadrillas, de las chacras, del monte...
-Je...-le cortĂł MelitĂłn Isasi con despectiva suficiencia-. ¡MatĂas Alderete! ¡A ese lo sacaron por flojo! Por eso me mandan a mĂ. Yo no voy a andar con vueltas.
InmĂłvil en la ventanilla, la mujer contemplaba el chato pueblo que se iba acercando, hundida en su aspecto ausente y apocado. El viajante considerĂł necesario dedicarle un cumplido.
-¿Y a usted, señora, quĂ© le parece esto?
ParpadeĂł desconcertada, sin saber quĂ© contestar. Quiso sonreĂr, pero el movimiento de la boca estriada por las imperceptibles arrugas semejĂł más vale la mueca de alguien que fuese de pronto a llorar.
-Ella viene por primera vez-dijo MelitĂłn Isasi-. Pero le tiene que parecer bien. Las mujeres están bien donde están los maridos...-añadiĂł con una carcajada-. ¿No es asĂ, BrĂgida?
-SĂ..., sĂ...-murmurĂł apenas con una expresiĂłn de antiguo abatimiento en la que se acumulaban años y años de fracasos y secretas humillaciones bajo la fĂ©rrea opresiĂłn conyugal.
El viajante se levantĂł, siempre atento.
-Bueno, hay que bajar las valijas, don MelitĂłn. Espero poder invitarlo con una botella de cerveza.
-Cómo no-dijo Melitón Isasi, levantándose también-. Ya habrá oportunidad. El pueblo es chico, nos veremos-se dieron la mano.
-Mucho gusto, señora. Un servidor...
El convoy aminoraba la marcha. Por fin se detuvo ante la estación. El andén estaba casi desierto, por la procesión. Sólo algunas vendedoras correteaban a lo largo del tren ofreciendo chipá y aloja sin levantar mucho la voz.
MelitĂłn Isasi lanzĂł las valijas por la ventanilla a los soldados de la jefatura que esperaban al superior.
-Vamos-dijo, precediendo a zancadas a su mujer por el pasillo.
Desde la plataforma, antes de descender, echĂł un vistazo sobre el pueblo, como tomando mentalmente posesiĂłn de su nuevo destino.
2
MelitĂłn Isasi cumpliĂł su palabra.
A los pocos dĂas, salvo Ă©l, no quedĂł un solo "emboscado" en todo ItapĂ© y sus alrededores. MandĂł al lejano frente de guerra hasta a los muchachos no comprendidos aĂşn en los llamados de la movilizaciĂłn, que empezĂł a tragarse paulatinamente las clases.
MelitĂłn se apresuraba. HabĂa que ganarle tiempo al tiempo. No tenĂa fe en el Registro Civil, en un pueblo donde muchos más eran los nacidos que los anotados, sobre todo entre los hijos naturales, que eran mayorĂa. MelitĂłn Isasi le tenĂa menos desconfianza al libro parroquial de bautismos.
MandĂł trasladar el derrengado librote de la sacristĂa a su despacho. Y allĂ se lo quedĂł, para descubrir la pista de los desertores.
-Si no están registrados acá los que nacieron-dijo al sargento de compañĂa-, es que no nacieron.
En las viejas páginas apolilladas estaban anotados los nacimientos de hasta mucho antes de la Guerra Grande. Y detrás de un armario, en la sacristĂa, habĂa otros libros aĂşn más viejos. Pero Ă©sos ya eran una inservible masa de moho y telaraña, un queso de siglos para polillas, cucarachas y ratones.
VenĂan las madres afligidas para pedir por los hijos que aĂşn no habĂan cumplido con la edad.
-¡Ya cumplirán por el camino... o allá! -replicaba Ă©l, sin levantar los ojos de las listas-. La guerra va a ser larga.
-¡Es mi Ăşnico sostĂ©n!...-imploraba alguna vieja bajo el manto rotoso y polvoriento.
-¡La patria está primero! -le gritaba ahuyentándolas del despacho-. ¡Váyanse! ¡Salgan de aquĂ! ¡Tengo mucho trabajo! ¡No puedo perder tiempo con macanas!
La fila macilenta se dispersaba en silencio todas las mañanas.
3
Frente por frente a la jefatura, MelitĂłn Isasi habitaba con su mujer una casa de corredores, casi pegada a la escuela cuyos horcones labrados recordaban las manos del lazariento, las mismas que habĂan tallado el Cristo.
A BrĂgida de Isasi apenas la veĂan de tarde en tarde, cuando detrás del postigo espiaba la comisarĂa por la abertura en forma de corazĂłn, o salĂa a la huerta del fondo con su apariencia enfermiza, aplastada e impotente. La Ăşnica que la visitaba a menudo era la celadora de la Orden Terciaria, una vieja llamada la hermana Micaela, que además hacĂa de curandera para toda clase de males. Le llevaba remedios de yuyos y las habladurĂas del vecindario.
La hermana Micaela salĂa de sus visitas engallada en el engreimiento de su intimidad con la mujer del nuevo polĂtico.
Los itapeños supieron en seguida a qué atenerse con respecto a él. Lo aceptaron como a una plaga más y se resignaron en la callada abominación y el temor colectivo e impersonal con que afrontaban las otras.
MelitĂłn Isasi se convirtiĂł en la máxima autoridad, en el dispensador de justicia y hasta de mercedes, pues lo acaparĂł todo, incluso la distribuciĂłn del racionamiento. Guardaba en la comisarĂa doce agentes armados para velar por el orden y la tranquilidad de la poblaciĂłn. Los hombres estaban peleando en el Chaco. Los viejos y las mujeres nada podĂan hacer. El juez de paz era viejo y achacoso, MelitĂłn lo tenĂa en un puño. El cura de Borja, desde tiempos inveterados, sĂłlo venĂa a ItapĂ© los domingos impares del mes. Acabaron entendiĂ©ndose tambiĂ©n como viejos amigotes.
Pero MelitĂłn Isasi no se limitĂł a mandar reclutas al frente y a mantener el orden. Pronto cundiĂł otra especie de temor entre la gente sometida a su autoridad. El vicio del flamante jefe polĂtico no era la caña ni el juego: eran las mujeres jĂłvenes. Le arrejonaban todo a todo más que nada, encendĂan en Ă©l un hambre cojuda más fuerte que su fuerza, con una avidez insaciable, alimentada de todo lo que en Ă©l era bestialidad solamente; una avidez rapaz lanzada contra lo que hay de más desamparado en el ser humano, el sexo, la Ăşnica cosa que no sabe defenderse a sĂ misma.
Para MelitĂłn Isasi no habĂa obstáculos a su lujuria, pero tampoco un limite al estĂ©ril desborde de su vitalidad.
Se cansaba pronto de una misma mujer. Montaba a caballo y hacia sus recorridas por las noches, solo, acechante, como quien sale a cazar. No necesitaba escoltas ni guardaespaldas disimulados. El miedo de los demás lo protegĂa suficientemente. No siempre tampoco precisaba salir a cazar sus presas. A veces le bastaba canjearlas por un poco de los vĂveres del racionamiento. Pero las muchachas de yerba, galleta o azĂşcar, le resultaban insĂpidas. El temor, la rendiciĂłn, les daba su saborcito especial.
Quizá no se sentĂa ávido ni cruel ni malĂ©fico, como un fenĂłmeno de la naturaleza no tiene conciencia de su destructivo, indiferente poder. El tranco de su caballo tomaba cualquier direcciĂłn, pero siempre una direcciĂłn nueva.
Las viejas se santiguaban cuando sentĂan sonar los coscojos del freno en la oscuridad. Lo veĂan pasar muy alto sobre el caballo, borrada la cabeza por el humo del cigarro, parecido en la sombra a un enorme macho cabrĂo. La empavorecida aprensiĂłn de los lugareños trabajaba a su favor. Se metĂa en los ranchos con la tranquila seguridad de llegar a una cita. Fácilmente hubiera podido quedar tumbado de bruces sobre la consumaciĂłn de un capricho, con un cuchillo hundido en la espalda. Quizás al principio las vĂctimas cavilarĂan este desesperado lance de desquite y castigo.
No era difĂcil verlo con los ojos de las aterradas mujeres. El visitante nocturno empujarĂa con la bota la puertita del rancho, atorando el hueco con su imponente figura. A la luz del cabo de vela o del tiznado farol, la mujer lo contemplarĂa como hipnotizada por los dos tizones que agujereaban el rostro, por el brillo calcáreo que emergĂa de la boca, por la risa machuna que gorgoteaba de ella. Más de una lo verĂa revestido de una hermosura siniestra y sus propias entrañas la habrĂan traicionado ablandándole la voluntad en el remolino de un extraño deseo. Entonces la sombra se echarĂa lentamente sobre el candil y sobre ella, hasta apagarlos del todo con los pujidos de su aliento, la carne sudada y el remezĂłn de los huesos.
4
AsĂ fue como una noche buscĂł y encontrĂł a Juana Rosa, la mujer de Crisanto Villalba, en el distante paraje de Cabeza de Agua. SabĂa que estaba sola en la chacra, con un hijito de corta edad. Juana Rosa solĂa venir a la estaciĂłn y al correo en busca de noticias de su lejano marido.
Juana Rosa tenĂa un tipo de belleza agreste y suave como hecha de la misma tierra cálida del Guairá, adobada con los zumos del monte y el agua del arroyo. Nadie recordarĂa despuĂ©s el color de sus ojos o el acento de su voz. De Juana Rosa habĂan dicho los hombres, en otro tiempo, cuando todavĂa no tenĂa dueño y sabia ir a los bailes, que llevaba la luna en un hombro y el sol en el otro. Le arrastraban el ala, pero la muchacha prefiriĂł a Crisanto Villalba, el más callado de todos, tal vez porque Ă©l no le hacia tantas fiestas y era el más trabajador.
SolĂa aparecer en el pueblo los dĂas de tren. TraĂa enancado al crĂo en las caderas. Pero Crisanto no escribĂa. El silencio de su hombre se habĂa hecho de pronto tan grande como la distancia que los separaba. SĂłlo el lejanĂsimo estruendo de la guerra retumbarĂa en su corazĂłn como en el de tantas otras, sin noticias de sus ausentes. VolvĂa una y otra vez en busca de la carta que no llegaba.
A los pocos dĂas de su arribo a ItapĂ©, MelitĂłn Isasi la vio y se encamotĂł con ella desde el principio. Seguro por ese reverbero suspendido a su alrededor. Le hablĂł. AlgĂşn requiebro le dirĂa, esas cosas que los hombres dicen a las mujeres. Contaban que ella lo mirĂł sin decirle nada y que se habĂa ido volviĂ©ndole la espalda, no con desprecio, sino simplemente como si no lo hubiese visto ni oĂdo. La gente despuĂ©s lo iba a recordar.
MelitĂłn dejĂł pasar un tiempo no muy largo. Una noche desmontĂł delante del rancho de Cabeza de Agua.
Al dĂa siguiente o pocos dĂas despuĂ©s, Juana Rosa amaneciĂł con su hijito en la cocina de la jefatura. Era algo inexplicable, por tratarse de Juana Rosa. Todos se extrañaron. No sabĂan quĂ© pensar, pues de lo que menos habrĂan podido dudar era de la fidelidad de Juana Rosa al lejano Crisanto. El recuerdo del desaire que habĂa hecho a MelitĂłn Isasi en el andĂ©n de la estaciĂłn, los dejĂł aĂşn más desconcertados.
5
Por la abertura del postigo pintado de verde, BrĂgida espiaba el patio de la jefatura. El hueco en forma de corazĂłn le resultaba una tronera adecuada. PodĂa ver sin ser vista. Al fondo, Juana Rosa preparaba en la gran olla negra el locro para los agentes. La veĂa acarrear el agua del pozo en las latas de querosĂ©n. La pollera hĂşmeda marcaba los muslos, cada uno más grueso que la flexible cintura acostumbrada a doblarse sobre las amelgas.
BrĂgida la observaba con la boca llena de arrugas.
La celadora de la cofradĂa, pelando una naranja con minuciosa lentitud, le hablaba de Juana Rosa. No se sabĂa si procuraba disculparla o si, por el contrario, estaba cargando las tintas para congraciarse con la dueña de casa. La voz flatulenta arrastraba el Ă©nfasis monĂłtono que se le habĂa hecho natural como yegua madrina de los rezos, picándose de ambiguas pausas en las que un pĂłmulo daba saltitos convulsos. Las palabras se le calentaban en la boca de quererlas soltar. Pero lo hacĂa de a poco, esculcando el mutismo de la otra.
-No era una mala mujer, Ă‘a BrĂgida. Pero ahora . . . ¡QuiĂ©n iba a creer! ¡Parece cosa del demonio!
¡El marido lejos y ella pecando con el hijito al lado..., aquĂ delante de su propia casa! ¡Es ya haber perdido el Ăşltimo resto de vergĂĽenza!
La otra miraba rĂgida detrás del postigo. La abertura cordiforme diluĂa sobre el semblante cetrino el reflejo del atardecer, disparaba sobre los ojos la escena del patio con la hermosa mujer de cabellos negros moviĂ©ndose entre el humo del fuego y el vapor de la olla negra. Más cerca aĂşn, por la puerta entornada del despacho, podĂa ver colgada sobre el piso una de las botas de MelitĂłn. Los párpados se le achicaron hasta no dejar más que una juntura trĂ©mula.
La vieja la observĂł de reojo.
-Tal vez el desamparo en que quedĂł. No sĂ©..., nadie sabe cĂłmo fue capaz de hacer esto, de llegar a esto...-en lugar de pelar una naranja, daba la impresiĂłn de estar tejiendo una trencilla. La cáscara se estiraba en la punta del cuchillo en una tira dorada de increĂble delgadez, formando espirales en su regazo.
-MelitĂłn anda trastornado...
-¡Y seguro, Ă‘a BrĂgida! Estas mujeres trastornan a los hombres más enteros. ¿Vio el chumbĂ© que se ata a la cintura? Es de liana macho. A lo mejor tiene payĂ©... ¡QuiĂ©n le dice!
-¡Dios mĂo! -balbuciĂł, alisándose las comisuras con las yemas de los dedos.
-Pero ella tiene toda la culpa. La ponzoña del pecado está en su sangre. SaliĂł pintada a la madre. A MarĂa Rosa, una chipera que en su tiempo se acostĂł con todos los hombres de ItapĂ© y tambiĂ©n con los arribeños. TodavĂa vive en la loma de CarovenĂ. Ella fue la que quiso ir a juntarse con Gaspar Mora, cuando le vino el mal de San Lázaro y se escondiĂł en el monte...-la tira se cortĂł y del regazo saltĂł arrollándose sobre el piso. Una viborita ardida de sol. El pĂłmulo saltĂł hacia el ojo.
-¿El que hizo el Cristo?
-El mismo.
-¿Y Ă©sta es la hija?
-SĂ. MarĂa Rosa fue tambiĂ©n la que se cortĂł el cabello para que le pusieran al Cristo. Mucho tiempo anduvo pelada por el pueblo. Y ni manto se ponĂa. QuerĂa que la vieran asĂ. Para presumir. Ya estaba loca entonces. DespuĂ©s la tuvo a Ă©sa. DecĂa que era la hija del leproso. Pero mentĂa. Gaspar Mora habĂa muerto. Y Juana Rosa naciĂł mucho despuĂ©s. Vaya uno a saber de quiĂ©n es... -comenzĂł a chupar la naranja con avidez. El jugo le hacia brillar el bozo y chorreaba por los costados de la boca sobre el fláccido y abultado promontorio del pecho, salpicando el escapulario de bayeta marrĂłn.
-¡Pero mi Dios!-dijo BrĂgida pugnando inconscientemente por volver al hueco, que al mismo tiempo la repelĂa.
-¡QuĂ© se va a hacer! -dijo sordamente la hermana Micaela entre golosos chupeteos, empujando el escapulario hacia un costado con el meñique-. ¡Tiene la sangre de la loca en las venas!
-¡Yo nunca quise venir aquĂ!-dijo la faz terrosa, no como un comentario a las palabras de la vieja sino como remate de su propia tribulaciĂłn, que al fin conseguĂa expresarse en algo más que en sofocadas exclamaciones.
-Dios prueba a sus elegidos, Ă‘a BrĂgida... Hay que tener paciencia, che ama.
-Sabia que esto iba a pasar... Unos dĂas antes del viaje, tuve un sueño con MelitĂłn.
Se oyĂł repicar el trozo de riel de la escuela, para la salida de los alumnos.
-¿Un sueño?-preguntĂł la vieja, sacando de entre los pliegues del pecho un mugriento pañuelo con el que se enjugĂł la pringue de naranja.
BrĂgida no contestĂł. Tenia nuevamente los ojos clavados en el exterior. A travĂ©s del resquicio de la puerta del despacho veĂa ahora la mano y el antebrazo peludo de MelitĂłn recogiendo las botas para levantarse, como si el zumbido del riel lo hubiera despertado. NotĂł que se apuraba por embutir en las cañas los pies blancos y desnudos.
-¿QuĂ© sueño, Ă‘a BrĂgida?
Se escuchĂł el creciente griterĂo de los escueleros que iban pasando por la calle de pasto y de tierra. El agujero echĂł un polvillo ondeante sobre la cara de BrĂgida. Vio lo que estaba repitiĂ©ndose a diario desde hacĂa poco.
MelitĂłn saliĂł peinándose con los dedos el cobrizo cabello, hinchados los ojos por el largo sueño, pero ya sonriente y festivo. Un agente acudĂa corriendo con el tererĂ©. SorbiĂł maquinalmente el agua frĂa del mate hasta hacer cloquear la bombilla. AvanzĂł hacia el alambrado. La tropilla de escueleros se dispersĂł en repentino silencio.
Una sola quedĂł en medio de la calle, una espigada muchachita que el blanco delantal con manchas de tinta hacĂa más niña. Andaba a pasitos rápidos y tĂmidos. MelitĂłn la hablĂł. Entonces se detuvo y volviĂł hacia Ă©l su pequeño rostro oval.
-VenĂ un poco...
La muchacha se acercĂł con algo de vergĂĽenza y respeto, hamacando la bolsita de gĂ©nero floreado en la que llevaba los Cuadernos. El jefe le empezĂł a decir cosas sorbeteando la bombilla, entre serio y amable, tan despacio que BrĂgida no lo podĂa oĂr. Bromeaba de seguro, porque la escuelera tambiĂ©n se echĂł a reĂr. BrĂgida se puso tensa. Observaba los ojos azules de la chica fijos en el rostro de Ă©l, cada vez más tranquilos y animados.
BrĂgida llamĂł con un gesto a la vieja.
La hermana Micaela se levantó y se arrimó a mirar también por la tronera acorazonada.
-Es Felicita, la hermana de los GoiburĂş, que están ahora en el Chaco. ¡Estas mitacuñai de ahora ya no tienen luego vergĂĽenza ni temor de Dios! Esa apenas cerrĂł los quince. ¿Pronto el demonio trabaja para su perdiciĂłn? Lo mismo le pasĂł a la hermana Esperancita, la mayor. Un poco despuĂ©s que muriĂł el padre, corneado por un toro. Los hermanos tuvieron que echarla de la casa. Ahora dicen que anda por esas casas malas de AsunciĂłn. Esta Felicita va a seguir el camino de la hermana. Ahora vive con la abuela ciega en CarovenĂ. La madre muriĂł al nacer Felicita. Eso fue tambiĂ©n lo que la perdiĂł a Esperanza. Nicanor GoiburĂş, el padre, era muy bruto con ella. Los hermanos tambiĂ©n. La pegaban con el lazo doblado. Y se arresabiĂł...
BrĂgida volviĂł a mirar por el agujero.
La Felicita Goiburú se alejaba por la calle con las manos cruzadas a la espalda y la bolsita de género batiéndole las corvas bajo el delantal. Melitón Isasi oprimiendo la guampa labrada del mate la contemplaba irse como quien deja madurar una corzuela en libertad porque sabe que ya no puede escabullirse. Los labios renuentes succionaban la bombilla que colgaba de ellos como una gorda y enroscada sanguijuela de plata.
6
-¡KurupĂ apareciĂł entre nosotros!
Susurraban en guaranĂ los viejos, entre sarcásticos y atemorizados, aludiendo al jefe polĂtico con el nombre del lĂşbrico mito ancestral.
-¡Hay que pegar bien el traste a la tapia cuando pasa MelitĂłn Isasi!-dijo uno.
El dicho se redondeó pronto en refrán.
-¡Hasta yo ando con las manos entre las piernas!-cloqueĂł ConchĂ© Avahay, una viejecita desdentada, con una risa pĂcara. La pulla quedĂł tambiĂ©n como guija de arroyo puliĂ©ndose en el susurro colectivo.
Bromeaban para defenderse del miedo y del odio. No tenĂan otro recurso.
Porque entre Juana Rosa Villalba, que estaba como presa en la jefatura, y las otras muchachas jĂłvenes que tambiĂ©n amanecĂan de pronto y quedaban por algĂşn tiempo en la cocina despuĂ©s de las rondas nocturnas del jefe polĂtico, la fama y el alcance de su salacidad se extendieron hasta los más apartados rincones. La leyenda del KurupĂ estaba rediviva en el pueblo. El inmenso falo del dios aborigen se enroscaba en torno al pezĂłn del cerrito, con su cola de fantástico reptil. La gente lo veĂa allĂ, porque era la prominencia viva y sensible de ItapĂ©, con el Cristo leproso arriba, quieto y muerto en su rancho de espartillo.
Pero MelitĂłn Isasi no respetaba nada. Nadie pues iba a contenerlo, a no ser que el propio cerro le pusiera el pie y lo detuviese.
7
Se aproximaba la Semana Santa. LlegĂł el cura de Borja para los preparativos. Los viejos cabildeaban clandestinamente y decidieron ir a pedirle su intervenciĂłn para que cesara el impune y continuo atropello. No les costĂł coincidir en que la celadora de la cofradĂa, como la más influyente, era la que debĂa hablar al PaĂ Dositeo Pedroza, en nombre de todos. Se lo propusieron.
-¡Ah, yo no! ¡Yo no me meto! ¡Es muy feo meterse en la vida de los demás!...-se sacudiĂł la hermana Micaela.
-¡Pero es el jefe polĂtico el que se mete en nuestra vida, en la carne de nuestras mujeres como rejĂłn de picana! -se quejĂł irritado el viejo Apolinario Rodas.
-Él dará cuenta a Dios de sus pecados en la hora de su muerte!-dijo la celadora apretando con la papada pilosa el escapulario sobre el pecho-. ¡Cada uno debe cuidar la salvaciĂłn de su alma!
-Pero también tenemos que ayudarnos los unos a los otros hermana Micaela...-cloqueó la vieja Conché Avahay.
-La hormiga sabe qué hoja corta. Hagan ustedes lo que quieran. Yo no... A mà no me metan en esta mazamorra... -dijo volviendo la espalda al conciliábulo de caras chupadas, que con desprecio la miraron alejarse, gacha la cabeza, engarabitadas las manos sobre el grueso rosario de cuentas de madera que se ataba a la cintura como cadena de silicio.
Los otros llevaron la "mazamorra" al PaĂ Pedroza.
Como si se hubiese puesto de acuerdo con la celadora y sacristana, él les dijo más o menos lo mismo.
-AsĂ que PaĂ, ¿no hay caso?-preguntĂł Apolinario Rodas, rascándose la cabeza por debajo del sombrero.
-A Dios lo que es de Dios...-respondiĂł mansamente el PaĂ Dositeo con las manos cruzadas sobre el prominente abdomen-. Hay que andar en la lluvia sin mojarse, mis hijos. Yo sĂłlo cuido la salud del alma, los intereses de la parroquia. Mi responsabilidad es grande. No me pongan encima un peso más grande todavĂa. A veces Dios nos ordena mirar con un ojo cerrado y el otro sin abrir..., hacer manga ancha a las debilidades del prĂłjimo para que Ă©l mismo se arrepienta y se corrija.
-Pero mientras tanto, los otros sufren -dijo Apolinario.
El párroco agitó los brazos y el viento del anochecer abullonó los pliegues del guardapolvo de seda cruda.
-No me pidan nada a mĂ, que soy el más humilde de los servidores de Dios. Todos vamos a rogarle este Viernes Santo, en Tupá-RapĂ©, que haga el milagro. Esto es lo que corresponde hacer, mis hermanos. Como creyentes no podemos emplear más arma que la oraciĂłn. Oremos y pidamos a Dios, nuestro Señor. Él, en su infinita justicia, proveerá.
Los visitantes se retiraron en silencio, abrumados por las razones del cura. Su blanca y gruesa figura quedĂł un rato erguida en el corredor de la casa parroquial contra la creciente penumbra. Él no iba a cometer errores de jurisdicciĂłn, por más que se lo pidieran sus ingenuos feligreses. No iba a cruzársele en el camino al arriscado jefe polĂtico. Eran amigos.
SabĂa que lo respaldaba en AsunciĂłn una buena cuña. Estaba casado con la hermana de un hombre influyente del rĂ©gimen. El propio MelitĂłn Isasi se lo dijo, jactándose entre burlas veras: "¡Mi cuña es mi cuña... do!". A eso debĂa Ă©l haber conseguido "emboscarse" allĂ, lejos del frente, mientras la guerra comenzaba a tragar furiosamente hombres en los desiertos del Chaco.
-Tengo que andar con cuidado -se dijo el cura-. Yo también lucho en un desierto. Un desierto de almas. Los peligros sólo son diferentes.
8
Esa noche, como de costumbre cuando estaba en el pueblo, echĂł una mano de truco con MelitĂłn en el boliche de Cantalicio Sanabria.
El jefe era campechano y decidor en estas ocasiones. Además, él siempre pagaba el gasto; es decir, mandaba a Cantalicio que lo anotara en la cuenta de la jefatura.
El cura lo pasaba muy divertido. Bromeaban y tallaban, entre una copa y otra, hasta la medianoche. Pero, como por lo general, el jefe mandaba a Cantalicio que atrasara a escondidas el reloj despertador que parecĂa marcar las horas a machetazos en el estante, entre las botellas, más de una vez el repique para la misa del alba despegaba de golpe al PaĂ Dositeo de su silla del boliche para arrastrarlo corriendo, corriendito, a la sacristĂa.
Otras veces, no. Dejaban temprano las barajas y se iban juntos, nadie sabĂa adĂłnde, aunque se lo imaginaban.
-Usted sabe, MelitĂłn. La vida del cura de campaña tambiĂ©n es difĂcil... -dijo una noche, entre una mano y otra.
-¡JuhĂş..., si yo hubiese sido cura, no lo hubiera pasado tan mal!-le interrumpiĂł riendo MelitĂłn.
-No vaya a creer. TambiĂ©n tiene sus problemas. Como usted, en la jefatura-agregĂł despuĂ©s de hacer un buche de guaripola-. Sin ir más lejos el anteaño de la guerra se me planteĂł en Borja un asunto difĂcil. Tuve que hacer un poco de SalomĂłn.
-¿PartiĂł un chico por la mitad?
-No, al revés. Ahora va a ver. Tuve que juntar..., tuve que casar dos imágenes, dos santos.
-No sabĂa que los santos se casaban.
-No, solamente como ejemplo. Fue un remedio desesperado que se me antojĂł para evitar una matanza.
-¡A la pucha! ¿Y por quĂ© iba a ser la trenza?
-Usted sabe que en Borja habĂa una enemistad ya tradicional entre la gente de la estaciĂłn y del pueblo. A causa precisamente de esas imágenes. El Señor de la Esperanza es el PatrĂłn del pueblo, y Nuestra Señora de la Paz, la patrona de la estaciĂłn. Cada parte querĂa que su Santo fuera el patrono de todo Borja. Las dos pujaban con todas las fuerzas de fanatismo. Mucha culpa tambiĂ©n tuvo en esto el trazado y el tendido de las vĂas del ferrocarril. ¿Para quĂ© separar en dos mitades la poblaciĂłn?
-De veras. AquĂ siempre se hacen las cosas a la bartola.
-Lo cierto es que la estaciĂłn y el pueblo celebraban sus funciones patronales con gran pompa, procurando superarse mutuamente.
-AsĂ tienen que ser los buenos catĂłlicos.
-SĂ, pero ese año, para el dĂa del Señor de la Esperanza, la rivalidad se hizo guerra abierta. Seguro porque la otra guerra se venĂa encima. Ya no era la simple rivalidad. Era un odio declarado. Estaba en el aire, a punto de reventar. Y reventĂł. Ya a la mañana se habĂan agarrado a puñaladas, cerca de la iglesia, varios puebleros y estacioneros. Se hirieron dos de ellos. El olor de la sangre aterrĂł a la gente.
-Eso es lo que siempre ocurre. Como a la novillada en el faenamiento.
-Por la tarde, para la procesiĂłn, los ánimos estaban más calientes todavĂa. Desde el pĂşlpito, mientras decĂa el sermĂłn, vi lo que iba a pasar. Por el camino arribaban al galope unos cien jinetes estacioneros. Tal vez menos, pero yo los veĂa más de cien. Cuando me callaba oĂa el retumbo de la caballada y los gritos de los jinetes. Los puebleros salieron de la aglomeraciĂłn, hinchados de coraje y subieron tambiĂ©n a sus caballos, aprontando sus cuchillos y revĂłlveres. ¡Iban a trenzarse en una batalla campal! Vi a la caballerĂa que avanzaba atronando la carretera. Era necesario tomar una resoluciĂłn. De apuro.
-¡La gran siete!
-CerrĂ© los ojos y pedĂ el milagro al Señor de la Esperanza, desde el fondo de mi alma. En ese momento no supe lo que hacĂa. Pero de repente me encontrĂ© bajando a saltos del pĂşlpito. CorrĂ entre la gente y montĂ© con todos los ornamentos sobre un caballo cuya brida arranquĂ© de manos de alguien...
-¡Jho . . . PaĂ Dositeo! -exclamĂł con entusiasmo el jefe, descargando un manotazo sobre la mesa.
-DisparĂ© a todo lo que daba el caballo hacia los que venĂan. FrenĂ© de golpe ante ellos, que tambiĂ©n clavaron en el suelo a sus montados. Vi que las vestiduras consagradas les imponĂan cierto respeto. Detrás oĂ que llegaban ya tambiĂ©n en montĂłn los jinetes puebleros. Estaba entre dos fuegos. TenĂa que decirles algo. No sabĂa quĂ©. Un sudor frĂo me corrĂa por las espaldas. Pero de pronto sentĂ que se me atropellaban las palabras y me escuchĂ© que les estaba gritando con una voz que no era mĂa: ¡No hay por quĂ© pelear..., por quĂ© derramar la sangre inĂştilmente, mis queridos hermanos! ¡Dios no quiere la muerte de sus hijos, sino su vida, su bonanza, su hermandad! ¡Estacioneros y puebleros pueden vivir en paz, como buenos hermanos! ¡Para eso tienen como abogados al Señor de la Esperanza y a Nuestra Señora de la Paz!...
-¡QuĂ© zancadilla de ley! -celebrĂł el jefe.
-La discusiĂłn empezĂł entonces. ¿Queremos que Nuestra Señora de la Paz sea la Patrona de Borja?..., gritaban los jinetes de un lado. ¡El Señor de la Esperanza es el Ăşnico patrĂłn de Borja!..., gritaban los del otro.
-¡Caramba, quĂ© brete!
-Entonces se me ocurriĂł gritarles: ¡TambiĂ©n el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de la Paz quieren gobernar unidos a su querido pueblo de Borja! ¡Vamos a hacer que se unan y que cumplan su deseo! ¡Vamos a hacer que los dos Santos sean juntos los Patrones de todo el pueblo de Borja!.. . ¿CĂłmo? me gritaron a su vez.
-¡CĂłmo..., en realidad yo tambiĂ©n me pregunto!
-Claro. AllĂ estaba la espoleta del asunto. Fue entonces cuando me acordĂ© del Santo rey SalomĂłn y me animĂ© a usar su manganeta. Un poco cambiada, eso sĂ. Con las manos les mandĂ© que se acercaran. Los dos bloques de caballos y enfurecidos jinetes se arrimaron. Yo debĂa estar pálido del susto.
El sudor frĂo me goteaba hasta los pies por debajo de la sotana, de la sobrepelliz, de todo... CarraspeĂ© y les dije lo mejor que pude en guaranĂ, para entrar en confianza: Miren, lo'mitá ...
La Ăşnica manera de hacer que el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de la Paz puedan gobernar juntos a Borja, sin molestarse el uno al otro, es casándose... ¡SĂ señores, no hay más que casarlos! gritĂ© reuniendo el resto de voz y de coraje que me quedaba, hacia los dos bandos de hombres sudorosos que me miraban sobre los caballos con las caras manchadas de tierra. ¡Vamos a agarrar y casarlos.... como buenos cristianos! ¿No es cierto?...
-¡A la pistola! ¿Y quĂ© dijeron?
-Hubo un silencio. Se les oĂa respirar fuerte. Los mirĂ© a unos y a otros. Ellos se bornearon sobre los aperos y tambiĂ©n se consultaron con la mirada, más calmados. SentĂ que el aire volvĂa a mis pulmones. Bueno...-dijo uno, que parecĂa ser el lenguaraz de los puebleros-, si es asĂ vamos a aceptar... ¿Y ustedes?, gritĂ© ahora autoritario a los del otro bando. Nosotros tambiĂ©n... -dijeron los estacioneros-. ¡Ya que el cura lo dice!... Un poco despuĂ©s rompieron los vivas y los hurras, y los que un momento antes estaban por destriparse, empezaron a llamarse por sus nombres y apodos, a cambiar bromas y chistes.
-¡Al rey SalomĂłn lo hubiera tajeado de arriba abajo, lo mismo! -comentĂł el jefe, algo incrĂ©dulo, alzando el jarro y abuchando los carrillos.
-Regresamos todos amigos a la iglesia del pueblo. Yo pude terminar el sermón. También la procesión resultó más linda que nunca. Y más larga. Porque las andas del Señor de la Esperanza llegaron hasta la mitad del camino. De la estación trajeron a Nuestra Señora de la Paz, con el resto de la gente. La función patronal de ese año terminó en un asado con cuero y baile, con los puebleros y estacioneros reconciliados como buenos hermanos.
-Algo de eso habĂa oĂdo, ¡pero parece mentira!
-Cuando vaya alguna vez a Borja, pregunte.
-No, si puede ser... -asintiĂł MelitĂłn Isasi, un poco incrĂ©dulo todavĂa-. Algo parecido a lo que pasĂł aquĂ con el Cristo, ¿no es cierto?
-SĂ, más o menos. La cosa es saber conformar a la pobre gente. No pensaron asĂ en la curia. Se enojaron mucho conmigo. Estuvieron a punto de castigarme por el casamiento simbĂłlico de las dos imágenes. Me iban a trasladar de parroquia, quĂ© sĂ© yo. No quisieron comprender las circunstancias que me obligaron a esa treta inocente para salvar vidas humanas. DespuĂ©s vino la guerra y mi sanciĂłn quedĂł en suspenso.
-Si usted hubiera sido ministro de relaciones exteriores, PaĂ Dositeo, la guerra no hubiera venido.
-La necesidad tiene cara de hereje, MelitĂłn. Yo pedĂ para ir de capellán al Chaco. Pero vieron que era mejor dejarme donde estaba. Además la gente de Borja pidiĂł por mĂ. Entonces me quedĂ© a cuidar los bienes gananciales... -dijo riĂ©ndose con picardĂa.
-Pero la Señora de la Paz quedó en el pueblo.
-¿Para quĂ©? Al dĂa siguiente del casorio la llevamos de vuelta a la capilla de la estaciĂłn. No hacĂa falta. Fue un casamiento simbĂłlico, como quien dice.
-Claro, como los santos son de palo no tienen necesidad de estar juntos... ja... ja-MelitĂłn Isasi se repantingĂł bamboleante, haciendo crujir la silla.
El cura dejĂł pasar en silencio la alusiĂłn, como si no la hubiera oĂdo. Puso las cuatro sotas en hilera.
-Sabe, Melitón...-dijo después de un rato, con voz neutra, sólo como recordando para sà alguna cosa-. Esta tardecita estuvieron a verme unos vecinos...
-Ja..., ya sĂ©...-le cortĂł riendo el otro-. Por el asunto de las muchachas, ¿no es cierto?
El cura asintiĂł con un gesto, sin mirarlo.
-Me soplĂł el dato la hermana Micaela. ¡Pero esos viejos son cornetas! TendrĂan que agradecerme, más bien. Esas pobres mujeres están sin sus hombres. Yo les hago un favor. Hasta me tomo el trabajo de ir a buscarlas y todo.
-Claro, claro, -susurrĂł conciliador el cura-. Yo sĂ© que a usted ni aunque le pusieran tramojo dejarĂa de entrar en corral ajeno...
-¡Jho..., PaĂ Dositeo! ¡Ni usted tampoco! -riĂł MelitĂłn palmeando familiarmente la espalda del cura, como a un compinche-. ¡Para quĂ© vamos a engañarnos! Ya sĂ© su calibre... Precisamente le tengo preparada una sorpresa... Como la otra vez... Mejor todavĂa... ¿eh?
-¡Usted es el mismo demonio, MelitĂłn! -farfullĂł el curil, pĂşdicamente.
-Venga a dormir en mi despacho. Allà va a estar más tranquilo...
MelitĂłn lo asiĂł de un brazo, y se perdieron en la oscuridad.
Cantalicio salió del mostrador y fue a cerrar el boliche, moviendo la cabeza como si estuviera enredada de telarañas.
9
Por esos dĂas, sin embargo, MelitĂłn Isasi sosegĂł su angurria salaz. Y el Viernes Santo, en la procesiĂłn, se le vio a Ă©l tambiĂ©n arrimar el hombro a las parihuelas del Crucificado. Apolinario Rodas y los otros, la misma hermana Micaela, pensaron que el Cristo de Tupá-RapĂ© habĂa hecho un nuevo milagro.
Sólo que un poco después Melitón Isasi volvió a las andadas.
El signo bestial de KurupĂ seguĂa flotando sobre el pueblo. La Felicita GoiburĂş continuĂł cortando rosas en el patio frontero de la jefatura para llevarla a la vieja directora. Luego, a la salida, despuĂ©s del tañido de fierro que arrancaba a MelitĂłn de sus siestas, se quedaba conversando un rato con Ă©l en el alambrado. Cada vez tardaba un poco más. Los ojos azules se le iban poniendo más soñadores y perdidos, con la luz de un alma vacilante que lucha consigo misma bajo el peso de una pasiĂłn o de un hechizo superior a sus fuerzas.
Una tarde, despuĂ©s de mirar a todos lados, entrĂł en el despacho. Las puertas chirriaron despacio tras ella. La venadita se habĂa metido en la trampa por propia voluntad. Y ahora estaba adentro como si ya hubiera caĂdo del otro lado de la tierra. El cielo alto y vacĂo del anochecer empujaba inĂştilmente la puerta con tiznajo de su sombra carmesĂ.
Detrás del corazĂłn agujereado del postigo, BrĂgida sollozaba. Luego fue a tumbarse sobre una cisterna y quedĂł boca abajo, como muerta, chatas las nalgas contra el piso, los tendones de las piernas azuleados por las várices. Toda ella seca, aplastada, mĂsera como una cáscara.
La hermana Micaela entró como una tromba un rato después.
-¡Santo Señor de la Paciencia!... -tartamudeĂł-. ¡Ahora no sĂ© quĂ© va a pasar..., si vuelven los hermanos GoiburĂş! ¡Felicita es la niña de sus ojos!... ¡Y ahora está allĂ, haciendo sus porquerĂas! ¡Pero yo la vi..., yo la vi entrar!...
BrĂgida no se movĂa. La celadora, con un crujido de cuentas de madera, se acercĂł, y continuĂł sobre ella, como inculpándola:
¡EntrĂł porque quiso! ¡Ella buscĂł a don MelitĂłn, se le metiĂł adentro como una ternera corsaria! ¡QuĂ© barbaridad! ...
HacĂa ruido inĂştilmente, porque la otra no la oĂa.
10
Comenzaba el segundo año de guerra allá lejos.
Una guerra que no llevaba trazas de terminar. PodĂa durar un año, o diez, o cien más. Todo seguirĂa igual en ItapĂ©, donde el tiempo era como agua de tajamar, parada y espesa, con ese sarro verdoso de la superficie, que les gusta a los moscones.
Juana Rosa habĂa desaparecido sin dejar rastros.
Ahora la Felicita GoiburĂş pasaba en las siestas, mirando mucho hacia adentro. En ocasiones, a travĂ©s de la puerta entornada un poco antes de dormirse, MelitĂłn le movĂa la mano, ya soñoliento, desde el catre de lonjas donde se hallaba tumbado. Entonces ella apuraba el pasito, contenta. El rosal se habĂa secado. Pero todo estaba achicharrado por el verano. A la salida de la escuela, Felicita entraba en el despacho y MelitĂłn empujaba la puerta desde el catre con el pie. Ya no era un secreto para nadie.
MelitĂłn Isasi interrumpiĂł las recorridas nocturnas. Estaban asombrados. Lo que no habĂa conseguido el Cristo de Tupá-RapĂ©, lo consiguiĂł la Felicita. Ya no se metĂa de rondĂłn en los ranchos de las mujeres solas, ni aguaitaban en el patio de atrás, preparando el rancho de los agentes, las que Ă©l querĂa tener más cerca por un tiempo. Se dedicĂł por entero a Felicita, lo olvidĂł todo, se apegĂł a ella con la blandura del tiento sobado. Su voz se puso grave y pausada. Ya no gritaba, no se enojaba. SĂłlo con BrĂgida. Pero aun con ella se habĂa vuelto más tolerante.
De su autoridad no le quedĂł más que esa rebaba áspera, que Felicita suavizarĂa por las tardes, en la penumbra del despacho. No lo podĂa creer. MelitĂłn Isasi parecĂa enamorado de verdad. Y no de una mujer hecha y derecha como Juana Rosa, como las otras que habĂan pasado por la jefatura, sino de esa muchachita de ojos azules en cuyo cuerpo apenas comenzaban a romper las formas nĂşbiles. La pajarita quinceañera fascinaba al bĂşho cuarentĂłn de ojos dorados y sanguinolentos que la tenĂa apercollada en sus garras.
Un año duró aquello. Pero entonces concluyó la guerra en el remoto Chaco. Comenzaron a volver los primeros desmovilizados.
11
Cuando Felicita supo que sus hermanos iban a regresar del frente, se apuró. Empezó a luchar entre la felicidad y la desgracia. Estaba grávida. Mostró la carta de sus hermanos a Melitón. Se hallaban ya en Asunción, esperando el Desfile de la Victoria y sus papeletas de desmovilización.
A él también empezó a entrarle miedo.
-Vamos a ir cuanto antes a una comadrona de Borja -dijo lĂşgubremente.
-Yo quiero tener un hijo tuyo, MelitĂłn. ¡Es lo que más quiero! -gimiĂł la muchacha-. Pero..., tengo miedo, ¡Te pido que me ayudes a tenerlo!
-¿Pero no ves que no se puede? -le gritĂł Ă©l irritado-. No puedo casarme contigo!
-¡Si me llevaras lejos de aquĂ!
-Tarde o temprano se presentarán tus hermanos. Donde estemos. Y tendré que balearlos o me balearán ellos.
-Entonces..., que sea lo que Dios quiera -se resignó entre sollozos-. No tendré a mi hijo sobre tu muerte o la de ellos...
Probaron primero todos los remedios caseros que recetĂł la hermana Micaela. Llegaba con brazadas de yuyos medicinales a la jefatura y preparaba las infusiones en la cocina, o las traĂa ya hechas y enserenadas.
Al salir de la escuela, Felicita seguĂa entrando al despacho, pero ahora para ingerir los cocimientos de la celadora, las purgas capaces de tumbar un caballo. Desde su apostadero, BrĂgida escuchaba el rumor de las arcadas y los quejidos de la paciente cuyas entrañas se resistĂan al saqueo.
La vieja la enteraba de los detalles.
-Ya no sé más que darle. Ni la quinina ni el aceite de castor ni la sal inglesa... Ahora sólo queda lo otro. Pero eso yo no me animo a hacerlo. Está muy débil...
-¡Pobrecita! -murmurĂł BrĂgida con sincera compasiĂłn.
-¿Pobrecita? mascullĂł la hermana Micaela-. ¡Una sinvergĂĽenza! ¡Eso es lo que es! ¡hora ya encontrĂł lo que buscaba! ¡Y todavĂa una tiene que ayudarla! ¡No hay por quĂ© compadecerla tanto, Ă‘a BrĂgida!
-Ahora ella es tan desgraciada como yo...
12
Al mes Felicita GoiburĂş era piel y huesos. Los hermosos ojos azules estaban ajados, enrojecidos, de tanto llorar a escondidas. EnvejeciĂł de la noche a la mañana, con una expresiĂłn inimitable de anhelo y desánimo que le encendĂa y le apagaba el rostro alternativamente. SĂłlo ahora tocaba la profundidad del mal. Lo habĂa descubierto no grado por grado, como su hermana Esperancita, sino de golpe, en una experiencia irrevocable. Ahora sabĂa lo que su inocencia ignorĂł todo el tiempo. Y lo sabĂa rápidamente, fatalmente, con la dolorosa irradiaciĂłn de una quemadura.
MelitĂłn Isasi no andaba mejor, escorándose como si hiciese agua por todas partes en el remolino que lo volteaba. Los furiosos estallidos de la cĂłlera no conseguĂan achicarla. Se escoraba cada vez más. BebĂa sin descanso. La piel ya no era lustrosa. Los ojos estaban inyectados en sangre. La barba de dĂas con sus rastrojos rojizos punteaba el fofo semblante con el color de las cortaderas sobre un estero. En ciertas tardes se encerraba a solas con Felicita en el despacho y la besaba desesperadamente en un ansia oscura, deslavada de deseos, gimiendo entre sus cabellos, como un padre que sabe a su hija muy enferma y con pocas posibilidades de salvarse.
A Felicita le hacĂan más daño los gruesos sollozos paternales. Ella seguirĂa queriendo a MelitĂłn como hombre, a pesar de todo. HabrĂa querido apoyarse más que nunca en el hombre poderoso y autoritario que la habĂa seducido mansamente. Ahora el cambio aumentaba su vergĂĽenza. Esos quejidos le decĂan que lo habĂa perdido como amante. Estaba perdiendo a su hijo, se estaba perdiendo a sĂ misma. PreferĂa que la insultara y la aporreara, borracho, enloquecido por el miedo. AsĂ por lo menos ella olvidaba el suyo, aturdida por un dolor extraño a su propio dolor, y sentĂa menos perder todo lo que estaba perdiendo.
-No llores, MelitĂłn... Todo se va arreglar... -le decĂa pasándole una mano sobre los revueltos cabellos.
Su voz salĂa como una sĂşplica lejana de un corazĂłn ya vacĂo. SalĂa de sus labios, no para persuadir a la paz o a la tranquilidad a quien ya no podrĂa tenerlas en adelante, sino para adormecerlo con ese susurro. Y adormecerse. Para disimular de algĂşn modo la necesidad vergonzosa de esperar lo que ya no tenĂa esperanza. En la lucha de la depravaciĂłn contra el candor, habĂa vencido el candor, pero a costa de un ser puro que se morĂa por momentos.
13
Una noche ventosa y sin luna la llevĂł a caballo. Se fueron como huidos. Rodearon el pueblo por un atajo.
SĂłlo BrĂgida vio perderse las dos sombras, tragadas por la oscuridad.
Demoraron varios dĂas. Al principio se pensĂł en un rapto. La gente envalentonada por el fin de la guerra y la ausencia del jefe polĂtico, rompiĂł a barajar suposiciones y sospechas. Ya no eran los tĂmidos cuchicheos de antes. Ahora las caras y las bocas estaban encorajinadas y escupĂan en voz alta lo que pensaban.
-¡Ese ya no vuelve más! ¡La escondiĂł a Felicita y se escapĂł de los hermanos!-decĂa el viejo Apolinario, en un grupo, junto al mercado.
-¡Pero los GoiburĂş no van a dejar de balde su fechorĂa!
Van a remover cielo y tierra hasta encontrarlo! -dijo otro.
-¡SĂłlo si pasa la frontera!
-No ha de ir lejos -dijo Apolinario-. Ya se le puso el pecho de algodĂłn. Pero aunque se vaya hasta el fin del mundo, lo mismo lo van a encontrar. El miedo siempre deja rastros. Los GoiburĂş van a tomarse el desquite aunque tengan que remover cielo y tierra.
-¡TambiĂ©n está Crisanto Villalba..., y todos los otros! -dijo una viejecita.
-¡Pobre MelitĂłn Isasi! ¡No quiero estar en su pellejo!
-Pero es traicionero. TodavĂa puede madrugarlos...
-Si la muerte no pudo madrugarlos en el Chaco, menos va a poder ese cobarde...
14
En la loma de Caroveni, la abuela de Felicita no podĂa hacer más que rezar y lamentarse por la nieta robada, de cuyo destino, de cuya gravidez, nada sabĂa. Justo cuando los hermanos estaban a llegar.
MarĂa Rosa, la cuidadora del Cristo en el cerrito, venia a consolar a su vecina. La anciana ciega se quejaba con desesperaciĂłn.
-¡CĂłmo pudo permitir Dios esta desgracia!
-Dios no permite más que las desgracias, Ă‘a Emerenciana...-dijo MarĂa Rosa-. Si permitiera tambiĂ©n la felicidad Dios se acabarĂa...
-¡PerdĂ a mi nieta, MarĂa Rosa! ¡No sabes lo que es eso!
Le chorreaban las lágrimas de los ojos ciegos y el guaranĂ fluĂa de sus labios, reacio a su desdicha.
-Yo perdĂ a mi hija...-murmurĂł la demente de la loma cuyos cabellos negros estaban pegados desde hacia un cuarto de siglo al Cristo leproso. Ahora los cabellos eran blancos y agrios, pero en los ojos duraba la misma obsesiĂłn de antaño el brillo de haber contemplado y de estar contemplando todavĂa un rostro incorruptible en la esencial desolaciĂłn del mundo.
-¡Van a llegar los hermanos..., y Felicita ya no está!
-No está aquĂ...
-¡Antes la tocaba por lo menos! ¡Ahora ya ni eso!
-A los vivos no se los puede clavar en una cruz y querer que continúen vivos...-dijo la loca. Detrás del rostro ceniciento, en las miradas secas rescoldeaba el tizón ardido de la vieja fiebre.
-No te oigo, MarĂa Rosa... -parpadeĂł la ciega.
-Felicita se fue con su cruz...
-¡Pobre, mi corazĂłn! ¡Era una criatura! ¡Vendrán los hermanos y ya no la podrán ver! ¡Estarán más ciegos que yo!
-Verán la rabia de su corazón...
-¡Haber guerreado tanto, para esto! ¡Se salvaron de la muerte y ahora van a venir a encontrar algo peor que la muerte!
-El Cristo de Tupá-Rapé les dará consuelo,... A Gaspar Mora le consoló en la hora de su muerte...
-fue lo Ăşnico que dijo en castellano.
-¡No le rezarán, MarĂa Rosa! -se afligiĂł la anciana-. ¡Nunca creyeron en Ă©l! ¡No le querĂan! ¡Tampoco el padre! ¡Ninguno de los tres! ¡Cuando a Nicanor lo corneĂł el toro, maldijo al Cristo! Nicanor, despuĂ©s los mellizos, los tres decĂan que el Cristo era la desgracia del pueblo, porque nos habĂa enseñado la resignaciĂłn...
-Entonces... -dijo la loca, pero se interrumpió con el semblante apagado. Se encaminó lentamente hacia el ranchito inclinado entre los cocoteros. La joroba de los años abultaba en la espalda bajo los trapos.
SĂłlo ella verĂa despuĂ©s, como en un sueño, la tarde que fue a recoger leña en la falda del cerro, el regreso de MelitĂłn Isasi. Lo vio venir solo como dormido, con una pierna cruzada sobre la montura. La buscĂł a Felicita con los ojos, pero no estaba. Por lo menos no la veĂa. Ăšnicamente vio que en la cintura del camino dos sombras furiosas e iguales saltaban sobre el jefe polĂtico, arrancándolo del caballo con un lazo. La loca sabia contar esta clase de alucinaciones, a las que nadie prestaba atenciĂłn. Ella misma las olvidaba pronto. Esa tarde se habrĂa restregado los ojos para despegar de ellos el susto, la mala visiĂłn, y nada más. Como otras veces. NingĂşn sueño podĂa superponerse a la vieja y dulce pesadilla. La propia realidad retrocedĂa derrotada por ella.
15
La hermana Micaela cayĂł a BrĂgida con la noticia.
-¡Llegaron los mellizos! -tartamudeĂł atragantada.
-¿QuiĂ©n?
-¡Los hermanos GoiburĂş!...
-¡Dios mĂo! -soplĂł BrĂgida dĂ©bilmente por entre los dedos que apretaban la boca.
-Les están haciendo un gran recibimiento. ¡Todo el pueblo está reunido en la estaciĂłn!...
Se escuchaba la coheterĂa de los hurras y vivas que estallaban en honor de los reciĂ©n llegados. De repente tambiĂ©n empezĂł a repicar el pedazo de riel de la escuela.
-¡No sĂ© quĂ© va a ser de nosotras! -rechinĂł la vieja-. ¡De mĂ, ¡Ă‘a BrĂgida, de mĂ! ¡Por haberme metido en este enredo! ¡Para mal de mis pecados..., para la perdiciĂłn de mi alma! ¡Lo hice por usted y por don MelitĂłn! ¡Y ahora ni siquiera Ă©l está! ¡No sĂ© por quĂ© no viene de una vez!... -iba de la puerta a la claraboya, rengueando como una gallina en un gallinero arrepollada por el olor del zorrino. La sombra de un doble espanto caĂa sobre ella, apretándola contra los rincones más oscuros.
BrĂgida, quieta en medio del cuarto, veĂa dar vueltas a su alrededor a la celadora. Miraba a travĂ©s de ella, los ojos agrandados y vidriosos, la boca enrejillada por las falanges que se le habĂan puesto más espinudas y trĂ©mulas. Las cuentas del largo rosario de madera, atado a la cintura de la vieja, crujĂan sordamente. BrĂgida, nerviosa, bajĂł las manos y las retorciĂł sobre la tabla del vientre.
-¡El sueño!...-murmurĂł-. ¡Se está cumpliendo el sueño!
La sacristana la enfrentĂł. Le puso una mano sobre el hombro y la mirĂł con implorante fijeza.
-No queda más que una cosa, Ă‘a BrĂgida... No queda más que ir a mandar una promesa al Cristo de Tupá-RapĂ©. Solamente Ă©l puede ayudarnos. Le tiene que pedir usted.
-Yo. . .
-Ya sĂ© que usted no cree en Ă©l-rezongĂł la vieja-. En los dos años que está en ItapĂ© no subiĂł al cerro ni una vez. Ni siquiera fue para la procesiĂłn del Viernes Santo... ¡Pero es milagroso! ¡Hizo cosas increĂbles! Milagro Ăşnicamente se puede llamar las cosas que hizo en este pueblo, desde que está allĂ..., desde aquella tarde en que lo bendijo el Pai MaĂz... Yo le digo, Ă‘a BrĂgida... De balde no cree en Ă©l...
-Yo creo...
-¿Y entonces?
-Voy a ir... -dijo al fin; el ansia, la anhelosa necesidad de aferrarse a algo volvĂa a encender las descoloridas miradas.
-Yo la voy a acompañar. Póngase el manto y vamos.
-TodavĂa no, hermana Micaela...
-¡Mire que hay apuro!...
-Si no llegan esta noche, vamos a ir mañana a la tardecita,...
-¿Por quĂ© reciĂ©n a la tardecita?
BrĂgida tardĂł un poco en contestar. BajĂł los ojos. Al cabo, con oscura humillaciĂłn secreteĂł:
-¡No quiero que me vean! ... Me odian. Siento su odio... Por eso nunca salgo de aquĂ...
-Usted no hace mal a nadie. Nadie habla mal de usted.
-Me odian con razĂłn. Yo misma me odio...
-¡Antojos suyos! -le oprimiĂł la mano como para alentarla.
-No. .
-¿Entonces vamos mañana al cerro?
-SĂ...
-Voy a venir a buscarla, para ir juntas.
-Dios se lo pague, hermana Micaela...
-Pero esta noche no se descuide -su voz adquiriĂł el tono áspero y agorero de la sacristana-. Son capaces de atacar la comisarĂa... Yo que usted mando acantonar a los soldados.
-El jefe es Melitón. Y Melitón no está.
-¡Por eso mismo! -bufĂł la vieja-. Si usted quiere, voy a ordenar de paso a los soldados lo que tienen que hacer.
-No hace falta. Ellos nada tienen que ver en este asunto.
-¡Están para vigilar el orden!
BrĂgida la mirĂł con la misma azorada vergĂĽenza de hace un momento, pero se quedĂł en silencio. No quiso o no pudo decir nada más.
-Hasta luego entonces, Ă‘a BrĂgida. Voy a ir un momento a la iglesia. Mañana empieza la novena de San Judas. Me voy, ¡Dios quiera que no pase nada malo!
Se embozĂł en el manto color tabaco y saliĂł arrastrando las zapatillas. El ruido de hueso del rosario se apagĂł en el corredor.
BrĂgida se aproximĂł lentamente al orificio. Vio que la hermana Micaela hablaba a los agentes sentados sobre el escaño de la jefatura, haraganeando con la guampa del tererĂ©. OyĂł que les decĂa:
-¡Se ve que están con la soga larga! No tienen ni asĂ de tino, ni de vergĂĽenza!...
Los agentes se removieron a desgana. Algunos se levantaron, retorciendo el cuerpo y estirando los brazos.
-Ă‘a BrĂgida les manda decir, de orden del señor jefe, que carguen los mosquetones y que hagan guardia todo el tiempo, hasta que llegue don MelitĂłn. ¿Han oĂdo?
-¡A su orden!-dijo uno, socarrĂłn, guiñando un ojo a los demás. La media docena de conscriptos se removiĂł, divertida.
-Llegaron los GoiburĂş y pueden venir a balear la comisarĂa.
-Ya se habrán cansado luego de tirar en el Chaco -dijo el muchachón flaco y canilludo.
-Pero aquĂ va a ser por otra cosa. Y si vienen y meten bala, nadie va a dar ni un patacĂłn por el cuero de ustedes.
Los muchachos se rieron despreocupados.
-Hagan lo que les digo. Y cuiden tambiĂ©n la casa de Ă‘a BrĂgida.
-¡A su orden, mi sargento! -dijo el canillĂłn, chocando exageradamente los tobillos.
La vieja se fue farfullando.
16
BrĂgida la estuvo esperando, ya vestida. TenĂa puesta su ropa más humilde. La esperĂł todo el tiempo, cada vez más ansiosa. La tarde se arrastrĂł con una lentitud desesperante, rajada de calor, de silencio, preñada de una vaga amenaza. Se acercaba al agujero y espiaba la calle. Vio declinar y empalidecer la luz contra la puerta cerrada del despacho, hasta que tomĂł el tinte morado que tiznaba la madera cuando la Felicita GoiburĂş solĂa estar adentro. Vio un zapato viejo y abarquillado entre los yuyos de la calle. ContemplĂł los rosales secos contra la tapia. MirĂł oscilar los caños negros de los fusiles en la comisarĂa. Una chicharra empezĂł a rejonear la tarde entre los naranjos del patio.
La celadora no apareciĂł.
La tarde pasĂł rápidamente del dorado al escarlata. El vaho caliente se metĂa por el hueco, la crepitaciĂłn del silencio batido por la matraquita de la cigarra.
Su impaciencia empezó a decaer con la luz. Se fue quedando más tranquila, con esa calma que da el extremo desamparo. Esperó un poco. Cuando supo que la vieja no iba a venir, se puso el manto negro y salió por el portón de la huerta.
CosteĂł el pueblo por donde se habĂa perdido el caballo de MelitĂłn, la noche en que se llevara a Felicita. DespuĂ©s tomĂł la carretera rumbo al cerro. El manto, la penumbra y el polvo le tapaban la cara y la convertĂan en una desconocida que se alejaba con la cabeza encorvada hacia el suelo. Sin los ladridos que a trechos le salĂan al paso de su olor humano, no hubiera sido mucho más que una sombra sin cuerpo, un fantasma de ojos muertos, de esos que la salvaje soledad de los caminos forma a veces en la polvareda del crepĂşsculo.
A medio camino se cruzĂł con la loca de Caroveni, que venia pujando con su brazada de leña, los cabellos cenizos, nublados los ojos de la Ăşltima luz. Se miraron. La loca se detuvo. LevantĂł la mano como para decir algo, pero la voz no saliĂł. HabĂa algo de aciago en la envolvente fijeza de sus ojos caldeados en un secreto.
BrĂgida estaba lejos de todo eso; lejos aun de sĂ misma. Pero, asimismo, sintiĂł vagamente que no podĂa confrontarse con la vieja. Hubiera deseado la inocencia de su locura. No le imaginĂł voz, ni comprendiĂł ese pequeño gesto de aviso o protecciĂłn que MarĂa Rosa volviĂł a intentar.
Vio que los ojos de la loca estaban de nuevo marchitos. Crujió el haz de leña sobre el lomo jiboso al reanudar la marcha. Después, a sus espaldas, la oyó canturrear el estribillo del Himno de los Muertos con el chirrido de una rama seca.
-Che yvyrá'i-kanga a mo ñe'erà yevy va'erá... (=Yo haré que la voz vuelva a fluir por los huesos...)
17
Cuando subiĂł al cerro caĂan las primeras sombras.
SubiĂł perseguida por las maripositas blancas y el quedo murmullo del manantial. El cielo tenĂa el suave color del cuero quemado. La sombra se depositaba aterciopeladamente en las cosas.
Se pasĂł la mano por los ojos. DejĂł ir el peso del cuerpo a los talones y el cerrito se inclinĂł hacia ella para ayudarla a subir.
Una sola vez más mirĂł hacia arriba. La choza del Cristo tambiĂ©n ya estaba en penumbra. Pero sobre ella temblaba todavĂa una tenue claridad.
DesembocĂł en la explanadita de la cumbre, limpia y pulida como un atrio. Se sentĂa nuevamente abochornada. No se atreviĂł a mirar al Cristo. Era la primera vez que subĂa allĂ. Y habĂa llegado no como una de las simples mujeres del pueblo, sino como una ladrona, al caer la noche, sola. No venĂa a rendirle un homenaje, sino a pedirle una gracia. La mujer hincada ante el pequeño solio de paja se lo dijo en voz baja al que estaba clavado en la cruz:
-¡Tienes que saberlo ahora!... ¡SĂłlo quiero que vuelva! ¡Te pido que me lo devuelvas!
Sacó el rosario. La pequeña cruz de metal chispeó en sus manos. La besó y comenzó a rezar.
Al llegar de nuevo a la cruz, sintiĂł que el cĂrculo se habĂa cerrado y que ella estaba dentro de ese cĂrculo como dentro de una claridad. No sabĂa todavĂa si de salvaciĂłn o de irremediable fracaso. Se sintiĂł más apaciguada. Por lo menos, la vergĂĽenza habĂa desaparecido.
BesĂł de nuevo la crucecita de metal y levantĂł la mirada hacia el Cristo. Poco a poco. No con orgullo y determinaciĂłn, sino con mansedumbre y ternura, con la sensaciĂłn de su desamparada debilidad, como solĂa ante el propio MelitĂłn cuando Ă©l le hacĂa sentir su poder hasta los huesos con el silencio de su desprecio o el rigor de sus injurias y sus golpes, bajo los cuales ella sentĂa sin embargo la Ăşnica tĂmida, agĂłnica dicha que le era permitida en el mundo, ya que por lo menos entonces algo la unĂa a Ă©l.
ParpadeĂł sorprendida. No querĂa, no podĂa creer lo que estaba empezando a contemplar, a entrever, en la tenue claridad. El Cristo tenĂa botas. Se pasĂł el dorso de la mano por los ojos en un rápido impulso y la filosa crucecita del rosario arrollado entre los dedos le arañó un párpado. AlzĂł un poco más los ojos y vio que el Cristo tenĂa ropa y que la ropa estaba ensangrentada. TodavĂa de rodillas descubriĂł, en un lĂvido relámpago de la conciencia, que quien estaba en la gran cruz negra era MelitĂłn, atado a ella con muchas vueltas de lazo. Volcaba hacia ella la cabeza sin vida. Detrás de una máscara de sangre la miraba con sus grandes pupilas doradas en las que la muerte ponĂa una expresiĂłn por vez primera apacible y humana.
El ravo no la habĂa quemado aĂşn hasta el fondo.
Se incorporĂł de un salto y se arrimĂł a la cruz. AplastĂł anhelante de temor la hĂşmeda mejilla contra la punta de las botas. Y las reconociĂł. SĂłlo entonces su erizada mudez rompiĂł en un gran grito y echĂł a correr.
Al borde de la pendiente trastabillĂł y cayĂł. Sus pies habĂan tropezado con el Cristo de madera, arrojado como un despojo entre los yuyos. El cuerpo de la mujer siguiĂł rodando la falda pedregosa hasta que un matojo de espinos detuvo su caĂda, junto al manantial.
[1959]
AUGUSTO ROA BASTOS, narrador y poeta paraguayo, nacido en AsunciĂłn, Paraguay, el 13 de junio de 1917 y fallecido en AsunciĂłn el 26 de abril de 2005. En 1953 publicĂł su colecciĂłn de cuentos El trueno entre las hojas, libro al que le siguiĂł, en 1960, la novela Hijo de hombre. Más tarde dio a conocer El baldĂo (1966), Madera quemada (1967) y Moriencia (1969). En 1974, publicĂł Yo el Supremo, novela histĂłrica que protagoniza el dictador Gaspar RodrĂguez de Francia, obra por la que pasĂł a integrar el llamado boom latinoamericano. Sus publicaciones posteriores incluyen las novelas Vigilia del almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1995). TambiĂ©n publicĂł piezas de teatro y numerosas antologĂas de relatos como Los pies sobre el agua (1967), Cuerpo presente y otros cuentos (1971), Lucha hasta el alba (1979), AntologĂa personal (1980), Contar un cuento y otros relatos (1984).