El período colonial: Colonizar y poetizar o lo uno con lo otro
Los orígenes de la poesía argentina se remontan, desde luego, a los comienzos mismos de la colonización española de los extensos territorios que terminarían por convertirse, en 1776 –el mismo año en que los EE.UU. declararon su independencia de Inglaterra- en el virreinato del Río de la Plata. Hasta entonces, al menos nominalmente, dichos territorios formaban parte del virreinato del Perú, establecido mucho antes y de una importancia económica, política y social mucho mayor.
Este período, definido como colonial, se extiende hasta el momento de la emancipación de la corona española, y presenta distintos problemas para la comprensión de sus características. En principio, resulta complejo discernir entre la poesía española y la hispanoamericana, producida en el Nuevo Mundo desde el siglo XVI hasta fines del XVIII. Para ello, entre otros procedimientos, deberíamos ser capaces de establecer que tales y cuales obras poéticas del período y del contexto conforman una “literatura nacional” o, por lo menos, “protonacional”, en una época en la que nuestra nación no existía ni siquiera en la imaginación de alguien. Los criterios para establecer esta distinción son impensables, dado que a la referida inexistencia de la nación se unen otros hechos, tales como las diferencias fronterizas entre nuestro país actual y aquel su primer bosquejo, anterior al establecimiento del virreinato. Asimismo, la nacionalidad de los poetas ofrece otras dificultades: ciertos estudiosos aceptan la idea de suponer a un autor como aportante al período mencionado, aunque se trate de un poeta nacido en España, como Martín del Barco Centenera, o Luis de Miranda, por el hecho de que la obra a catalogar como “protonacional” tiene por tema nuestro territorio y/o sus características, aunque la obra se haya editado muchos años después, en sitios tan distantes como Lisboa o Madrid. Otra postura sobre la misma cuestión, asume como autores protonacionales exclusivamente a aquellos nacidos en el actual territorio argentino o en la más extensa superficie constituida por el virreinato establecido como tal luego de que ellos escribieron sus obras. Esta corriente –que es la que estimamos como válida y sobre la cual nos basamos para establecer la primera parte de esta obra, la referente a los siglos XVI a XVIII- define a los poetas de origen peninsular que escribieron sus obras entre los siglos XVI y XVII en aquellos territorios que serían entendidos como pertenecientes al posterior virreinato como “precursores” de la poesía argentina, dada su muy posible influencia sobre los posteriores, pero los separa definitivamente de éstos, con lo cual, de acuerdo con el material bibliográfico disponible, la poesía “protonacional” comienza con el cordobés Luis de Tejeda. El mismo criterio admite a poetas como Bartolomé Hidalgo, nacido en el actual territorio del Uruguay, como miembro de nuestra poesía, dado que cuando Hidalgo escribió sus poemas este país rioplatense pertenecía a nuestro territorio bajo el nombre de la Banda Oriental.
A los inconvenientes conceptuales que hemos referido, se une otra complicación, de índole documental: el material bibliográfico del que se dispone resulta escaso, en ocasiones fragmentario (característica que se extiende a autores de la centuria siguiente) y ello definitivamente no obra a favor de definir claramente importantes aspectos del asunto. En muchas oportunidades, lo único que ha quedado de la obra de un autor del siglo XVII o XVIII son fragmentos reproducidos en textos y recopilaciones muy posteriores a su época, a menudo contradictorios en relación al resto de la documentación. Del mismo modo, esta escasez de bibliografía subraya la posibilidad de que las obras de muchos poetas contemporáneos de aquellos incluidos aquí como pertenecientes al período protonacional estén definitivamente desaparecidas o, por lo menos perdidas hasta la fecha, con lo cual toda aseveración relevante respecto del período resulta momentánea y sujeta a modificaciones futuras, fruto del trabajo investigativo de los estudiosos de mañana.
En lo que hace a esta obra, nos hemos basado en las fuentes generalmente aceptadas, que se indican entre los datos biobibliográficos –generalmente escasos- de los autores a los que hacemos referencia.
Volviendo a los orígenes de la poesía argentina, señalemos que nuestro territorio fue descubierto por la expedición comandada por Juan de Solís en 1516, fundando otro adelantado, don Pedro de Mendoza, la población llamada Santa María de los Buenos Aires en 1536. Es precisamente uno de los integrantes de esta expedición fundacional uno de los primeros precursores de la poesía argentina. Se trata del religioso español Luis de Miranda, autor de una obra conocida como el Romance Elegíaco, escrita probablemente entre 1540 y 1546. Se trata de 150 versos octosílabos de pie quebrado, con los que Miranda retrata sus impresiones respecto de la hostilidad de la región del Plata, inspirado en las terribles penalidades soportadas por aquellos primeros colonos españoles: el acoso de los naturales, históricamente producido por las injusticias cometidas contra ellos por los peninsulares, el hambre que llegó documentadamente a episodios de canibalismo, y la angustia y la desesperación originadas en la falta de socorro. Se trata de una crónica en verso, muy al estilo de las realizadas en prosa hasta esa fecha, que trataban de dar cuenta del fenómeno del descubrimiento y la colonización de inmensos territorios caracterizados por la presencia de hombres y animales, especies vegetales y paisajes absolutamente distintos de los conocidos por los españoles. Esta alteridad es la fuente primera de los numerosos relatos históricos y pseudohistóricos, crónicas de viajes, relatos más o menos fabulosos y la abundante epistolografía resultantes del contacto con un topós nuevo, del que había que apropiarse también a través del lenguaje. En este sentido, el Romance Elegíaco del fraile Miranda es más una consecuencia y un derivado de disciplinas escriturales diferentes de la poética que un dechado de originalidad, por otra parte tardío en relación a la abundancia de la prosística anterior sobre la misma tópica. Asimismo, los aspectos formales de este poema no permiten afirmar que el primer trabajo del género fechado en el Río de la Plata constituya un ejemplo de hallazgos formales e innovaciones estilísticas: de factura modesta y hasta mediocre, adolece de numerosos defectos de ritmo y versificación, denotando las muy medianas capacidades autorales de don Luis de Miranda.
De mejor factura –al menos, comparado con el Romance Elegíaco– es el mucho más famoso y extenso poema del también clérigo Martín del Barco Centenera: La Argentina y conquista del Río de la Plata, con otros acaescimientos de los Reynos del Perú, Tucumán y estado del Brasil, conocido más popularmente como La Argentina. Publicado en Lisboa, Portugal, en 1602, consta de más de diez mil versos endecasílabos en octavas reales, divididos en veintiocho cantos. Debe su llegada a la posteridad a la errónea creencia —no por ello menos difundida— de que nuestro país fue “bautizado” de alguna manera por Del Barco Centenera, adoptando la nación su nombre a partir del largo y farragoso poema de su autoría. En realidad, el término Argentina es muy anterior a la factura del poema homónimo y aun a la existencia del mismo autor. Los adelantados, la soldadesca que los acompañaba y los colonos daban nombres de metales preciosos a numerosos puntos del territorio americano, pues el interés mayor que tenía su presencia allí era la obtención de los mismos. Al descubrir el Río de la Plata en 1516, Juan de Solís lo llamó inicialmente Mar Dulce; sólo veinte años después, cuando Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires y fray Martín del Barco Centenera contaba sólo un año de edad, ya se llamaba como ahora. Y Argentina era el nombre que los españoles le daban a la región que se extendía a sus orillas, vocablo proveniente del latín argentum, plata, porque era ésta la que buscaban en ella. Del Barco Centenera llamó a su poema La Argentina, porque los hombres de la expedición de Ortiz de Zárate, con los que entró en la región, ya estaban acostumbrados desde hacía décadas a nombrarla así. Conque la explicación del nombre de nuestro país es inversa a la versión más difundida: la región le dio el nombre al poema y no éste a aquélla.
Existía otra razón, además de la ya expresada de dar cuenta de la alteridad que proponía América desde el lenguaje, para que fueran tan numerosas las crónicas, relatos de viajes, memorias, descripciones y aun extensos poemas que vieran la luz de la imprenta europea en el siglo XVI. Ella era el interés del mercado lector de la época por cuanto se relacionara con el Nuevo Mundo. Así se explica la profusión de ediciones, que pese a ser costosas, no dejaban por ello de agotarse a poco de ser puestas a la venta en las vidrieras de las imprentas, antecedentes de las librerías posteriores. Para quien pudiera pagarlas, aquellas ediciones que trataban sobre América estaban dotadas de un interés irresistible, tan creciente, que la literatura inspirada en los sucesos, características y peculiaridades del Nuevo Mundo iban desplazando lenta pero evidentemente al género favorito del público lector europeo: los libros de caballería. Pese a que el best-seller del Siglo de Oro español seguía siendo el Amadís de Gaula, las “crónicas de Indias”, como se las denominaba genéricamente en ese entonces, no dejaban de disputarle el interés del lector. En las nacientes metrópolis americanas, mientras tanto, el interés por conocer más sobre el mismo suelo que los lectores estaban pisando no le iba en saga al del lector europeo, pero con un obstáculo que definitivamente obraba también como un aliciente: el Santo Oficio y la burocracia española prohibían el ingreso a América… de libros que versaran sobre ella. Del mismo modo que estaba vedada la importación a tierras del Nuevo Mundo de volúmenes de ficción, por considerarlos malsanos, aquellos que trataban temas americanos tenían prohibido el retorno impreso a las tierras que les habían dado origen temático. Pese a ello o precisamente gracias a ello, el contrabando de literatura de ficción, tanto en prosa como en poesía, fue un negocio floreciente desde el siglo XVI hasta bien entrado el XVIII, con la ayuda interesada de los prefectos de puerto y los capitanes de buque que conseguían sus buenas ganancias con la violación de las reales cédulas al respecto. Los contados allanamientos realizados en naves que hacían el trayecto entre los puertos españoles y los americanos dan cuenta del decomiso de abundante material literario de ficción escondido en la estructura de los barcos, a punto tal que se ahuecaban hasta las arboladuras de las naves para ocultar en ellas el material prohibido.
De este modo, aunque absurdamente censurados, los poemas de Luis de Miranda y Martín del Barco Centenera, los precursores de la poesía argentina, circulaban activamente por las colonias, con el encanto agregado de lo clandestino, desde California hasta México, Lima y Asunción, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, desde la Capitanía General de Chile hasta Montevideo, ya comenzado el siglo XVII.
Precisamente en esta época, en 1604, nació en la Córdoba americana, en el seno de una familia acomodada, aquel que iba a ser considerado el primer poeta “argentino”: Luis de Tejeda.
Recibió una educación esmerada en el colegio de los jesuitas, sin duda la mejor que podía brindarse más allá de Lima. Tras una vida militar, De Tejeda se retiró a un convento en calidad de hermano lego. Allí escribió la primera obra de la poesía argentina, El peregrino en Babilonia (circa 1663), y posteriormente un grupo de poemas religiosos de menor cuantía, agrupados bajo el título de Poesías místicas.
El peregrino en Babilonia es una autobiografía poética: en este extenso poema narrativo/lírico -consta de 1.332 octosílabos sólo en su primera parte, la narrativa y profana, de estilo romance- el autor se refiere a temas tan seculares como sus aventuras eróticas de juventud y a episodios de su vida militar, destacándose el correspondiente a su participación en las luchas contra las fuerzas holandesas que invadieron Buenos Aires en 1625. Para detallar su arrepentimiento por el tipo de vida que había llevado hasta su acercamiento a la religión, De Tejeda cambió en la segunda parte inclusive la forma misma del poema, pasando a los endecasílabos y heptasílabos rimados, abandonando el tono narrativo y hasta accediendo a ciertas alturas líricas bastante forzadas. Luis de Tejeda no deja de ser algo bastante común en la época: un imitador de Luis de Góngora y Argote, pero esta característica nos obliga a introducirnos, siquiera brevemente, en un aspecto que caracteriza a nuestra poesía en sus comienzos coloniales.
La poesía virreinal y posrevolucionaria
La figura más destacada de la poesía argentina virreinal es Manuel José de Lavardén (1754-1810), autor de la Oda al Paraná y también de la primera pieza dramática nacional, Siripo. Con anterioridad a la creación de la célebre Oda ya había escrito una Sátira, en 1786, dirigida contra la chatura del ambiente cultural de Buenos Aires y contra el prestigio de los poetas limeños, que expresaba muy bien, en este último aspecto, las rivalidades culturales entre ambas metrópolis, cuando el virreinato del Río de la Plata llevada apenas una década de independencia política y económica del peruano.
Como una de las muchas consecuencias de este cambio político, se impuso la necesidad que tenía la ciudad de Buenos Aires de realizar impresiones in situ de todo tipo de documentos, fundándose entonces la Imprenta de los Niños Expósitos, así denominada porque las ganancias devengadas de su actividad se destinaban a subsanar las carencias de los huérfanos de Buenos Aires. En esta misma imprenta vio la luz el primer periódico rioplatense, el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiógrafo del Río de la Plata, en 1801, en cuyas pocas páginas se publicaron también poemas de autores argentinos y españoles. También de la Imprenta de los Niños Expósitos surgieron en formato de hojas sueltas, cuadernillos y libros, obras de poetas de la época, entre ellas las fábulas de Domingo de Azcuénaga y la referida Oda al Paraná de Lavardén.
Debemos destacar, como otros interesantes autores de esos finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, al fraile santafesino Juan Baltasar Maziel, y al rioplatense de la Banda Oriental, hoy Uruguay, Bartolomé Hidalgo, ambos precursores de la variedad poética que conocemos como poesía gauchesca.
Las invasiones inglesas al virreinato del Río de la Plata, perpetradas en 1806 y 1807, fueron el tema de numerosísimas composiciones poéticas, tanto de matices cultos como de raigambre rural, que se plasmaron en coplas, romances, letrillas, cielitos y décimas que circularon ampliamente, siendo la mayoría de estas composiciones de autor anónimo. Sin embargo, se destaca en esta producción la obra del canónigo Pantaleón Rivarola, el Romance Heroico.
El período posterior a la Revolución de Mayo (1810) y también el siguiente a la Declaración de la Independencia (1816) se caracterizan por una activa vida cultural, signada sin embargo por la continuación de las pautas heredadas de la etapa colonial. En poesía, el neoclasicismo seguirá siendo la influencia mayoritaria, inclusive presente en las composiciones de tópica patriótica. Estos poemas –compuestos muchos de ellos para ser declamados- cuando no son definidamente neoclásicos, exhiben la marca muy clara de la influencia que sobre sus autores criollos tienen Calderón de la Barca, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Gaspar Melchor de Jovellanos y otros autores españoles. También se producen mixturas de varias de estas influencias en una misma obra.
En esas décadas persiste opacado el influjo barroco y gongorista, que convive con el prestigio de la normativa neoclásica y la seducción por el pensamiento iluminista. Los “poetas de la revolución”, como se los ha llamado, creaban sobre estos modelos peninsulares odas, sonetos, himnos, etc., dirigidos a celebrar las victorias militares de los ejércitos patriotas o los aniversarios revolucionarios y el interés que hoy despiertan las composiciones de su autoría que se han conservado es más de índole histórica que literaria. Mencionaremos aquí a los más conspicuos: el franciscano Cayetano Rodríguez (1761-1823); José A. Molina (1772-1838); Juan Ramón Rojas (1784-1824); Vicente López y Planes (1784-1856), autor del Himno Nacional Argentino, y Esteban de Luca (1786-1824).
También heredero del neoclasicismo colonial será Juan Cruz Varela, llamado a convertirse en una figura de peso poético importante dentro de la primera mitad del siglo XIX, principalmente luego de la publicación en Montevideo, en 1831, de sus Poesías.
La generación del 37
Bajo este nombre se conoce a un grupo heterogéneo de poetas y prosistas: Esteban Echeverría, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi y José Mármol, entre otros, que si bien coinciden en varios aspectos ideológicos y estéticos, en realidad distan mucho de ofrecer una propuesta programática y literaria común.
Sin embargo, el interés capital que ofrece esta etapa de la poesía argentina consiste en que, durante ella, llega a nuestro país y se difunde rápidamente una nueva influencia europea, el romanticismo.
Este movimiento literario, que en Europa reacciona contra el neoclasicismo, llega a la Argentina a través de quien se constituirá en la figura más importante de este período, Esteban Echeverría, quien a su regreso al país en 1830, se aplica a difundir los preceptos del romanticismo y las obras de los autores europeos adscriptos al movimiento: el escritor, filólogo y filósofo Friedrich Schlegel (1772-1829); la escritora Madame de Staël (1766-1817); el vizconde de Chateaubriand (1778-1848); el poeta Alphonse de Lamartine (1790-1869); el polígrafo Víctor Hugo (1802-1885); el novelista Walter Scott (1771-1832); el poeta George Gordon, lord Byron (1788-1824). Luego de la entusiasta labor propagandística de Echeverría, el romanticismo es adoptado en forma y tópicas por otros autores nacionales, el más destacado de ellos, José Mármol.
La importancia de la difusión del romanticismo realizada por Echeverría en nuestro país, si no se midiera solamente por la renovación temática y estilística que representó para la época, de modo igual sería llamativa, dado que representó la primera vez que la poesía argentina se apartó tajantemente de los cánones españoles. Y ello, de un modo radical, dado que al elegir el camino del romanticismo francés propuesto por Echeverría, sus seguidores se apartaron definitivamente del neoclasicismo todavía sostenido por Juan Cruz Varela y otros. Amén de esto, al haberse alzado en Francia precisamente contra los principios anquilosados del neoclasicismo, el romanticismo francés tenía un carácter todavía más virulentamente programático que sus correspondientes inglés y alemán.
A los modelos ciegamente seguidos por los neoclasicistas, a la perfección formal y los “clichés de buen tono”, como motejaban los románticos a los recursos del neoclasicismo, éstos oponían elementos nuevos, antes inéditos no sólo en nuestro país, sino en toda América, definitivamente opuestos a los sostenidos por la poesía colonial y la posrevolucionaria. Para los románticos, eran artículos de fe la libertad del poeta ante su obra, su posibilidad de romper reglas y normas clásicas, buscando exaltadamente la originalidad expresiva, dado que el yo del autor era el motor mismo de la obra y ésta su fiel reflejo. Asimismo, frente a lo sostenido por el culteranismo y el conceptismo barrocos y el neoclasicismo, en los que definitivamente lo intelectual y racional primaba sobre lo sentimental y emotivo, en el romanticismo argentino tenía el primerísimo primer plano todo lo referente a la sensibilidad exacerbada. La emotividad, en verdad, era para sus cultores el nexo que unía el ego sensible del autor con lo real, desde Dios hasta la mujer, desde la naturaleza hasta la relación con los otros. En palabras del mismo Echeverría, quien recibió el sobrenombre de “Lamartine de las Pampas” por parte de Alejandro Dumas padre: “El romanticismo no reconoce forma ninguna absoluta; todas son buenas con tal que representen viva y característicamente la concepción del artista. En la lírica canta y dramatiza, es heroico, elegíaco, satírico, filosófico, fantástico a la vez, en el drama ríe y llora, se arrastra y se sublima, idealiza y copia la realidad en las profundidades de la conciencia; toca todas las cuerdas del corazón; es lírico, épico, cómico y trágico a un tiempo, y multiforme” (E. Echeverría, Clasicismo y Romanticismo). Sin embargo, en el caso del romanticismo argentino, no se trató de un mero trasplante imitativo de una nueva forma europea de poetizar, esta vez venida de Francia. Los románticos argentinos le incorporaron al original francés un elemento que éste en su origen no tenía: el americanismo. Este elemento toma la realidad geográfica, histórica y cultural del topós, así como las temáticas de índole nacional, y las incorpora a la puesta en escena del egomaníaco espíritu creador del poeta. Basta leer La cautiva, de Echeverría, para comprender que su autor no describe el desierto exclusivamente bajo el influjo entusiasta de sus lecturas de Atala, de Chautebriand: lo que hace Echeverría es incorporar la pampa al atlas poético mundial; un paisaje nuevo, antes irrepresentado, se establece definitivamente a partir de 1837. Las sucesivas obras continuadoras del camino abierto por Echeverría no harían más que abonar este nuevo campo y representación de “lo que está más allá de las ciudades”, el desierto, como lo nombraba el introductor del romanticismo, extendidos sus límites hasta abarcar todo el interior el país no urbanizado. No sorprende, ante esta extensión progresiva de lo diseñado por Echeverría, que en otras épocas de la poesía argentina -futuras en relación a aquella de la que estamos tratando- el romanticismo vuelva a aparecer, aunque mediatizado por otras influencias, cada vez que los poetas se refieren a este topós en particular. Un ejemplo preclaro de esto último será aportado por una generación tan lejana de Echeverría como la de 1940, cuando diversos autores de Buenos Aires o de origen provinciano evoquen el paisaje rural argentino acudiendo a procedimientos e imágenes propios, entre otras influencias, del romanticismo.
Un río profundo, paralelo y subterráneo: la gauchesca
Desde el final del siglo XVII en el hoy territorio argentino comienza a perfilarse una poética que se desarrollará, posteriormente, en forma paralela —pero no menos intensa— a los cambios y movimientos de la poesía originada en las ciudades. Su base no está dada por el Renacimiento ni el Barroco español, ni mucho menos por el neoclasicismo, aunque posee elementos de la cultura popular peninsular. El hecho de que inicialmente utilice figuras métricas afines a las empleadas por las poéticas populares españolas permitiría inferir que su antecesor, el canto rimado que empleaba el gauderio y posteriormente empleó también el gaucho de la Provincia de Buenos Aires y de todo el interior, provenía de las coplas y la abundante refranería traída a América por los improvisados cantores que formaban parte de la tropa conquistadora y de los colonos españoles que se aventuraron en el Nuevo Mundo. Unos y otros, españoles y americanos, se acompañaban de la guitarra para el recitado de composiciones trasmitidas por tradición oral y enriquecidas luego por los anónimos aportes de sus no menos anónimos artífices. El hecho de que esta poética, en su primera edad, estuviera depositada en la tradición oral, hace extremadamente difícil documentar sus orígenes, por lo que debemos entregarnos a una racional conjetura. En este sentido, podemos inferir que su desarrollo primero es ya paralelo a las creaciones de los autores cultos como Luis de Miranda o Luis de Tejeda, por lo menos. Lejos de extinguirse, lo que hizo fue prosperar mientras la letra culta seguía el camino que ya hemos reseñado. Ello, desde luego, sin salir de su espacio marginal, una característica de las creaciones populares. De hecho, sólo en el siglo XIX alcanzaría un status superior, al ser adoptada esta poética —bien veremos que trasformada y resignificada— por autores cultos que no elaboraron una parodia ni engendraron una imitación, sino que definitivamente crearon otra poética a la que denominamos también como gauchesca.
En sus orígenes, esta corriente estaba dirigida a un público mayoritariamente analfabeto, conque el apoyo de las formas rimadas más sencillas, la referencia a las tópicas comunes y bien conocidas por intérprete y auditorio y el auxilio y la apoyatura de la guitarra, ejecutada por el mismo cantor, permitían fijar las décimas heredadas de los improvisados cantores de campamentos militares y asentamientos de colonos españoles, que fueron modificándose de boca en boca, a través del tiempo, las generaciones y los intérpretes, para expresar lo que resultaba contemporáneo a cada una de las etapas de su desarrollo. Anecdóticamente, quien escribe estas líneas tuvo ocasión de presenciar y escuchar en una época tan reciente como el período que va desde 1995 a 2001 la versión contemporánea de aquellos originarios cantos populares, en algunos sitios de la Provincia de Buenos Aires, como Brandsen, Lincoln y Bragado, comprobando que la forma oral actual conserva al menos un aspecto parental con sus formas primitivas y fundacionales: la queja contra el gobierno y las condiciones de vida de los sectores más humildes, en un amplio repertorio que iba desde la queja misma hasta la ironía, el sarcasmo y la burla más o menos sangrienta.
Una característica de la gauchesca, tanto en la etapa inicial, que denominaremos primitiva, hasta la que llamaremos culta, propia de gran parte del siglo XIX, es el afán de representación y la inclusión de la tópica social. En cuanto a la representación, ello también establece un parentesco con la poesía culta escrita por los precursores españoles de la poesía argentina, Del Barco Centenera y Luis de Miranda, cronistas en verso de aquello que estimaban era la realidad americana circundante. Nos referiremos más ampliamente a estos aspectos más adelante, cuando mostremos a la gauchesca en su confrontación con la poesía urbana, un topós dominado ampliamente por otras poéticas.
La gauchesca primitiva, pese a su origen marcadamente rural, no dejó por ello de manifestarse a través de sus mediadores en forma escrita, que son los precursores de su expresión culta en el siglo XIX. Separado el virreinato del Río de la Plata del peruano, como ya hemos referido, e instalada la primera imprenta en Buenos Aires, inclusive algunos testimonios de la presencia activa de la gauchesca primitiva alcanzaron su forma impresa, siempre en relación con la representación de hechos objetivos, aunque ya mediada su presencia fuera de la oralidad por los precursores de su ingreso a la cultura urbana: el fraile Juan Baltasar Maziel, autor de composiciones donde, por ejemplo, celebra las victorias militares del futuro virrey Don Pedro de Cevallos, y Bartolomé Hidalgo, quien con sus cielitos -la referencia a la cultura popular es en este caso bien directa- celebrará la independencia y las victorias militares del nuevo régimen inaugurado en 1810 de un modo definitivamente distinto al característico de los “poetas de la revolución”, dominados todavía por el neoclasicismo. Estamos, desde luego, al cruzar la frontera del siglo XIX y producida la independencia de nuestro país, ante conflictos en ciernes, al borde de estallar, tanto en el terreno político y económico, como en el social y cultural. Mientras los pertenecientes a las tres primeras categorías no hacían otra cosa que evidenciarse inclusive a través de confrontaciones armadas, el cuarto conflicto se perfilaba de un modo más soterrado pero no menos enfrentado.
Ya dijimos antes que un paso muy importante, dentro de la poesía argentina, había sido la introducción del romanticismo francés en el territorio rioplatense gracias a Esteban Echeverría, dado que la adopción de los cánones románticos dentro de nuestra cultura suponía nada más ni nada menos que el primer abandono cultural de la dependencia de España. Por primera vez, nuestra poesía adoptaba un canon diferente, aunque también europeo, al que le había añadido un matiz americanista del que no gozaba el original. Esta concepción nueva emanaba justamente de un grupo de hombres que tenían un plan de país, en sus distintos aspectos culturales, económicos, políticos y sociales, diametralmente diferente del sostenido por la anterior dominación española, y, además, en la época en que iban formulándolo, también disímil respecto de los rumbos que habían tomado las circunstancias de esos mismos órdenes en la Argentina. La generación del 37, que se reunía en la librería de Marcos Sastre para labrar su proyecto de país según una óptica que posteriormente triunfó, imponiéndose paulatinamente después de la batalla de Caseros librada en 1852, era marcadamente liberal en tiempos de la primera apropiación de los poderes públicos por parte de Juan Manuel de Rosas, quien no sólo miraba con desconfianza las actividades de los miembros de esta generación, sino que finalmente persiguió a la mayoría de ellos hasta el punto de que tuvieron que exiliarse. No yerra el muy hispanófilo don Ricardo Rojas cuando afirma que “el romanticismo es el liberalismo expresado en el campo de la cultura”; el neoclasicismo anterior, entonces todavía sostenido por Juan Cruz Varela -otro exilado en Montevideo por el régimen rosista- le era desde luego más afín a don Ricardo.
Pero por cierto, los hombres de la generación del 37, si no políticamente, sí culturalmente, se estaban imponiendo a las reminiscencias de Varela y sus remanentes seguidores. Del mismo modo que articulaban un proyecto de país económico, político y social, articulaban un país cultural, esto es, la expresión de un país a través de su literatura, de la cual, en la época, mucho más que la prosa, poseía el centro de la atención la poesía. Los prestigios de un autor, entonces, se medían más por sus logros poéticos que prosísticos. El hecho de que tanto Echeverría como Mármol sean recordados más por sus logros en narrativa que en poesía es resultado de una elaboración posterior. Echeverría, autor del primer relato argentino, El Matadero, y Mármol, de la primera novela nacional, Amalia, fueron en vida más importantes como poetas que como prosistas. Tan importante era el género en esa primera mitad del siglo XIX y ambos eran los epígonos del romanticismo francés elaborado a escala rioplatense.
Sin embargo, como ya mostramos, este río subterráneo y caudaloso de la gauchesca era su contemporáneo, aunque devuelto a su condición de marginal, luego del temprano afloramiento de sus precursores Bartolomé Hidalgo y Juan Baltazar Maziel. Probablemente, tras estos tempranos afloramientos en el campo de la cuestión culta de la metrópoli, haya retrocedido su presencia hacia el ámbito de lo rural donde se originó, pero definitivamente no se extinguió en este período signado por el romanticismo, dado que floreció luego hasta ocupar un papel relevante en el transcurso del siglo XIX, en su faceta culta, con poetas de los calibres de Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, entre otros. Una poética que desaparece no renace milagrosamente en obras de tal nivel, guiándonos apenas por el sentido común: la gauchesca estaba viva y presente mientras el romanticismo campeaba por sus fueros en la poesía argentina escrita por exiliados y vuelta canon, posteriormente, por los historiógrafos del período. No deja de ser evidente que partían ambas propuestas de barricadas antagónicas y que, en cuanto a la historia de los movimientos culturales, cada uno que surge tiende a querer apoderarse de la coiné, la lengua bien hablada y culta, elaborada como representación -una más- del topós en su misma esencia. En el período del que hablamos, precisamente estas cuestiones estaban en debate y muy activo, dado que en el terreno de lo real disputas como éstas costaban vidas humanas. Claro que la cultura mediatiza los demás conflictos operados en la esfera de lo social, político y económico, aunque en este aspecto abandona sus matices conscientes de representación y se transforma en campo virtual, del mismo modo que los otros afectados a la misma pugna.
En el período que tratamos, sin embargo, debemos advertir algunas posibles diferencias: la generación del 37, romántica, tenía un programa muy bien establecido, desde el Dogma Socialista para unos aspectos del problema a resolver, esto es, el futuro real del país, hasta el romanticismo como expresión plena de ese mismo programa.
En el otro extremo, tenemos algo informe, no programático, no teorizado, más comparable con un hecho que una teoría -esto dicho sin desmedro de las calidades que ofrece una teoría- representado por la gauchesca que suponemos entonces retrotraída a sus orígenes, pero ya digamos “maculada” por la cultura tras el afloramiento impreso de sus precursores. Podemos pensar que los hombres de la generación del 37 no ignoraban su existencia, aunque desde luego, muy probablemente, no le darían a la gauchesca primitiva la importancia que le otorgaban a lo escrito por lord Byron, Lamartine o Shelley (algo que, por otra parte, heredamos la mayor parte de los que componemos su posteridad, dado que nuestro modelo de país desciende, siquiera primariamente, de lo planteado por la generación del 37).
¿Cuál sería el juicio de un hombre de la generación del 37, fundadora de nuestro ideal de país, respecto de la gauchesca, entonces vuelta -aunque nada vuelve igual- a sus orígenes rurales? Por suerte tenemos el testimonio directo de una de las figuras más importantes de dicha promoción, Domingo Faustino Sarmiento, quien caracterizó detalladamente, desde esa óptica, a los gestores de la forma poética que disputaría la coiné del siglo XIX argentino. Así, en Facundo, dice Sarmiento en relación al gaucho cantor, según la tipología elaborada por una de nuestras mayores figuras literarias del siglo XIX:
“En la República Argentina se ven a un mismo tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo; una renaciente, que, sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que, sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno dentro de las ciudades, el otro en las campañas. (…) Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona, irregular, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más narrativa que sentimental, llena de imaginaciones tomadas de la vida campestre, del caballo y las escenas del desierto, que la hacen metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado malevo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado, prosaico de ordinario, elevándose a la altura poética por momentos para caer de nuevo al recitado insípido y casi sin versificación…” (Facundo, Capítulo II).
La prístina referencia de un intelectual del 37 de la categoría de Sarmiento a la gauchesca retrotraída de su época, ¿no hace innecesario otro comentario?
En la etapa, la gauchesca se ofrece para los exiliados autores del proyecto de coiné poética argentina como un enemigo derrotado, algo que no sólo carece de representación impresa, lo único valorable, sino que en su concepción jamás la tuvo, pese a lo documentado. En todo caso la gauchesca es la representación poética de la barbarie en el sentido de valor, muy diferente del desierto de Echeverría, que es un escenario admisible. Las categorías desierto (no poblado por el hombre romántico) y espacio rural (habitado por el gaucho) brindan una interesante doble imagen del mismo hecho objetivo: para el romántico un topós está habitado sólo cuando alberga a un modelo de hombre, el suyo; caso contrario, está desierto. Para la gauchesca, la concepción de la pampa (de todo el ámbito rural, extendiendo el concepto al conjunto del interior del país) como desierto es impensable, dado que ella es el ámbito mismo de su sociabilidad, el sitio donde se produce la interrelación, donde se difunde la poesía gauchesca, cuya ananké insoslayable es, precisamente, la presencia de un otro real, escuchando y comprendiendo enfrente, para que se produzca la comunicación de la tradición oral que le permite perdurar desde su mismo origen. En un desierto como el que proponía Echeverría, la gauchesca se hubiese extinguido mucho antes de la llegada al Plata del romanticismo.
Pero por su parte, la ananké de la generación del 37 era desconocer la existencia misma de la gauchesca, casi programáticamente, aunque muchos de sus prohombres fueran, en escala mayor o menor, tanto poetas o prosistas como hacendados, en contacto directo con los hombres y la poética que poblaban “el desierto” echeverriano: de hecho, el mismo Esteban Echeverría era dueño –junto con su hermano- de la hacienda Los Talas, en la Provincia de Buenos Aires, donde pasó largos períodos de ostracismo interior, antes de su partida definitiva a la Banda Oriental, perseguido como sus otros compañeros de ideas por el rosismo.
De todas formas, la gauchesca, bien que modificada, pasa a su segunda etapa en el siglo XIX: surgen autores letrados que realizan una transformación de sus cánones, desde luego más digeribles para la cultura urbana que la había negado en el período anterior. Estamos ante una metamorfosis: lo que había sido marginal, propio de iletrados, literariamente perseguido con todas las letras, se torna una corriente importantísima de la poesía argentina, al menos según las interpretaciones posteriores al fenómeno.
Es que se produjo un fenómeno, con la gauchesca, bien conocido en sitios y culturas diferentes de la argentina: se trata de una apropiación desde la cultura urbana de una corriente eminentemente rural, ya dotada antes de una tradición y una historia, aunque no de una historiografía. En este aspecto, la gauchesca ofrece condiciones ideales para operar el cambio. No hay una excesiva documentación de la misma que interfiera; el lenguaje a utilizar es bien conocido por parte de los autores, hombres con una relación directa con el campo y sus personajes y, además y primordialmente, despojados ya de los principales prejuicios referentes a la calidad cultural de la materia a transformar. La adopción de la gauchesca como camino para la poesía culta se produce no casualmente cuando el tipo humano que la había originado, el gaucho, heredero del gauderio colonial, estaba en franca desaparición; no era ya en su aspecto social una deuda de la nación presente, sino una deuda en desaparición, algo que ya reunía las condiciones necesarias para ser evocado y representado casi cómodamente. Algo despojado de su poder lesivo para el sistema que se iba imponiendo implacablemente como modelo de país: en la época en que esta poética invertebrada, incapaz de ofrecer una contraparte teórica al romanticismo, era un hecho cultural omnipresente a pocos kilómetros de las urbes, la estrategia posible era su negación; cuando su decadencia paulatina, ya era sujeto posible de transformación, lo que implica un reconocimiento insoslayable de su existencia anterior.
En su segunda etapa, la gauchesca adoptará algo más que la estampa que quieran darle sus autores del momento: será esa visión y ninguna otra, un modelo que llegará hasta nuestros días despojado de los trescientos años de su historia anterior -facilitado esto por su condición oral, fácilmente soslayable- para ser legitimada desde lo escrito, lo documentado, lo impreso, que se constituirá en lo real/virtual de la gauchesca. Aquello que será, definitivamente, la gauchesca historizada, la gauchesca oficializada: desde Ricardo Rojas hasta Jorge Luis Borges bendecirán al recién nacido.
Sus padres serán Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, más el último que los primeros, porque se necesitaba una obra de mayor alcance para operar el prodigio. Este consistió en transvasar lo bárbaro a lo culto, la sintaxis y el vocabulario rural a la nueva concepción urbana, de un modo tal que no conservara más que una parte de su confrontación con el orden establecido: aunque Borges todavía rezonga porque el poema nacional, el Martín Fierro, habla de un gaucho alzado como imagen del hombre argentino, de todos modos es una verdad admitida que el Fierro y La Vuelta de Martín Fierro se establecen como la biblia de la gauchesca, el modelo legitimado por Rojas, en su momento, como canon: una ventaja de los dogmas cuando se establecen a tiempo es su perdurabilidad. Inclusive, no se repara en las abiertas diferencias expresas entre la obra primera y su continuación. En el Fierro, el protagonista conserva bastante de lo heredado de la tradición de la gauchesca primitiva, en cuanto a su aspecto revulsivo, a la queja y la rebelión social de una tipología en franca desaparición, aspecto comprobable en las referencias del protagonista a su situación social previa al conflicto que le da materia viva a todo el libro, sentido mismo. Fierro es un hombre integrado al sistema rural donde tiene su origen, en un pasado perfilado por Hernández como anterior al liberalismo que luego invade con su modelo de país a la República Argentina; hasta entonces, el protagonista no tiene quejas respecto del sistema -flagrante diferencia en relación a los protagonistas de la gauchesca primitiva- dado que es un propietario, bien que menor, de casa, hacienda, mujer y descendencia. Sus problemas comienzan cuando se enfrenta al sistema, representado por el juez de paz, que lo despoja de sus propiedades y lo retrotrae a la misma condición que tenían los autores anónimos de la gauchesca primitiva, el gaucho sin heredad de la época de Bernardino Rivadavia. Se convierte en un paria, un desheredado, un gaucho lato, en fin, como aquellos que mendigaban trabajo de estancia en estancia en la época misma en que Hernández escribía el Fierro en su exilio brasileño. En el Fierro, el protagonista es un rebelde, como lo serán sus descendientes prosísticos, Juan Moreira y Hormiga Negra, más avanzado todavía el proceso de degradación real de esa ficción que ya era el gaucho. En La Vuelta de Martín Fierro, encontramos a un hombre distinto: alguien que acepta volver del desierto -tributo innegable de Hernández a la imagen acuñada por Echeverría cuarenta años atrás- para integrarse como mejor le resulte posible al nuevo orden de las cosas.
Si la gauchesca se ofreció desde sus inicios como representación de lo real, con la obra de Hernández encontró el mejor artificio para ratificar este postulado, si no especularmente -sabemos hoy que es un imposible tan inmenso como el intentado por el realismo europeo en fecha casi paralela- sí virtualmente, dado que estableció una interpretación de lo real admisible para el sistema de valores literarios correspondiente a su época, en manos de los ordenadores de la realidad poética argentina que necesariamente dieron cuenta de ella como anomalía, como fractal peligroso, aunque desde luego, con las reservas del caso, varias décadas después de que la gauchesca se extinguiera definitivamente como movimiento. Un más de lo mismo, por premeditada ignorancia o por calculada admisión, bajo los mismos fines, signó su trayectoria.
Una revolución estética de exportación: El modernismo
A fines del siglo XIX se produce un fenómeno poético de difícil parangón. Por primera vez, desde América, se lanza dentro de la lengua castellana una renovación formal y temática de las poéticas, que tiene como centro de difusión a la ciudad de Buenos Aires. Fue la primera vez y hasta la fecha, la única, en que un movimiento estético, fundamentalmente poético, aunque registre influencias también en la prosa, no sólo no se originó en una fuente europea, sino que alcanzó a “contaminar” la cultura del Viejo Mundo. Piénsese en el acontecer anterior -que ya hemos escuetamente reseñado- de la evolución de nuestras letras, para entender o aproximarse a un entendimiento de los alcances y la magnitud de este fenómeno literario. Hasta entonces, las letras argentinas habían seguido bajo la égida de los movimientos poéticos europeos, atravesando un proceso de trasplante de influencias que nació con el Siglo de Oro español, prosiguió con el Barroco y el neoclasicismo y se interrumpió con la importación del romanticismo francés traído al Río de la Plata por Esteban Echeverría en la primera mitad del siglo XIX, lo cual connota un cambio de dirección, es cierto, pero sólo respecto del centro europeo de influencia, trasladado de España a Francia. Desde luego, es subrayable la adaptación a nuestra geografía realizada por los románticos argentinos, que añadieron al cuño francés el americanismo, aunque del mismo modo ya hemos señalado la pugna por alcanzar la coiné poética, la predominancia, entre este romanticismo apartado del dogma galo por la adaptación americana y la corriente gauchesca de segunda etapa, que si bien reconoce un origen formal en la poética popular española, había operado cambios más profundos y definitorios en lo temático mucho antes de que lo predicado por Echeverría y sus seguidores esbozara su versión del romanticismo y triunfara sobre el neoclasicismo colonial y posrevolucionario. Para trabarse en disputa con la gauchesca, que a su vez había originado un movimiento que conservaba las escenografías y la recreación del habla que le había dado origen, el romanticismo empleó su amplia difusión en los ambientes cultos de su época y el prestigio que le daba su origen europeo, aunque cabe señalar que sin la intervención del modernismo para agregar un tercer elemento a la disputa, el proceso de pugna entre ambas corrientes decimonónicas podría haber tenido un final mucho más incierto. De hecho, el fin de siglo poético ofrecía ya una suerte de mixtura entre ambas corrientes. Hay elementos románticos en la gauchesca y gauchescos en la romántica, con posterioridad a la publicación de La vuelta de Martín Fierro, en la tierra de nadie poética que involucra a un fin de siglo más signado por el predominio de la prosa que de la poesía, como se evidencia a partir de la generación del 80. Sin embargo, antes de la irrupción del modernismo de los 90, el romanticismo desleído entre otras influencias parece haber superado a la gauchesca, que se desplaza de la poesía hacia la prosa.
Por otra parte, hacia 1880, al romanticismo argentino le sucedía lo mismo que a sus pares de toda la región hispanoamericana: el elemento que habían agregado al original francés amenazaba con estrangularlos, puesto que el americanismo inicial, tras medio siglo de desarrollo no había sido capaz de madurar lo suficiente como para transformarse en un elemento dinámico, al menos no lo suficiente como para renovar el movimiento formal y temáticamente a través de tan prolongado período. Las temáticas nacionales habían presionado tanto en su interior, que sin una renovación que pudiera dar cuenta de ese empuje la antigua fuerza romántica había degenerado paulatinamente en regionalismos hechos a base de repeticiones de formas preestablecidas, de clichés… precisamente el tipo de crítica que había levantado el romanticismo como consigna contra el neoclasicismo español cincuenta años antes.
El modernismo remite a otras reelaboraciones de lo europeo, mucho más hondas que lo operado por el romanticismo argentino y capaces de ofrecerse como las señales de un rumbo original, rápidamente adoptado por la vanguardia argentina a partir de la llegada a Buenos Aires de Rubén Darío, el alma mater del movimiento que, desde Buenos Aires, se proyectaría hacia el Viejo Mundo.
En principio, el modernismo se constituye como una reacción contra el desgastado romanticismo, de un modo ciertamente radical. El modernismo transforma todo lo conocido respecto de vocabularios, giros, tipos de verso, estructura de los párrafos, temas y recursos de ornamento. Los versos, a partir del modernismo, adquirieron una gama de posibilidades formales impensables en todas las etapas anteriores: no sólo era posible, desde su óptica, emplear todos los cánones ya conocidos, sino que además el modernismo se ocupó de inventar otros nuevos. Desde luego, con la innovación formal no bastaba para terminar de liquidar la influencia del romanticismo en América, conque es de advertir que para ello el modernismo contó con elementos propios de las vanguardias surgidas por ese entonces en el Viejo Mundo, pero como elemento definitorio, con algo que le era propio y constitutivo.
Por una parte, el modernismo digirió las influencias de los parnasianos y los simbolistas franceses, pero asimismo reelaboró otras influencias que no son demasiado tenidas en cuenta a la hora de hablar sobre sus bases de sustento temático: también incorporó imágenes y referencias provenientes de las mitologías griega, germánica, nórdica y precolombina, recreadas no desde la referencia directa sino a través de la intermediación de la imaginación, hilo conductor si hemos de entender el camino desarrollado por el movimiento. Lo exótico ya no es la referencia romántica a tierras y tiempos lejanos, sino la sincronización que operó el modernismo entre lo exótico evocado y lo formal evocante: la diferencia principal estriba en que para el romanticismo lo pasado y lo lejano continúan en un lejos y un antaño, mientras que para el modernismo se trata de un paralelo temporal y espacial, una sincronía que potencia las imágenes y los sentidos de un modo antes inaudito. Por ello es que si para el poeta romántico la figura retórica favorita es la comparación, para el modernista el equivalente es la metáfora, un recurso cuyos prestigios se acendrarían a partir del modernismo hasta llegar -exagerada, en muchas ocasiones, su verdadera importancia, hasta convertirse para buena parte de la poesía del siglo XX en una hipertrofia que devora el conjunto del poema- hasta nuestros mismos días.
Aunque fue Darío el principal propulsor del modernismo, sus orígenes primitivos hay que buscarlos en la obra prosística del cubano José Martí (1853-1895) y al mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), quienes tendieron con sus textos a una transformación actualizante de la realidad literaria hispanoamericana, con anterioridad a la publicación de los volúmenes Azul -1888, en Chile, por cierto que sin demasiado éxito- y Prosas profanas y otros poemas (1896), de Rubén Darío.
Recibido en Buenos Aires como un cicerone poético experto en los nuevos tiempos, Darío trajo una renovación que se expandió como una corriente eléctrica tanto entre los jóvenes autores de la época como entre aquellos que ya ameritaban una trayectoria intermedia, convirtiéndose en la sensación de ese entonces. Sus postulados, nunca vertidos en un programa modernista o un manifiesto expreso, sino difundidos a través de medios tan diversos como el diario La Nación -del cual Darío era colaborador- o la revista La Biblioteca, dirigida por Paul Groussac, se condensan en la afirmación de un deseo de transformación y también de disconformidad con la tradición poética española, una reacción contra las expresiones fáciles y los estertores del decadente romanticismo, que encontraron campo fértil en las imaginaciones y los talentos de un grupo muy amplio de poetas argentinos, entre los que podemos nombrar a Leopoldo Lugones, Leopoldo Díaz, Eugenio Díaz Romero, Antonio Lamberti, Carlos Ortiz, Martín Goycoechea Menéndez, Carlos Becú, Matías Behety y Diego Fernández Espiro.
En 1899, una fecha tan temprana en relación a la juventud del movimiento modernista, su definición fue incorporada al Diccionario de la Real Academia Española, nada menos que gracias al entusiasmo de Marcelino Menéndez Pelayo.
Posteriormente a su irrupción en el ambiente literario argentino, el modernismo desembarca en España y se expande definitivamente a través del segmento iberoamericano, configurando el primer boom latinoamericano -anterior y de mucho más extendido alcance que el protagonizado por los narradores de 1960 en adelante- mayoritariamente poético y también fácilmente olvidado por los historiógrafos de la literatura del siglo XX, por las imperativas razones del marketing editorial que todos conocemos y sufrimos hasta la actualidad.
Después del modernismo
Pese a su potencia inicial, a su novedad y los alcances de su influencia, el modernismo no dejaría de decaer y degenerar en la primera década del siglo XX. Del mismo modo que el Barroco se degradó hasta constituir las formas capaces de ocultar toda estructura, característica del churriguerismo, el modernismo hispanoamericano que había nutrido de nueva fuerza a Europa comenzó a degradarse tras la muerte de Darío, en 1916. En la Argentina, del mismo modo que en otros países de Iberoamérica, se produce una reacción contra esta decadencia, protagonizada inicialmente por aquellos poetas que, influenciados por el modernismo, tendían a intentar salvar al movimiento de su final tan avizorable: las fórmulas retóricas, los fallidos intentos de creación de “climas poéticos modernistas”, las repeticiones hasta el hartazgo de las recetas formales que habían consagrado a los autores de veinte años atrás. Estas falencias iban carcomiendo al movimiento hasta ir dejándolo no en los meros huesos, sino en la nada donde sustancia alguna se ofrecía a la mirada lectora.
Esta reacción se apoyó para buscar su cometido en un desarrollo aun mayor de los contenidos “nacionales” de la poética en curso, en su aspecto temático, mientras que en lo formal tendía a abandonar los preciosismos modernistas, buscando un verso que obrara como referente a lo inmediato circundante -un elemento de representación que ya tenía la gauchesca como “eje programático”- mientras que su galería de recursos idiomáticos y de estilo se orientaba hacia una recuperación de la tradición española, en detrimento de los elementos europeos de otra índole, particularmente francesa, que ofrecía el modernismo ortodoxo de las décadas anteriores. Esto coincide con un auge del nacionalismo en la prosa y la ensayística epocales, y no es casual que a esta generación se la haya denominado también “la generación del centenario”. En el campo más vasto de las ideas predominantes en este segmento de la historia literaria argentina, tuvo fácil eco la idea de que a cien años de la Revolución de Mayo era preciso establecer una literatura nacional, dedicada a representar -una ilusión de la literatura, reiterada, es esta idea de sí misma como representación- el escenario, los actores y el guión de la escena argentina, ideología que abarcó también a la poesía local, en sus aspectos más generales. Se trata de los tiempos en que Ricardo Rojas intenta dar cuenta del fenómeno de la letra argentina desde una óptica hispanista y a la vez nacionalista -una suerte de ornitorrinco, mitad pato y mitad nutria, pero que funcionó en esa coyuntura y hasta se perpetuó desde entonces por largas décadas, para llegar a nuestros días a través de algunos remanentes evidentes y otros encubiertos- labrando las categorías, los homenajes, los orígenes y las aberraciones, las denostaciones y las celebraciones, el primer intento más o menos sistemático de organizar el continuum que provenía de Luis de Tejeda.
Como parte de este impulso “renovador”, los autores de la época preconizaron una suerte de purga del idioma, cuyo laxante estaba aplicado a barrer con todas las impurezas venidas de la gauchesca y del lunfardo, así como de lo tildado como galicismo; un casticismo que consideraba a España como la fuente única y directa del idioma, como si los aportes que enriquecen al castellano desde América y desde hace cuatro siglos fueran sus aberraciones y no una demostración más de la plasticidad de la lengua que heredamos. Otra paradoja del “nacionalismo literario” de ese entonces: denostar aquellas formas idiomáticas que tienen que ver con lo más acendradamente nacional, como el voseo y los giros rioplatenses y del interior de la República, cuando estas formas de expresión constituyen nuevos campos ganados por la creatividad del castellano latinoamericano.
En paralelo a esta tendencia, mientras no dejaban de actuar otras, como el modernismo y el romanticismo remanentes, adquiría mayor fuerza lo que podemos denominar el segmento urbano de la poesía argentina, aplicado a temas y personajes característicos de la gran urbe en que se iba convirtiendo Buenos Aires, siendo su autor fundante y actuante en ese entonces Evaristo Carriego, quien si no dejó una escuela formal adscripta a su obra, formalizó una tendencia perdurable en lo relativo a las tópicas que perdurarían en el transcurso del siglo XX, bien que trasformadas en cuanto a su expresión formal, deudoras del segmento inaugurado -al menos, en su expresión más acabada- por el autor de las Misas herejes. Entre otros aspectos del devenir poético a partir de esa época, es impensable la poética urbana de la generación de 1960 sin el aporte sustancial de Evaristo Carriego ni las poéticas del tango-canción, anteriores a esta generación y también gravitantes sobre ella, del mismo modo que Carriego funda, también, el sedimento del tango-canción.
De la aventura ultraísta a la pretendida polémica Boedo-Florida y la fundación de Sur
Con el retorno a Buenos Aires de un Jorge Luis Borges de 22 años, empapado de una vanguardia española recientemente surgida, la escuela ultraísta, se agregaría al panorama poético argentino un matiz que no por efímero deja de ser interesante, dado que el fenómeno implica una avidez de parte de las poéticas locales de nuevos movimientos y perspectivas para que la novedad tuviese algún predicamento. La aceptación, bien que restringida en cuanto a expansión, del ultraísmo en estas costas, demuestra una cierta apertura en los años 20 hacia un cosmopolitismo característico de las grandes ciudades, que veremos se acrecentará en Buenos Aires, con sus alzas y altibajos, con sus cenits y sus simas, a lo largo del siglo XX.
Como escuela intrínsecamente española y dominada por la presencia de su alma mater, el poeta Rafael Cansinos-Asséns, el ultraísmo importado por Borges tendía a una austera escritura dominada por la síntesis, de buscada precisión, que se se caracterizaba por el abandono de todo ornamento e innecesaria adjetivación, elementos entendidos como inútiles y perjudiciales, que empañaban la expresión del mundo sensible transformado por el poeta en verdades emocionales e interiores. De entre los recursos poéticos utilizables, destacaba para los ultraístas el empleo de la metáfora. Entre otros autores, adhirieron al ultraísmo Gerardo Diego, Jacobo Sureda, Juan Larrea, Guillermo de Torre, Eugenio Montes, Adriano del Valle y Pedro Garfias.
El ultraísmo argentino, cuya cabeza visible era el joven Borges, no por reducido en su influencia dejaba de tener una actitud que no podemos menos que definir como militante respecto de su difusión, modesta en cuanto a medios pero entusiasta en cuanto a intenciones.
Borges no sólo redactó un manifiesto ultraísta, muy al uso de la modernidad, sino que fundó Prisma, la primera revista de tendencia ultraísta aparecida en la Argentina. Además de esta originalidad, Prisma tenía otra: era una revista mural, consistente en una sola hoja que Borges, su hermana Norah y un grupo de jóvenes escritores, entre ellos Eduardo González Lanuza, Francisco Piñero y un primo de Jorge Luis, Guillermo Juan Borges, salían de noche a pegar con engrudo por calles bien elegidas: Callao, Entre Ríos, Santa Fe y México, esta última la que albergaba el edificio de la Biblioteca Nacional, por aquel entonces.
El éxito inicial de la novedosa publicación fue exiguo, dado que los transeúntes arrancaban enseguida los pegotes que dejaba atrás la reducida banda ultraísta de Buenos Aires, pero entonces algo fortuito sucedió.
Alfredo Bianchi, director de la bien establecida revista Nosotros, prestó marcada atención a los predicamentos de aquellos desconocidos y los invitó a publicar en las páginas de su medio gráfico una antología ultraísta.
La propuesta estética traída de Europa alcanzó así otra difusión. Pasó muy poco tiempo antes de que el grupo acaudillado por Borges ambicionara una nueva meta: editar ellos mismos una revista ultraísta en Buenos Aires, de formato más tradicional que su antecedente mural. Así nació la primera época de Proa, que alcanzó los tres números y estaba inspirada en la madrileña Ultra. Entre sus colaboradores se contaron el mismo maestro español, Rafael Cansinos-Asséns, así como Jacobo Sureda, Adriano del Valle, Roberto Ortelli, Salvador Reyes, Ezequiel Gándara, Guillermo de Torre, Alberto Rojas Jiménez, Macedonio Fernández, Guillermo Juan Borges, Norah Lange, Francisco Piñero y Eduardo González Lanuza.
Para ambientar localmente el momento de la aparición de los ultraístas en la escena nacional, referiremos que la figura fundamental de la literatura argentina, en el momento en que Jorge Luis Borges establece su manifiesto y su primera revista, es Leopoldo Lugones. Además de Lugones, considerado el más importante, descuellan las obras de Alfonsina Storni, Ricardo Güiraldes, Manuel Gálvez, Baldomero Fernández Moreno y Horacio Quiroga.
El ultraísmo argentino sufrió un súbito apagón con el nuevo viaje de Borges a Europa, en 1923, pero volvió a iluminarse -aunque con luces veremos que algo diferentes- a su vuelta, acaecida en 1924, el mismo año de la publicación en Francia del Manifiesto Surrealista, redactado por André Breton.
Retornado Borges a la Argentina, impulsarían la reaparición de la revista Proa, en su segunda época, los escritores Alfredo Brandan Caraffa, Pablo Rojas Paz y Ricardo Güiraldes. Como en su etapa primera, Proa en la segunda tendría una existencia efímera: algunos números desde agosto de 1924 hasta diciembre de 1926. También en1924, Borges adhiere a la aparición de una nueva publicación, Martín Fierro -“Periódico Quincenal de Arte y Crítica Libre”, según rezaba su portada- que dirigía Evar Méndez. Lo mismo hacen varios de sus compañeros de la segunda época de Proa y una serie de jóvenes escritores de ese entonces, destinados a ser bien conocidos en las décadas siguientes: Oliverio Girondo, Conrado Nalé Roxlo, Eduardo Mallea, Roberto Ledesma, Enrique y Raúl González Tuñón.
Martín Fierro surgió como expresión de un grupo de autores que se proponían acercar las inquietudes de las vanguardias al ambiente literario argentino, con una fuerte apuesta al criterio de “el arte por el arte” y la renovación del idioma. Sus impulsores se reunían asiduamente en confiterías del centro de la ciudad: primero en La Cosechera, de la Avenida de Mayo, y luego en la Richmond, de la elegante calle Florida. Esto les valió el bautismo como grupo de Florida, que se contrapuso a otro, el grupo de Boedo, que nucleó a intelectuales más cercanos a posiciones de izquierdas y que proclamó la necesidad de un arte comprometido con la lucha social. Integraron el grupo de Boedo, entre otros, Roberto Payró, Florencio Sánchez, Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo y Roberto Mariani.
Desde luego, estamos simplificando mucho este capítulo de la historia literaria argentina, pues cabe agregar que, pese a la polémica desatada entre las dos barricadas estéticas, individualmente la relación era más que cordial entre sus respectivos miembros y que había varios autores que participaban de ambos grupos.
A este respecto, se expresa el estudioso Adolfo Prieto con meridiana claridad, cuando dice en su obra Estudios de Literatura Argentina: “Florida trató de actualizar el pulso literario; estuvo alerta a todas las novedades puestas en circulación por las vanguardias europeas”. Agrega el mismo autor en la obra citada: “Logró muchas metáforas felices; mitificó con estéril esfuerzo el arrabal porteño; flexibilizó el idioma; renovó la problemática del arte; malgastó talento e ingenio con la inmunidad que garantiza el ejercicio de la literatura. Boedo debió casi inventarse su propia tradición de literatura de izquierda; pagó copioso tributo a la debilidad de las formulaciones teóricas y a la necesidad de moverse en un medio refractario donde los críticos no se correspondían exactamente con los lectores. Promovió el interés de multitudes por la literatura social; pero se abstuvo demasiado a la mirada extendida de grupos minoritarios y hasta se comprometió, por contagio o inercia en devaneos y juegos verbales”.
Con posterioridad a estas reyertas y actitudes de barricada, que muchos entendieron como una iniciativa de autopromoción concertada entre ambos grupos, Jorge Luis Borges sintetizó los hechos y los dichos de esa aparente discordia: “Acaso hubo un solo grupo, que fue el de Floredo”.
Después de publicar 40 ediciones, en noviembre de 1927 la revista Martín Fierro dejó de aparecer. Respecto del grupo de Boedo, desde diciembre de 1924 tenía su propia revista, Los Pensadores, dirigida por Antonio Zamora. Inicialmente quincenal y luego mensual, sus ediciones se extendieron hasta 1926.
La referencia a determinadas revistas literarias argentinas, para esbozar las características generales del desarrollo de las poéticas argentinas, son obligadas, dado el peso que algunas de ellas tuvieron no sólo en lo que hace a su difusión -siempre restringida, en relación a géneros de alcances más masivos- sino también a la conformación de banderías y grupos estéticos, que abonaron con sus apologías y rechazos la historia del “hampa literaria” de cada período.
Es por ello que debemos ahora referirnos obligadamente a Sur, la revista fundada en 1931 por Victoria Ocampo.
En 1929 el escritor norteamericano Waldo Frank visitó la Argentina, invitado por la Facultad de Filosofía y Letras para dictar una serie de conferencias referidas a la actualidad cultural de su país.
Victoria Ocampo, quien pertenecía a una rica familia local y poseía numerosos contactos con personalidades de la cultura tanto argentinas como europeas, conoció a Frank a través del escritor argentino Eduardo Mallea. Fue el norteamericano quien le sugirió la posibilidad de publicar una revista periódica que tuviese por tarea la difusión de la literatura europea y la del Nuevo Mundo.
Así nació Sur, constituyéndose en uno de los sucesos de mayor peso en la vida cultural latinoamericana del siglo XX. Su primer número se editó en enero de 1931, apareciendo cada cuatro meses hasta 1934. Tras un año de interrupción, su edición se reanudó en forma mensual.
A través las páginas de Sur se difundieron en nuestro medio trabajos originales de autores de la talla de Paul Válery, Aldous Huxley, Martin Heidegger, Henri Michaux, Albert Camus, Rabindranath Tagore, André Malroux, Roger Callois, Antonin Artaud, Georges Duhamel, Dylan Thomas, William Faulkner, Jean Génet, John Osborne y Virginia Wolf, entre otros, siendo muchos de ellos desconocidos hasta entonces en nuestro idioma.
El primer secretario de redacción de la prestigiosa revista de Victoria Ocampo fue Guillermo de Torre -cuñado de Jorge Luis Borges- hasta 1938, cuando José Bianco tomó el cargo. Respecto de la redacción, estuvo compuesta por Waldo Frank, José Ortega y Gasset, Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, María Rosa Oliver y Borges, sumándose en distintos números de la revista colaboraciones de otros muchos escritores argentinos, entre ellos Leopoldo Lugones, Ezequiel Martínez Estrada, Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares, en una primera etapa, y posteriormente, Julio Cortázar, Carlos Alberto Erro, Leopoldo Marechal, Francisco Romero, Ernesto Sábato, Juan José Sebreli, Joaquín Gianuzzi y Alejandra Pizarnik, por citar sólo algunos ejemplos.
A lo largo de las varias décadas que abarcó la vida editorial de Sur, la labor de la publicación se distinguió por su dinámica tanto centrípeta como centrífuga, en cuanto al importante papel de difusión de obras de autores extranacionales que dio a conocer en el medio local, como en lo referente a la publicación en sus páginas de autores argentinos.
En los años treinta, la presencia de una revista como Sur permitió superar los peligros de una suerte de insularidad que podría haberse instalado en la poesía argentina, desde la generación del Centenario abroquelada -auque más programáticamente que fácticamente- en un nacionalismo de cortas miras y aun menores alcances.
El internacionalismo, ya declarado al menos nominalmente en otras culturas, se había instalado en la Argentina, produciéndose una circulación de textos e ideas provenientes de diversas culturas -piénsese en las traducciones realizadas tanto para Sur como revista como para la editorial del mismo nombre, amén de la labor paralela realizada por sellos editoriales de la época- cuando tuvo lugar un nuevo fenómeno, dentro de la poesía local, que testimonia una vez más la complejidad del conjunto. Se trata de la poética de la generación del cuarenta, caracterizada por un “retorno” -que veremos que no es acabadamente tal- a formas y tópicas más tradicionales, con claros precedentes en la historia de la poesía argentina labrada hasta esa fecha.
La generación del cuarenta: ¿una vuelta atrás o la evidencia de una crisis destinada a perdurar?
Curiosamente, para cierta crítica, los defectos “achacables” a la generación de 1940 son trasportables a las características de la primera etapa de la generación que la sucedió cuarenta años después, la correspondiente a 1980, y que cierra el alcance de este trabajo, también motejada en sus inicios como neorromántica. A este respecto, son por demás relevantes los trabajos críticos desarrollados por Ernesto Romano en relación a la generación del 40 y por Santiago Perednik, en lo relativo a la primera mitad de la generación de 1980 (ver Bibliografía crítica).
Ello nos introduce en una discusión muy interesante, dado que tiene que ver con el papel del poeta en el siglo XX y precisamente, con la relación que guarda con su época, algo abiertamente requerido por buena parte de la generación de 1960, la “generación del compromiso político”.
Desde la coincidencia de apreciaciones de Romano y Perednik, ambos segmentos generacionales (aunque en el caso del llamado “neorromanticismo” de la generación de 1980, se trata de una parte de ésta y no de la totalidad) se habrían distanciado de sus épocas, la llamada Década Infame -los autores agrupados bajo la generación del 40 comenzaron a publicar sus poemarios hacia 1934- y la correspondiente al período de la dictadura militar que se extendió desde 1976 hasta 1983, respectivamente, por una incapacidad para afrontar de otro modo las especiales circunstancias políticas, sociales, culturales y económicas de ambos períodos. El extrañamiento del poeta respecto de su época, caracterizada por la catástrofe de las instituciones, la inseguridad jurídica, y la abrupta ruptura de los principios democráticos de la sociedad argentina (de un grado mucho más grave en lo que respecta a la época de la dictadura militar 1976-1983) habría sido la única respuesta posible de estos sectores de la cultura nacional al terreno inmediato donde debían desarrollar su tarea creativa.
En el caso puntual de la generación del cuarenta, asistimos a una suerte de renacer de los postulados románticos, en un movimiento que para Romano (El 40, Editores Dos, Bs. As., 1969) “tenderá a reinscribirse en un pasado prestigioso” (sic, op. cit.), que se caracterizaría, para el autor, por la utilización de formas tradicionales, particularmente el soneto, por la “preocupación por crear un clima o lograr un tono serio, solemne”, y la “contemplación iluminada de la realidad natural, en calma y armonía”, estando “esta versión placentera rodeada, en ocasiones, por un distanciamiento protector” (sic). Cito también textualmente al autor, a continuación: “Tal iluminación garcilacista del mundo, propia de un momento de auge imperial, no de crisis y sometimiento, los muestra (a los poetas de la generación de 1940) en la desnudez de su artificio. La Argentina sin sombra, jerárquica, ordenada, que cantan no es la que viven, sino otra, a cuya evocación mendicante se dedican. Para ello les sirve un modelo inmediato, maestro en este tipo de escenografía: el Carlos Mastronardi de Luz de provincia, poema en el cual recurre catorce veces a la palabra luz (op. cit., pág. 50). Agrega Romano “El motivo de la infancia ha sido reconocido como relevante en esta poesía. Es en verdad la contraparte del sentirse arrojados en un mundo que los aplasta sin que tengan medios, o los busquen, para enfrentarlo. La infancia es otra señal de seguridad en su camino hacia atrás. (…) Pero la infancia es, sobre todo, la dimensión del mundo resuelto, organizado por los adultos para que el niño se limite a incorporarse. Esta seguridad absoluta, que ellos persiguieron, denodados, nunca más nítida que en la niñez. De ahí la recurrencia y la importancia del motivo.” (op.cit., pág. 53); “visión rígida del mundo natural, cuya fuerte coherencia interior pareciera indicarnos que nada fue dejado al azar, borrando así la inquietante presencia de lo imprevisto…” (op. cit., pág. 54).
Más allá de los juicios negativos que le merecen a Eduardo Romano las generalidades de la poética predominante en los cuarenta, podemos tomar elementos del juicio que dicha generación le mereció a Carlos Rafael Giordano, en el capítulo Temas y direcciones fundamentales de la promoción poética del 40, incluido en el mismo volumen que el ensayo de Romano: “La promoción del 40 vio la crisis como una amenaza y tras la amenaza el fin o la comprobación del absurdo de la condición humana. A partir de ello intentó, en la búsqueda y aprehensión de lo esencial, de lo que es sujeto de cambios pero permanece idéntico, solucionar el aislamiento del poeta y, a la vez, superar la crisis. El resultado fue la pérdida del mundo y una conciencia de fracaso que coadyuvaba, con su necesidad de huida, a esa misma pérdida. Ni el poeta obtuvo reconocimiento alguno de la importancia de su función -siguió en relación con un público especializado tan carente como él de influencia en los acontecimientos- ni esas esencias compensaron totalmente su desengaño. No siendo total la pérdida de la realidad en el artista, tampoco le fue posible la sustitución total de esa realidad por otra; surgiendo así de la contraposición de ambos órdenes, un insoluble conflicto. (…) De la desigual tensión entre los elementos a que he hecho referencia en el intento de comprensión y explicación precedente, surgen las distintas modalidades de estos poetas. Dichas modalidades se ordenan en dos direcciones fundamentales; lo cual no implica que de hecho se den necesariamente separadas con absoluta claridad. La primera implica una máxima sustitución de la realidad objetiva por la proyección subjetiva: el poeta ensimismado en busca de lo permanente logra cierto equilibrio en el recuerdo, que se le ofrece en la tensión de un algo ya fuera del tiempo y la contingencia pero que es, a la vez, algo perdido e irrecuperable. La infancia y todo lo que la rodea y el amor con todo lo que a él se vincula, son los dos grandes temas de esta dirección, completada por lo local y el pasado patrio, por una parte, y lo mitológico y un lirismo universalista sin demasiadas notas distintivas, por otra. Todo ello coincide aquí con una marcada preferencia por formas clásicas del verso o por lo menos con un respeto por las tradicionales estructuras formales de la poesía. La segunda, por el contrario, implica una máxima tensión entre lo subjetivo y la realidad objetiva que, en cuanto no resuelta, sólo ofrece como permanente el hecho mismo de la constante destrucción de todos los objetivos y del hombre. La muerte, la desolación, el mal y la corrupción son los temas de esta dirección, compensados a veces por un sensualismo sin alegría. La forma poética aquí está siempre próxima a romperse o por lo menos menosprecia los recursos musicales del verso. Aunque parezca contradictorio, también procede de esa máxima tensión entre lo objetivo y lo subjetivo, y por lo tanto pertenece a esta dirección, la tentativa que podríamos llamar de pretensión metafísica, es decir la que busca solucionar esa tensión con una ontología individualista y existencial, en una poesía intelectualizada y más alegórica que simbólica. Podemos reunir de nuevo ambas direcciones en un gran tema único que abarca a todos, el tema central de la promoción poética del 40: el tiempo. Una actitud subjetivista frente a un tema semejante no podía hacer del canto sino una elegía.” (op.cit., págs. 32-33).
Sin que la generación poética del cuarenta lograra resolver la encrucijada enunciada, llegó lo que parecía ser una propuesta nueva por parte de sus sucesores, los poetas argentinos del 50.
Nueva apertura a «las vanguardias»: la década del 50
La suerte de nudo gordiano en que había quedado embretada la poesía argentina -debido a su crisis ante la realidad de un país que no le brindaba al poeta un espacio acorde con su instalación en el devenir nacional, ni formal ni real, desde antes de que la generación del cuarenta la expresara, ello es cierto, pero se trata de un fenómeno que ninguna otra generación había evidenciado tanto como ella- continuaba sin soltar sus lazos iniciada ya la década siguiente. La generación correspondiente a este segmento intentó desanudar la cuestión a partir de una apertura mayor a las vanguardias internacionales, cuyas obras comenzaron a ser traducidas y difundidas, en un esfuerzo de actualización respecto de los movimientos poéticos operantes en occidente que sólo es equiparable a lo emprendido por Sur en los 30, aunque con un signo distinto.
Se trataba en los cincuenta de recuperar el tiempo perdido entre dos generaciones, la de los 30 y la de los 40. La primera había apostado a lo oficializado como cultura literaria ya en la época de Sur, que traía la “novedad” de autores plenamente aceptados por la cultura desde antes de la aparición del primer número de la revista dirigida por Victoria Ocampo, mientras que la generación del 40 se había retrotraído a una concepción anterior, una fuga hacia atrás.
Por lo contrario, la generación del 50 creía que estaba acercando a la poesía argentina las vanguardias -era una creyente acérrima en las verdades y postulados de la modernidad, con su sinfín de ísmos que se niegan y superan uno tras otro- cuando, en realidad, lo que importó estaba ya admitido como oficial o casi oficial en el resto de occidente. Salvo en el caso de la nueva poesía norteamericana -que sí fue una novedad para las poéticas locales- el resto de lo transferido a nuestro ecosistema poético era nada más que el lógico devenir de lo ya aportado por Sur, un cuarto de siglo antes, hecha la salvedad de que Sur, que se seguía publicando por entonces, había quedado aferrada a la concepción de cultura de su etapa fundacional y resultaba absolutamente incapaz de mostrar nada que superara la rígida noción cultural que la había originado.
Frente a tal remanencia, apoyada por otra parte, por el aparato cultural oficial de la república, no es de extrañar que las importaciones operadas desde publicaciones como Poesía Buenos Aires, dirigida por Raúl Gustavo Aguirre, se ofrecieran como una suerte de plus ultra en el panorama local, cuando sus abrevaciones en el dinámico campo de transformaciones de las vanguardias occidentales -nada tan dinámico como este estadio postrero de la modernidad- pecaban desde una óptica internacionalista (precisamente la que deseaba adoptar la generación del cincuenta, al menos en su segmento más progresista) por lo menos de un retraso de dos décadas en cuanto a la actualidad de ese entonces.
Sin embargo, las poéticas del cincuenta sirvieron para actualizar en parte las formalidades del género, aunque definitivamente no lograron resolver la disyuntiva local, que había hecho crisis en la década anterior.
Es el mismo Aguirre quien, en su conferencia luego ampliada a breve ensayo, Los poetas en nuestro tiempo (1957), manifiesta abiertamente el conflicto entablado en la esfera local entre la cultura de masas, la académica y la poesía propiamente dicha, sin atinar a otra cosa que a asignar al poeta un lugar de exilio, absolutamente continuador de lo establecido por la generación anterior como el único sitio posible -bien que muy incómodo- para el verdadero creador de la palabra poética. En definitiva, lo que establece la generación del cincuenta como “el lugar del poeta” es el espacio de una suerte de demiurgo que crea mundos paralelos pero que no opera en absoluto en el campo de lo real, esto último un verdadero acierto, mientras que lo primero -una hipertrofia compensatoria de los poderes imaginarios de la poesía, sólo operantes dentro de su mismo reino- resulta desoladoramente un premio consuelo, frente a tanto campo de lo real perdido desde hacía más de cien años. En el resto del mundo occidental, por otra parte, una afirmación como la anterior ya podía ser adjetivada como, por lo menos, candorosa, habida cuenta de la acelerada pérdida del aura que creador y obra creada habían sufrido recién comenzado el siglo XX.
Desde luego, esta pretendida solución al conflicto vivo -pocas cosas tan vivas en la poesía argentina como éste, inclusive en nuestro mismo tiempo- no iba a tener otro resultado que trasferirlo a la generación siguiente, que buscó otra vuelta de tuerca bien diferente para el brete del que la poesía argentina se había hecho consciente apenas dos décadas antes.
Los 60: «El compromiso con la época»
La primera vez que vi el rostro del poeta Juan Gelman -hoy Premio Nacional de Literatura, entre otras numerosas distinciones- fue en una comisaría. Al mejor estilo western, un minucioso retrato del autor de Violín y Otras Cuestiones reclamaba su captura vivo o muerto y exigía a la población la inmediata denuncia de cualquier dato sobre su paradero. La pinacoteca incluía otras obras del mismo anónimo artista policial; entre ellas, los retratos de Mario Firmenich, Emilio Perdía y Roberto Vaca Narvaja, de la cúpula de la organización guerrillera Montoneros.
¿Cómo había llegado hasta esa pared de la comisaría 23, con jurisdicción sobre el Palermo de Jorge Luis Borges y Evaristo Carriego, Juan Gelman, quien acababa de publicar Hechos y Relaciones y Si Dulcemente?
Corría el comienzo de los muy poco dorados 80 y mi generación empezaba a publicar sus primeros poemarios, la mayoría de nosotros sin comprender, todavía, cómo el desarrollo de la poesía argentina iba a enlazar nombres y obras hasta este presente que, con alguna perspectiva histórica, nos permite bosquejar sus principales matices. Para responder a la pregunta anterior -circunstancial- y a muchas otras más, debemos retrotraernos a la Argentina de hace casi medio siglo.
Por aquella época -mediados de los 50 y comienzos de los 60- un fenómeno nuevo se había producido en la cultura nacional, renovada por la aparición de toda una generación de poetas, narradores, artistas, dramaturgos y cineastas. Se trató de una época que le dio un nuevo y muy fuerte impulso a la industria editorial, la plástica y la cinematografía, impulso que fue acompañado por el surgimiento de un público consumidor de cultura en todas sus formas… menos en poesía.
Para el público consumidor de cine, plástica y literatura nacional, proveniente de las capas medias y altas todavía suficientemente ilustradas en ese entonces y aún poseedoras de una capacidad adquisitiva que le permitía acceder masivamente a entradas de cine y teatro, comprar pintura argentina como inversión a futuro y agotar ediciones de narradores nacionales, en letras sonaban fuertes los nombres de Julio Cortázar, Ernesto Sabato, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz y otros. Autores abundantemente promovidos por la industria editorial local, que veía engrosar sus ventas día a día. Del mismo modo, los medios de comunicación masivos hacían lo suyo, recomendando a unos y denostando a otros, pero de todas formas, dándole un espacio a las letras argentinas del que hoy carecen notoriamente.
Sin embargo, el fénomeno de la masividad de otras formas de expresión no alcanzó a la poesía argentina.
En el aspecto estético -que es siempre el que perdura, más allá de las epocales movidas de los mass-media y de las efímeras barricadas culturales- la década del sesenta fue traspasada por el imperativo de lo que se llamó “el compromiso con la época”, una premisa que signó sus versos con el intento de reflejar los acontecimientos políticos y sociales de entonces, a través de un poesía donde lo coloquial ganó el campo en gran medida, en un intento de cuño existencial por dar cuenta tanto del hombre como de la circunstancia del momento. Este compromiso de la poesía con la época compelía al autor de los sesenta -por presión de las premisas culturales de entonces, por obligación con el punto de partida de la identidad sustentada por sus contemporáneos y compañeros de generación y, fundamentalmente, por la aceptación que él mismo hacía de ese compromiso en su interioridad- a reflejar y dar cuerpo textual en el poema a las ideologías y concepciones características de ese entonces, fuertemente abonadas por el triunfo de la revolución cubana en 1959 y por la ”gesta guevarista” y el Mayo Francés después. Esta concepción de izquierdas del momento histórico no fue patrimonio exclusivo de la poesía argentina ni de la latinoamericana en general, sino que fue uno de los nutrientes de la cultura en su especto más amplio en ese segmento histórico, impregnando el conjunto de sus manifestaciones. De todos modos, ni la generación del 60 se reduce a lo explicitado ni todos sus representantes se reducen al compromiso con la época. En algunos más que en otros, el límite inherente a este compromiso es numerosas veces traspasado, registrándose en esa misma generación autores que desarrollaron sus obras fuera de esa concepción imperante. Tal el caso de Alejandra Pizarnik, Roberto Juarroz, el mismo Joaquín Giannuzzi y otros. Se entiende que no estamos hablando de nombres menores con los aquí nombrados. Sin embargo, el grueso del subrayado tiene que caer en las obras de autores que, sin deslindarse absolutamente de ese compromiso con la época -prácticamente obligatorio entonces- ofrecen matices y diferencias con esta concepción. El caso de Juan Gelman, que fue el gran disparador de esta idea de compromiso con la época, aunque se alinea en la práctica con la actitud más radical de optar por la acción política directa, como Miguel Angel Bustos, Roberto Santoro y otros, es paradigmático. Su libro Violín y otras cuestiones, de 1958, había sido adoptado como el canon a seguir por buena parte de los autores del 60 y su elección posterior de la lucha política y aun por la vía armada vista como un ejemplo admirable de coherencia política, se la compartiera o no. Sin embargo, en su obra, Juan Gelman lo que hace luego es desarrollar precisamente aquellos elementos que menos tienen que ver con las rigideces del compromiso con la época y son característicos de una estética mucho menos preocupada por esta preceptiva. Precisamente, Juan Gelman alcanza su madurez como poeta -y la desarrolla hasta la actualidad- cuando elige forjar una obra personal sin límites políticos ni imperativos ideológicos de ninguna clase… y lo comenzó a llevar a cabo cuando todavía se encontraba en la clandestinidad y su retrato ornaba, como dije al principio, todas las comisarías del país.
El compromiso con la época se fue diluyendo lentamente en las aguas menos seguras de sí mismas de la poesía siguiente, la de los 70, donde a la vez que se abandonaba muy pausamente la obligación de reflejar la época, con sus características y contradicciones, así como con su coloratura ideológica, cobraba mayor peso la subjetividad del poeta y volvía a un primer plano la concepción de la cultura como un fenómeno más universal que estrictamente latinoamericano.
Los 70: una «generación bisagra»
Si el hecho que traspasó y signó a la generación del 60 fue la revolución cubana, el que atravesó de lado a lado a la del 70 fue la llegada al poder del Proceso de Reorganización Nacional. Si bien nunca se puede hacer una lectura unívoca de los segmentos de la cultura, ni desde lo sociológico, lo económico ni lo político -ni siquiera desde lo estrictamente estético- el peso de acontecimientos como éste, que golpearon al conjunto de la sociedad argentina, acredita por su solo suceder cambios, desviaciones y giros del rumbo también en la cultura, como ya fue abundantemente reseñado desde entonces hasta la actualidad. De hecho, cuando se produjo el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, ya el mapa político del conjunto de Latinoamérica había cambiado, con el florecimiento de dictaduras de índole similar en el resto del continente, que a su vez signaron el acontecer cultural de cada una de sus regiones.
En este contexto, hay que comprender en su justa dimensión el enorme paso dado por los poetas del 70, desde las concepciones anteriores, resueltas, seguras, avaladas por la época, hacia una zona de incertidumbre respecto de esas premisas y que no alcanzaran la puesta en duda y el paulatino abandono de esas concepciones para dar a esta generación unas afirmaciones tan tajantes ni explícitas como aquellas. En sí, la generación del 70 posee valor por las muy buenas poéticas que comenzaron a escribirse en ella, pero no puede ofrecer -como todo período de cambios y de cambios en su caso muy notables, tanto en lo poético como en lo epocal- una coherencia ni una coincidencia conceptual como aquellas de las que hiciera gala la generación anterior. El 70 en poesía y en la Argentina es la década de la disgregación de las vanguardias, de su atomización en individualidades meritorias, precisamente porque estas individualidades son los elementos más dinámicos de la poesía de la época, que ya no podían ser reunidas bajo un programa común o unas premisas generales. Comienza la lenta demolición de los padres y tutores de la década anterior: Pablo Neruda, César Vallejo, Ernesto Cardenal, númenes latinoamericanos, y el conjunto de la poesía social universal tomada antes como referencia inmediata, empiezan a ser abandonados. Como en toda época de crisis, si bien este tembladeral significa mayor libertad de escritura y de elecciones estéticas para el autor, que ya no necesita legitimar su producción personal frente a las verdades reveladas imperantes en otro momento, también ello implica una responsabilidad mayor y una seguridad mucho menor ante las dos preguntas claves que se hace un poeta en cualquier época y en todos los momentos de su obra: qué es actualmente poesía y cómo se escribe dicha poesía ahora, frente al papel en blanco.
Los múltiples intentos -y logros- de la generación del 70 hacen complejo reseñar aquí una larga lista de nombres y de obras bien significativas, así como brindar en cada caso las particularidades de sus poéticas. Pero sí debemos hacer hincapié en que, sin el trabajo destructor/constructor de la poesía de la década del 70, no podría haberse llegado, no sin esta transición posterior a los valores absolutos del 60, al advenimiento de la poesía de la década del 80, que por una parte se reagrupó en vanguardias con programas y poéticas compartidas entre autores, como lo habían hecho los del 60 -aunque el 80 lo hizo con mayor diversidad- y que, por otra parte, como lo hizo la generación del 70, se potenció con individualidades atentas al logro de una poética propia de cada una de ellas. De este juego de fuerzas, elecciones, apologías y rechazos, surgió mi generación.
Los 80: corporaciones estéticas y francotiradores independientes
Nunca se subrayará lo suficiente la importancia que tiene, para la historia de la poesía de cualquier período, la existencia de antologías y estudios críticos sobre éste. En el caso de la poesía de los 60, hay dos textos de consulta obligada (ver Bibliografía crítica) publicados por Alfredo Andrés y por Horacio Salas, respectivamente, aunque el del último es mucho más ceñido a una verdadera sistematización fundamentada de lo sucedido.
En el caso de la generación del 80, la primera antología aparecida hasta la fecha es la de Alejandro Elissagaray, titulada La Poesía de los ´80 y publicada por Ediciones Nueva Generación a fines de 2002, que incluye a 22 autores, discriminados por su relación de pertenencia a distintas banderías estéticas de la época o bien por su condición de autores “independientes” de esas mismas propuestas. El precedente inmediato es Signos Vitales. Una Antología Poética de los Ochenta, de Daniel Fara, publicada por Editorial Martin a comienzos del mismo año, y que abarca a 6 poetas exclusivamente independientes.
En el caso de la obra de Elissagaray, el intento es el de abarcar todo el fenómeno generacional mediante una categorización que divide a la producción del período en cinco campos. Son éstos el Setenta Tardío, el Experimentalismo, el Neobjetivismo, el Neorromaticismo y (el segmento más numeroso del conjunto) los Independientes.
El Setenta Tardío, siempre según Alejandro Elissagaray, se divide a su vez en dos subcategorías: la social y la urbana, caracterizada la primera como aquella en que “confluyen tendencias de la poesía social con origen directo en la estética del setenta, aunque bien decantado por el rumbo de la década posterior” (op. cit.). Agrega Elissagaray, respecto de la otra subcategoría, la urbana, a autores que ”proponían una alternativa estética vinculada con el coloquialismo, acendradamente urbana, no latinoamericanista y con mayor predominio de la ironía y el humor como recursos literarios” (ibidem). Respecto de la segunda categoría, el Experimentalismo, el autor lo remite en su aspecto neoconcretista a los autores agrupados bajo la revista Xul, fundada a comienzos de la década por Jorge Santiago Perednik, aunque señalando una subdivisión, de corte neobarroco, influida por Lezama Lima y “más lejanamente por Luis de Góngora y Argote”. Respecto del Neobjetivismo, señala Elissagaray que su propuesta “giraba alrededor de un estética que lleva las señales de la prosa al discurso poético” y que los representantes de esta tendencia son los poetas nucleados en torno a la revista Diario de Poesía, fundada en 1986 y que ha llegado a la actualidad. Caracteriza Elissagaray al Neorromanticismo como “atribuido a los poetas reunidos alrededor de la revista Ultimo Reino, fundada en 1979, fuertemente influidos por el romanticismo alemán, en especial por las obras de Novalis y Hölderlin”.
Respecto de los independientes, Elissagaray se limita a brindar 24 nombres de autores, con la aclaración de que los menciona entre otros que pertenecerían a la misma corriente.
Quien sí arriesga algo más cercano a una definición de este segmento es el citado Daniel Fara, quien afirma “la independencia es esa posibilidad de reconocer peculiarmente un pathos que, desde antiguo, nos afecta a todos, es el combate que sucede al reconocimiento, es la cicatriz que resulta de vencer con palabras, hasta el momento, ajenas. O bien, a efectos prácticos, es saber qué hacer con las influencias, con todos los rangos de influencias, desde la voz irresistible de los clásicos hasta el estilo del propio libro anterior, desde el llamado de la calle hasta la convocatoria implícita en cada sueño. Y, least but not last -porque el tema es interminable y todo lo que se agregue será siempre mínimo-, es saber también que las escuelas, los movimientos, las tendencias, al menos hasta hoy, sólo han servido para subrayar los méritos de los que nunca se ajustaron del todo a sus pautas (pero tampoco desconocieron las convergencias culturales que les dieron origen)” (opus cit.). Según estos dos trabajos, cabría hacer una división mayor de la generación del 80 entre dos partes: la una compuesta por los autores agrupados en las cuatro primeras categorías señaladas por Elissagaray y la otra por la quinta división, los independientes, mencionados por Elissagaray y reseñados por Fara en el párrafo transcripto. Como punto de partida, con la perspectiva histórica que dan los más de veinte años transcurridos desde la aparición de los primeros libros de esta generación y el aporte de los trabajos de Fara y Elissagaray, se puede comenzar a vislumbrar las realidades, mentiras y adulteraciones, así como los logros reales y autores principales -siempre con la perspectiva que sólo da el tiempo y la obra publicada- de ese fenómeno que es la generación de los 80.
Fin de siglo: nuevos auges, nuevas dispersiones
Paradojalmente, cuando se intenta precisar el suceder de una época a través de las corrientes y las revistas que la han animado, en vez de reseñar los autores que han dejado una obra detrás de sí, se obvia el detalle de que esas corrientes suelen desaparecer sin dejar descendencia visible. Exactamente eso es lo que sucedió con los “neos” señalados anteriormente. Con los noventa, las corrientes estéticas que decían representar se fundieron en el conjunto de las posibilidades de expresión ofrecidas a las nuevas generaciones, más propensas a seguir búsquedas individuales –al estilo de los Independientes de la generación del 80- que a adoptar una expresión formal semejante.
Los autores que publicaron sus obras durante los noventa y al comienzo del siglo XXI, siguen actualmente en la búsqueda –incesante para un poeta- de todos los detalles que componen su voz más personal.
Una característica abundantemente señalada de la poesía argentina correspondiente a la década de los años 90 es su pretendida intención desacralizadora, antilírica, derivada del neoobjetivismo propio de la década anterior. Esta es una verdad a medias, y como la mayoría de ellas, es funcional a un resorte de la política literaria de la época y aun de la posteridad. La intención de los lobbies culturales locales fue concentrar en un puñado de nombres y algunas decenas de obras el conjunto de lo producido en el género durante la década, para mejor perpetuar aquellos nombres y aquellas obras que respondieran al canon que se quería establecer.
“El cuento que hay que contar” señala que el origen de esta pretendida característica única se origina en algunas revistas que, al comienzo de la década, reunían a cierto número de autores que, como reacción a lo escrito por la generación anterior, la del 80, comenzaron a cultivar un discurso poético “nuevo”, fuertemente impregnado de coloquialismo, impermeable a la abstracción y la metafísica, renuente a las connotaciones culturales, desinteresado de lo político, francamente apático, atento a lo kitsch (como herencia del neobarroco argentino de los 80 esto último) hasta rozar -o decididamente frecuentar- la puerilidad en determinados casos.
Desde la crítica a esta generación se apunta que ello se condice directamente con las peculiaridades políticas y sociales de la época en Argentina, determinadas por el resurgimiento de un neoliberalismo despiadado, que dominó la dirigencia del país durante esos diez años. Ello degeneraría posteriormente en un intimismo exacerbado, donde el individuo creador se mostraría limitado a sus más cortos alcances, con una capacidad evocativa tan reducida que apenas podría remontarse a su propia infancia. Un creador encerrado en el feroz individualismo del sujeto posmoderno y una obra correspondiente. Así, la poesía de aquel entonces sería una suerte de exposición de las condiciones políticas y sociales de la década, lo que no deja de ser un juicio simplista al extremo.
Encontramos entonces que la versión oficial de los hechos, lobbista, que ha engendrado numerosas monografías universitarias, artículos periodísticos y antologías de esta generación dentro y fuera de la Argentina, adolece del típico recorte de la realidad, interesado en definir el todo por la parte, con el fin avant la lettre de reducir lo real a lo ideal, una década adecuada a las intenciones de la maquinaria cultural, que desea moldear en un canon unívoco las divergencias y las diferencias. Esta concepción se derrumba por la base si el investigador se toma el trabajo de ir directamente a las fuentes en vez de leer los comentarios. Un examen de lo editado en poesía entre 1990 y 2000 revela que, si bien lo más propagandizado a través de los medios periodísticos y universitarios cuadra en las características antes apuntadas, con referentes bien difundidos, por otra parte en el mismo período se editaron en Argentina obras que no condicen en absoluto con esos supuestos. Por el contrario, son obras de autores donde sí cabe lo político, lo social, la referencia culta, la metafísica y la abstracción. Para variar –la expresión es irónica- el recorte de la realidad que señalamos se ha realizado desde las tribunas universitarias y desde los medios periodísticos con sede privilegiada en la capital de la Argentina, Buenos Aires, dejando de lado lo poético editado fuera de esa área.
Por lo que hace a la crítica a la generación antes señalada, adolece a su vez de una cándida creencia en lo mismo que afirma lo criticado, basándose en los mismos postulados y ejemplos para establecer su discusión. Es decir, reafirma lo afirmado por aquello que está criticando, lo confirma, sin tomar en cuenta la diversidad actuante en la década, a la vez que incurre en la ingenuidad de creer que son las características políticas, sociales y económicas de un período los únicos factores que construyen el discurso poético del período.
Desde la apuntada diversidad de las creaciones provenientes de la década, no puede afirmarse que la generación entera de los 90 se constituyó en una reacción frente a la generación anterior, la de los 80, donde la abstracción, la metafísica, la referencia cultural campeaban por sus fueros, aunque no eran los únicos elementos presentes en ese discurso múltiple. Recordemos que la década de los 80 es una de las que en mayor número de fuentes –poéticas y extrapoéticas- abrevó, en toda la historia del género en Argentina. Por otra parte, entender que la generación de los 90 obró así, por reacción a lo anterior, señalaría un mecanismo decididamente modernista, vanguardista, flagrante paradoja en una generación a la que esas mismas interesadas caracterizaciones señalan como posmoderna.
La creencia en que una serie de creadores que, al menos inicialmente, no se conocen entre sí y no conocen todavía la obra de sus contemporáneos, mágicamente coinciden en unos principios básicos y tan determinantes como optar por un lenguaje y unas apelaciones dados, simplemente porque todos ellos editan sus obras en el mismo período de diez años de duración, no es exclusivamente una simpleza dictada por la comodidad de una crítica que prefiere leer los comentarios en vez de las obras comentadas (y las no comentadas también, como es su obligación); no solamente es un artilugio fabricado por aquellos que están interesados –por razones extraliterarias, propias del mainstream– en que cada segmento luzca de tales o cuales maneras, todas favorables al establecimiento de un canon más o menos burdo, que suprima las diferencias a favor de la unívoco. Es, definitivamente, una rotunda e inaceptable estupidez.
*Véase: http://www.lostiempos.com/lecturas/libros/libros/20110313/perfil-de-la-literatura-light_116654_231618.html
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LUIS BENÍTEZ nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE. UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay.