Non diffiteor, quandoque in animo, tanquam in tabula,
maioris et melioris mundi imaginem contemplari:
ne mens assuefacta hodiernae vitae minutiis
se contrahat nimis,
et tota subsidat in pusillas cogitationes.
No niego que sirva contemplar alguna vez en el alma, como en una tabla,
la imagen de un mundo mayor y mejor:
no sea que la mente, acostumbrada a las minucias de la vida presente,
se contraiga excesivamente,
y se dedique entera a mezquinas cavilaciones.
Thomas Burnet, Archaeologiae philosophicae 1692
La vida es un tren que marcha de regreso al cobertizo. Así solía decir mi amigo Franz Herzberg, hace poco más de sesenta años. Desde que me desperté a las 5.30 de esta mañana, lo he recordado con obstinada insistencia, quizás porque me he levantado con un dolor opresivo en la boca del estómago y una acusada debilidad que me recuerda los días en Auschwitz. A mis 86 años creo que no me cabe esperar mucho.
Como no tenía ganas de desayunar, me he ido a mi biblioteca para pasar el rato leyendo. Tomé al azar un libro y me sorprendió el hecho de que no sabía que ese libro estaba allí. Al menos no lo recordaba. Es la Balada del anciano marinero, de Samuel Taylor Coleridge, un libro en extremo delgado y largo, que nunca he leído. Más bien parece un folleto de lo breve que es. En la primera página tiene escrito de mi puño y letra lo siguiente: Philippe Picard. Caracas, 12.09.1986. Así suelo identificar mis libros. Es una costumbre de familia.
Creo que me afectó leer la palabra anciano, así que me quedé sentado en la butaca, con el libro entre las manos. Recordé que había soñado con cumplir los 21, pues era la tradición familiar celebrarlo especialmente con una tarta de manzanas.
Mi madre se esmeró aquel día, pues muy a pesar de lo pobre que éramos, hizo la tarta. Desde el día antes había buscado tres manzanas rojas y grandes. La mesa sobre la que comíamos era un auténtico reguero de harina. Ella, las pocas veces que hacía tartas, se divertía espolvoreándonos algo de harina encima. Cuando estuvo lista para el horno, me dijo: Di si quieres cambiarle algo. Después de que esté horneada, no habrá forma de hacerlo. Yo sabía que era solo una formalidad de mi madre que no debía atender. Finalmente, la introdujo en el horno de una cocina a leña que ostentaba la marca Beutin con grandes letras.
Al rato, un aroma poco usual inundaba aquel humilde departamento en un París que había olvidado el placer de vivir. Era el preludio de un festejo familiar que, si bien era sumamente sencillo, estaba impregnado de una profunda calidez familiar. Mientras la tarta se horneaba, mi madre volvía todo a su orden prístino, con tal prolijidad que podía verse en su rostro el placer que ello le producía. ¡Lástima! Cuando sacaba la tarta del horno, mi tío Arthur entró a la cocina gritando ¡Estamos en guerra! La verdad no recuerdo si comimos la tarta cantando las canciones típicas, pero los años siguientes a la primavera de 1940 fueron terribles.
Bien visto, este es un libro extraño: muy largo (o alto) y muy delgado. Se parece a un Quijote. Me pregunto de qué tratará. Tal vez no sea buena idea leerlo hoy. Supongo que pudo ser ideal de leer a los 20, cuando podíamos asumir algunas realidades últimas de la vida con cierto desaire, pero a los 20 no tuvimos tiempo de leer, a los 20 estábamos en guerra, a los 20 se nos terminó la juventud en un deleznable paréntesis. La verdad es que siempre leemos: unas veces son libros y otras leemos los claros renglones con que la realidad escribe su guión.
Cuando mi tío Arthur entró a la cocina profiriendo aquel grito desconcertante, mi madre se arrojó a sus brazos, llorando y musitando palabras ininteligibles. Yo no comprendía mucho lo que estaba pasando, pero algo me decía que tenía que ver con mi padre. Una sola vez mi madre me habló de él: Se alistó en el frente francés durante la Gran Guerra -me dijo- al tiempo que los alemanes nos iban a invadir. Cuando marchó, ni yo sabía que estaba esperando un hijo suyo. Tú naciste al año siguiente, y nunca más supe de él. Fue un héroe.
Mi tío Arthur, asomando el rostro por sobre el hombro de mi madre, me dijo con seriedad: Los nazis no son buenas personas. Hay que huir de Francia. Me quedé mirando a mi tío sin saber qué decir. Tendí mi mano para pasarla por la espalda de mi madre, pero a dos dedos de ella me paralicé, pues, de haberlo hecho, inmediatamente se habría volteado, habría secado sus lágrimas y habría dicho su típico ¡Con llorar no arreglamos nada! Era la primera vez que veía flaquear a mi madre, y no quise interrumpirla.
Este libro es realmente un poema. Parece la historia de un viejo marinero que se echa a la mar, mata un albatros, y sufre como consecuencia una serie de castigos.
Cargado estaba el barco, salíamos del puerto,
pasábamos alegres
bajo la iglesia, bajo la colina,
bajo la luz del faro.
Todo comenzó una tarde del otoño de 1940. Mi madre me había pedido que fuera a la zapatería de Franz a recoger un par de zapatos que le había dado para remendar, y que se habían ido quedando allí por los acontecimientos mismos. Yo detestaba ir a la zapatería de Franz. No sé aún por qué, pero yo, lo mismo que muchos jóvenes franceses de mi tiempo, odiaba a los judíos y a los curas. Había oído de algunas pocas detenciones de judíos, y me avergüenza recordarlo, pero me alegraba de ello.
Franz Herzberg y su esposa Frieda, con tres hijos, habían venido de Alemania unos años antes, pero no se establecieron en el barrio judío, sino en en barrio de La Butte aux Cailles, donde vivíamos nosotros. Recuerdo que cuando le pedí los zapatos a Franz, él, con mucha gentileza, me hizo pasar para que los identificara. Era un local pequeño y atestado de zapatos, pero bastante ordenado. Aun cuando había logrado identificar los de mi madre con relativa rapidez, fingí no encontrarlos para detallar el lugar. Sentía ese tipo de curiosidad que hace que uno valore un momento como irrepetible.
Había varios estantes de caoba algo peculiares porque los entrepaños no estaban en posición horizontal, sino inclinados por delante hacia abajo, con un listón hacia el centro para retener los zapatos por el tacón. Había un estante para zapatos de caballeros, otro para los de damas y uno más para los de niños. Detrás de uno de los estantes, hacia una esquina muy reservada, había un letrero con letra calígrafa dorada que decía: Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Mientras lo leía un par de veces, me percaté de que la mezcla de los olores del cuero y de la madera le daban al sitio una calidez particular.
Franz estaba puliendo unos zapatos sobre el mostrador desde el cual despachaba a sus clientes. Lo observaba afanado por obtener más brillo de los mismos, cuando reparé en un violín que estaba justo debajo del mostrador. No era visible a los clientes, pero desde adentro era posible verlo. ¿Tocas violín? -pregunté neciamente. Sí -respondió Franz con sencillez-, era de mi bisabuelo, y lo dejaré a mi primogénito varón. Es la tradición -asentó con orgullo. No podía creer que un simple zapatero tocara el violín, así que para disipar mi escepticismo le pedí que tocara algo. En mi ignorancia de entonces no supe qué fue lo que tocó, pero hoy sé que había interpretado el famoso Adagio de Albinoni.
Estábamos en eso cuando entraron a la zapatería cinco soldados alemanes. Nos apuntaron a Franz y a mí, y dijeron algo en alemán que no comprendí. Franz respondió, y se marchó con tres de ellos, mientras los otros dos quedaron en la tienda. Uno de ellos no dejaba de apuntarme con el rifle. Fue la primera vez que sentí miedo de morir. Al rato Franz bajaba de su departamento con Frieda y sus tres hijos. Uno de los soldados que venía con Franz me hizo señas con el rifle y la cabeza de que me moviera. Franz murmuró: Creen que eres judío. Nos metieron a empujones en un camión militar, mientras los niños lloraban desconsoladamente. No sé como lo lograba Frieda, pero conseguía abrazar a sus tres hijos a la vez. Nunca olvidaré el rostro de desolación de Franz. Al menos en ese momento, sentí sincera compasión por ellos.
A medida que avanzaba el camión, vi cómo quedaban atrás la rue de la Butte aux Cailles, luego la iglesia Sainte-Anne y por último la Place d'Italia. Se iban empequeñeciendo y alejando. Pensaba en lo que se angustiarían mi madre y el tío Arthur, pero confiaba en que todo era un mal entendido y que en solo unas pocas horas se aclararía el panorama. Al cabo de un rato comencé a sentir rabia hacia Franz y su familia. Creía que todo aquello me ocurría por culpa de ellos, y tuve la osadía de pensar que los nazis tenían razón al perseguirlos. Algunas horas más tarde me percataría de cuán equivocado estaba yo.
Cuando el camión se detuvo y nos hicieron bajar, supe por otro detenido que estábamos en el Cuartel de Drancy, al noreste de París. Había varios camiones iguales descargando gente. De pronto, un niño de unos cuatro a cinco años echó a correr, y pude ver aterrorizado cuando un soldado alemán sacaba su pistola y le disparaba por la espalda. Acto seguido, giró a la izquierda y disparó sobre el pecho de la madre que se abalanzaba llorosa sobre su hijo. Un silencio, que años después se me haría familiar, invadió el lugar. Nos alineamos en columnas y empezamos a entrar al Cuartel, que ya no era un cuartel, sino un campo de concentración.
Tal vez debería dejar de leer este libro y desayunar, pues mi hijo no vendrá hasta el mediodía; pero con esta molestia en la boca del estómago y la debilidad no me animo a comer. En fin, seguro que me llevará a almorzar a ese restaurante donde sirven mucha, mucha comida sabrosa en un solo plato. ¡Pobrecito! Con esta obstinación mía de vivir solo y a mi aire, termina sintiéndose culpable, pero solo la soledad permite sobrevivir al hombre que ya ha visto las entrañas del mal.
Y llegó la tormenta con su soplo
y fue fuerte y tiránica:
golpeó con sus olas dominantes
y al sur nos persiguió.
Y entonces hubo a un tiempo niebla y nieve,
e hizo un frío extraño;
y el hielo, hasta los mástiles, pasó flotando al lado.
¡Muévanse, bastardos! ¡Suban a prisa!, vociferaba un soldado alemán al que no le quedaba bien el francés gritado. Íbamos subiendo como podíamos a un tren, que no teníamos certeza de hacia dónde marcharía. Supe que la pobre de mi madre había hecho algunas diligencias para conseguir mi libertad, pero todo acabó mal cuando el Jefe del Campo de Drancy le puso como condición que satisficiera sus apetencias sexuales, a lo cual mi madre se negó rotundamente.
Luego de la visita de ella, el Jefe del Campo me llamó a su oficina. Por aquí estuvo su madre -me dijo con aire de burla. Usted fue arrestado en compañía de ese judío que pertenece a la resistencia francesa, así que no se me venga a hacer el tonto: ¡usted es otro de esos judíos revoltosos y pagará muy caro por conspirar contra el Führer! Fue la primera vez que oí hablar del Führer, pues yo era un simple barbero a quien todo aquello le parecía incomprensible. Mañana mismo se me larga de aquí - gritó con furia sacándome a empujones de su oficina. En aquel instante creí que el Jefe me liberaría al día siguiente.
Ya estaba bien entrado el invierno, y no teníamos ropas adecuadas, por lo cual sospeché que el viaje sería una calamidad. Era un tren de transporte de animales. El vagón que me tocó era pequeño, como todos los demás; no tenía asientos, y en el piso había pasto seco y restos de bosta mal limpiada, lo que hacía que tuviera un olor y una apariencia realmente repugnantes. Era de madera mal acabada, y no tenía ventanas, sino dos pequeños respiraderos en la parte alta, uno de ellos con persianas de romanilla y el otro, un hueco cruzado por alambres de púas. Cuando cerraron la compuerta, quedamos casi a oscuras y muy apretados. No sé por qué, pero en ese instante recordé a Franz, a quien no había vuelto a ver desde el día en que llegamos a Drancy.
No podría precisar cuánto duró el viaje, pero fue muy largo. A poco de partir, miré por la ventanilla y pude ver que atravesábamos las campiñas de Thieux. Me llamó poderosamente la atención ver a dos niñas que huían literalmente en bicicleta. Se las sentía nerviosas y asustadas, por lo que saqué mi mano derecha para saludarlas. Ellas detuvieron su marcha por unos segundos, agitaron sus blancas manos en respuesta a mi saludo, y prosiguieron su rumbo. Yo me les quedé mirando hasta que se desvanecieron en la distancia.
En algún momento del viaje, alguien se asomó por una de las ventanillas y gritó: ¡Estamos en Polonia!, a lo que casi nadie pareció dar demasiada importancia. Yo me preocupé, pues nunca había salido de París, y la incertidumbre era muy grande. En ese momento, y en muchos más, sentí nostalgia de mi casa, del olor infrecuente a tarta de manzana y del olor frecuente a frijoles; de las distendidas tardes de domingo en el bar de la rue Buot y de las esforzadas mañanas de lunes en la barbería de la rue de L'Espérance. Repentinamente comencé a echar mucho de menos a mi madre y al tío Arthur.
Recuerdo que, a pesar de la penumbra, pude reparar en una muchacha que estaba en diagonal frente a mí. Parecía de unos 15 años. Sobre sus hombros caía un grueso chal que la hacía aparentar más edad. Su cabello, ondulado y con una raya al centro, era de color castaño, y su tez, muy blanca, se diría que resultaba casi transparente. Su nariz perfilada y sus labios finos lucían bien compuestos en un rostro ovalado de anchos pómulos. Coronando su hermoso rostro, dos cejas bien pobladas y una frente estrecha, sin pollina, le daban un aire de etérea delicadeza. Se la veía tan frágil que por momentos estuve tentado de acercarme a ella y sostenerla.
De pronto, el chico de la ventanilla gritó: ¡Estamos llegando a Auschwitz!, y nadie hizo por reaccionar, excepto la frágil joven que murmuró: Exaltado y santificado sea su gran nombre, amén. Cuando abrieron la compuerta del vagón, logré quedar muy cerca de la muchacha y le pregunté: ¿Qué fue lo que dijiste hace un rato? Y con voz muy sutil me dijo: Es el comienzo de la plegaria judía por los muertos. Moriremos aquí. ¿O es que acaso no sabes dónde estamos? Quise seguir conversando con ella, pero la confusión para descender del tren me lo impidió. Apenas pude saber que se llamaba Annie.
Y, a la deriva, vimos nevadas escolleras
que enviaban un lúgubre fulgor:
ni hombres ni bestias vimos;
el hielo estaba en medio.
Calculo que era ya el final de la tarde. Nos formaron en un andén. Pude ver la gran extensión blanca del campo. El frío calaba en los huesos y temblábamos más por el miedo que por la helada. Avanzábamos en dirección a un par de soldados alemanes. Uno de ellos, bajo de estatura, tenía doblado el brazo derecho por sobre el pecho, descansando el codo izquierdo sobre su mano derecha, haciendo un perfecto número cuatro con sus brazos. Con el índice de su mano izquierda iba señalando a la derecha o a la izquierda, hacia donde debíamos ir a formarnos en fila. Cuando llegué hasta él, no movió el índice, sino que se me quedó mirando fijamente con sus ojos azules. Se volteó hacia el otro soldado y cruzó unas palabras en alemán. Luego, sin mirarme, apuntó hacia la derecha dos veces y caminé hacia la fila correspondiente.
Sentí un escalofrío espeluznante, pues la fila de la derecha, hacia la que avanzaba yo, era apenas la cuarta parte del tamaño que alcanzaba ya la de la izquierda, así que tuve un mal presentimiento: Nos van a matar -pensé- esta debe ser la fila de los que van a matar. Con mucha zozobra me puse a mirar a los que integraban la fila de la izquierda. Hacia la mitad estaba ella, Annie. Se la veía erguida, con entereza, si bien recuerdo que en su boca se dibujaba un amargo rictus de tristeza. La infinita desolación que de sus ojos brotaba me hizo sentir por ella una compasión hasta entonces desconocida por mí, un deseo sublime de ayudarla y protegerla.
Ya de noche pregunté a un preso más antiguo por el destino de los que estaban en la fila izquierda: Los van a fusilar -afirmó con absoluta naturalidad. Al rato pude escuchar los disparos, y pensé en Annie. Recordé su rostro en la fila del andén y experimenté un sentimiento de culpa por estar vivo. Si en ese momento me hubiesen planteado ocupar el lugar de Annie en el Muro Negro a cambio de que ella viviera, lo habría hecho gustoso. Nunca más la vi, pero siempre se quedó en mí su tristeza y el deseo inmaculado de conjurar su infortunio con la ofrenda de mi vida.
Al ocaso nos dijeron que nos íbamos a duchar para desinfectarnos. Nos llevaron a una sala muy grande, pero antes de entrar nos cortaron el cabello al ras: no fue un buen corte. Luego nos hicieron desvestirnos por completo y pasar por una fila de unos diez soldados de las SS que nos golpeaban, gritaban y escupían. Cuando por fin entramos a la sala, nos dispararon agua fría a presión. No sé qué tenía el agua, pero recuerdo que me ardía en mis partes íntimas y en las axilas. Al salir de allí nos hacían señas para que nos vistiéramos a prisa, con lo cual cada quien se colocó la ropa y zapatos que primero tomó, sin importar que no fuera la suya. En ese momento, tuve dolorosa conciencia de que solo tenía algo precariamente mío aún: la vida.
Aquella primera noche en Auschwitz no dormí. A pesar del cansancio, no pude dormir. Trataba de pensar, pero las ideas se agolpaban en desorden. Estaba literalmente embutido junto a otros seis hombres en un catre de apenas dos metros, sin cobija, sin almohada y durmiendo de lado, directamente sobre la madera. Nunca en mi vida había dormido casi abrazado a otro hombre, pero el frío calaba en los huesos de tal manera que aquella aberración se hacía soportable. Tan solo algunos días después, ya no sería problema dormir a cuenta del extremo agotamiento, pero, al menos aquella noche, me di el lujo de no dormir. No podía sacar de mi mente el apesadumbrado rostro de Annie.
Lejos cruzó un Albatros;
a través de la niebla apareció.
Como si hubiera sido algún cristiano,
en el nombre de Dios le saludamos.
Hacia el final de la primavera de 1941, habían muerto dos hombres en el barracón 14, que era donde estaba yo. Uno de ellos dormía en mi litera, así que estaba contento de poder estirarme un poco en las noches. Dos días después trajeron a dos prisioneros para completar la falta: uno era un sacerdote polaco. No podía creer que tuviera que soportar respirando en mi oreja a un cura. La primera noche le advertí: No creo en los curas, a lo que respondió con una sonrisa: Pues al menos espero que sí creas en Dios. Aquí es la clave para sobrevivir. Me sorprendió que hablara francés, si bien me resultaron chocantes sus modales comedidos y su aire de imperturbable serenidad.
Transcurridas unas semanas, el barracón estaba convulsionado con el curita. Se rezaban rosarios nocturnos en voz baja en cualquier rincón, y de pronto algunos presos, incluyendo unos pocos judíos, parecían encontrar fuerzas especiales para paliar la debilidad. A mí todo aquello me repugnaba: cualquier cosa que no atañera directamente a la mezquina sobrevivencia material me resultaba simplemente despreciable. Recuerdo que una mañana uno de los presos se quejaba por tener que meter sus pies llagados en unos zapatos encogidos por la continua humedad de la faena en el campo, y lo miré con insensible superioridad: Pobre diablo -pensé-, será el próximo en ir al Muro Negro. Mientras pensaba esto, el padre Kolbe se aproximó al infeliz, besó sus pies, y rezó. No pude soportar aquello, de modo que salí apresurado a formar de primero frente al barracón, antes del alba.
Un día, por fin, le dije al cura polaco con aire de reclamo: No creo en los curas. Sí -me respondió serena y firmemente-, eso ya me lo has dicho antes; pero quiero saber por qué no crees en los curas. La oportunidad ya estaba ante mí, con lo cual podía proceder a desahogarme: No creo en los curas porque el sinvergüenza del párroco de mi barrio iba a hurtadillas en las noches a meterse en la cama de una mujer casada, todo en ausencia del marido que se desnarigaba trabajando para darle lo mejor a su mujer. Luego, en misa, el curita condenaba el adulterio con vehemencia. ¡Habrase visto semejante hipocresía!
Él se me quedó viendo entristecido, pero con su habitual firmeza, y me contestó: Espero que si te ha bastado un mal cura para dejar de creer en la Santa Iglesia, te baste otro cura santo para volver a creer en Ella. Uno por otro me parece un buen trato. Se dio la vuelta y siguió cavando la zanja. En ese instante el guardia descargó sobre sus riñones un contundente golpe con la culata del fusil que lo derribó. Él solo se paró, musitó algo en latín, y siguió su trabajo. En ese momento no me pareció alguien especial, sino un simple y despreciable cura.
Mi opinión sobre él cambió hacia el verano. Un preso de nuestro barracón se había fugado. Aquella noche no dormimos, pues ya sabíamos lo que pasaría al día siguiente. El padre Kolbe otra vez convirtió el barracón en una capilla improvisada. Allí estaba parado, frente a mi litera, dirigiendo un rosario. Era un hombre no muy alto, aunque sí de una contextura fuerte, de rostro redondo y un entrecejo que mantenía fruncido casi todo el tiempo, lo que le daba un aire de autoridad. Era de modales suaves, aunque decidido. Mantenía una parsimonia a prueba de insultos, y siempre estaba rezando. Aquella desdichada noche, dijo una frase que nunca olvidaré: El odio destruye, solo el amor crea.
Antes del amanecer nos sacaron a formar delante del barracón. Aquel día no fuimos al campo a trabajar, sino que estuvimos toda la jornada de pie, como una teja expuesta al sol del verano. No nos dieron de comer ni de beber. Tampoco se nos permitió hablar entre nosotros: solo se oía el murmullo del padre Kolbe rezando y el de algunos prisioneros que lo seguían. Por fin apareció el tan temido Comandante Fritsch, y lo incomprensible se haría realidad: diez hombres, escogidos al azar por el Comandante, serían llevados al sótano de la muerte a morir de inanición, para pagar así por la osadía del preso fugado.
Fritsch comenzó a caminar por entre las filas. Cuando llegó a mí se me quedó mirando con desprecio de abajo a arriba. Luego miró por encima de mi hombro y gritó al de atrás: ¡Raus! Ya habíamos aprendido que en alemán eso significaba ¡fuera! Pude escuchar cuando el infortunado dijo: ¡Ay de mi esposa y de mis hijos! Era un sargento polaco de nombre Francisco. Así fue el Comandante escogiendo uno a uno los diez que irían al suplicio. Delante de mí había un muchacho joven, extenuado por la tuberculosis y la tos persistente, a quien Fritsch sacó de último. Al terminar el Comandante se dirigió a nosotros y gritó algo en alemán: el de mi derecha tradujo: ¡La próxima vez serán veinte, o quizás treinta!
Cuando ya estaban los condenados formados en fila y listos para marchar, me tropezó el padre Kolbe que había salido de la formación y caminaba apresurado hacia el Comandante Fritsch. Por un momento pensé que lo iba a increpar y me dije: Este idiota va a hacer que saquen a otros diez. ¿Qué hace? El padre Kolbe se paró firme frente a Fritsch e intercambió unas palabras con él. El Comandante se rascó la nuca, parecía dudoso, y volteándose hacia el sargento polaco gritó ¡raus! Pude ver cómo el sargento regresaba a colocarse justo detrás de mí, en tanto que el padre Kolbe ingresaba al final de la fila de los diez condenados. El Comandante volvió a gritar mientras empujaba al padre Kolbe, quien sostenía por las axilas al pobre tuberculoso. Al cabo de unos segundos, tras del barracón 14, desaparecía para siempre la fila de condenados.
Supe después que el padre Kolbe había implorado al Comandante Fritsch ocupar el lugar del sargento. Nunca me explicaré cómo aquel asesino no se llevó ese día a once presos en lugar de diez, pues era lo que su lógica criminal le tenía que haber dictado. El padre Kolbe sobrevivió junto con otros tres por tres semanas, al cabo de las cuales les inyectaron veneno para liquidarlos. Día a día hacíamos lo que se podía por obtener noticias del padre Kolbe. Bruno, el sepulturero, pasaba clandestinamente la información, y sabíamos que aquel sótano, ocupado por hombres a punto de morir, era un auténtico oratorio. Un día le pregunté: ¿Crees que puedas arreglar que baje allá para ver al padre Kolbe? Sí, pero no podré arreglar que subas de allá -añadió con ironía. Fue extraño, pero de pronto sentí que había desperdiciado un tiempo precioso para conocer a aquel cura poco común, y ya era tarde para ello.
Cuando el padre Kolbe murió, fue la única vez que recuerde haber visto a otros presos llorar por la muerte de uno de nuestros compañeros. La apatía y la indiferencia enmascarada frente al dolor eran tales que no nos deteníamos ya a sentir conmiseración por el dolor ajeno; pero con el padre Kolbe fue distinto. Tenían razón sus palabras proféticas: un cura santo me bastó para borrar de mi memoria todo mi resentimiento. Aquel verano de 1941 cambió para siempre mi opinión sobre los curas. Nunca podré entender cómo en aquel lugar de miseria moral y desolación, que llamábamos anus mundi (el ano del mundo), pude encontrar algo sublime de mí cuando conocí a Annie y al padre Kolbe, entre otros.
Definitivamente sí voy a desayunar. La verdad es que no resisto mucho pasar hambre. Mientras preparo un café con leche y una tostada, miro por la ventana de mi cocina el extraordinario paisaje que se divisa desde aquí: lomas de montañas, unas tras de las otras, y al final el mar Caribe. Llegué a estas tierras justo hace 59 años, en 1946, y me adapté sin mayores sobresaltos a la vida del trópico, a su gente bullanguera y feliz. Luego del desayuno me vi tentado de no seguir leyendo el libro, pero debo reconocer que soy muy testarudo y que me cuesta mucho trabajo dejar algo a medias, así que continué leyendo.
Pasó así un tiempo fatigoso. Toda
garganta estaba seca,
y los ojos vidriosos. ¡Qué tiempo de fatiga!
Sobreviví en Auschwitz cuatro años gracias a que era barbero. Al principio solo cortaba el cabello de los que pasaban la selección del andén, para clasificarlo luego por forma y color y guardarlo en bolsas de sayal que disponían para ello los soldados de las SS; pero desde 1944 ejercí de barbero en una forma indigna. Nos habían cambiado el guardia de nuestro destacamento por otro que resultó ser de padres franceses, razón por la cual pasé a ocupar un lugar de privilegio al lado suyo en las marchas de ida y vuelta a la faena de trabajo, en las cuales conversaba parcamente conmigo en un francés muy bien pronunciado.
Un día me preguntó: ¿Si no eres judío, por qué llevas el distintivo? No soy judío -asenté débilmente-, pero me tomaron por tal cuando fui arrestado en la zapatería de un judío. Algunas semanas después, otro guardia me sacó brutalmente de la formación y me condujo hasta una ambulancia con una cruz roja. Al verla se me heló la sangre, pues en ella trasladaban ocasionalmente a algunos judíos a las cámaras de gas en Birkenau, que era la segunda etapa de Auschwitz. Cuando la ambulancia se detuvo en Birkenau me bajaron. Frente a mí estaba el guardia de las SS que tenía padres franceses. Se acercó y murmuró: Te he conseguido mejores condiciones de sobrevivencia, pero debes hacerte pasar por judío y tener estómago para desempeñar las tareas que se te encomendarán.
Unos minutos después yo era un sonderkommando de Birkenau, esto es, formaba parte de un comando especial de judíos cuya misión era desnudar y conducir a las víctimas hasta las cámaras de gas, sacarlos muertos de allí, cortarles el cabello y despojarlos de sus prendas y piezas de oro en la boca, y finalmente llevarlos a los crematorios y eliminar las cenizas. A mí me tocó la tarea de cortar el cabello, si bien era frecuente que participara de las demás tareas en virtud del volumen de muertos. Por supuesto, estábamos aislados del resto de los reclusos para que no contáramos lo que sucedía, y recibíamos una ración extra de sopa o de pan, además de un trato preferencial. También era frecuente, por nuestro aislamiento, que algunos soldados de las SS nos contaran sus infidelidades o sus conflictos matrimoniales, y hasta terminaran haciendo alguna confesión imprudente sobre el curso nefasto de la guerra.
¿Es una Muerte? ¿Hay dos?
¿Es la Muerte quien va con la Mujer?
Era la pesadilla de la Vida-en-la-Muerte
que con su frío cuaja la sangre de los hombres.
Nunca pude adaptarme a mi nuevo desempeño y solo había un modo de renunciar a él: entrar subrepticiamente a la cámara de gas. En una ocasión otro sonderkommando que me ayudaba metiendo las víctimas desnudas en la cámara IV me dijo: Voy a entrar, no soporto más verlos morir así. Cuando esté adentro, haré lo posible por consolarlos. Se quitó rápidamente la ropa y entró. En aquel instante estuve a punto de hacer lo mismo, pero un pensamiento luminoso llegó a mi mente: debo vivir para contar al mundo este horror.
Antes de entrar a las cámaras de gas, había un amplio local que simulaba ser la antesala de un gran baño. Allí los condenados a muerte, en su mayoría mujeres, se desnudaban y dejaban sus pertenencias apiladas en una gigantesca montaña. Al principio hacían por cubrir su indefensa desnudez ante nosotros, pero pronto la vergüenza desaparecería junto con la vida. No había morbo alguno en mi mente frente a tantos cuerpos de mujeres desnudas, más bien sentía pudor de mirarlas y una pena infinita por lo que en breve les sucedería. Aún por las noches despierto sudoroso con sus rostros en mis pesadillas y los gritos de sus gemidos agonizantes.
Recuerdo a una anciana que tenía en sus brazos una niña de dos años. Ella sabía muy bien que morirían, pero hacía cosquillas en el cuerpecito desnudo y nacarado de su nieta, la cual reía a placer con sonoras carcajadas, mientras que la abuela completaba el juego con largos y tiernos besos. De pronto hice algo osado que pudo costarme la vida: fui hacia la montaña de pertenencias, extraje una muñeca y se la entregué a la niña; la anciana me sonrió. No podía entender esta serena sonrisa en vísperas de la devastación.
Intempestivamente se abren las puertas del infierno y un silencio sobrecogedor lo inunda todo. Ha llegado el momento. Con delicadeza tomo del brazo a la anciana y hago señas al grupo para que avance. Caminan serenamente hacia el interior de la cámara, bajo la mirada amenazante de algunos soldados de las SS. Dos de ellos cierran la pesada puerta y la aseguran. Es de noche ya, y dos figuras fantasmagóricas, con sendas máscaras, surgen en medio de la niebla. Caminan hacia un respiradero de la cámara por el que arrojan el contenido de una lata: es el veneno. Casi inmediatamente comienzan los alaridos que se prolongan por varios minutos. En mi mente resuena la risa cantarina de la niña, y aprieto con fuerza los dientes hasta sangrar. Finalmente el espanto de la muerte acalla todo gemido y también nuestras conciencias y toda voluntad de protestar. Es la vida en muerte.
Cuando se volvían a abrir las puertas, cada sonderkommando hacía lo suyo y lo mío era cortar el cabello. Yo era un barbero de la muerte y no me gustaba. No sé cómo, pero tuve de improviso frente a mí a la anciana y a la niña de dos años. Cuando terminé de cortar el cabello de la niña, guardé un mechón a hurtadillas en mi bolsillo, y lo enterré más tarde junto con la muñeca al pie de un tejo. Fueron muchas las veces que fui delante del tejo, cada vez que me tocaba la infeliz tarea de afeitar a un niño. Después de la liberación quise desenterrar la muñeca y el mechón de cabello, pero no tuve coraje: aquel ya era un camposanto.
En torno, en torno, en giro y en orgía,
los fuegos de la muerte danzaban por la noche.
Una vez que ya habíamos limpiado los cadáveres, eran subidos a un montacargas y trasladados a la sala de crematorios. Treinta bocas no paraban de arder noche y día. Los cadáveres eran colocados por medio de largas tenazas en filas de a dos frente a cada boca de horno. De cuando en cuando, entre dos cadáveres yacía el tercero de un niño.
Todos las bocas eran iguales: un arco de medio punto con una pesada puerta de metal que casi nunca cerrábamos. Abajo de la boca, otro orificio de forma rectangular recibía el combustible, aunque el verdadero combustible era la grasa humana. La escena era literalmente infernal. La pequeña boca insaciable no cesaba de engullir cadáveres. El fuego pronto lo consumiría todo. En solo veinte minutos devoraría el cuerpo sin vida, y con él lo que fue un mundo preñado de sueños y esperanzas. Un sonderkommando que algunas veces me acompañaba en el crematorio, viendo las llamas apoderarse de los cuerpos inertes, musitaba: Vasto mundo libre, ¿verás algún día esta llama?
Este sonderkommando, de nombre Zalmen, se había percatado de que yo no era judío: Si fueras judío -me increpó- tendrías otro comportamiento ante los hermanos muertos. Los judíos no aceptamos la cremación y lo menos que podemos hacer es recordar la oración por los muertos: Exaltado y santificado sea su gran nombre... En aquel instante lo interrumpí bruscamente: Annie -grité-, Annie -susurré con profunda tristeza. Zalmen intuyó algo y me dijo: Te enseñaré el Kadish, la oración judía por los muertos, para que la recites antes de introducirlos a los hornos. Yo no era judío, pero durante todo el tiempo que fui sonderkommando la recé con tanto fervor como si hubiese sido judío, y recordando a Annie.
Unas semanas más tarde, mientras estaba yo en la enfermería atendiéndome una reincidente lesión en el pie izquierdo que me obligaba a guardar varios días de reposo, escuché algunas explosiones: una sublevación de los sonderkommandos había volado el crematorio IV. Yo me había salvado milagrosamente, pues conocía a los implicados de cerca. Al día siguiente, me incorporé al crematorio II, y tuve que ayudar a acarrear cuerpos hasta los hornos. Los primeros fueron los de quienes habían dinamitado el crematorio IV. Sin esperarlo, el cadáver de Zalmen estaba frente a mí. Tomé las pinzas con pulso tembloroso y lo arrastré hasta el vestíbulo de una de las bocas de horno.
Su rostro lucía sereno y bien compuesto: el horror no había logrado ajar el alma de aquel hombre especial. Una vez allí, recé el Kadish con un sentimiento de profundo respeto, invocando la memoria de Annie y de Franz. Cuando lo introdujimos al horno, las llamaradas parecían estar reacias a hacer su trabajo. Tardó más de lo habitual en consumirse, como si aun muerto siguiera resistiendo al embate del mal. Fue entonces cuando comprendí que la maldad es el imperio de unos pocos hombres a los que los hombres buenos no ponen límites, que a pocos kilómetros de Auschwitz retozaba la vida como si nada, de espaldas al humo dulzón de las chimeneas de los crematorios.
¡Solo, solo del todo,
solo en un ancho mar!
¡No sintió ningún santo compasión
de la angustia de mi alma!
Todos quedaron muertos:
y mil y mil viscosos animales
siguieron vivos, y lo mismo yo.
Fue antes de ser un sonderkommando. Una mañana, en la litera de enfrente, ocupando el lugar de un recluso gaseado, estaba Franz. No lo podía creer. El destino nos había reunido nuevamente. Hice arreglos con un interno para ocupar su lugar en la litera junto a Franz a cambio de mis zapatos relativamente buenos. Pasamos noches interminables contándonos nuestros infortunios y sueños. Nos hicimos amigos entrañables, al punto de que soñábamos juntos con increíbles recetas de cocina francesa para cuando saliésemos de Auschwitz.
Estaba acabado, arrugado y con el poco pelo que tenía blanco. Me dio tristeza que me contara cómo habían asesinado a su esposa e hijos en Treblinka. Cuando nos separaron en el andén de Treblinka -dijo lúgubremente- ella abrazaba a mis hijos en la fila izquierda, mientras me sonreía serenamente. Sabía que morirían. Dos meses después, me deportaron a Dachau. Franz estuvo en la barraca 14 apenas tres semanas. Una noche me dijo: Estoy en la lista del Comandante. A la mañana siguiente, lo vi sentado al borde del catre limpiando como podía sus zapatos. Se los calzó con orgullo, me miró, y sonrió con parsimonia. Horas más tarde pregunté a un recluso que hacía de correveidile por Franz, y me señaló las chimeneas del crematorio: Ya está ascendiendo -dijo. Un nudo de infinita amargura ató inclemente mi garganta, y de nuevo sentí culpa por estar vivo.
Déjame estar despierto, oh Dios mío, o si no,
déjame que me duerma para siempre.
Cuando se esparció el rumor de que los rusos se acercaban a Auschwitz, nos mandaron a la cámara de gas a todos los sonderkommandos. Yo me escapé milagrosamente hacia Auschwitz I: aprovechando la confusión, recorrí a pie los tres kilómetros de distancia y me mezclé entre los reclusos. Cuando las SS evacuaron el campo, yo fui de los pocos que quedaron a la llegada de los rusos. Al verlos temblé de miedo como aquel día ante los soldados alemanes en la zapatería de Franz, pero nada podía ser peor ya. Seis semanas más tarde llegaba por carretera (nunca más he tomado un tren) a mi barrio en París, pero ya no estaban ni mi madre ni el tío Arthur: solo Dios sabe a qué campo fueron deportados por pertenecer a la resistencia francesa. Ya nada tenía sentido: quizás hubiera sido mejor quedarse para la cámara de gas. Europa era el Continente de la Desolación. Decidí entonces venir a América, y armar el rompecabezas con los despojos de mi existencia.
Desde entonces, en horas imprevistas,
esa angustia me vuelve:
y hasta que no se cuente mi relato espectral,
me quema el corazón.
Esta opresión en la boca del estómago ahora se me expande a todo el pecho. Creo que cumplí mi misión: vivir para contar el horror de aquellas horas en un infierno nazi. Finalmente he comprendido la serena sonrisa de Frieda, de Franz y de la anciana en la cámara IV: es la misma sonrisa de la Gioconda. Lo entendí cuando compré hace unas semanas una litografía de ella. Esa era la misma sonrisa de ellos, un rictus de amarga serenidad y aceptación justo antes de la devastación, acaso el mejor modo de asumir lo incomprensible.
Solo Annie se resistió a sonreír. Su rostro fue un callado grito de rebeldía, una increpación sin texto posible. Mil veces he tendido en sueños mis manos para secar sus lágrimas, el llanto con el que la humanidad llora en todos los Auschwitz que aún quedan por liberar, el llanto con el que se podrán apagar todos los hornos crematorios de la iniquidad humana, el llanto que hará cálido el regreso al cobertizo del último tren de la existencia.
Creo que no alcanzaré a almorzar con mi hijo. Pronto se abrirá la puerta y la hora habrá llegado. Ya no temo. Exaltado y santificado sea su gran nombre, amén. Ya he pulido mis zapatos, y estoy sentado al borde de mi cama, listo para sonreír, Annie.
Caracas, Agosto de 2008
* Cuento finalista en el Concurso Internacional Juan Rulfo 2008 (París)
JERÓNIMO ALAYÓN GÓMEZ, poeta, narrador, filólogo, investigador y profesor universitario venezolano. Nació el 11 de octubre de 1966 en Caracas, Venezuela, en el seno de una familia humilde de origen español. Profesor de Lengua y Comunicación en la Universidad Central de Venezuela, y de Comunicación Efectiva en la Universidad Monteávila. Investigador en las áreas de Estudios del Discurso (código UNESCO 5705.99), Retórica (código UNESCO 6202.05), Estilo y estética literarios (código UNESCO 6202.03), Filosofía del Lenguaje (código UNESCO 7202.07), Enseñanza de lenguas (código UNESCO 5701.11), Etnolingüística (código UNESCO 5705.02) y Etnoliteratura. Vive en su ciudad natal, Caracas, y está casado desde hace 14 años con María Carolina Sariego de Alayón, psicopedagoga, músico y poeta, autora del poemario Cuerdas de guitarra (2000), con quien tiene una hija de dos años, Katherina del Pilar. Finalista del Premio Juan Rulfo 2008 (Francia) con el relato El último tren, y del Premio Giulia de Gonzaga 2009 (Italia) con los poemas "Nocturno", "Yermo" y "La rosa al revés". Coautor (junto a Armando Holzer, Ciro Acevedo y Haydee Pino) de una obra de teatro, "Balada de la rosa al revés" (1996), que cuenta ya con más de 100 funciones de la mano de su productor y director, Igor Martínez. Ha publicado un poemario, El canto del Jokili (2000), y tiene en imprenta el relato "El último tren" (Edita Universidad Monteávila). Próximamente serán publicados algunos de sus poemas en Italia, en la Antologia Premio di Poesia Giulia Gonzaga 2009 (Edita Edizioni Lo Spazio). Ha publicado varios artículos especializados en revistas arbitradas y tiene en imprenta el libro Comunicándonos más allá de las palabras (Edita Universidad Monteávila). Miembro de: Sociedad Literaria Tröima (Venezuela), Asociación Latinoamericana de Estudios del Discurso (Universidad Central de Venezuela), Asociación para la Enseñanza del Español como Lengua Extranjera (España), The International Society for the History of Rhetoric (University of California, USA), Asociación Canadiense de Hispanistas (Université Laval, Canadá), Asociación Canadiense de Estudios Latinoamericanos y del Caribe (Concordia University, Canadá), Asociación Hispánica de Humanidades (USA), Asesor Académico del Comité Editorial de la revista Analecta Literaria de Buenos Aires, Argentina.