Carlos Barbarito: Un pórtico a Un fuego bajo un cielo que huye1




Si pudiésemos regresar en el tiempo unos siete siglos, y si lo que nos cuenta Juan de Garlande es cierto, un intelectual por aquellos días, digamos un miembro de la corporación universitaria, como le llama Jacques Le Goff, disponía de un instrumental completo para su tarea: libros, un pupitre, una lámpara de noche con sebo y un candelero, un farol, un embudo para la tinta, pluma, plomada y regla, una mesa y una palmeta, una cátedra, un pizarrón, una piedra pómez con un raspador y tiza. Es lo que usaba aquel escritor, lector, profesor. Otros, los copistas, recurrían además a la pluma para pergamino y a una ruedecilla para señalar y encontrar el lugar donde se había detenido la copia. Mientras escribo esto pienso en qué clase de instrumentos necesitaba yo hace algunos años, no tantos pero que parecen centenares, y cuáles ahora. Cuando comencé a escribir poesía, por pocos años, me resigné a lápiz y papel; luego, me serví de una máquina, en mis sucesivos lugares de trabajo y muchas veces simulando que redactaba algo importante. No disponía de una Olivetti en mi casa. No conservo mis primeros poemas manuscritos. Y sí algunos, pocos, mecanografiados que conformaron mis libros de los ochenta. Una vez, una amiga grabadora, Hilda Paz, me pidió poemas o, al menos, algunos versos hechos a mano; busqué y busqué y apenas si hallé alguna anotación en una vieja agenda. Hace poco, en un reportaje, Luisita Futoransky, confesó que jamás escribe a mano, que siempre lo hizo primero a máquina y ahora en la pantalla de una computadora. Somos dos, pensé con alivio al enterarme. Hace años que me sirvo de una PC para escribir, me fascina sobre todo el modo en que se disponen las palabras sobre el espacio, puedo ver -soy un ser ansioso- al primer golpe de vista como se articula y compone el poema. No experimento mucho, mis poemas tienen más o menos una misma forma, me interesa más lo que expresa, sus múltiples significaciones, su ritmo, sus resonancias. Alguien, cuando hacía mis primeros pasos, en un breve artículo, tal vez el primero sobre mi poesía, en un diario local, me llamó poeta experiencial, no experimental. Medité mucho sobre esta afirmación y, luego de varias décadas, siento que hay razón allí.


No exagero si digo que siempre estoy escribiendo. Escribir es un proceso interno, complejo, en el que el volcado al papel es sólo un aspecto. Ese proceso tiene lugar en lo más profundo y secreto de cada uno, muchas veces sin que uno tenga conciencia de qué es lo que se cocina allá adentro. Y, de pronto, como si de un milagro o magia se tratase, salta desde el abismo lo que, en mi caso, a veces me parece una voz externa, ajena. No lo es. Pero me gusta engañarme y hablar de prodigios, de maravillas. Alguna vez fue el título de un libro del que no había escrito una línea: Éxodos y trenes. La voz me sorprendió mientras atravesaba las vías del Ferrocarril Belgrano hacia mi casa. Así se llamó uno de mis primeros poemarios, publicado en 1985. Otras veces, me dejó -me deja todavía- un primer verso y luego calla dejándome con el resto del trabajo por delante. Llegué a odiarla. Una especie de Titivillus, el diablillo de los copistas del Medioevo que luego encontrará Anatole France, que en vez de hacerme saltar una letra y con ello aproximarme al Purgatorio, me obliga a completar el poema - labor que, con frecuencia, se parece bastante al Purgatorio, un pago por una deuda que desconozco haber contraído, y encima el pago resulta siempre exiguo porque al final no sobreviene gloria eterna alguna y sí la sensación de que el próximo poema, ese sí, claro, será el Poema, con mayúsculas, qué iluso-. Por suerte, el duendecito se ausenta por largas temporadas. No sé por qué digo con suerte, porque debo escribir el poema desde el primer verso hasta el último, lo que resulta todavía peor. Lo que sí es verdad que el duende no me distrae, supongo que, invisible, me mira trabajar durante horas, sentado en un rincón, tal vez serio, tal vez sonriente, quizás con mirada irónica, o simplemente, hecha su labor, se retira hasta la próxima vez.

Escribo como si estuviese parado sobre un cable, no de acero precisamente, sobre un abismo. Con la concentración del equilibrista. Trato de lograr precisión -casi nunca me sirvo de un diccionario, pero en ocasiones lo consulto-, lo hago mientras escribo y por lo general debo corregir poco y nada. Un escritor costarricense, Guillermo Fernández, dijo hace años que mi poesía tiene un estilo bíblico peculiar. Es verdad. Una de mis primeras lecturas fue el Antiguo Testamento -que alternaba con novelitas de Zamacois, Alicia en el País de las Maravillas, algún atlas geográfico, novelitas de Clark Carrados, todo lo que caía en mis manos-, en especial, el Génesis, sobre todo el relato del Diluvio, el Eclesiastés y el Levítico. De un modo confuso primero y luego claramente con el correr de los años, percibí -al menos en la traducción- una manera de expresar con simpleza lo complejo y muy complejo, de una forma notablemente poética. De algún modo, hice mío ese estilo. O, al menos, esto intento. No fue una apropiación, recién me di cuenta de esto cuando leí el parecer de Fernández, fue algo inconsciente, que se dio deforma, diríamos, natural. Mi primer poema fue sobre el mar, que no conocía. O sí, a través de los que escribieron sobre el mar y, sobre todo, luego de conocer el poema de Borges...Antes que el sueño (o el terror) tejiera/ Mitologías y cosmogonías... de manera un tanto imprevista. ¿Qué era para mí la poesía hasta, digamos, los trece o catorce? Francamente, poco. Apenas lo que me habían enseñado en la escuela primaria, versos sobre el hornero, sobre algún paisaje serrano. Ya en la secundaria, el profesor de música, sentado al piano, abrió un libro, El otro, el mismo, que Borges había publicado no mucho antes, y, por alguna razón, que agradezco, dejó por un momento solfeo y biografías de compositores, y comenzó a leernos. Este momento constituye un momento trascendental en mi vida. Porque me advirtió que la poesía es otra cosa diferente a la que hasta ese momento me habían dicho que era. No es extraño, entonces, que mi poema inaugural fuera sobre el mar, lo llamo poema porque de algún modo hay que llamarlo. Lo extravié casi enseguida. La misma suerte, o infortunio, tuvieron mis escritos durante años. Antes hablé del Diluvio, la gran inundación. Los pasajes del Génesis que tratan este asunto se mezclaban en mi cabeza de niño con lo que mi madre me contaba de las inundaciones periódicas del arroyo Pergamino, que continúan. Cuando, hace algunos años, vi por televisión imágenes de la ciudad anegada, como nunca antes, sentí que se cumplían, recurriendo a Borges, mis sueños (o mis terrores).

El agua, y sus variantes, es asunto central en mi poesía desde mis primeros poemas hasta por lo menos los años noventa. Lluvia, mar, charcos, lágrimas, ríos, rocío son elementos frecuentes. Sobre todo la lluvia (acompañada por relámpagos y truenos), producto directo de mi fascinación por la meteorología. Describir mi relación con los meteoros trascendería el propósito de este texto, una introducción a mi último libro de poemas. Sólo puedo anotar aquí que esta fascinación, no exenta de temor, viene desde los días, y noches, de feroces tormentas en mi infancia, agua y viento golpeaban contra nuestra frágil casa, que parecía venirse abajo. Cuando edité La luz y alguna cosa, el ya fallecido amigo Jorge García Sabal opinó que era un título extraño (sacado de una pintura de Klee) porque el agua era el elemento constante. Y más raro todavía es el hecho de que Viga bajo el agua, poemario anterior, tiene permanentes referencias a la luz. Sí puedo referirme a la viga, cosa que me lleva a muchos años atrás, cuando yo era un cachorro. Acostumbraba a leer en un cuarto, una especie de galponcito, atestado de papeles. En el breve espacio disponible, me sentaba en una silla de madera y paja. Arriba, en el techo, había una viga que, para mí, estaba a punto de caerse. Fuera esto cierto o no, el hecho es que yo me quedaba justo debajo de esa viga, y leía. ¿Un recordatorio de que la literatura no es un entretenimiento de vacaciones, como pretenden hacernos creer, sino un hecho riesgoso? Cuando escribo tengo la sensación de que esa viga continúa arriba, amenazante. Ahora, ¿por qué la sumergí? ¿Por temor? No tengo la respuesta.

Luego, vino el fuego. Heráclito, a quien tanto debo, dijo: El fuego al avanzar juzgará y condenará todo.  Una frase que desde el primer momento ronda mi cabeza, a la que sometí a innumerables variantes y transformé en innumerables figuras. Y más adelante Heráclito sostiene: El fuego vive de la muerte del aire, y el aire de la muerte del fuego; el agua vive de la muerte de la tierra y la tierra de la muerte del agua. La idea de que algo adquiere vida cuando otra cosa fenece me subyuga e inquieta. En Heráclito encuentro al oscuro, no al opaco2. Fue esta inquietud por lo oscuro lo que me condujo a Blake, a Artaud, a Montale, a Daumal. Esta busca de la oscuridad no se dio en mí como una pretensión, una pose, fue el fruto de una necesidad que encontró, y encuentra saciedad, en imágenes de la alquimia, ciertas piedras y animales, lejanos resplandores, ciudades incendiadas de El Bosco, relatos de viajeros por tierras de maravillas, antiguos planisferios... Cuando era niño quise ser muchas cosas y lo fui, lo soy, gracias a la poesía. Dylan Thomas lo dice mejor que yo, siempre lo dice mejor que yo: En mi oficio o arte sombrío/ ejercido en la noche silenciosa/ cuando sólo la luna se enfurece/y los amantes yacen en el lecho/ con todas las tristezas en los brazos,/ junto a la luz que canta yo trabajo/ no por ambición ni por el pan/ ni por ostentación ni por el tráfico de encantos/ en escenarios de marfil,/sino por ese mínimo salario/ de sus más escondidos corazones... Me desagrada la poesía que se agota a la primera lectura. Y a la segunda. Y a la tercera. Quiero, exijo, me exijo una poesía huidiza, con secretos de disfrazada para carnaval veneciano, pliegue sobre pliegue sobre pliegue, sinuosa, algo así como aquellos versos de mi admirado Lezama Lima: Siento que he dormido/ dentro de un tonel de vino./ Nado con las dos manos amarradas. Ya lo dijo Cocteau: La gente exige que se le explique la poesía. Ignora que la poesía es un mundo cerrado donde se recibe muy poco y donde, a veces, incluso no se recibe a nadie. ¿Qué busca el que pide o exige una explicación? Significados, ¿esto que significa? -pregunta. Picasso dixit: Las personas quieren encontrar "significado" de todos y de todos. Ése es el mal de nuestra era, una era que no es más que práctica pero que se considera a sí misma más práctica que cualquier otra era. Por lo tanto, léase esto como umbral, invitación, mínimo acceso a un libro de poemas titulado Un fuego bajo un cielo que huye.

¿Explicar, explicarme? Me explicaré después de mi muerte -Raymond Roussel a Cocteau. Roussel murió. Se llevó consigo la clave, si es que la tenía -claro-. Hasta hoy su espectro o sombra no abrió la boca.

En Muñíz, Buenos Aires,  tarde del 30 de diciembre, 2009.






Notas

1 Editorial Baile del Sol, Tenerife, 2009 (prólogo de Francoise Roy, arte de portada de Lisandro Demarchi y fotografía de Karina Barg).

2 Breton.