1. POEMA QUE AÚN NO SE SI NOMBRAR:
REGURGITACIÓN DEL ÁRBOL FAVORITO
Junto a la casa de Olga lidia se yergue un tamarindo,
árbol temeroso de la poda, es decir temeroso como cualquier
hombre poeta. Temeroso.
De semejantes alegorías que sombrean patios,
vidas, señales que conforman el exacto mapa de lo que un día existe
y otro quien sabe nos alimentamos.
Debe ser alimento ingrato,
como esas ficticias pulsaciones de arroz y degradación
que la ciega paciencia (o la ciega obediencia)
nos permita esperar cada mes.
Tamarindo que se yergue contra el cielo que llaman
nacional. O ni si quiera eso: cielo provincial,
fraccionado en minúsculas porciones de cielo municipal;
expectativas reducidas al tamaño de un fruto ligeramente ácido,
en su corteza se pudiera escribir revolución
si uno tuviera al menos la capacidad de dirigirse a un vocablo
que no admite abstracciones.
Este pudiera ser el árbol conmovido y triste si en el vecindario
las piaras terminasen por acatar la voz de Barbarito Diez.
Este pudiera ser mi país mirado desde la estática perspectiva
de un árbol sin alcurnia.
¿Qué puso aquí un tamarindo
en lugar de un árbol de Copenhague, un árbol de Yakarta
o simplemente un árbol donde la naturaleza
prefirió resumir su decencia en ciertas cofradías paisajísticas?
¿Quién secuestro la nieve que por decreto
o equivocación descendería sobre el tamarindo
en sus breves intervalos de árbol legitimado por Dios?
La respuesta está en el viento,
eso, con licencia de B. Dylan, es un sofisma de los peores,
una manera de convencerme de que todo cuanto sucede
alrededor del tamarindo es normal y poético.
Normal y poético que Olga Lidia despida a su ultimo hombre
igual que Andrómaca al suyo. Raudo tránsito
de persona a música quebradiza,
la lluvia reúne en charco indócil lo que de personajes
de poema épico llevamos por dentro y por fuera. La lluvia
dispersa lo que del amor dictamina excedente.
Normal y poético los trenes que convoca la inercia
y no el buen juicio de los rieles
( inercia, desdén, abulia todo forma parte del mismo sistema).
Paso tambaleante el de estos artefactos
catalogados como antiguos, es decir apoéticos. Paso sin mesura,
como decir: alguien que tomó cerveza apócrifa en demasía
y luego en el insulto elabora la escritura,
el signo que los rieles transfieren al horizonte
pero sin encontrar acomodo ni mágico elixir en las postales.
A lo mejor es que tienen (los trenes) permiso oficial para insultarnos;
son máquinas etéreas. Traducir al idioma del herrumbre
su magra fortuna rodante es la meta.
O llegar a los andenes retorcidos donde no me espera E. Dickicson.
¿Qué se puede esperar de las manos que atornillaron para siempre
su pacto con la insensibilidad, el ruido, la fantasmagoría
de trenes sin relevancia en los itinerarios de Dios?
¿Qué de los que permanecemos atascados en aquellas imágenes
de trenes de película con final feliz?
Los héroes empotrados en la piedra por capricho de artista
que ahora se apresuran en llamar estética,
no gobiernan el espacio ínfimo del tamarindo.
Tampoco la bandera con su ombligo al viento,
tampoco los himnos que un día se gastaran de tanto corearlos
sobre el barro o para el barro mismo
(espero que alguien me ponga a salvo de tanta dicotomía,
de tanto desvarío en el lenguaje para alejar así
la solución de la belleza).
Solo la llovizna y el trueno son allí
benévolos mariscales. Los ariscos cercados no limitan
su respiración de árbol que pago por su libertad
lo que Juan Francisco Manzano por los residuos
de la palabra Liberto.
Somos dos niños de exilios diferentes.
Uno sin ver ya para siempre el ansia de regreso;
Otro sin ser nunca un boleto de partida.
Jorge A. Hernández Pérez
Quien dijo: "¿Si, callar es la palabra?"
Walter de la Mare
Walter de la Mare
Junto a la casa de Olga lidia se yergue un tamarindo,
árbol temeroso de la poda, es decir temeroso como cualquier
hombre poeta. Temeroso.
De semejantes alegorías que sombrean patios,
vidas, señales que conforman el exacto mapa de lo que un día existe
y otro quien sabe nos alimentamos.
Debe ser alimento ingrato,
como esas ficticias pulsaciones de arroz y degradación
que la ciega paciencia (o la ciega obediencia)
nos permita esperar cada mes.
Tamarindo que se yergue contra el cielo que llaman
nacional. O ni si quiera eso: cielo provincial,
fraccionado en minúsculas porciones de cielo municipal;
expectativas reducidas al tamaño de un fruto ligeramente ácido,
en su corteza se pudiera escribir revolución
si uno tuviera al menos la capacidad de dirigirse a un vocablo
que no admite abstracciones.
Este pudiera ser el árbol conmovido y triste si en el vecindario
las piaras terminasen por acatar la voz de Barbarito Diez.
Este pudiera ser mi país mirado desde la estática perspectiva
de un árbol sin alcurnia.
¿Qué puso aquí un tamarindo
en lugar de un árbol de Copenhague, un árbol de Yakarta
o simplemente un árbol donde la naturaleza
prefirió resumir su decencia en ciertas cofradías paisajísticas?
¿Quién secuestro la nieve que por decreto
o equivocación descendería sobre el tamarindo
en sus breves intervalos de árbol legitimado por Dios?
La respuesta está en el viento,
eso, con licencia de B. Dylan, es un sofisma de los peores,
una manera de convencerme de que todo cuanto sucede
alrededor del tamarindo es normal y poético.
Normal y poético que Olga Lidia despida a su ultimo hombre
igual que Andrómaca al suyo. Raudo tránsito
de persona a música quebradiza,
la lluvia reúne en charco indócil lo que de personajes
de poema épico llevamos por dentro y por fuera. La lluvia
dispersa lo que del amor dictamina excedente.
Normal y poético los trenes que convoca la inercia
y no el buen juicio de los rieles
( inercia, desdén, abulia todo forma parte del mismo sistema).
Paso tambaleante el de estos artefactos
catalogados como antiguos, es decir apoéticos. Paso sin mesura,
como decir: alguien que tomó cerveza apócrifa en demasía
y luego en el insulto elabora la escritura,
el signo que los rieles transfieren al horizonte
pero sin encontrar acomodo ni mágico elixir en las postales.
A lo mejor es que tienen (los trenes) permiso oficial para insultarnos;
son máquinas etéreas. Traducir al idioma del herrumbre
su magra fortuna rodante es la meta.
O llegar a los andenes retorcidos donde no me espera E. Dickicson.
¿Qué se puede esperar de las manos que atornillaron para siempre
su pacto con la insensibilidad, el ruido, la fantasmagoría
de trenes sin relevancia en los itinerarios de Dios?
¿Qué de los que permanecemos atascados en aquellas imágenes
de trenes de película con final feliz?
Los héroes empotrados en la piedra por capricho de artista
que ahora se apresuran en llamar estética,
no gobiernan el espacio ínfimo del tamarindo.
Tampoco la bandera con su ombligo al viento,
tampoco los himnos que un día se gastaran de tanto corearlos
sobre el barro o para el barro mismo
(espero que alguien me ponga a salvo de tanta dicotomía,
de tanto desvarío en el lenguaje para alejar así
la solución de la belleza).
Solo la llovizna y el trueno son allí
benévolos mariscales. Los ariscos cercados no limitan
su respiración de árbol que pago por su libertad
lo que Juan Francisco Manzano por los residuos
de la palabra Liberto.
Somos dos niños de exilios diferentes.
Uno sin ver ya para siempre el ansia de regreso;
Otro sin ser nunca un boleto de partida.
Jorge A. Hernández Pérez
Como la navaja de un rustico villano de esquina,
el mar secciono en mitades dispares
todo lo que el humano considera familia bajo pacto de lágrima.
Una mitad en Cifuentes, geografía desvanecida
lo mismo que las aves que se cansan de buscar un alimento
asentado únicamente en el pretérito de abundancia.
Otra mitad en Nice, Gravier Aveneu. Se puede escribir Dios o amplitud
en el reverso de un nenúfar y continuar vivos,
tangibles para la próxima cena.
Es un lenguaje sin tasca ni libación que yo no vería
sino a través de inútil postal añadiendo un espectro más
al concepto de belleza.
Solo que familiar es un verbo que se suscribe
por sinonimia o explicitud lacerante. Encerrado en círculo de tiza puede durar más que palabra de Confucio.
Pobre mar arrendatario de exordios que transpiran
espumeante separación. Pobre en su persistencia de repetir
la escenografía del rustico villano de esquina
que con los estipendios de su navaja adquiere
las sobras del mundo.
Las hojas que se amontonan al pie del tamarindo
son hilachas de vida que no respetó el otoño,
catedrales de Notre Dame que Olga Lidia y yo no veremos.
Que otros con un gramo más de suerte en las manos
impulsarán al infinito por nosotros.
Muy poco hay asignado en nuestra cuota de alucinaciones respetables,
ciertamente muy poco.
De simples hojas marchitas se forman los relegamientos más absurdos,
la mengua de lo que en gramática de altavoz se entiende por país.
Envidio del tamarindo su capacidad de interferir
todo vocabulario amargo con solo proponerlo a sus ramas.
Envidio incluso su capacidad
de no saberse tamarindo entre los tamarindos.
2. CAFÉ EN CASA DE O. PRETEXTO PARA HABLAR DE FOBIAS
A Alexis y Arístides, también sobrevivientes de otras ceremonias expiatorias Jornada contra la homofobia, decía el cartel, letras dóciles o trémulas como casi todos los anuncios que vislumbran un dolor ajeno, un mecánico desajuste a los ojos inapresable. Jornada, subtexto ni siquiera esencial, remolino de sílabas que no arman una palabra de Wilde; significa, creo, que aun nos reconciliamos con ese folklore que los hombres de todas las desintegraciones activan o desactivan mediante tiza estéril, tiza de pizarrón que mancha las manos y acaso las perfora. Sería demasiada presunción solicitar de un anuncio, de una torpe escenografía verbal que resista una o dos gotas de llovizna y no se volatilice por el centro. No difumine, digamos, la falsa hechura del mensaje cuando cruce por un costado y otro el transeunte con el estómago yerto, es decir, vacío, palabra que apenas entrelaza dos cosas a un mismo símil de lo deficitario.
Jornada contra algo, decía el cartel, rígida costumbre de colocar en el viento noticias que compiten con la maduración del plátano, cultivo que extravió la noción de patria, tokonoma o céfiro. Ergo: subcultivo, bonanza que se prorroga de año en año, también una esperpéntica jornada bajo la corteza. También una precariedad que pasa por himno ( que pasamos por himno). Y nadie escribe ( o suscribe) jornada contra ese plátano sin altivez que interpone curvados desencantos entre la Burke y nosotros, del desamparo la mejor clonación. Y es que el plátano repta, se sabe símbolo, salitre comestible y otra vez símbolo, como decir pirámide de keops en los billetes donde por el reverso el héroe sonríe. O al menos genera película de sonrisa, mandíbula batiente a veinticuatro cuadros por segundo. Ni Artaud lo entendería.
Héroe joven llevado a encierro en los billetes de a veinte, como alguien que orina en los jardines de un palacio y merece penitencia aguda. Por el reverso la ficción de unos plátanos y una jornada contra algo; en ese sistema binario un país puede poblarse de pequeños coágulos magentas y nadie percibirlo.
Ya sé, son labios de héroe, óvalo profundo que no puede alcanzar humano ínfimo salido del redil, distinto. Vendría, supongo, el gendarme que preserva la jornada y las fobias, el cataclismo por venir y la calle prócer fulano, mengano, esperancejo, ¿Qué más habría de preservarse en este archipiélago de chapuceros delineados. No dudo que preservar le parezca una palabra obscena, sin analogías en su mundo de leyes sostenidas por errata y silbato. Gendarme cíclico, repetitivo como el hombre que corrobora los límites en el cuento de Kafka, griego por concepto de pérdida y fatalismo geográfico, no sabe de apopléticos incorporadores del mundo exterior. No podría decir a su oido solsticio, amor o piedra filosofal.
Lezama, Boitel, Virgilio, Coyra, si me escuchan no permitan que su visión tropológica de la autoridad arruine este café en casa de O., que a veces es mucho más de lo que la vida puede ofrecernos en un siglo. Lezama, Boitel, Virgilio, Coyra, a salvo mientras la palabra Jornada empolle sus imágenes ya petrificadas al estilo de la peor ave de corral, mientras los falsos diamantes del cartel no se entremezclen con la pátina del significado.
3. LA HOJA SOBRE LA CUAL SE ESCRIBE LA MARCA*
Si me pedís un símbolo del mundo
En estos tiempos, vedlo: un ala rota.
J. Martí
A Lourdes Gil infinitamente
En estos tiempos, vedlo: un ala rota.
J. Martí
A Lourdes Gil infinitamente
I
Porque no espero regresar, porque nadie regresa ni puede ya decir New York, New York con la voz de Sinatra excavando en el oro, sino con los exordios del marino que adelanta sus manos al naufragio. Porque todos perdieron su navío, su pronunciamiento de sal en la bitácora. Todos su tren del siglo XIX reanimado con piedra y desatino, dramaturgias leves que lo harían un tren del XX, del XXI o simplemente un tren que deja sus excoriaciones en el recurso poético. Un tren: pasajeros y paisajes que no se pertenecen uno al otro, es decir, volitivo. Porque todos éramos pasajeros con un boceto del regreso a cuestas, conversaciones en una esquina de Alejandría que tornáronse rompibles, asordinadas casi. Mal boceto del regreso a cuestas, dicho sea de paso. Manos que agitarían un pañuelo como en la realidad que Dios sufraga en una postal. Quien habría de olvidar los gestos asimétricos, la pose de animal adolorido, señales que el guijarro archiva con presumible sintaxis de obituario (no porque la Pizarnik lo infiera la rosa será menos visible que la espina). Pañuelo dispuesto a hurgar en el aire, pequeñas extrapolaciones del sollozo que la tela soporta o evapora, esa clase de leitmotiv ya agotado. Agotado por Rimbaud, Baudelaire. Por mis hijos que no saben quien es Rimbaud ni quien Baudelaire. Que no saben como han de bregar aquellos por las imágenes que prefiguran sus juguetes en el minuto previo al desaliño. Juguetes-islas, fragilidad nunca antes ponderada.
II
Trenes a Kuala Lumpur/Wyoming/Copenhage/New Jersey/Sagua la Grande. En todos estuve, aciago e imperceptible como si abordara un tren de película silente o un tren que no existe digamos. Cierto: llegaría primero el Duke Hernández corriendo de home hacia sí mismo que estos trenes a su destino de ciudad erigida de curvatura a curvatura. Las ventanillas como agujeros de Reading por donde las ratas se asoman al infinito. Las ratas y su empeño en no parecer una invención de Warhol sobre mis papeles. En todos dijeron: es el mujik que ya no respira a través del símbolo, el que se bifurca: de un lado el tokonoma, del otro, partes insólitas del país que no caben en el tokonoma, así sea en forma de astillas. En todos estas esquirlas de mí que me apresuro a juntar sobre el agua, estas exánimes pertenencias que no compensa el poema y su cuerpo de letras parpadeantes, estos ojos de muchacho finisecular que imploraban un respiro en el atisbo del guardia (un respiro o menos todavía: un no-respiro). Mujeres que solo pudieran dar al sujeto lírico un impulso de cerveza triste me acompañaron. Acompañaban a un estado febril, a lo que tú seguramente llamarías un arañazo en la pared. En todos la tartamudez de un andén, una madre que despide a su hijo en código Morse, mundo de rayas y puntos que nadie salvo Dios entiende. Quien pudiera a la cuenta de tres, intervenir con un símil sus pensamientos, hermosearle el vestido y la fijación de sus tardes al ladrillo inhóspito. Quien.
En todos no smoking, no sufrir por un asunto llamado la lejanía, el estropicio o algo "que la herida permuta por sus cicatrices". No parecer un personaje de Spoon River Anthology que saca fotos de héroes transitorios, minúsculos al cambiar de ciclo la luna, perdonable pasatiempo de turista sin bufanda. Oh trenes de los que solo pudiera escindirme convirtiéndome en sus propios rieles; me dejaron la duda, del diamante la estría y lo que supura. ¿Levitar era doblegarse ante peces, árboles y aves que ni al calco reproducir pudiese, impensables desde horizonte parecido a camisas que por remiendo llevamos al sastre? ¿Regresar es no ser más el catador de migajas que solo confundir con la bonanza, esa rústica certidumbre de llevar a casa signos de harina elemental? Acaso volver a donde nunca se estuvo sino por inercia o ingravidez, leyes físicas que pasados los veinte años se olvidan con facilidad que causa estrépito.
III
Porque no espero regresar, dijiste, dije, dijeron. Eran - supongo - las voces que del risco no escogieron su mitad ni del mar la nota que más desafina el azul. Mar, risco, insípidas dualidades que una lágrima sobrepasa en tamaño y desplazamiento. Cierto: en la lágrima fijo el domicilio, remuevo la tierra para plantar el almendro que esparcirá sombras o quizás no. De todos modos, dijiste, dije, dijeron, vendrá el recaudador de impuestos con sus inabarcables ojos plomizos. De todos modos vendrá el cierzo, será invierno y los amantes invocarán asuntos más volátiles que la patria o el ser. Eran - supongo - las voces que la nieve se ocupaba de rebanar. Grandes o pequeñas rebanadas de sílabas agridulces. Grandes o pequeños territorios de vikingos que estrictas nieves demarcaban: aquí las inflexiones que cuantifican el bajo cero, allí la añoranza en el tránsito de estilete a referente. Aquí los que se dejaron seducir por su dictadura de copos oleaginosos. Allí los que contentáronse con una nieve a deshora, tímida, incrédula, percibida de lejos como en un film que relataba endebles asuntos de Rusia. Y claro, también de triviales nieves se fabrica una pose, un desgarramiento mínimo. Nunca he sabido porque la nieve hace de nuestros asuntos un himnario, para luego ceder su mejor estrofa al verano.
IV
Porque no existe la palabra regreso. Apenas la mitad del sinónimo pude retirar del escalpelo. Ve mis manos y convéncete de "su parecido a un acordeón que viniese de un naufragio". Dios, que insulto es ver rapada la buganvilia mientras preguntamos cosas a los hombres que inventariaron cada palabra. Porque alguien dijo "reloj detén tu camino" y todos pensaron en un tiempo que no excede los fragmentos que la dialéctica ha de barruntar. Todos en el ridículo minuto que un Poljot dramatiza, jamás en el prontuario de un tiempo que se remonta al sufrir de una casa sujetada con alambres a un destino de orillas. Porque caminé sobre erizos y turistas atolondrados en busca de la palabra regreso y no me fue mejor que a Alfonsina en su cataclismo. Y busqué y busqué en las paredes donde se juntan los mayores desatinos: corazón de fulano hecho añicos por causa de mengana, como en una melodía donde hasta la vida sin nenúfares ni ungüentos es posible, como algo que Dios ni los hermeneutas pueden transferir al idioma de mis hijos. Como si un corazón solo se despedazara en la metáfora que lo atasca. Y le pregunté a L. Gil que a su vez preguntó a L. Cabrera, que su vez preguntó a J. Martí que a su vez preguntó a C. Casey, y todos dijeron al unísono: es como buscar las palabras últimas que se dijeron Héctor y Andrómaca; al fin y al cabo los contextos no distorsionan la herida, el agua salada de estribor hacia los ojos o viceversa. Encerrado en el "no espero regresar", igual que mi padre en el menoscabo del verbo amar, así debieran recordarme.
8 de septiembre de 2009
4. MONÓLOGO DE J. ALFRED PRUFROCK
He oído a las sirenas, una a otra se cantan.
No concibo que canten para mí.
T. S. Eliot
No concibo que canten para mí.
T. S. Eliot
A Yénnifer Gil Olmo, su santa paciencia
Estaba escrito, perder los años en que se amaba
como en la Iliada,
decir quedamos al pairo y extravío para la familia,
esos seres aún diminutos
gravitando ante el búcaro de ningún indicio de primavera.
Perder: especie de fuerza centrípoda,
me ubico en su despeñadero, en su flor
como una ruta de trenes hacia pueblo de sirenas cabizbajas,
como culpables postales donde no transcurre nada.
Perder lo que de nosotros cabe en el tokonoma,
o sea, idolatrar encima de dura superficie la pérdida,
su paso a penas solvente, como de ave
por los objetos traídos de Rusia alguna vez;
llegados como por inercia al calor,
a la aparente bonanza que contradicen el plátano
y su liturgia.
He de suponerlos en amigable,
postrera relación con el polvo que preside las plazas
a deshora.
Aciago, de peso mas bien leve es el vínculo.
Pérdida sobre pérdida, espiga de arroz sobre espiga,
quien habrá de notar la diferencia
trepando al ómnibus de parpadeante,
iconoclasta suciedad de posguerra.
Si fuera J. Alfred Prufrock
humedeciéndote los labios con agua todavía por contaminarse
no importara la no concurrencia de la amapola
en mi ventana endeble.
Si fuera J. Alfred Prufrock y me conminaras a seguirte
por entre hacinamientos y páramos a la nieve desleales,
nada importara demasiado.
Dios, no sé como hacen las estatuas
para preservar la dureza en los ojos
cuando las muchachas de ninguna estirpe en el oro
entran al parque averiado sin ser estío.
Perder lo que de nosotros se agenciaría el tokonoma.
Estaba escrito, vigilar cada pronunciamiento,
cada simetría y longitud del cerdo
en noches que semejan el giro de un trompo despedazado.
Cerdo y país disputando sitio,
gramo de aire respirable, ascendente
en la impostergable finitud del corral.
A Barlovento sus infidelidades de animal y país
o viceversa.
Miro la fermentación, es decir la no permanencia
del alimento ingrávido en sus bocas de idéntica trabazón,
de idéntica ruina digamos.
Cerdo y país como un título de nobleza
que legaría a mis hijos silenciosos,
como el paso de un coreógrafo
hacia otra postura de menos libación.
Estaba escrito, madre y su pacto con las herraduras
que prefijan o disuelven la suerte,
lo que tú accidentalmente llamarías averno,
túnel tras la puerta.
Madre y su obediencia
de bailarina cercenada por capricho de semidiós,
reuniendo las partes de un minúsculo pan,
soez en la canasta, elíptico en la realidad apenas salubre,
harina que incomunica jardín con jardín por el envés,
es decir, irrealidad.
Estaba escrito, padre y su forma de descontruir
todo acto verosímil,
todo giro de ángel en los dedos
de llevar a todas partes el jazmín.
Hermoseando los distanciamientos con frases,
hermoseando desgaste y carencias con frases.
Vivir para la sintonía de una frase,
así se resume nuestra estancia en el paraíso.
Trazo impuntual de marinero, de hombre flotante
que poco o nada suscribe.
Esto es Copenhague, esto Algeciras, esto Yakarta,
decía señalando ranuras al fondo de un mapa álgido,
peces magníficos que no me apresto a reconocer
en blondo tapiz.
A la inerte simbología de la abundancia más oblicua
pertenecerán siempre.
Cada vez me adentro menos en la sombra rectilínea
de la mano pobremente bosquejada por Dios.
Esto es pared que jamás fermenta,
esto vasija para el vino que aguas de diciembre
no sobornan,
decía señalando coágulos de ciudades,
asuntos que yo no pudiera transferir
al bochorno, al doble vértigo de esta
que hace pensar en naturalezas muertas,
en antiguo leprosorio quizás.
Estaba escrito, tú no me amarías
ni aunque regresara de ambiguas guerras
llamándome Leopold Bloom o Heredia.
5. RAPSODIA DE PAÍS QUE ESCURRE SU PAÍS
I
El país escurre su país. Esa clase de comentarios erosiona mi relación con el vecino, hacedor de tornillos, verbos que supongo representaciones de algún limite. Vida simple la suya extremidades repasando el amarillo metales que lo reducen al tamaño de la buganvilia, cosas del proletariado que no entiendo así venga un sabio de la antigüedad y me explique toda la poeisis en detalle.
II
Lo admito: alguna vez pensé en hablarle a mi vecino de B. Pasternak. Viéndole alimentar a su piara con yerbajos de la penúltima primavera me dije: quizás no sea un buen pensamiento. Quien sabe que inercias o que paraísos en ocre asumidos habitan el minuto de un hombre que tensa los músculos, no se sabe bien si para vendimia, levitación o desamor. Ni un ápice de B. Pasternak entraría en su mundo de vino servido en vasija triste.
III
Escurre su país el país. Parece la ropa que mi madre - para hablarle a Dios unos instantes- cuelga junto a la ventana que parece del siglo anterior. La ropa transitando de abrigo a desventura sería el leitmotiv de otros versos sin dudas. A esta hora se presiente el café impune de quienes esperan dos imágenes del mismo tren. No me discutas que una será para sujetarse de la palabra Efímero y otra para anunciar parada en destino de película antigua. A esta hora chasqueo la lengua donde juntaríanse el café y los mayores estropicios del calendario. País que escurre su país es una imagen difícil de catarsizar. No logro retenerla para los hijos y su ansia de patines magníficos. Inapresables como la imagen que de los ángeles tenemos o algo así. Llegarían los magos si para entrar a Belén no tuviera el vecino que mostrar las manos salpicadas de horizonte esmirriado.
IV
Si fuera el mendigo de la calle héroe fulano, vendría alguien a señalarme con su paraguas comprado en rebajas para esos días en que la lluvia decide el usufructo por la tardanza del goteo y no por el suceso. Vendrían todos a decirme es el otro respirando tras un gesto de verso prescindible. El que tararea una canción que corrobora asuntos volátiles, como de provincias que se diluyen en las incongruencias de lo que llamamos cerveza o domingo. Como de muchachas y muchachos separados por un gladiolo falsamente erguido. Es y no es.
V
País que escurre su país o viceversa. Alguno más fue conducido a sitio de escarmiento público por decirlo. Esa clase de comentarios retrasaría la entrada de B. Pasternak en los ojos del vecino. Visible es la finitud con que repasan la hora de atemperar el poema que define sus extremidades repasando el amarillo. Menguados en su órbita de patrióticos tornillos yacen para su mujer, que en las noches se mira al espejo y no entiende ciertas consumaciones que acorralan, círculos puntualmente vacios que le devuelve el azogue como si a distintas desmesuras pertenecieran el espejo y la circunstancia de quien se mira. Debe ser la estación en que maduran los plátanos para nadie en particular. Debe ser el tedio o algo que al raspar una pared indique contractura, cierzo quizás.
VI
Viéndole alimentar a su piara con yerbajos de la penúltima primavera me dije: Dios mío que ojos para perderse a B. Pasternak.
JOSÉ LUIS SANTOS MUÑOZ, Poeta, narrador y ensayista cubano, nacido en Santa Lutgarda en 1968. Miembro de la UNEAC, ha publicado, en Cuento: Escaleras al Cielo, (2004); en Poesía, Monólogo de Jean Basquiat, (2004); Los Apagados Muchachos del Verano, (2007); Ediciones Holguín 2003 lo incluyó en la antología Tercer Libro de Celestino (narrativa). Premio Provincial de Cuento Onelio Jorge Cardoso (2000 y 2004). Obtuvo mención y primera mención, respectivamente, en los Premios David y Eliseo Diego de cuento del 2001. Finalista del Premio de Poesía "La Gaceta de Cuba" del 2004. Finalista del Premio de la Crítica "Ser en el Tiempo" 2005. Beca de creación Ciudad Che, 2007. Premio nacional de entrevista: "Orlando Castellanos", 2010. Poemas suyos aparecen en la antología Noche cálida de Santa Clara, Editorial Capiro, 2010. Colabora en CartaCuba, Umbral, Hacerse el Cuerdo, Videncia, La Cañasanta y en revistas del extranjero. Tiene en prensa tres libros: Últimas Postales del Averno (novela); Prometeo ya no Vive Aquí (cuentos) y El Infinito Tiene Cara de Jabalí (novela).