Jaime Rest | El silencio en la palabra (*)






Resulta una verdad evidente afirmar que el lenguaje es inherente a la tarea del escritor. Pero en los últimos tiempos, sin dejar de escribir, el hombre de letras ha insistido con frecuencia en que es necesario desechar los palabras, asumir el silencio. No se trata, pues, de abandonar o eliminar la producción poética, según los ejemplos que propone Walter Muschg: Shakespeare que decide retirarse de la composición dramática; Kleist que destruye el manuscrito de Robert Guiscard; Gógol que intenta quemar la segunda parte de Almas muertas. Nos referimos a quien postulan en los textos mismos la inutilidad de su obra y reconocen, tal vez con mucho mayor dramatismo, la muerte de lo que empero no cesan de seguir haciendo. Es, más bien, aquello que Claude Mauriac denomina la "aliteratura contemporánea" y que Roland Barthes ha caracterizado como "ese sabotaje turbulento de la literatura, ese arte que tiene la estructura misma del suicidio y cuyo estilo es la manera de existir de un silencio". Para adoptar el enfoque mencionado se requiere una conciencia de qué es la materia verbal, lo cual significa saber en qué medida el lenguaje entraña la negación de cuanto enuncia como realidad. Semejante apreciación difícilmente hubiera sido admitida por los autores realistas del siglo XIX, que daban por supuesta la transparencia de las palabras en su evocación material, social o piscológica del mundo, para darse cuenta de ello era indispensable reconocer la opacidad de la materia utilizada por el poeta, el ámbito estricto en que se desenvuelve la composición, la transposición que sufre lo representado- si acaso es representado- cuando se convierte en pura enunciación. Explícitamente, esto sólo fue registrado en la plenitud de su alcance cuando Mallarmé declaró que su misión consistía en donner un sens plus pur aux mots de la tribu. Únicamente en ese momento se torna manifiesta la actividad del escritor, en tanto su labor radica, antes en que el cualquier otra cosa, en un esfuerzo desarrollado a partir del empleo de los vocablos y de los recursos que le proporciona el sistema en que estos se estructuran. Tal como ha señalado R. P. Blackmur, para la literatura moderna "el significado es aquello que el silencio logra cuando se introduce en las palabras"; o según el juicio de Erich Heller, las difíciles condiciones en que Holderlin, Baudelaire y Rimbaud llevaron a cabo su labor les permitió que en poesía "la ausencia de la palabra por sí misma parece estallar en discurso sin quebrar el silencio".

El punto de partida de este reconocimiento puede ubicarse en Une saison en enfer, cuando Rimbaud anota: O pureté, pureté! C'est cette minute d'éveil qui m'a donné la vision de la pureté! -Je ne sais plus parler! De algún modo, el mensaje se transmite a Hofmannsthal, quien lo reelabora especulativamente en Ein Brief, cuando Lord Chandos explica en la ficticia misiva a Francis Bacon las razones de su impotencia artística, originada en el hecho de que ninguna lengua conocida le puede facilitar un instrumento adecuado para registrar esa cualidad inefable que sólo es posible hallar en la realidad misma:

Quiero decir que la lengua en la cual me sería dado, quizás, no sólo escribir sino también pensar, no es latín, ni inglés, ni italiano, ni español, sino una lengua de la que no conozco ni una palabra, una lengua en la que me hablan las cosas silenciosas y en la que algún día tal vez debe, desde el fondo de la tumba, justificarme ante un juez desconocido.

La ineptitud expresiva del lenguaje se ha convertido en una preocupación constante del escritor actual y nuestra elección de unos pocos ejemplos ha sido guiada exclusivamente por el grado conveniente de explicación que ofrecen determinados pasajes. Karl Wofskelhl dice, con absoluta desnudez: Das Wort, das Wort ist tot. Juan Ramón Jiménez puntualiza: "El poeta, en puridad, no debiera escribir, puesto que su mundo, lo inefable, lo condena al silencio". Kafka sugiere que el silencio de las sirenas era un arma mucho más letal que su canto y arguye que la utilizaron en el episodio de Ulises. T.S. Eliot nos recuerda en Burnt Norton, V, versos 1-2 que la palabra proferida no puede escapar a la temporalidad (Words move, music moves only in time); por contraste, en Ash Wednesday, V, versos 1-9 enfatiza el valor místico que tiene el silencio como vehículo para expresar el Verbo inefable. Aldous Huxley dedica un capítulo al silencio en The Perennial Philosophy. Por fin, Crhistian Morgenstern comunica su pensamiento sobre la poesía en esa insólita composición- por llamarla de algún modo- que se titula "Fisches Nachtgesang", en la cual las sílabas (o acaso las palabras) han sido sustituidas por meras indicaciones diacríticas de longitud o brevedad; nada, al parecer, se puede enunciar; sólo es admisible la referencia que corresponde interpretar como propia de un ritmo. Cabe preguntarse, por añadidura, si las rupturas en la sintaxis de la oración y en la ilación del pensamiento o ciertos recursos afines incorporados en la técnica del "monólogo interior", tan frecuentes en la literatura del siglo XX, no son asimismo alusiones a la ineficacia de nuestro lenguaje en su intento de penetrar niveles profundos de la experiencia.

 Por lo demás, la cuestión ha trascendido las artes específicamente verbales y reaparece en el teatro y en el cinematógrafo. Buena parte del diálogo en las piezas dramáticas de Ionesco tiene por objeto "no decir nada". Pero quizás el autor que más interés ha demostrado en esta verbalización del silencio es Samuel Beckett, tanto en sus novelas cuanto en sus obras para la escena, al punto de que llegó a escribir una pieza muda, Acte san paroles, como antes ya lo había hecho de manera acaso todavía más agresiva Roger Vitrac, en Poison. Con respecto al cine, Jose Ferrater Mora, en un par de epígrafes a libros suyos, ha sugerido certeramente la atracción que Jean Luc Godard siente por el lenguaje y que se torna harto significativa en el cuadro XI de Vivre sa vie, cuando la protagonista observa:

Pero ¿por qué hay que hablar siempre? Opino que muy a menudo habría que callarse, vivir en silencio. Cuanto más se habla, menos quieren decir las palabras.

También Ingmar Bergman ha considerado el problema. Resulta memorable la comunicación que se establece, al margen de la significación verbal, entre el chiquillo que recorre el laberinto de pasillos y el empleado del hotel, en El silencio. Además, Persona daría motivo para amplias reflexiones sobre el mutismo que se adueña de la actriz, como respuesta al mundo en que le ha tocado vivir. En otro sentido, no debemos olvidar a Harpo Marx, cuyo silencio a lo largo de toda su trayectoria fílmica operó como contraparte de la verborragia casi maníaca que dominaba a cuantos lo circundaban. Pero muy pocos han tenido una lucidez comparable a la de Antonin Artaud, cuando en Le theatre et son double escribe sobre el efecto perturbador que, a su juicio, tiene la expresión verbal en las representaciones:

Es necesario admitir que la palabra se ha osificado, que los vocablos, todos los vocablos, se han helado y envarado en su propia significación, en una terminología esquemática y restringida...La palabra sólo sirve para detener el pensamiento; lo cerca, pero lo acaba; no es suma más que una conclusión.

Todas las referencias procedentes destacan el silencio como alternativa del lenguaje literario. Hay, no obstante, una posición aún más radical que postula toda expresión poética como una forma de silencio; en el mejor de los casos como aquel silencio propio de la metáfora cuyos enunciados sólo adquieren sentido en función de lo que no es posible explicitar. Tal actitud es examinada por Maurice Nadeau en el conjunto de novelistas que a partir de la última guerra mundial han cuestionado el ejercicio mismo de la narrativa: Georges Bataille, Maurice Blanchot y Lois-René des Forest. De estos tres autores el que requiere mayor atención es Blanchot, en virtud de que ha sido quien encaró con mayor rigor teórico el examen de la cuestión, especialmente en sus páginas sobre "la literatura y el derecho a la muerte", incluidas en La part du feu. Por debajo de su argumentación se percibe la subsistencia de la concepción nominalista según la cual las palabras sólo nos proporcionan flatus vocis, sin que haya un vínculo natural o necesario con la realidad. En su opinión, "Holderlin, Mallarmé y, en general, cuantos escribieron poesía cuyo tema era la esencia de la poesía advirtieron que el hecho de nombrar es un fenómeno maravilloso pero inquietante". Para ser algo se requiere tener realidad, pero por su misma naturaleza la escritura priva de realidad a lo mentado, de modo que esto inevitablemente se convierte en nada. De ello se desprende que el lenguaje siempre es hablar sobre nada, es intentar una declaración del mundo a través de una mediación en el que éste se manifiesta como una ausencia. Cuando escuchamos en el texto literario es aquello que se presenta como un silencio de la existencia, como la pura ficción conjurada por la materia verbal.

El enfoque de Blanchot nos introduce de manera directa en la principal preocupación que ha dominado a lo largo de la obra de Borges, cuya producción ha sido motivo de tantas indagaciones. La trayectoria íntegra de Borges parece centrarse en su explícita adhesión al nominalismo, que formuló con rotundo convencimiento al afirmar que hoy día "nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa". La proximidad de los dos autores se advierte notoriamente cuando cotejamos un texto como "Borges y yo" con estas observaciones de Blanchot:

Pronuncio mi nombre y es como si pronunciara mi sentencia de muerte; me separo de mí mismo y dejo de ser mi presencia o mi realidad, para convertirme en la presencia objetiva e impersonal de mi nombre, que está más allá de mí y cuya petrificada inmovilidad hace las veces de una lápida que descansa sobre el vacío. (Maurice Blanchot, La part du feu, Galimard, p.326-327).

la idea central de Borges, elaborada principalmente en sus ensayos consiste en que el conocimiento discursivo es imposible: para ordenar los datos de nuestra percepción e integrarlos en una imagen del mundo, debemos acudir al lenguaje; pero la organización que nos propone este instrumento deriva de su propia estructura y de su capacidad conceptualizadora; por consiguiente, sólo obtenemos una configuración abstracta y arbitraria que se halla irreductiblemente mediatizada de la realidad, tal como se demuestra en las páginas sobre el idioma analítico de John Wilkins. Como consecuencia de este hecho, jamás el hombre podrá hablar de la realidad porque su medio expresivo se apropia de cuanto ingresa en su ámbito y lo convierte en ficción. La poesía, la filosofía e inclusive la ciencia tienen esto en común: son manifestaciones diversas de un único campo significativo que se denomina literatura y cuya sustancia siempre es fabulosa. Los géneros próximos a la metafísica son el cuento y la novela; la historia no es más que una construcción verbal; abolir el pasado exige apenas quemar los anales que lo registran. Sólo el presente fáctico, en su condición inexpresable, puede ser considerado plenamente real. Por cierto, hay una alternativa que muy frecuentemente surge en los cuentos de Borges: el conocimiento se da como una visión, irracional e imprevistamente; pero el resultado de tal revelación súbita es incomunicable y, por lo general, se da cuando el receptor está a punto de morir, incapacitado de transmitir a sus congéneres el prodigioso descubrimiento. Además, ¿vale la pena declarar lo que se ha llegado a saber? En la "La escritura del Dios" se nos propone una respuesta negativa:

Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, si él ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.

Por lo tanto, en Borges vuelven a reunirse los dos silencios que han recorrido, en la totalidad de su trayectoria, la marcha del pensamiento moderno. De un lado está el silencio nominal, la ineptitud del lenguaje para introducirse en la realidad; del otro, hallamos el silencio místico, el carácter inefable que se desprende del trato con Aquello (o Aquel) que sustantivamente "es lo que es". Quien habla no dice nada; a quien ha desentrañado la verdadera sabiduría sólo le está permitido callar. La totalidad de las reflexiones humanas parece resumirse en las palabras iniciales del mensajero taoísta: "Quien habla, no sabe; quien, sabe, no habla".


Actualidad y permanencia del silencio


En la centuria actual, el tema ha sido presentado de innúmeras formas y ha sido debatido con abundancia y minuciosidad, si bien cabe afirmar que no se ha llegado a una solución definitiva. La controversia permanece abierta y es razonable sospechar que todavía dará motivos a muchas instancias nuevas. Para señalar la amplitud y variedad de los aportes realizados basta con enumerar unas pocas muestras de la reiterada y obsesiva consideración del silencio: George Steiner es autor de dos trabajos fundamentales titulados "The Retreat from the Word" y "Silence and the poet", que se incluyen en su libro Language and Silence; Susan Dontag ha escrito un panorama de "The Aesthetics of Silence", que recogió en Styles of Radical Will; Max Picard expuso sus meditaciones en Die Welt des Schweigens; Ramón Xirau reunió una serie de artículos suyos en Palabra y silencio; José Ángel Valente se ha referido a la cuestión en sus observaciones sobre "la hermenéutica y la cortedad del decir", incorporadas en Las palabras de la tribu; Roland Barthes encara la "escritura y el silencio" en un capítulo de La degré zéro de l'écriture; Hans Mayer inicia Zur deutschen Literatur der Zeit con una extensa consideración del "hablar y enmudecer de los poetas"; R.P.Blackmur es autor de una sólida indagación sobre "The language of Silence"; Maurice Merleau-Ponty, en su ensayo "Le langage indirect et les voix du silence", anota que "todo lenguaje es indirecto o alusivo", es - si se quiere- silencio"; F. L. Lucas, en tono rapsódico, elaboró un enfoque "Of Silence", que puede consultarse en sus Studies French and English. A su vez, cada uno de estos aportes suele proporcionar no pocas indagaciones bibliográficas adicionales.

Es lícito preguntarse qué factores han inducido este cúmulo de apreciaciones sobre los límites de la palabra y la vigencia del silencio. George Steiner y Susan Sontag parecen convencidos de que el impulso se originó en las circunstancias históricas que ha debido enfrentar al poeta y el pensador en el mundo de nuestros días. El primero de estos investigadores considera que varias fuerzas han concurrido a engendrar la situación. Una de ellas es el abuso sufrido por el lenguaje, en el que hemos paso de victimarios a víctimas: una civilización de palabras termina por desvalorizar los medios de expresión y comunicación y se convierte en una cultura "desconcertada"(distraught). Además, han gravitado condiciones políticas adversas, en razón de las cuales el poeta ha preferido "mutilar su propia lengua, más bien que dignificar con sus dones o con sus indiferencias la falta de inmunidad". Para Susan Sontag, el artista se halla en explícita rebeldía contra "la vida disecada y parcelada de la mentalidad común", y, en virtud de ello, ha tenido necesidad de "reclamar una revisión del lenguaje ". Erich Kahler, en cambio, piensa que asistimos a los efectos de una generalizada confusión que ha derivado hacia "modas extravagantes" y hacia una desintegración formal de la expresión. En conjunto, estas observaciones parecen sugerir que la raíz de la actualidad que tiene el debate debiera buscarse en el agotamiento sufrido por un modo de pensamiento particular, por un determinado lenguaje. Pero la solución no es tan simple, pues no deja de percibirse en las diversas proposiciones una fundamental e irreductible polaridad. ¿Cuál es la crisis a la que asistimos? ¿Está en cuestión el lenguaje, en su aspecto esenciales y permanentes, o este lenguaje, propio del ciclo histórico específico que denominamos "moderno"? Ambas hipótesis cuentan con sus respectivos defensores.

Por una parte la conciencia de los límites que tiene la palabra se ha agudizado por obra de la revolución lingüística que desarrolló métodos intrínsecos para el estudio de la materia verbal. Este proceso ha enfatizado el carácter arbitrario y abstractizante de nuestros recursos expresivos y comunicativos. La clave de tal fenómeno debe explorarse en torno de una observación capital de la doctrina que elabora Saussure: "lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica". De ello parece interpretarse que la realidad mentada por las palabras es ajena al sistema y, por consiguiente, el valor referencial se halla condicionado. Esta frontera es insalvable como tal, de manera que el margen de silencio es inherente a la naturaleza misma del lenguaje y así lo fue siempre.

 Por la otra parte, se ha tratado de hallar algún tipo de salida que resuelva la posición entre lenguaje y realidad. En tal sentido, la dialéctica materialista ha cuestionado el residuo idealista que subsiste a su juicio, en la tradición nominalista e intentó algunas soluciones que pueden sugerirse a lo largo de un itinerario que llega hasta Materialismo y empiriocriticismo.

 ...Al margen de esta orientación, pueden mencionarse la originalidad y empuje que exhibe Gaston Bachelard en La philosophie du non y el significativo estudio de Umberto eco, La structtura assente. Por último, sin renunciar a la matriz nominalista que deriva de concebir la filosofía como "crítica del lenguaje", el nuevo empirismo que en el curso de nuestro siglo ha florecido especialmente en los países anglosajones también ha tratado de perfeccionar métodos que conduzcan a la máxima reducción posible del hiato que separa los enunciados de la realidad, en particular a través de un sostenido asedio de lo que estos pensadores denominan "significado"; sus consideraciones suelen ser bastantes intrincadas y sus resultados se hallan sujetos a discusión y revisión constantes, pero al margen de tales dificultades probablemente se trate del aporte más sostenido y minucioso para fundamentar con el mayor rigor un compromiso entre las verificaciones operativas y las aspiraciones de verdad que juegan en el desenvolvimiento de toda indagación científica.

 En suma, es evidente que el debate se halla muy lejos de haber quedado cerrado y parece indudable que el problema de los límites y alcances del lenguaje- juntamente con la significación e importancia del silencio- proseguirá suscitando en el futuro respuestas de la especie más variada. Pero, como quiera que sea, la obra de Borges ha sido una contribución singular y apasionada a esta búsqueda incesante que ha cumplido el hombre moderno en su persecución de una clave que permita comprender y evaluar la naturaleza de nuestra relación intelectual con la realidad. 




«El silencio en la palabra» está tomado de  Jaime Rest, El Laberinto del universo (1976), Buenos Aires: Ediciones Librerías Fausto, pp., 185-201.