LAS ÚLTIMAS ALEGRÍAS
«¡Tú y tu miserable maquinita de escribir!
¡Tú y tus miserables cheques enanos!
¡Mi abuela gana más dinero que tú!»
Charles Bukowski
Me disponía a comenzar las labores del día cuando de pronto se abrió la puerta y entró la esposa de don Hiparco. La luz mortecina que se asomaba por la ventana la hacía ver más luminosa que cientos de bombillos de magnesio. El día de por sí era bastante lluvioso como para que doña Julietta entrara a mi oficina a pintarse los labios.
—Dentro de poco escampa —le insinué. En vez de comprobar si era cierto, se sentó en el escritorio, encima de la foto de Rimbaud que yo tenía debajo del vidrio. Trató de acomodarse mejor, pero estiró las piernas más allá de lo acostumbrado y se le cayó un zapato. Me tiré al piso y se lo alcancé.
—No seas tímido, muchacho... —susurró y estiró el pie.
Cuando uno está haciendo parte del engranaje laboral, inconscientemente termina por aceptar todo lo que le ordenan para evitarse disgustos. Con delicadeza le levanté la falda, le ajusté las medias y le calcé el zapato. No dijo nada. La besé.... Cuando estaba a punto de derretirse se recostó sobre el vidrio y comenzó a menearse de tal modo que empezaron a moverse las sillas, el escritorio, los archivadores, el edificio, la ciudad entera. Por un momento pensé que por la ventana había entrado un rinoceronte, que don Hiparco me había dado un garrotazo en la nuca, que los empleados de la empresa me aplaudían a rabiar; nada de eso era cierto:
—¡Pucha! ¡Se cayó el computador! —grité angustiado.
Doña Julietta se bajó del escritorio, se subió los calzones, se abrochó el liguero y alisó la falda como si no hubiera pasado nada. Sin embargo tuve la entereza de manifestarle que con sus nalgas me había arrugado la foto Rimbaud.
—¿Es tu hijo? —me preguntó displicente.
—Es mi santo, mi pana, mi verdadero patrón —le dije con rencor.
—Parece un gamín —dijo displicente.
Me sentí humillado como un pobre, mucho más cuando me pidió que la acompañara al parqueadero y tuve que ponerme el abrigo. Al ver las hilachas que le colgaban, se quedó mirándome como si por primera vez se diera cuenta de que yo también era humano.
—Te voy a regalar un abrigo y un paraguas que Hiparco ya no usa.
—¿Cómo voy a pagarle tanta bondad, doña Julietta? —le pregunté ansioso.
—Tú sabes, muchacho... -dijo levantando el brazo como un mecánico. Se subió al auto y salió del parqueadero haciendo chirriar las llantas contra el pavimento bañado por la lluvia.
Siempre había deseado tener un auténtico abrigo de piel de camello como el de Jean Baptiste Clemence, el personaje central de La Caída, para deslumbrar a todo el que se atravesara en el camino. Cuando Usina me viera luciendo tan exquisita prenda traída directamente de París, de seguro dejaría de tratarme como si yo fuera una mascota. Frecuentemente me vaticinaba un porvenir triste: "—Algún día terminarás por ahí como una mascota sin dueño".
El camino que recorrí en compañía de mi perro, fue el de un niño que soñaba que todo lo que veía era mío. Ese fue mi fracaso, soñar lo que no debía. De mis fracasos se han alegrado muchos ¡Y de qué modo! A los muchos obstáculos que me impidieron triunfar en la vida, debo sumar el torso deforme, la pierna torcida, la lengua biforme y la miopía. No era un galán en modo alguno, pero era vibrátil y candente como una varilla de cadmio. Odiaba las órdenes, los horarios, los reglamentos y todo porque quería que me amaran.
Usina era mi novia, pero no lo parecía. Tenía sus sueños, sus celos, sus temores, pero me echaba la culpa de todas sus desgracias. Usina era un ángel y un demonio también. Me decía palabras de amor y era cruel todas las veces que quería. A veces me chupaba como a una banana en almíbar y otras veces ni siquiera me daba un beso al despedirse. Usina era de seda cuando estaba vestida y de fuego cuando estaba desnuda. "Rica, riquita, dulce de manzanita". Yo la besaba por todas partes, no oyendo sino su risa, sus gemidos de felicidad, sus espasmos de dicha y le hacía el amor sin que le faltara ninguna tentación. Le aplicaba los labios insectamente al estilo Bogart y le mordía el cuello, las teticas, las nalgas, el lomo, la cerviz, el morro. Los días eran azules y las noches de amor.
Usina se fumaba todos los tabacos que le pusieran por delante y muchos más. Como vivía fumando a toda hora, una noche quise darle una sorpresa. Me puse el abrigo, compré una paca de tabacos y fui a llevársela. Golpeé delicadamente en la puerta de su casa, para que los vecinos de la cuadra no asomaran su testa por entre los barrotes de sus jaulas y comenzaran a murmurar lo indecible. Sucedió todo lo contrario. En pocos segundos la calle se llenó de curiosos. Unas mujeres horribles dijeron que era muy tarde para que un caballero tan elegante fuera a hacerle visitas a una vagabunda. Otras opinaron que no había que creer en las apariencias, que tal vez lo que yo quería era robarme a alguna de sus niñas y fueron a traer piedras y palos. Sólo entonces Usina abrió la puerta, somnolienta y desnuda. Me recibió los tabacos y me cerró la puerta en las narices. Si al menos me hubiera dado un miserable beso delante de la turba enardecida, yo me habría sentido feliz...
Lo peor que pudo ocurrirme con el abrigo sucedió el domingo siguiente en el parque. El día era tan radiante y soleado que parecía de colores. Tendí el abrigo sobre la grama y me quedé mirando las nubes, pensando en la cara que pondría Usina cuando viera mi abrigo dispuesto de manera que ningún curioso pudiera chuzarle las nalgas.
Un agente del orden acertó a pasar por el lugar haciéndole arrumacos a una enana regordeta. No resistió las ganas de demostrarle para qué servía la autoridad que llevaba al cinto. Se me vino encima, sacó el revólver y me apuntó como a un vulgar ladrón: —"¿Dónde se lo robó?" --me preguntó calculando el valor del abrigo. No me inmuté. —"¿Dónde se lo robó?" -insistió autoritario. Herido en lo más profundo de mi orgullo reviré ofendido: —"¡Soy un ciudadano ejemplar!" Le mostré el carné de la empresa, los papeles de identidad, las recomendaciones de buena conducta, el certificado judicial. —"Su honestidad me importa un culo" -dijo. Estábamos en el tira y afloje de las grandes decisiones cuando llegó Usina con un girasol en la mano. Al ver tanta belleza junta, el agente del orden aprovechó la ocasión para esfumarse por los senderos del parque con mi abrigo y su enana regordeta.
—Era un abrigo muy fino -le expliqué.
—No te preocupes, amorcito. Mañana mismo te compras otro.
Suspiré hondo.
—Un abrigo de piel de camello cuesta un platal.
—¿Un platal? No quiero que mi amor te cause daño, pero ¿de qué vamos a vivir cuando nos casemos? ¿De un miserable salario? —me inquirió rabiosa.
—Mi amor, es cierto que no me pagan lo que valgo, que nunca tengo suficiente dinero para tus tabacos, que perdí el abrigo por discutir con la ley, pero de hoy en adelante seré el mejor —le prometí. Al día siguiente entré a la oficina de don Hiparco a pedirle me aumentara el sueldo.
—¿Qué sabe de poesía? -me preguntó dejando en vilo mi solicitud. En sus ratos de ocio le gustaba escribir alejandrinos, que dominicalmente publicaba en los periódicos.
—He leído algunos sonetos nada más -le respondí inquieto.
Puso en mis manos una revista en la que estaba subrayado el verso de un poeta de las nuevas generaciones: "Mi palabra es la risa de las piedras y los peces".
—Explíqueme eso. Si eso es poesía yo debo estar loco.
El día de por sí era bastante gris como para ponerme a explicarle lo que para mí era más difícil de explicar:
—La poesía no se explica; se vive.
Refutó mi atrevimiento con una cita tomada de La poesía al alcance de todos. Para asombrarme más me leyó unos párrafos acerca del contenido y la forma y otros referentes a la composición y la métrica. Si le hubiera dado la gana me habría tirado por la ventana, pero sencillamente hizo todo lo contrario:
—¡Está despedido!! —gritó manoteando el escritorio como un endemoniado. Traté de averiguar el motivo.
—Mis razones son más poderosas que las suyas.
—Voy a recoger mi paraguas —le respondí solemne como un pingüino. Lo busqué detrás de la puerta, debajo del escritorio, en el baño, en el perchero, detrás del archivador... No era una pretensión de mi parte pero era una joya que me gustaba lucir en todas partes. Tenía una hermosa empuñadura de cedro y su forma aerodinámica lo distinguía entre los demás de su especie. Como don Hiparco seguía con interés mis movimientos, cuidando que no me embolsicara algunas de sus pertenencias, aproveché para darle el golpe de gracia de una vez:
—Seguramente se lo llevó doña Julietta, para no descompletar su colección de antigüedades.
Me enrollé la bufanda al cuello y salí a la calle esquivando a esos transeúntes faltos de pericia en el manejo de sus paraguas; unos no cabían en la calzada por lo grandes y desproporcionados y otros porque parecían alas de cuervo.
Era un atardecer frío, lluvioso, una mierda. Venteaba fuerte. Antes de llegar al puente de la 26 estalló una bomba. La onda explosiva mató a un perro, levantó a un taxi, volvió trizas los ventanales del edificio Colombia. Era amargo y triste pero así era: vivíamos en un país de muertos. Las noticias no eran sino de matanzas, masacres, voladuras de puentes, de torres derribadas. Pueblos masacrados, soldados torturados, niños mutilados, paramilitares, injusticias, ríos de sangre, dolores sin fin...
—¡El mundo se está acabando, carajo! -gritaba un señor de pelo blanco blandiendo un paraguas.
La reportera de un noticiero atribuía el atentado a un comando de la guerrilla urbana. Una pelandusca muerta de hambre le refutó delante de la cámara:
—No mienta, parcerita. El país está lleno de inocentes palomas.
Cuando vi llegar a la policía, me escabullí del tumulto y seguí de largo. Entré a la Cinemateca a ver El Cartero llama dos veces. Si bien es cierto que Jessica Lange hacía temblar sus tetas en cada escena de amor, yo ni siquiera me inmutaba; parecía una araña triste meditando en el fondo de una butaca: "—¿Qué va a pensar Usina cuando se entere que perdí el empleo?" —Le había prometido ser el futuro presidente de la empresa, casarnos, viajar por el mundo en globo, dorarnos la barriga en el Mediterráneo y todo eso. ¡Claro! Yo era el que soñaba. Vivía en función de los números, tenía pesadillas con ellos, yo mismo era un número 12021. Ese número me identificaba entre la muchedumbre haciéndome morder el polvo.
Al llegar al apartamento encontré a Usina tirada en la cama, cubierta apenas por su pelo negro sedosito y las medias zapotes que tanto me gustaban. Mientras le acariciaba la barriguita me puse a recordarle alegrías pasadas, mis sueños de grandeza, lo mucho que la amaba... La maldad me pasaba por debajo de las narices sin hacerme daño.
—¿Qué está pasando contigo? —me interrumpió.
—Perdí el empleo.
—¡Alcánzame un tabaco!
—Mi vida es una suma de desgracias y a ti sólo se te ocurre decir: "¡Alcánzame un tabaco!" ¿Hasta cuándo voy a soportar tanta indolencia tuya?
Seguramente pensó que me había vuelto loco. Jamás le había reclamado nada. Saltó de la cama y se encerró en el baño. Pasó un rato bien largo en el que no se oyó ni un suspiro ni un lamento.
—¿Estás bien? —le pregunté intrigado.
—Hay un puma en el baño.
—¿Un puma?
Se había escapado de un circo de miserias que debutaba en la vecindad, pero era tan inofensivo con las mujeres que ni las ofendía ni las agredía ni las preñaba. Amaba tanto la belleza que prefería la contemplación al goce pasajero. Los jadeos los dejaba para después.
—Seré tuya por siempre, pero por favor, ¡sálvame!
Usina siempre decía lo mismo pero me hacía sufrir lo indecible, ¿en qué mundo vivía? Se oyó un "ay", yo no sé si de gozo o de agonía; después sólo silencio. Presintiendo una desgracia empujé la puerta y entré. ¡Demasiado tarde! Usina se había fugado con el puma. Me hubiera gustado un desenlace menos patético, pero el amor al fin de cuentas, no es más que una comedia.
LA BOCA DE LA DAMA
Había conocido apartamentos con mucho lujo y confort, pero el de la señora Amanda los superaba a todos: la araña de cristal de Murano de la sala, los cuadros colgados en la pared, el florero de cristal encima del piano, la mullida alfombra de piso, el acabado de los muebles, el televisor, la biblioteca repleta de libros. ¡Qué maravilla! Cuando la señora Amanda entró a la sala y me encontró hojeando La comedia humana, disimulé mi atrevimiento de la mejor manera:
—Tiene un apartamento muy hermoso, con una magnífica vista sobre la ciudad, pero lo más interesante es su biblioteca.
Sin darle crédito a mis lisonjas se sentó en una esquina del sofá, cruzó las piernas y puso un cigarrillo en la pitillera. Además de bonita y perfumada, era alta, sensual, misteriosa; daba gusto mirarla. Parecía una cantante de ópera.
—El cigarrillo es malo para la salud -le insinué.
—¿También los americanos? - me preguntó escandalizada.
—Todos son la misma vaina.
—Uno más no me hará daño -dijo y fumó.
¡Ah, las mujeres! Me sentía a gusto con ellas. Irrumpían en mi vida de un momento a otro y luego desaparecían de mi vida dejándome un reguero de ausencias.
—¿Un whisky? -me preguntó haciéndome volver a la realidad.
—Con bastante hielo, por favor -le recalqué poniendo cara de entendido en el asunto.
—Paloma... —dijo y acto seguido hizo su aparición una jovencita risueña con una hielera, dos vasos y una botella, que colocó junto a un voluminoso mamotreto de pastas duras e inmediatamente se retiró dejando en el ambiente un olor agreste y salvaje.
Levanté la copa y comenzamos a hablar de la situación del país, de los contratiempos de la economía, del proceso de paz y de los pormenores de su vida. Su difunto esposo había sido un general de la república; no había muerto en el campo de batalla sino de la manera más prosaica, en un accidente automovilístico.
Hojeé el mamotreto que reposaba al lado del whisky. Leí la dedicatoria, los epígrafes, calculé el peso, el número de páginas, el título: La Boca de la Dama.
—Si me permite que se lo diga, al infierno van a parar muchos libros que fueron escritos con buenas intenciones -dije con desdén.
—Mi vida es una novela —dijo sacudiendo la pitillera.
—Todos los escritores dicen lo mismo, pero no es mi caso juzgarlos. Una obra me gusta o no me gusta —le dije.
—Como considero que leer es su trabajo, le pagaré lo que me pida por leerme.
¡Pobre diablo que era yo! Por primera vez me estaban ofreciendo dinero por dar el concepto de una novela y ni siquiera sabía cuánto cobrar. No sé por qué relacioné a Amanda con una señora que vivía pidiéndome autógrafos como si yo fuera un torero. Si yo no era torero mucho menos comentarista de libros. Mi situación económica no dependía de comentar libros sino de corregir textos en una agencia de publicidad, o en otras palabras, era el encargado de enmendar los errores de los genios de la publicidad. Que a la vez publicara una columna de opinión en la prensa, eso no tenía ninguna importancia.
—Si su novela no me gusta no le alcanzará la vida para pagarme —le dije enarcando las sienes como el más experto crítico de la literatura colombiana, y me levanté a buscar el baño.
—Al fondo, a la derecha —me indicó Paloma.
La señora Amanda no era mafiosa, de eso estaba seguro, pero la taza, el lavamanos, la grifería, todo parecía de oro. En medio de tanto lujo lo único discordante eran unos minúsculos calzones lila colgados en la llave de la regadera. -"Se le habrán olvidado a Paloma" -pensé oyéndola cantar en algún lugar del apartamento: "Condenada para siempre en esta horrible celda, donde no llega el cariño ni la voz de nadie, aquí me paso los días y la noche entera...".
Volví a la sala dispuesto a marcharme. Eché la novela en el maletín. Amanda me preguntó si me acercaba en su auto hasta mi casa. No lo consideré necesario. Desde hacía cinco años vivía en un barrio colonial situado al pie de los cerros donde todo parecía irreal. Sucedían tantas cosas al mismo tiempo que era como si uno estuviera viendo varias películas a la vez. No era el mejor barrio de la ciudad, pero era diferente de los demás. No se movía una hoja sin que los vecinos se enteraran, mas si alguien preguntaba por mí era como si no existiera.
—¿Cuándo vuelve? —me preguntó sacudiendo la pitillera en el cenicero.
—Leer su novela me llevará un buen tiempo, y la suya es bastante voluminosa —le dije al despedirme.
Salí a la calle y paré un taxi.
Me sentía cansado, tenía dolor de cabeza, quería dormir, y sin embargo al llegar a mi casa me puse a leer La Boca de la Dama. Narraba la historia de una familia de Tunja a mediados del 40. El padre había fundado las primeras escuelas de telegrafía del país y la madre, un ama de casa común y silvestre, vivía pendiente de sus hijas y de los quehaceres del hogar, el cual comenzó a resquebrajarse cuando el padre se fue a vivir con una de sus alumnas.
La narradora describía a Tunja como una ciudad clerical, mágica y pecadora. El argumento de la novela era sencillo y a la vez apasionante. Un oficial del ejército es enviado desde Bogotá a pacificar un pueblo de la frontera que se ha levantado en armas. Después de unas cuantas escaramuzas con los rebeldes el oficial es condecorado con la Cruz de Boyacá por un presidente que en ese momento de la historia tiene al país sumido en la ignominia. En una recepción que le hacen en Tunja, conoce a la hija menor del rector de la escuela de telegrafía y se casa con ella, aún contra la voluntad de sus padres. El oficial habría podido continuar su vida como cualquier militar en retiro, gordo y con el pecho repleto de medallas, pero una vez más el destino le cambia las reglas y es enviado a hacer un curso de contrainsurgencia en los Estados Unidos y luego continúa como agregado militar en un país de Europa. Después de varios años en el exterior, el oficial regresa al país y fija su residencia en Bogotá, "un pueblo grande que empezaba a despertar hacia la modernidad".
Al terminar de leer el primer capítulo y el desenlace fatal que tuvo su historia de amor, me quedé pensando en qué terminaría todo esto: historia, crónica, novela... La mayor parte de los acontecimientos que narraba habían ocurrido realmente pero la novela era pura ficción. ¿Amanda y la narradora eran la misma persona?
A la semana siguiente la señora Amanda me invitó a su apartamento a un delicioso cordero al vino y otras viandas exquisitas. Como era un caluroso domingo de enero en el que todo parecía flotar en una nata de aburrimiento, acepté encantado.
El almuerzo estuvo matizado con música flamenca y abundantes anécdotas relacionadas con la vida de Amanda. Después de quedar viuda se había sentido tan sola que puso un aviso en una revista de corazones y al poco tiempo recibió una respuesta envidiable: Arcesio, un cubano que vivía en la frontera con México le prometió casarse con ella. Ciega de amor vendió todas sus propiedades como él le pedía, consignó el dinero en un banco y se fue a conocerlo. No era nada más que el cuidandero de un maizal en una hacienda en la frontera al que le habían dado una escopeta para espantar las urracas que osaran meter su pico en el cercado. A estas alturas de su relato yo estaba en ascuas.
—¿Qué pasó después? —le pregunté intrigado.
—El dinero, el honor y la reputación... ¡Todo me lo robó! —se lamentó. Afortunadamente la suerte jamás la había abandonado y había vuelto a reorganizar su vida de manera que le quedara tiempo para escribir.
Después de saborear el postre de almendras me invitó a ver la corrida de toros que iban a trasmitir por televisión. A mí no me gustaba el toreo, ni mucho menos que mataran un toro delante de miles de espectadores sedientos de sangre, en fin. Como no tenía ningún compromiso pendiente acepté encantado. Paloma nos sirvió más vino y se retiró a su habitación cantando: "Tu sonrisa, refleja el paso de las horas negras; tu mirada, la más negra desesperación... Hoy para siempre, quiero que olvides tus pasadas penas y que tan sólo tenga horas serenas tu corazón".
El locutor mencionó algunos datos acerca del "miura negro, 500 kilos", que en ese momento manoteaba la arena del ruedo con ganas de ensartar en sus cachos a toda esa cuadrilla de asesinos disfrazados de grana y oro. Levanté la copa y brindé por el toro.
Amanda se recostó en el sofá con una copa de vino en la mano y cruzó las piernas. Era como si estuviera en una urna de cristal. Daba gusto mirarla por dentro y por fuera. Unas veces se parecía a una cantante de ópera y otras a una de las gitanas que inmortalizó Julio Romero de Torres.
—Los hombres se vuelven locos por la sangre —comentó Amanda.
En el primer lance del picador Amanda se ovilló en el sofá. En el momento en que el torero clavó la espada en el morro del toro hasta la empuñadura, lanzó un suspiro de agonías y se tapó los ojos con el ruedo de la falda. Después no pude seguir mirándola yo como quería, porque Paloma regresó a la sala. Al ver que el torero salía, no para el cementerio como yo quería sino por la puerta grande en hombros de la chusma, con su vocecita de violín me preguntó si ya habían matado al toro.
—¡Pobre animal! Lo han matado dos veces —le dije.
Para disimular el impacto que le produjo la corrida, Amanda me invitó a su alcoba para mostrarme los carteles de las grandes temporadas taurinas que tenía en la pared, la cabeza de un toro, dos banderillas en forma de X en la cabecera de su cama, un relicario de La Macarena, un clavel rojo y una foto de Manolete, no desafiando al toro sino a la muerte. ¡Era conmovedor! Di una mirada envolvente. Por primera vez estaba conociendo el fondo secreto de las gitanas. El tocador, las cremas, los espejos del techo, la cama sin tender, unos diminutos calzones rojos colgados en la ventana...
—¿Dónde dejé la pitillera? -se preguntó para disimular tanto desorden.
—La pitillera la dejó en la sala.
—¡Ve por ella! -me ordenó.
Le obedecí como si fuera su mozo de espadas, pero me sentí incómodo. Antes me trataba con respeto y ahora que la conocía mejor me pedía le alcanzara la pitillera. Sólo faltaba que me mandara al supermercado a traerle cuchillas de afeitar, cigarrillos, jabón de olor, champú, aceites, perfumes... Cuando regresé con la pitillera, volví a recordarle que los cigarrillos eran malos para la salud.
—Prueba éste, mijito; me lo trajeron del monte -me ofreció, rozando delicadamente sus manos con las mías.
Fumé. Era mucho más rico que cualquier cosa. La realidad se convertía en fantasía. La señora Amanda era fantástica. Alta, elegante, voluptuosa y atrayente como el pecado. No podía creer lo que veía, a la mismísima María Callas vestida de gitana. Todo lo hacía con tacto y delicadeza. Me dieron unas ganas tremendas de acariciarle el morro, pero me contuve.
—Si me permite que se lo diga, usted es una dama preciosa y refinada, un sueño para cualquier crío —le dije y continué fumando.
—¡Vivo tan sola! —se quejó haciéndome volver a la realidad.
Quizá lo más triste de esta vida era la soledad. Uno de mis amigos se había ahorcado por miedo a la soledad; otro se había dado un tiro en el pecho por una decepción amorosa y otro se había lanzado al vacío desde la torre de la catedral. Muchas tragedias se habrían podido evitar si al menos uno solo, entre los millones de seres que vivían en el planeta, hubiese decidido compartir su vida con alguien. La señora Amanda no era la única que vivía en medio de la soledad más espantosa:
—Yo también vivo muy solo.
Se arrodilló a mis piés y con sumo cuidado me bajó los pantalones. Era la cosa más sorprendente que me había ocurrido en toda la vida. Después de observarlo detenidamente desde todos los ángulos concluyó como si nunca hubiera visto nada igual:
—¡Lo tienes muy lindo!
A pesar del respeto que le tenía, hice todo lo posible por hacerla feliz y dejé que lo besara todo lo que ella quisiera.
—Cada vez lo tienes más grande —dijo sin soltarlo.
—No mienta, señora Amanda —le dije como si estuviera hablando con el mecánico de la esquina y no con la viuda de un general de la república. Olía a pachulí o algo por el estilo. Si el fuego del infierno me iba a consumir, eso no tenía importancia. Ella era el cielo y el infierno a la vez, un jardín en llamas, una delicia, fresca y perfumada. La tendí sobre la cama y poco a poco la fui desnudando.
—¡Qué tetas! —se me ocurrió decirle.
—Tienes un lenguaje de matarife, hijo.
¿Por qué yo era siempre la piedra del escándalo? El efecto era contrario a mis propósitos. Trataba de ser directo y me equivocaba. Decía la verdad, pero a todo el mundo le gustaba mentir. Buscaba amor, pero sólo encontraba migajas. Cierto o no, vivía en una sociedad tan inhumana que me daba asco formar parte de ella.
—Mejor me voy para misa —le dije.
—Realmente eres de otro mundo —se quejó.
—Es mejor ser de otro mundo y no de éste, tan lleno de soledades -le dije y me volví a vestir.
—¿Necesitas plata, hijito?
—No se preocupe, señora Amanda; yo voy a morir pobre.
—En estos días te llamo, para que hablemos de Balzac y de la comedia humana.
—Ok —le dije y salí con ganas de matar al que se me atravesara por delante.
Amanda vivía de una pensión del Estado, era generosa en todo sentido y le quedaba tiempo para escribir. Tenía capacidad narrativa, estilo propio, verismo sin concesiones. Su novela era la más sorprendente que había leído en los últimos años. Había puesto su vida en cada palabra, sin importarle un comino que la tildaran de loca. A los cuerdos no les gusta la verdad. Eso va contra las normas de la sociedad. Vivíamos en un mundo de normas donde hasta la realidad era anormal. La realidad lo transformaba todo con un patetismo tan trascendental que las cosas se volvían intrascendentes.
En mi casa todo funcionaba al revés: el refrigerador calentaba la sopa, los grifos goteaban, el piso crujía, la puerta no cerraba, los bombillos se fundían a cada rato, ¿quién iba a hacer posibles mis sueños? Volví donde la señora Amanda con el rabo entre las piernas.
Paloma me abrió la puerta, vestida con una levantadora tan corta que se le alcanzaba a ver el angelito que tenía tatuado en las nalgas, el cabello revuelto y la pintura de los labios corrida. Me dejó en la sala. Al poco rato Amanda salió de su alcoba abrochándose una levantadora azul metálico y se desmadejó en el sofá. Puso un cigarrillo en la pitillera y me preguntó por su novela.
—Me atrapó de principio a fin. Tiene estilo propio, monólogos insuperables, ambientación estupenda, los personajes están bien caracterizados, los diálogos, en fin... Debería enviarla al concurso de novela que organiza la alcaldía.
—Eso no es para mí —dijo dándome a entender que un pinche premio no la desvelaba. Tenía todo lo necesario para darse todos los lujos que quisiera. Firmó un cheque por varias cifras y me lo entregó. Yo no sabía si agradecerle tanta generosidad o decirle que estaba loca. Para disimular mi sorpresa le hablé de mis proyectos: quería irme del país, conocer otras gentes, otros rostros.
—La violencia y la falta de oportunidades me tienen desquiciado.
—¿Sabes francés? Tengo una amiga en París que puede servirte —dijo.
—No como debiera.
—Dime cualquier bobada. Al fin de cuentas los idiomas se aprenden con la práctica.
Paloma al vernos hablando como si estuviéramos en París, se acercó sigilosamente con el plumero en la mano a indagar qué estaba ocurriendo. Al ver que no era nada importante, se encaramó en un butaco y empezó a desempolvar la biblioteca. Cerré los ojos para no mirarla, radiante, olvidada de todo y de mí, pero finalmente la miré. "—¡Ay, Señor, qué difíciles son tus pruebas!" —pensé. Quise detener la eternidad en ese instante poniendo los ojos en sus desnudas nalgas de pajarito, pero justo en ese momento la señora Amanda levantó la mirada y, al ver a Paloma a punto de emprender vuelo le gritó desplumándole las alas:
—¡Baja de una vez, sinvergüenza!
Pensé que Amanda lo hacía para humillarla delante de mí, pero eso no podía ser: Paloma era el ángel de la inocencia. Se bajó del butaco y se fue para su pieza a cantar con entonado acento: "Sufro la inmensa pena de tu extravío, siento el dolor profundo de tu partida y lloro sin que sepas del llanto mío..."
Al despedirme, Amanda me regaló La comedia humana con una dedicatoria que sólo años después entendí: "Le français cest la langue des hommes desprit".
Al finalizar noviembre regresé donde Amanda a llevarle un libro de Rilke que me había prestado, pero esta vez las cosas marcharon de otra manera. El apartamento olía a sándalo. Sobre una silla olvidada en un rincón de la sala había unas rosas, tan rojas que parecían sangre. Paloma estaba empacando los libros de la biblioteca cantando como siempre, pero esta vez con tristeza: "Yo jamás sufrí, yo jamás lloré/ yo era muy feliz... pero te encontré... La señora Amanda de rodillas frente a la chimenea, quemaba, hoja por hoja el mamotreto de su novela. Deambulé por los cuartos ¿Dónde estaban los rulos de doña Amanda, los muebles de la sala, los afiches de las temporadas taurinas, la cabeza del toro disecado, el relicario, las condecoraciones de su difunto marido, las camas, los calzones de Paloma? Todo olía a ausencia. Sólo faltaba que vinieran los del trasteo a llevarse el resto, para que yo quedara huérfano de la ternura maternal de Amanda y de la belleza sin igual de Paloma.
—¿Por qué está quemando su novela? —le pregunté.
—Está llena de mentiras —dijo sin darle importancia al asunto y continuó contándome que había cambiado el apartamento por una hacienda, para olvidar por completo que alguna vez había soñado ser escritora.
—¿Y Paloma? -le pregunté intrigado.
—Paloma es libre —dijo.
—Todo me parece un sueño —dije y mi voz rebotó en las paredes del apartamento vacío. Así era mi vida: conseguía las cosas con solo soñarlas, aunque para hacerlas realidad tenía que luchar contra todo.
Muchos años después supe que Amanda había muerto en una hacienda de la sabana oyendo el mugir de sus vacas y el trinar de los pájaros y que Paloma era solista en el coro de la iglesia de Las Angustias.
Sólo Dios sabe cómo hace sus cosas.
Notas
1. Los datos biobibliográficos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro post del día 28 de abril de 2010.
2. Estos dos cuentos pertenecen a su libro Manzanitas Verdes Al Desayuno (2009). Publicados con la autorización del autor.