Especial para Analecta Literaria
© 2013
RECUERDO que cuando conocí a Alex me encontraba en un dilema, como cuando desde una cima y tienes la mirada privilegiada, capaz de mirar hacia delante pero también atrás. Tenía cuarenta y cinco años y podía ver el camino por el que había llegado y el que me quedaba por recorrer. Quizá por eso, cuando recuerdo lo que pasó aquella noche, me resulta difícil saber si era el final o el inicio de algo serio en mi vida, de una nueva etapa o el último acontecimiento de la vieja, o tal vez eran las dos cosas al mismo tiempo. Todavía hoy, cuando intento reconstruir, no lo que pasó, aunque también, sino qué significado tenía, sigo sin tenerlo claro. Pero ahora la sangre ya no ruge como entonces aunque lamentablemente hay poco tiempo para el perdón y solo algún suave sentimiento queda todavía en custodia. Conocía muy bien el camino que transitaba a diario y, aunque despierto, la somnolencia de la cena y la hora hacían que, de vez en cuando, cerrase los ojos por instantes, en parte arropado por la rutina del trayecto y el hábito de fumar. Recuerdo que fue solo un breve instante. Justo el tiempo que tardé en bajar la mirada de la carretera para no apagar la colilla, como casi siempre, fuera del cenicero. Fue suficiente para que al volver los ojos al frente apareciese un hombre al inicio del trozo de carretera que iluminaban las luces de cruce del coche, las que habitualmente llevaba puestas. La repentina aparición me obligó a apretar el pedal del freno tres veces consecutivas, con fuerza, hasta que conseguí pararlo. El hombre, demostrando una cierta agilidad, se apartó bruscamente y pudo situarse en el límite del arcén con la cuneta. El coche le sobrepasó unos metros que recorrió hasta situarse a la altura de la ventanilla delantera del copiloto. Con el coche frenado, el motor en marcha y los ojos cerrados, suspiré profundamente. Seguía con las dos manos apretando el volante, como si tuviera miedo de echar a volar. Abrí los ojos cuando escuché los golpes contra el cristal de la ventana opuesta. Hice un esfuerzo mental e intenté serenarme y pude volver a la realidad que estaba ocupada casi totalmente por lo que me pareció, en aquel instante, una cara de hombre. La noche era negra, con estrellas y sin luna, de manera que los pinos que rodeaban la carretera eran una sólida mancha oscura y la luz de los faros solo iluminaba un triángulo al frente, manteniendo en la sombra al hombre, pero pude verle la cara ladeada y pegada al cristal, percibiendo dos detalles que me situaron.
Uno, que era un hombre joven, casi un muchacho, y dos, que era bastante más alto que mi coche, ya que para poder asomarse a la ventanilla tenía que estar encorvado. Tuve la intuición de que iba a tener problemas. Confuso aún, pude confirmar, por la posición que mantenía el hombre pegado al cristal, que los rasgos de la cara eran inequívocamente de un hombre joven, con el cabello largo. En aquel momento no es que me importase demasiado y mucho menos venía a cuento, pero se me ocurrió pensar que en algunos casos es mejor un hombre alto que uno bajito. Casi tan rápidamente como se me ocurrió esa tontería me recriminé de pensarla. Sin embargo noté que intuitivamente tomaba posiciones, como tratando de estar predispuesto a un encuentro desagradable. Todo lo cual era absurdo y solo podía deberse al cansancio. Había estado todo el día de reunión en reunión terminando en una aburrida cena de las llamadas de negocios en la que lo único que había que negociar era decidir el momento adecuado para hablar con el comité de empresa, presentar la quiebra y terminar algunas operaciones contables para desviar a pérdidas algunos recursos, dejando el mínimo en caja y en las cuentas bancarias, habida cuenta que de los trabajadores se haría cargo la Seguridad Social. No había sido fácil pero al final habíamos encontrado una solución pactada con la mayoría del comité de empresa. Como casi siempre en estos casos, una solución menos perjudicial para la mayoría y muy beneficiosa para unos pocos, pero que desatascaba el problema y la dirección se salía con la suya. La verdad es que había hecho un buen trabajo. Era lo que se correspondía con los honorarios que me pagaban. Otra gente podría pensar que me había vendido, pero hasta los sindicatos entendieron que era el mal menor. Sin parar el motor, volví la mirada hacia la ventanilla y apenas pude ver unos ojos de forma almendrada y color claro, que podían ser azules, pero también verdes. Por los rasgos aparentaba un muchacho de unos veinte años. Lo tomé en cuenta y tratando de ponerme en guardia, no sé si contra aquel joven extraño o contra mí mismo, visualicé mentalmente las secuencias siguientes. Abriría la ventanilla, le preguntaría hacia dónde iba para decirle que yo iba en sentido contrario y seguiría mi camino. No era la primera vez y la vida se me estaba complicando excesivamente en los últimos meses. Era tiempos de incertidumbres, días de paso, de amores regalados y olvidados baños en el mar. No podía caer en ninguna veleidad. Venían malos tiempos y tenía que aquilatar cada paso que daba y cerrar espacios por donde se dispersaban mi tiempo y mi trabajo. Casi al mismo tiempo pensé que llegaba tarde para ejecutar ese plan. Tenía que haber seguido mi camino como si no lo hubiera visto. Vi los gestos que hacía con la mano derecha abierta, como saludando en un puerto, desde lo alto de un barco. Dudé en abrir la puerta o bajar el cristal, pero bajé el cristal de la ventana, por prudencia y también porque quizá al estar tan pegado el muchacho, la puerta podría tropezar con su cara al abrirla. Así lo hice y pude oír su voz, un tanto sorda de tono pero adecuada para la edad que parecía tener. ¿Dónde vas? Antes de contestar, que fue lo primero que se me ocurrió, me di cuenta de que en aquella escena podía haber un cambio de papeles. Lo percibí antes siquiera de saber cual era el suyo; más aun, sin tan solo saber si yo tenía papel que representar y en este caso cómo debía actuar. La normal pregunta que todos nos hacemos respecto a qué significa cada cosa o persona que aparece en nuestro entorno, me la contesté rápidamente respecto al muchacho, al darme cuenta de que me tuteaba. Creí que con ese dato era suficiente para lo que necesitaba saber. A pesar de que la situación empezaba a rozar el absurdo, o quizá por ello mismo, me arriesgué y contesté asumiendo de lleno el que parecía habérseme asignado. Lo hice consciente de que, aunque también él podía haber tomado la iniciativa y podía marcar el rumbo de la situación, no lo había hecho. A mi casa. ¿Y tú?, contesté de manera mecánica, como si quisiera condicionar la respuesta. Me da igual dónde ir. Lo que quiero es irme de aquí. La respuesta que me dio el muchacho no dejaba margen para mantener alguna duda respecto a lo que podía pasar, y que era, probablemente, una situación normal, si no fuera por la hora tan insólita. Seguí expectante unos instantes, ganando tiempo y preparando aceleradamente varias respuestas para despejarme el camino y salir disparado a dormir. Tuve un momento de confusión. Primero pensé: qué mala suerte, con el sueño que tengo, tropezar con un muchacho a la deriva, pero casi al mismo tiempo tuve la inevitable tentación en estos casos, de que tal vez estaba a la puerta de una aventura. De lo cual me reí a continuación. No era hombre dado a aventuras, nunca lo había sido, aunque mirándolo bien, ahora, precisamente ahora, una aventura algo fuerte que me sacudiese y obligase a saltar, a sobrevivir al desalojo de mis sueños, de una muerte preparada, me vendría bien, me dije, como queriendo tranquilizarme. En cualquier caso, no era una situación ordinaria y como no sabía muy bien cómo entenderla, preferí no equivocarme y tomé precauciones. Finalmente, mientras le preguntaba me cuestioné de qué huiría el muchacho. ¿Qué quieres decir?- interrogué, cambiando la expresión de la cara y arrugando el entrecejo hasta casi cerrar los ojos, como si me molestase la oscuridad. El muchacho no pareció arrugarse e insistió, arrimando un poco más la cara hacia el hueco de la ventanilla del coche. Quiero decir que me lleves donde quieras. ¿No vas dirección norte?, Ya...Sí, sí, Pues, eso. La situación no dejaba de ser extraordinaria, no tanto por el diálogo que estaban manteniendo un muchacho de alrededor de veinte años y un hombre de cuarenta y pico, ni tan solo porque el escenario fuese una oscura noche de verano en mitad de una carretera cuya población más cercana estaba a diez kilómetros, sino porque, por un momento, pensé que, casi con total seguridad, aquel inesperado encuentro iba a modificar muchas cosas en mi ordenada y sedentaria vida, que, por otro lado llevaba un ritmo acelerado, sin casi tiempo para saborear cuanto me sucedía. Tal vez porque apenas tenía sentido pararse a valorarlo, dada la uniformidad de los perfiles de los hechos que conformaban mi vida, tan monótonos y parecidos. Llevaba ya algunos años viviendo diez horas acelerado y las catorce restantes con una quietud exasperante. Estos cambios de ritmo son los que matan. Como si de una premonición se tratase, desde hacía unos días, venía pensando que la llegada a nuestra existencia de una persona nueva, en la mayor parte de ocasiones produce, sin apenas darnos cuenta, una reordenación de muchos aspectos de la vida, hábitos, costumbres, ideas, de manera tal que pareciera que entramos a vivir en un nuevo mundo, en el que sigue, aparentemente igual todo cuanto había en el anterior, pero con matices distintos, los suficientes para, aunque sabemos que son los mismos, respirar un aire distinto y, si nos hace falta, podernos imaginar que vivimos en un mundo nuevo olvidando mis largas noches sin besos, sin nubes, ni luna, ni estrellas...en blanco. Como diría mi amiga Julliete, creo que la importancia de algún elemento del entorno de nuestra vida se aprecia con los cambios que se producen cuando desaparece o aparece por primera vez.
¿Habría llegado el momento? Se impuso la realidad del instante y pensé que lo mejor era excusarme de cualquier forma y arrancar el coche que seguía en marcha con las luces encendidas. Sin embargo, le abrí la puerta. No sin antes asombrarme del comportamiento semiautomático que estaba teniendo, como si tuviera memorizado un extraño guión y mi reacción estuviese reiteradamente ensayada. Tuve que abrir la puerta despacio porque el muchacho no entendió, con la suficiente rapidez, la acción que iniciaba al inclinarme sobre el asiento del copiloto para abrir, y aun así, a punto estuvo de caerse de espaldas en el arcén, como consecuencia del pequeño roce que tuve que hacerle para abrirla. Ninguno de los dos dijo nada, ni yo pedí perdón ni él se quejó. El mohín que mostró su cara igual podía ser de enfado como de agradecimiento. En aquel momento, no me preocupé demasiado por entenderlo, fue bastante tiempo después, tratando de asimilar por qué y dónde había actuado mal, de manera que las circunstancias me llevasen a donde llegué, cuando pude percibir que en ese preciso momento, al abrir la puerta del coche, empezó todo lo que posteriormente me iría sucediendo.
Solemos ser bastante simples en las situaciones confusas y apenas encontramos una causa para nuestra actuación nos quedamos satisfechos, cuando en realidad siempre suelen ser varias las causas.
Somos la concreción vital de tantas abstracciones que solo pensarlo me da vértigo. Pero tratar de ordenar cual es la principal y cuales las secundarias resulta demasiado complejo. Por eso quizá, todavía hoy, muchos psicólogos practican el conductismo y lo cierto es que les va bien. También era cierto que dejar tirado a un muchacho, en la carretera o en cualquier otra circunstancia, no iba con mi manera habitual de actuar. Prefería dormir tranquilo con mi conciencia, bastante exigente, por cierto, aunque alguna vez fuese a costa de parecer un poco ingenuo y lento. Desde hacía algún tiempo tenía claro que la puesta de moda de la psicología había tenido un efecto perverso (o puede que sea la causa): el de la sobrevaloración del yo en una actitud más que de ensimismamiento, de obnubilación narcisista que lleva, en muchos casos de las relaciones humanas, a la exacerbación de las diferencias de cada persona respecto a otra. La tendencia, que todavía se amortigua entre sujetos de una misma cultura, ciudad o familia, sobresale cuando no se dan estos constructos sociales, despertando las diferencias hasta el racismo, que no se limita, obvia y únicamente a las diferencias del color de la piel, o las diferentes violencias de género que existen. El hecho real de que cada niño sea diferente a la hora de nacer y tenga un modo propio de reaccionar emocionalmente, de actuar y controlar su acción por cuestiones genéticas, nos hace olvidar la inmediata y continua asunción de aquellos valores que irá compartiendo el resto de su vida, creando y recreando la sociedad del entorno como espacio de convivencia y realización personal. La patología, siempre individual, oculta la ontología que todo hombre, por el hecho de serlo, comparte como ser universal, estadio de la persona sobre el que necesariamente se asienta lo social, lo colectivo. En tanto en cuanto esto nos diferencia de los animales, el ser social, la persona, de seguir avanzando esta tendencia, estaríamos cavando una fosa desde la que volveríamos, a pesar de los avances técnicos, a los orígenes de la tribu. Lo cierto es que me sonreí mentalmente al observar mis pensamientos y me detuve en la argumentación que usaba aquel muchacho y me quedé extrañado al venirme a la memoria que nunca había subido a ningún autoestopista. Lo que no podría saber nunca con exactitud es qué hubiese sucedido si no llego a abrir la puerta y arranco el coche dejando al muchacho, como fue mi impulso inicial. Por eso es absurdo que quince años después siga pensando qué hubiera pasado si no hubiera abierto la puerta del coche. Una vez la puerta del coche abierta el muchacho cogió con la mano izquierda una bolsa mediana de deporte que llevaba, mientras que con la derecha, inclinando medio cuerpo dentro del coche, levantó el seguro de la puerta de atrás con toda naturalidad. Me resultó difícil no ver el inició de su pecho, casi hasta los pezones que se marcaban debajo de la camiseta verde que llevaba sin mangas. El muchacho depositó la bolsa en el asiento trasero y cerró la puerta, sentándose delante, a mi lado. Observé, por su rostro y ademanes que era atractivo y me sorprendí a mí mismo dando un paso más y pensando que incluso podía que fuese arrebatador y voluptuoso. Necesité pensarlo con urgencia para tomar las medidas preventivas adecuadas y mantener viva la alerta. En aquel momento se me olvidó una máxima que en ocasiones usaba respecto a que la voluptuosidad estaba en el cerebro del dueño de los ojos que miran. Antes de decidir arrancar el coche y para completar el examen del joven, observé que llevaba unos pantalones cortos de lycra, que aunque cubrían una parte de cintura hacia abajo, casi hasta las rodillas, resaltando a la vez lo que tapaban, dejaban al descubierto unas piernas bien moldeadas y firmes que terminaban, en unos pies de medidas normales, calzados con zapatillas de footing, y por el otro con unas nalgas respingonas que conformaban un trasero perfecto, de acuerdo con mis gustos. Salí de la contemplación con el bocinazo de un camión que se vio obligado a hacer un zigzag violento para no llevarse por delante mi coche con los dos dentro. Tuve un lapsus y de vuelta me di cuenta de que mantenía el motor en marcha y que la radio seguía ofreciendo la interpretación que hacía un tenor francés del Aria de una Cantata de Telemann. Desconecté la radio. Hubiera dicho que rl coche no se había movido pero la verdad es que tenía la mitad de la carrocería en el arcén. Observé que las luces de posición estaban encendidas. El camionero debía conducir medio dormido ya que las luces debería haberlas visto a distancia, en aquella noche cerrada sin más luz que un tenue reflejo azulado obscuro de las estrellas sobre las hojas de los olivos y naranjos. Antes de arrancar, suspire, más bien di un resoplido, como saliendo de otro trance, me quedó mirando al muchacho que seguía sentado tranquilo, igual que si todo formara parte de un plan que hubiera estado previsto y me sonreía, tal vez para darme confianza y serenidad. Me hacía falta. Arranqué el coche y pregunté, mirando al frente. Bueno, ¿vamos allá? El cruzó los brazos, hizo un mohín y se arrellanó en el asiento. Cualquiera que hubiese podido observarlo con detenimiento, habría llegado a la conclusión, atendiendo a la serenidad que desprendían sus ojos, el equilibrio del conjunto de su cuerpo, el perfil de su cara y la sensualidad de sus manos, que abiertas parecían querer peinar sus cabellos con los dedos, que era una de esas personas que están predestinadas a ser felices, incluso en situaciones retorcidas y tensas, estado de ánimo que perfectamente se podía confundir con la indiferencia o apatía. Pero quise ir más allá de las apariencias y pude ver que en aquel momento parecía que viniese de una situación desagradable y temiera entrar en otra de iguales o peores características. Al muchacho parecía que le resultaba extraña aquella situación, como si nunca en su vida hubiera decidido hacer nada y sin embargo no parara de hacer, de ir y venir, como si tuviera una o varias metas que alcanzar, como si alguien lo llevara de la mano de aquí para allá, siguiendo un orden tan desconocido que solo a posteriori podría establecerse el guión. Era muy probable que en alguna ocasión hubiera intentado encontrarlo y que desde hacía tiempo se dejara llevar. En este sentido pareciera que de nuevo se encontraba en otro vaivén sin causa aparente. De reojo observé que me miró un instante largo, aprovechando que yo estaba pendiente de la carretera y luego volvió la mirada al frente, al espacio que alumbraban los faros del coche y huía desesperado por las ventanas. La luz, que se iba tragando los árboles sin dar tiempo a observarlos, debió invitarlo a reflexionar sobre su vida y suscitarle recuerdos no muy agradables, porque arrugó el entrecejo y se ausentó. Supuse que necesitaba salir de aquellos recuerdos y lo hizo como solemos hacerlo la mayoría, acudiendo al truco de hablar de algo para intentar forzar al pensamiento que siguiese detrás de lo que él decía y huir así del recuerdo que le ofrecían las revoltosas neuronas, como tema de reflexión. ¿Me das un cigarrillo? Fui lento en responderle, justo porque me pillo pensando en él y no creí que pudiera salirse de su ensimismamiento y tratar de entrar conmigo en una conversación a dos. Pero hice un esfuerzo, aunque por toda contestación me limité a hacer un gesto que parecía de asentimiento. Con esta respuesta dejé pasar unos segundos y saqué del bolsillo derecho de mi chaqueta una cajetilla de tabaco rubio típicamente americano y le ofrecí un cigarrillo, golpeando el cabezal de la cajetilla sobre el volante, con tan mala suerte que cayeron dos al suelo y uno quedó medio fuera de la cajetilla. Ninguno de los dos trató de recoger los caídos y el que asomaba de la cajetilla el muchacho se lo puso entre el dedo índice y el corazón de la mano izquierda y se me acercó, en ademán de pedirme fuego, pero el coche atravesaba unas curvas y tal vez le pareció que no atendía su gesto, pero fue porque estaba mirando al frente. El hecho es que el muchacho se dio cuenta que el coche llevaba mechero y pulsó para encenderlo. ¿Cómo te llamas? pregunté, arrellanándome sobre el asiento y aparentando indiferencia. La pregunta pretendía romper la concentración de los dos, distender el espacio e introducir un aire propicio para la comunicación. Supuse que, al igual que yo, también él, aunque aparentaba lo contrario, estaba pensando en sus cosas a la vez que tratando de adivinar en qué estaría pensando yo. Todo a la vez. El silencio se prolongó demasiado y se hizo tenso, impersonal y limpio, únicamente alterado por los extraños dibujos que el humo que despedía su cigarrillo configuraba en el interior del coche. La respuesta llegó con un tono de naturalidad, pero que pareció dar un salto sobre una situación que se estaba enfriando excesivamente. Tuvo un efecto reconfortante y dejó abierto un resquicio para poder seguir hablando de cualquier cosa que se nos ocurriera. Alex. ¿Y tú? La contestación tuvo mucha carga en el tono, aunque hubiera sido difícil evaluar con exactitud qué pretendía. Distraído con la conducción, me quedé en blanco y no supe qué contestar, pero por el rabillo del ojo observé que Alex se quedó ladeado y mirándome fijamente. No tenía, pues, escapatoria. El hecho es que su contestación, aunque volvió a dejar colgando una pregunta, como un golpe seco cerró el espacio abierto, como si alguien extraño hubiese decidido que no era conveniente que supiéramos demasiado cada uno del otro. Alguien parecía susurrarme que no debería demostrar tanto interés sobre tantas cosas. Lo que más me molesta, en general y también en aquella ocasión, es que se supiera qué iba a hacer o a decir. Es como si ni intimidad estuviera abierta de par en par y antes de que yo tomase una decisión alguien ajeno estuviera ya valorándola. ¿Tenía, ahora, que contestar lo que se supone que debía, dando mi nombre a aquel muchacho que vete a saber para qué quería saberlo? Me llamo Juan, dije con un suspiro, como si al dar el nombre me desprendiese de una buena parte de mí mismo. Transcurrieron unos minutos, esperando alguna reacción que no llegaba y aceleré la velocidad moderada que llevaba el coche. Desde los campos parecía emanar una oscuridad que envolvía la carretera. Las luces del coche iban abriendo paso y conformando un túnel alto con las ramas de una hilera de eucaliptos que separaban el arcén de la derecha, de los cultivos. Por la izquierda, allá al fondo se vislumbraba el murallón de una pequeña cordillera, cuyas faldas plantadas de almendros y algarrobos, llegaban hasta la carretera, cerrando así la luz azulada y temblorosa que difuminaban las estrellas desde el firmamento. Alex se había deslizado por el asiento, apoyando las rodillas sobre la guantera delantera y el short se le había subido hasta casi las ingles. Parecía estar ausente, absorto, mirando todo cuanto iba poniendo al descubierto la luz de los faros del coche. Inmóvil, sus únicos gestos eran los de la mano izquierda acercando el cigarrillo a los labios y separándolo después con sensualidad, mientras se consumía. Por un instante el coche parecía haberse parado porque el escenario aunque se movía con la velocidad, iluminado por los faros, era como una foto fija sin troncos, piedras o cualesquiera otros referentes. Alex rompió el silencio y me dijo, con alguna intención que se me escapó en aquel momento: Lo que te he dicho es la verdad. No tengo dónde ir. Estoy de vacaciones. Quiero decir que no me espera nadie y por tanto me da igual. Lo único que quiero es alejarme de aquí.
¿Comprendes?, Sí, claro. Por el tono de voz dejé entrever que no entendía nada, creo que porque lo que me había dicho no era lo que quería escuchar. Como en otras ocasiones, no fui consciente de que, en algunos casos, no son los hechos observados los que me provocaban emociones que se van consolidando hasta crear sentimientos, sino que son sentimientos de origen desconocido, los que me sugieren emociones que despiertan abiertamente cuando encuentro hechos, datos, paisajes o recuerdos con los que acoplarme, como un guante de seda en una fina y delgada mano. Pero aquello era razonar. Mi intuición me decía que el muchacho me estaba diciendo, llévame donde quieras. ¿Qué podía hacer? Si no pasaba algo extraordinario, íbamos directos a mi casa donde se suponía que estaría Susana, despierta aún, esperando. Incluso mi hija habría llegado. Me quedé balanceándome sobre la duda que abría aquella frase de Alex. Tampoco podía ser tan pretencioso de entender a un muchacho que aparentaba tener veinticinco años menos que yo y que acababa de conocer. El hecho es que me ruboricé a causa de las tres cosas; por su pretensión, por la diferencia de edad y por estar dudoso sobre algo que parecía tan evidente. Recordé lo de un buen ataque y le interrogué de forma absurda y supongo que paternal por el tono. ¿No tienes padres? Apagó el cigarrillo y su mirada, primero de asombro y después burlona, me confirmó que efectivamente me estaba poniendo nervioso, y lo que era o me parecía peor, el muchacho se daba cuenta que estaba a punto de caer en el ridículo más espantoso y a mis años, sobre todo si tratas con un hombre joven, conjuntamente con el ridículo se suele ser también impertinente. Esperé, como si me ahogase el tiempo, sus palabras. Me miró enfadado, como cuando de pequeño mi madre me miraba riñéndome, después de haberme pillado en una travesura. Sí, claro. Pero, ya sabes, me quieren para ellos, no a mí. ¿Entiendes? Estoy cansado de ser quien soy, porque además casi siempre coincide con lo que quieren que sea. ¿No crees que a mi edad ya debería querer ser de la manera que a mí me guste, les guste a los demás o no?, Supongo que sí – le dije, y añadí-. Te lo dije porque parece como si huyeras de algo o de alguien. Parece...No. De nadie. Estaba con una amiga en el camping que hay unos kilómetros atrás. ¿Lo conoces?-.Y siguió sin esperar la respuesta,- De repente, me di cuenta que ella estaba enamorándose de mí y me he asustado. Solo eso. Supongo que me he comportado como un guarro, pero.... Hoy me encuentro raro, muy raro. Ni yo mismo me entiendo. No creas, la chavala es buena gente, como tantos buenos que sin darse cuenta te fastidian. Yo con estas cosas no tengo problemas, ¿sabes?, pero no me da la gana, si no estoy enamorado, atender solo a que me apetezca o no, cuando ella cree otra cosa. ¿Cómo voy a pasarlo bien sabiendo que, sin querer, la estoy engañando? No entiendo por qué las mujeres creen que con el reclamo del sexo pueden conquistar a alguien aunque uno solo quiera pasarlo bien, sin estar enamorado. Me gusta el sexo, sí, pero no me gusta engañar ni que me engañen. Las mujeres son tan previsibles... Supongo que será porque son pasionales y no hay nada más previsible que cómo nace y muere una pasión. Me extrañó tanta palabra y en especial aquella última idea y le pregunte: ¿Y los hombre no? No. Los hombres fantaseamos más; y ¿quién se atreve a saber cómo empieza y termina una fantasía? Afirmando con la cabeza le di a entender que quedaba claro y que participaba de su parecer. Subió los pies sobre la guantera y el cristal. No pudo evitar, ni parecía que quisiera, que el short dejase al descubierto, de forma exagerada, los muslos. No quise reprimirme y miré por el rabillo del ojo, pero la carretera no era recta y no quería más sorpresas aquella noche. Así que reprimí el morbo y seguí mirando al frente, lo cual me obligó a fantasear sobre Alex y sus muslos, hasta que avergonzado, como si me hubieran pillado robando un libro, recurriendo a que estaba cerca el cruce por donde tenía que torcer para entrar hacia mi casa, intenté serenarme y centrar la cuestión en lo que me pareció que debía. Tienes razón. Puede que sean cosas de la edad, reflexioné con la mirada al frente. Mira, Alex- le dije tratando de recoger el hilo-, en el próximo cruce tuerzo a la derecha. A unos diez kilómetros tengo mi casa. ¿Comprendes? Vivo en una urbanización que hay ahí cerca del mar. ¿Te dejo, pues, en el cruce y esperas a otro coche?, Oye, no tengo dónde ir a esta hora de la noche. No me hagas eso... Lo que quiero es tan solo llegar a la ciudad y allí ya me las arreglaré. Supongo que faltará todavía un rato. Es que... ¿Quién va a pasar a esta hora? Anda, llévame. Se me abrieron todas las dudas posibles y junto a cada una de ellas un camino por el que seguir viviendo lo que quedaba de noche. Los fui descartando hasta quedarme con la que me pareció que debía transitar un hombre de mi edad en una situación como la que se abría en aquel momento y con un muchacho como Alex a mi lado. Me pareció que el futuro había llegado y de golpe además. Todo imprevisto por mi culpa pero naturalmente previsible, estaba a la puerta llamando y tuve la intuición de que el punto final había ya traspasado la línea del presente. Sin embargo no cerré todas las posibilidades porque no terminaba de tener claro por cuál de ellas debería salir, y sin saber por qué, dejé varias puertas abiertas para que fuese él quien apuntase una salida. ¿Qué quieres que haga, entonces? Alex no titubeó ni por un momento. Me miró con una sonrisa abierta y sin doblez, casi como si exigiera un derecho. Si no quieres acercarme a la ciudad, porque se te hace tarde, llévame a tu casa a dormir, solo por esta noche. La propuesta le salió con espontaneidad y tan natural, sin el menor asomo de zalamería. Lo cual, obviamente me llenó de dudas porque sugería que su ofrecimiento no tenía nada que ver con el clima que, me parecía a mí, se había establecido entre los dos. Lo miré entre sorprendido y sonriente. De momento no supe qué responder. Me quedé colgado y sin saber cómo dejarme caer. El hombre responsable que me gustaba ser, acabó imponiendo sus criterios, como sucedía en la mayor parte de las ocasiones que me planteaba la vida. Hasta tal extremo esto era así que mucha gente llegaba a pensar que realmente era lo que parecía. En esta ocasión lo tenía claro. ¿Cómo iba a presentarme en casa, en mitad de la noche, con un muchacho desconocido y decirle a mi esposa: aquí estamos, venimos a dormir? Con el sentido común por delante me resultó fácil encontrar la solución. No puedes venir a mi casa a dormir. Estoy casado. Lo dije suavemente y como insinuando que lo lamentaba. Como hay que soltar un no que intenta no herir, casi como si fuera un sí. En caso contrario Alex podía haber entendido que rechazaba una propuesta que siempre podría pensar que nunca hizo. Me quedé tenso a la espera. Pero Alex que en aquel instante parecía que sólo pensaba en dormir en algún sitio para seguir camino a la mañana siguiente, no quiso reflexionar más y siguió en la línea de la propuesta inicial, si bien pretendió introducirse en las contradicciones que empezaba a intuir que me paralizaban.
Creo que por diversión. Como un juego, sin medir las consecuencias, si las pudiera haber. ¿Es por ti o por tu esposa? Por aquellos años yo no era consciente de que, en algunas circunstancias podía ser pusilánime, pero recuerdo que en pocos días, varias personas, en situaciones muy dispares, me lo habían insinuado, por eso fue como un golpe bajo, con las defensas bajadas y, de entrada, no entendía nada y como tantas veces me sucedía cuando andaba perdido en un diálogo, hice una pregunta para tomar tiempo, ver qué salía e intentar situarme en buena posición. ¿Qué quieres decir?, pregunté dando un paso más en la línea que había abierto y que empezaba a gustarme, Quiero decir -siguió Alex-, que si tienes miedo de tu esposa, porque cuando me vea llegue a intuir algo que todavía no ha pasado, o es que tienes miedo de mí. Pues mira: en tu casa o fuera de ella, no puede pasar nada de lo que creo que estás pensando. ¿De qué hablas? pregunté haciéndome el asombrado, aunque probablemente el no pensó en que me habían sorprendido sus palabras, sino que no sabía por dónde salir, y aunque quería parecer asombrado, en realidad debía tener cara de idiota. El hecho es que caí en la cuenta de que estaba al borde de un precipicio y por un instante se me abrió un paisaje nuevo, no esperado, que ahora me daba cuenta que existía, más bien se me estaba desvelando.
Ahora reconozco que por entonces no era precisamente un adolescente incauto y virgen en este tipo de trances, pero también es cierto que no te defiendes igual con cuarenta y pico años por medio que además los llevas cargados a tus espaldas y apenas dejan asomar la valentía, fuerza y sinceridad, que a los veinte se tienen. De lo que quieres que pase –insistió Alex. Paré el coche en el arcén, me arrellané en el asiento, encendí un cigarrillo, ladeé la cabeza, después de soltar la primera bocanada de humo y le dije, tratando de que no se notase demasiado que estaba nervioso y manteniendo a la vez de una pose excesivamente autosuficiente, casi como un susurro: Tú estás loco, Otro error, me dijo agudizando los ojos, como queriendo penetrar más allá de lo que mi cara mostraba, lo cual debió ser harto difícil pues ni yo mismo sabía en aquel momento qué hacer ni cómo. Hacía mucho tiempo que no deseaba algo tan fuerte y confuso y a la vez que desease disimularlo con tanta delicadeza. Me agazapé sobre mí mismo y le dije, dispuesto a todo, ¿Ah sí? Tal y como supuse Alex andaba también un tanto desorientado y recurrió a la típica pregunta salvavidas, afirmando, Sí... Confundes a la persona que puede hacer una locura con un loco. Lo dijo con un tono claramente de defensa, como aceptando que, en última instancia, pasaría lo que yo quisiera y no parecía desagradarle, pero me dejaba a mí en una posición, que aunque fuese la habitual, al fin y al cabo era el mayor, pero me molestaba mucho que fuese tan evidente. Deduje, pues, qué me había puesto en una actitud que no era habitual en mí, aunque reconozco que en aquella ocasión no me molestaba el papel de ser suavemente agresor. No era mi forma de iniciar una aproximación. Sabía que solo sirve con algunas mujeres de carácter fuerte que solo encuentran placer en la sumisión, pero no me parecía el caso de Alex. Me costaba sangre y sudor abrir mi intimidad, mucho más que mi cuerpo y ya se sabe que para penetrar, en todos los sentidos, a una persona, primero debes acariciar algunos de sus más íntimos sentimientos. En mi caso sin embargo, una vez bajada la guardia y el recelo, que era la función defensiva que cumplía mi timidez, una vez desnudo mi cuerpo, desnudaba mis sentimientos y no tenía rincones donde no penetrase la luz de la mirada amiga. En más de una ocasión, cuando era demasiado tarde ya, lo había lamentado. Y no escarmentaba, supongo que porque no quería. A posteriori reconocía que siempre me había salido bien. Algo me decía que a mi edad debía ser más abierto y explorar cuantas posibilidades se me diesen sin pararme a pensar demasiado en el futuro, futuro que cada vez lo veía con menos sentido si éste no era como la prolongación de un presente que por ahora se me iba presentando bien. Pero en numerosas ocasiones ni encontraba la forma adecuada ni el momento justo. Hubo un silencio de los que se establecen sin previo pacto ni aviso, parecido a una tregua que se da entre dos contrincantes por cansancio mutuo y escaso interés en resultar vencedor, y que cada cual aprovecha para hacer recuento de fuerzas e inspeccionar posiciones, sabiendo que habrá que volver al ataque, o como cuando los artistas, en el entreacto descansan, fuman y beben a la vez que repasan mentalmente, la entrada a escena con el siguiente acto. ¿En serio crees que tengo ese concepto de ti?, Qué más da. La verdad es que no creo que te interese demasiado mi vida. Así me dijo, y como era natural con ese tipo de frases que resulta dificilísimo saber hacia dónde y mucho menos qué pretenden, de nuevo busqué tiempo y algo que contestar, para que no diese la impresión de que estaba desconcertado. Tampoco es que me importase demasiado lo que pensase él. Terminaba de conocerlo y aunque reconocía que era hermoso y todos los caminos estaban abiertos, o eso me parecía en un exceso de autoestima o mejor dicho de vanidad, en realidad prefería seguir el juego sutil que creía que estaba jugando. Para entonces creía que, sin haberlo hablado con él, las reglas del juego ya estaban claras y me encontraba muy bien jugando. Avancé posiciones, sin ánimo de avasallar. Sabía que pese a su juventud lo entendería sin ofenderse. Bueno, sólo trataba de ser amable contigo y hablar de algo. Debió ser la situación, la hora, un joven hermoso, los dos solos...Nunca imagine que serías así. ¿Qué pretendes?, me dijo. Y añadió: Eres un hombre casado. En ese momento, de no haber estado sentado supongo que me hubiese tambaleado y tendría que haberme apoyado en algo sólido para no caer. El golpe había sido fuerte, pero más aún que la contundencia, me afectó el tono casi como de condescendencia, como si sentado varios metros por encima de mi cabeza, me viese pequeñito, infantil y con una manifiesta predisposición a perdonar mi travesura y seguir jugando. De repente encontré su flanco débil y le dije, Ya veo que tienes poca imaginación. Me encontraba embarazado, lo sentía así, aunque creo que Alex no lo percibía en toda su dimensión, afortunadamente. Lo que en un principio parecía que iba a ser una línea recta estaba resultando muy quebrada y con numerosos recovecos a los que atender y por los que me perdía de vez en cuando. Fue entonces, medio perdido que entendí por qué él no parecía perderse y difícilmente lo pillaba fuera de juego. Se trataba como si su sentido de la orientación no tuviera un norte y en consecuencia su brújula siempre marcaba hacia donde debía. Mientras tanto había perdido la noción del tiempo y el entorno hasta que caí en la cuenta de cómo pasaba el tiempo al observar que el sol, redondo, grande y blando, con destellos metálicos, estaba saliendo desde el mar y la noche iba suavizando su oscuridad como una antesala del amanecer el cual, por el reflejo en el mar que hace de espejo, lo suaviza hasta que, con descaro y enrojecido por el esfuerzo, de entre las sombras van surgiendo paisajes diversos. En los aledaños, los surcos de alguna esteva profunda hacían parecer los campos como hojas rayadas preparadas para escribir los sueños de algún aplicado agricultor en espera del fruto. Consciente de dónde estaba y con quien, intenté penetrar por otro frente con otra pregunta de las que sirven para cualquier situación y qué lógicamente apenas sirven para nada, salvo para ganar, o perder tiempo. ¿No piensas nunca? ¿En qué?, me contestó pillado de improviso. No sé. En cualquier cosa. En lo que haces, por ejemplo. No sirve de nada. Cuanto más piensas peor. Además, te puede pasar como al ciempiés. Se puede vivir sin pensar. Me di cuenta rápidamente que estaba dando tumbos sin saber cómo continuar con el asedio, que era en aquel momento lo único que tenía claro. ¿Como los animales?, remaché tratando de ser contundente. Sí. Como lo que deberíamos ser más a menudo. Otra vez me quería noquear. Decidí hacer una finta y salté la barrera de la cortesía intentando hacerlo desde una posición de hombre sensato y razonable. ¿Habría olvidado que podía ser su padre? Oye, por cierto- insistí- deberías bajar los pies. No es por nada, pero me gusta tener el coche limpio y llevas las zapatillas sucias de barro. Había acertado y se vio sorprendido con mi cambio brusco replegándose mediante una contestación que lo ponía de nuevo en el papel inicial de chico autoestopista recogido en una carretera solitaria en medio de la noche por un buen hombre al que no conocía. Su contestación, afirmando implícitamente no ofrecía dudas. Perdona, hombre. Estábamos a quinientos metros del cruce anunciado por mí y por el que me tenía que desviar. Puse el coche en marcha, y lo aparqué casi de inmediato a doscientos metros, en un pequeño descampado que había en el ángulo que formaba la carretera por la que veníamos con la que debía coger para ir a mi casa. De esta manera, Alex quedó con la puerta cerca de unos matorrales, yo en la misma ralla de la carretera principal y el coche ligeramente inclinado hacia Alex. Apague las luces de posición y el motor. Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a Alex. ¿Quieres?, Sí. Espera. Mientras contestaba, Alex se puso de rodillas sobre su asiento y por entre los apoyacabezas de los dos asientos delanteros, rozándome, metió medio cuerpo hacia los de atrás, intentando llegar a la bolsa de deporte que seguía allí, donde él la había puesto al principio. Mientras hurgaba en la bolsa, buscando algo entre la ropa, volví a observar fijamente el cuerpo arqueado del muchacho. En esta ocasión, me sorprendí mirando con deseo su cuerpo esbelto. Fue un momento porque, sin ningún motivo, me dio la impresión que alguien desde algún punto de la semioscuridad del amanecer nos estaba observando atentamente. Pero no fue eso lo que me puso nervioso y alterado, fue que estaba seguro que si hubiera alguien estaría adivinando mis pensamientos. Recuerdo perfectamente que nada sucedió, pero en aquel momento estaba convencido de que si hubiera habido alguien se habría acercado recriminándome. Pero estaba lanzado. Quería terminar fuese cual fuese el desenlace que me esperaba. Corrí mi asiento hacia atrás para ponerlo a la altura del de Alex y como al descuido dejé la mano derecha sobre su pantorrilla y la mantuve mientras el encontró lo que buscaba en la mochila. Cuando se sentó mi mano seguía igual pero al cambiar de posición quedó tocando su muslo. Tenía que notarla, estaba seguro, pero cuando me ofreció lo que había encontrado en el macuto, una botella mediana de whisky medio vacía, me llegó todavía un S.O.S, último aviso al que no hice caso. ¿Un trago?, me invitó envuelto en una sonrisa amplia y fresca. Imposible de observar doblez, por más que intenté resistirme. Toma un poco, anda. Por aquí no debe haber controles de alcoholemia- dijo, guiñándome un ojo.
Observé que me apetecía que las cosas tomaran las riendas sin consultarme. ¿Qué hacemos?, se me ocurrió decir mientras seguía con una mano en su muslo. Bebí un sorbo en la espera, y se la ofrecí.
De repente sin dar crédito a lo que oía, me dijo, Podíamos quedarnos a dormir aquí en el coche. Total está amaneciendo y me largaré con el primer vehículo que pase. ¿Te parece? Su crueldad me pareció increíble y a punto estuve de decirle que se largara, hasta que me fije en su sonrisa cargada de ironía y deseo y consideré que, por una vez al menos, tenía derecho a violentarlo, y puede que si era lo que intuía, todo saliese como debía. La verdad es que, en contra de lo que aquel día, en aquel momento pensé que estaba dispuesto a hacer, tenía claro que estaba derrotado, entregado y dispuesto a lo que Alex hubiera querido. Creo que en el fondo, incluso hubiese aceptado llevarlo a mi casa y que hubiera pasado los días de vacaciones que decía tener, allí conmigo y mi esposa.
Una locura que quedó en el aire. Quizá por eso, para mí Alex no fue, como pudiera parecer, una aventura. En realidad, los hechos y nosotros como sujetos de los mismos, suelen tener una significación visible, relativamente fácil de entender, pero por el sustrato, a escasa distancia de la epidermis, aunque oculta, corre siempre hay una alternativa que tienta y tienta y ofrece otra salida. De ahí que, incluso cuando el tiempo viene a demostrar que estuvo bien la decisión que tomamos, queda siempre un interrogante colgado de qué hubiese sucedido con otra decisión posible.
Vano intento, después, de saber qué hubiera pasado. Supongo que este mecanismo mental es el principal responsable de que nunca seamos totalmente felices. La memoria, en ocasiones, tal casquivana siempre, incluso nos hace dudar respecto a si tomamos la decisión que creemos o fue otra. Al final me quedé inmóvil. Tenía la impresión de que tiraban de mis brazos dos percherones, uno de cada brazo en sentido contrario y que en cualquier momento si uno de los dos no cedía, podían rajarme por la mitad. Mientras bebía me había puesto de lado en el límite interior del asiento, subí la mano derecha que seguía en el muslo de Alex, y serenándome di un paso más. Le cogí la cabeza por la nuca, la acerque hacia mí y conseguí besarlo. Tal vez no podía pasar más que lo que pasó, el hecho fue que el deseo derribó las pocas defensas que todavía se mantenían en pié, de manera que Alex se ladeó un poco, nos besamos de nuevo, con recelo al principio, temerosos quizá de hasta dónde podíamos llegar. Con ansia después seguimos besándonos. Alex fue bajando por mi pecho hasta llegar a la bragueta, mordiendo con suavidad y aspirando profundamente, momento que aproveché para abatir mi asiento hacia atrás y abrir un poco las piernas. Solo fue un momento, porque su habilidad hizo que no tuviera necesidad de preocuparme, de manera que le agradecí sus mimos acariciándole la cabeza, cuando el ritmo de Alex lo hacía posible, porque elevaba su posición para mirarme. Cuando noté por su excitación que con su otra mano estaba cerca de provocarse una convulsión, intenté y conseguí que llegásemos al éxtasis los dos a la vez y recordé el verso: Si no me quieres comer, rózame al menos con tu lengua hasta que mire al cielo de frente. Después de unos largos minutos de silencio, me pareció que ninguno de los dos sabía qué hacer o decir. Parecía como si luego de aquella explosión de suave lujuria estuviera peregrinando por su asombrada y relajada mirada y solo me atreví a acariciar los contornos de sus mejillas encendidas y me extrañó, dada su juventud, que en su frente hubiera podido leer un rótulo impreciso, grafiado con una extraña lengua que dijese; no puedo más. Como si me reprendiese acusándome de buscar un hombre cuando sabía que él era un niño cruel, burlón y sin ningún miedo a la indecencia de morir. Me abroché el pantalón, encendí un cigarrillo y pensé que la brisa del mar estaba a nuestro alcance. ¿Quieres que bajemos del coche?, le dije. Alex intentó contestar, pero su voz quedó ahogada por el chirriar de un coche que frenó de manera brusca en mitad de la carretera principal. Bajó un joven de unos veintitantos años, vestido de esport, que se acercó a mi ventanilla. Recuperé el control de mis manos y enderecé la posición de mi cuerpo y pude oír, como en un sueño. Oigan, para la ciudad, ¿voy bien, recto? Alex, presuroso como despertándose de un sueño, preguntó antes de que pudiese yo decir nada: ¿Vas a la ciudad?, Sí. Eso intento, llegar- contesto el conductor. ¿Me llevas? La oscuridad de la noche había desaparecido y un nuevo día se anunciaba con todo lujo de detalles. Presentí el desenlace y quise retener la fragancia de su sonrisa, los titubeos de sus ojos y los trazos de sus caricias. Pero fue en vano. Alex se volvió a mirarme, como agradecido no sé de qué. Me cogió con ambas manos la cara, y me miró a los ojos. Se acercó despacio y me dio un beso largo. Recogió la bolsa de deporte, que casi no pudo pasar por entre los asientos y bajando él y la bolsa, me dijo. !Gracias y suerte¡ Ya fuera del coche, después de rodearlo y antes de subir al que iba a llevarlo a la ciudad, me saludo con la mano extendida. Prendido de su mirada no tuve tiempo de mirar su esbelto cuerpo ni su andar de felino, sereno y satisfecho pero sabía que su sonrisa era tan ancha que había cubierto mi infancia, mi juventud y aun mi futuro. Tal vez por eso su silueta se me quedo un poco borrosa. Arranqué el coche, encendí un cigarrillo, conecte la radio y habían terminado la cantata de Telemann. Ahora era el adagio del concierto para oboe de Marcello el que sonaba. Pero no quise ponerme sentimental porque un futuro perfectamente previsto y secuenciado me esperaba, y seguí conduciendo. Faltaba poco para llegar. A Alex no lo he vuelto a ver, pero he tenido diversas explicaciones del significado de aquel extraño encuentro, según pasaban los días y los meses. Durante las siguientes semanas, al despertarme por las mañanas y ponerme delante del espejo para afeitarme y acicalarme mi cara, llegaba a la conclusión de que, necesariamente había sido un sueño. Posteriormente, viajando por ciudades y pueblos, me pareció verlo por la calle, en un bar, en el tren, hasta que llegué a la conclusión de que debía haber miles y miles de muchachos como Alex, con cuerpos igualmente atractivos, con sus mismos ojos, sus mismos cabellos castaños hasta media espalda y con la misma sonrisa. Incluso con la misma ropa y, aunque no me atreví preguntar a ninguno, llamándose también Alex. Ahora, en la medida de lo posible, mantengo varias versiones y según mi estado de ánimo, recuerdo una u otra, todas de manera agradable. Almorzando un día con una compañera del despacho, comenté el parecido, aunque no de qué lo conocía, y me aclaró que son clones de un modelo diseñado por la moda globalizada. Pero no me hizo dudar, estoy seguro de que todo lo que recuerdo pasó, al menos eso era lo que mi memoria, cuidadosamente, guardó y no sé por qué, durante tanto tiempo, se me aparecía mezclado con mi fantasía. Creo que aquel día, sin preverlo, caminé huyendo hacia un futuro tan confuso como todo porvenir, quizá buscando mi pasado y tropecé con Alex y puede que ambos mutásemos o tal vez dimos la vuelta y nos vimos la cara oculta.
Por eso digo que sí; Alex existió.