Alberto Laiseca


El Checoslovaco1





Ella estaba cada vez más gorda, decaída y vieja. El, por el contrario, parecía con ello cobrar nuevos bríos. Podía tomárselo en cualquier jornada; ésta invariablemente lo hallaba más fuerte, saludable y coloradote que la precedente. 

El era checoslovaco. Hacía casi veinte años que había emigrado al país que lo aceptó. Trabajaba como ingeniero en una fábrica y era bastante competente. Se hizo amiguísimo del dueño; aprovechó esto para tratar de seducir a la hija, que no carecía de atractivos. Curiosamente, no logró enganchar a la homenajeada pero sí a su amiga, muchacha un poco gordita y no fea del todo, a quien él jamás miró ni intentó conquistar. Como de estúpido no tenía nada, comprendió que con la otra perdía su tiempo y no insistió más; cambió de ruta en un segundo, enfilando sus cañones sobre la menos guarnecida plaza, quien se le rindió con armas y bagajes sin intentar no ya diré una defensa a ultranza, sino ni siquiera un simulacro diversivo vía diplomática. 

Se casaron tres meses después; de esto, hacía diecisiete años. 

Comentaremos como curiosidad que a él le decían «el ingeniero del tornillo filoso». Vaya uno a saber la razón. Cierta vez el ingeniero del filoso tornillo fue al cine, a ver una película de terror. Quedó encantado. Siempre citaba ante sus escasos conocidos una frase de la cinta, que él atribuía al conde Drácula: «Mi querido amigo: las mujeres no son un vicio, son una necesidad.» 

El checoslovaco hablaba mal el idioma, pero no pésimo como a veces hacía creer. Cuando decidió matar a su esposa exclusivamente con armas secretas, en su arsenal contaba con el lenguaje; como si éste fuera la más letal e importante de sus ojivas nucleares de cabezas múltiples. 

Se proponía el crimen perfecto; según él, por razones de estética. Así le llevase tres décadas, ella debía morirse mucho antes que él por acción de su deliberada voluntad, y el crimen, anto y ontológico, bello e impune, permitirle adueñarse de todo. «Las mujeres de piernas gordas no deberían de existir», alegaba él ante sí mismo; «ofenden a la naturaleza. Deben ser eliminadas por razones éticas, estéticas, místicas y eróticas.» Diremos de paso que, curiosamente, si bien él hacía ya largo tiempo que manifestaba indiferencia sexual por su mujer, no bien se le ocurrió asesinarla con armas sutiles, sintió que sus apetencias dormidas despertaban feroces. Era como volver a estar enamorado. 

Se mostraba hasta dulce con ella. Casi afectuoso. Solía pararse quince minutos silenciosamente a su espalda en la cocina, mientras ella pelaba papas para la comida. No bien lo sentía, empezaba a ponerse nerviosa. «No puede retener cáscara», decía con voz chirriante, mecánica, checoslovaca, en momentos en que ella no tenía ni la menor intención de permitir que algo se le cayera. Justamente, Gloria procuraba corregir tres manías que la obsesionaban día y noche: su torpeza (puesto que chocaba los muebles, las cosas se le caían, calculaba mal la energía con que debía extender la mano para tomar un vaso y el contenido se derramaba sobre la mesa). Su gordura y el terror cerval a las enfermedades y la suciedad constituían sus otros dos focos sépticos de neurosis. De estos tres ángeles del Apocalipsis, el que mejor controlaba era el primero. Con una gran fuerza de voluntad y poniendo mucha atención era bastante distraída, moviéndose lentamente los primeros meses, había llegado a suprimir el ochenta por ciento de sus choques con muebles y otros objetos un fracaso la ponía histérica, suprimiendo así esa inelegancia grotesca.

Por eso consideraba inoportuno e injustísimo que él removiera el avispero cuando se hallaba convaleciente de su torpeza. ¿A qué venía su «No puede retener cáscara»? 

La mujer pego un brinco, empezando a encresparse. Al rato ya le temblaban las manos. Renació su inseguridad. Para colmo, él agregó como subrayando: «Quien no puede retener cáscara, ella de mano cae.» 

Gloria sabía que él tenía dificultades idiomáticas; pero comprendía muy bien que la pésima sintaxis de la frase había sido exagerada a propósito. En estos casos había que oírlo hasta el final si se quería comprender el sentido completo de la oración, que no era revelado salvo con la última palabra. Nótese la expresión «ella de mano cae», en apariencia una inoperante deformación monstruosa, risible incluso. Pero era todo lo contrario, pues las palabras, así absurdas y troglodíticamente dispuestas, la puntuación y construcción gramatical arbitrarias, dislocadas, tenían toda la fuerza carismática de lo feo. Estaban destinadas a tocar los resortes ocultos de la mujer. 

Era un plan perfecto y genial; Stepan, en efecto, estaba lleno de armas secretas. ¿Y por qué Gloria no se separaba? ¡Ah!: por inseguridad y masoquismo. Y él lo sabía a la perfección, así como no ignoraba ninguno de los otros puntos débiles de ella. 

Luego, él adoptaba un tono comprensivo y condescendiente: «Pasa a cierta edad. Un amigo mío tiene mal de Parkinson y tiembla. Qué feo.» Entonces, por fin las cosas se le caían a ella: uno de esos cacharros de lata, por ejemplo, que hacen un ruido horrible y no hay forma de pararlos hasta que dan varias vueltas sobre sí mismos; existe la manera, por supuesto: agacharse en el acto y detenerlos con rapidez para que no giren, pero ello pone en claro la importancia que le damos al ruido, en momentos que uno sabe quién está detrás mirándolo todo: un verdugo atentísimo y lleno de sabiduría, alerta a cualquier reacción. 

Cuando la maniobra se veía coronada por el éxito, él decía una de esas palabras solitarias que ella temía más que a sus frases mal construidas: «Lapislázuli.» Después daba media vuelta y se iba. Era terrible el contraste entre el bello vocablo elegido, y el feísmo de la falta de coordinación motora que calificaba. Pero precisamente por ser bello es que lo escogía. 

El la acechaba para ver si iba al espejo. Entonces, cuando ella desolada no podía menos que tener en cuenta sus arrugas y otras cosas, le decía aquello tan temido por ser como una expresión de su subconsciente que se materializara: «Me acuerdo cuando yo era joven, en Checoslovaquia, mi patria...» Y no decía nada más. Nunca nada directo. O sí. Según el momento. Todo dependía. Podía agregar con genuina ternura: «Petunia.» Cuando ella empezaba a sonreír agradecida, aclaraba: «Petunia marchita». 

Dentro de los instantes en que ella estaba bien arreglada y lista para salir, le decía con tono impersonal: «Pierna gorda. ¿No convendría un poco arriba el cuello adelgazar? Diente de oro pero boca arruinada. Qué estupidez. Laspilázuli.» En estos casos, sus ataques sucesivos en diferentes sectores tenían como objeto que, al diversificar su agresión, ella no pudiera oponer una defensa organizada contra las distintas amenazas. 

Gloria solía visitar a Julia, una de sus amigas. Con ella se confesaba mientras tomaban té sin masas en una confitería la otra, que era flaca, no comía por razones de solidaridad: «Julia, esta vez estoy segura: Stepan quiere matarme». «Calmate, ¿qué te hizo esta vez?» «Me dijo: Pierna gorda. Una microbio y chaff. Kaput. Lapislázuli.» «Controlate, por favor, que no entiendo nada. Si no me contás los antecedentes no puedo comprender. Te dijo Pierna gorda. ¿Y qué más?» «Los otros días recibí por correo una caja de bombones deliciosos. Estaban a mi nombre pero no tenían remitente. Debe tratarse de uno de esos envíos de propaganda. Ya no saben qué hacer. Estos miserables no encontraron mejor cosa que mandarme a mí, que estoy a régimen, una caja repleta de bombones. Uno más rico que el otro. No me pude contener; empecé diciéndome que iba a comer nada más que uno, pero... Bueno, qué te voy a explicar si vos sabés cómo son esas cosas. No, no sabés. Vos no sos gorda.» «Bueno ¿y?» «Stepan me pescó justo cuando me había comido la mitad. Sonrió despreciativo con un costado de la boca, como hace él, y dijo: Voraz.

Voraz como un pájaro pichón gordo. Pero eso no es todo. Vos sabés que tengo un problema circulatorio que me trato hace cinco años. Estaba viendo televisión lo más tranquila, con las piernas estiradas y arriba de un taburete para que descansasen. El se puso a espaldas de mi sillón y dijo lleno de asco: «Fibrosa. Cuántas várices tiene usted. ¿No convendría curarlas? Mi madre se hizo una operación pero quedó peor. Caléndula. ¿Eh?, qué te parece?» «Buenoo..., supongo que la peculiaridad de su temperamento indica cierta propensión a la crueldad mental. Pero eso sucede con muchos hombres. Creo por otro lado que está un poco loco, ¿qué quiso decir con la palabra caléndula, que no tiene nada que ver?» «¡Viste!, ¡viste!» «Sí, bueno, pero aparte de eso... Por lo demás, todo lo último no es tan terrible; si conoce tu afección circulatoria, es lógico que desee que te hagas atender. No lo dijo con mala intención. Un poco torpe de su parte, si acaso.» «Los otros días pasó al lado mío como si no me viera y dijo despacio pero con la suficiente fuerza como para que pudiese oírlo: Pierna gorda, monstruo fibroso.

Lapislázuli. ¿Eso tampoco lo dijo con mala intención?» «Bueno, querida, vos sabés cómo es con las parejas que llevan mucho tiempo juntas. Se dan ciertos desajustes friccionales. Hay que ser tolerante y comprender. Con buena voluntad por ambas partes ... »«Julia, vos no entendés nada: él me quiere matar.» «Ay, Gloria, por Dios, no seas exagerada y tremendista. Te convendría tener una conversación a fondo con él» «¿Vos te pensás que yo no intenté dialogar? Sabe mis obsesiones y me tortura con eso. Los otros días compré un libro nuevo, fantástico: es el sistema del doctor Guoches-Heink para adelgazar. Es un bestseller que está ahora en todas las librerías. Parece que ese hombre es una eminencia. Pues bien, no había acabado de abrirlo cuando se me acercó Stepan por detrás, medio en bisel, y para desmoralizarme dijo con ese tono monótono y didáctico que a veces tiene: «El problema con los tratamientos para no engordar es que uno desearía adelgazar ciertas partes. Desgraciadamente sólo enflaquece lo que ya estaba flaco. Y se fue. Mirá sí no será jodido y maldito.» 

Gloria suspende sus quejas un momento para tomar un sorbo de té, y luego prosigue: «Sabe que trato de controlar mi manía con la limpieza y el miedo a las enfermedades. En los últimos tiempos me estaba lavando las manos menos veces por día, e incluso utilizaba poco desinfectante para esterilizar ciertas cosas de uso diario. Estaba comiendo una presa de pollo doradita, con la mano, muy contenta. Stepan me miró de reojo y dijo mientras simulaba leer el diario: «Mucha gente muerta en Calcuta. Una microbia y chaff. Kaput. No pude seguir comiendo. Me perseguí con la idea de que no me había lavado las manos y fui corriendo al baño, pese a saber que por fuerza me las requetelavé dos o tres veces; aunque sea por automatismo.» 

Cierto día la llevó de picnic. Ella no lo podía creer. Bien sabía cómo era Stepan; sin embargo, él en un segundo la enganchaba. Se fueron con el auto y la casa rodante hasta el río. Acamparon. Al principio, todo lo más bien. El se volvió intimista. «Me encanta este río. Muy caudaloso. Me recuerda al Moldava. De verdad cosa hermosa es, ver Moldava pasar bajo puentes de Praga. Muchas flores.» 

Ella lo escuchaba incrédula. Por un momento había visto el agua y los puentes, en aquella ciudad lejana y exótica. Tenía ganas de decirle: «¡Pero Stepan!, ¡sí fueses siempre así!» 
El checoslovaco siguió diciendo: «Qué rica agua. En verano da gusto agacharse y tomar el agua del Moldava». Dicho esto dio media vuelta y se fue, para hacer un fuego más allá de la casa rodante.

Ella, hechizada por la brevísima descripción, se inclinó para beber del río. El líquido estaba delicioso. Luego volvió hasta donde se encontraba Stepan. 

El preguntó de espaldas a ella, en apariencia concentradísimo en la tarea de prender el fuego. «¿Estaba fresca el agua?» «¡Oh, sí, ¡fue un deleite! Deberías probarla.» Con tono impersonal: «No. Yo no tomo nunca agua de río. Se me fue la gana desde que médico amigo me contó una historia terrible.» «¿¡Qué!?, ¿¡qué te contó!?», preguntó ella asustada. «Parece que un matrimonio que él atendía se fue una vez de picnic. Era un día lindísimo y estaban muy contentos, pero a la tarde ella agonizaba. Llevaron rápido a sala de urgencia. junta médica porque no sabían qué tenía. No daban pie con bola. Un médico viejito, de mucha experiencia, le preguntó al marido: ¿Y por dónde estuvieron ustedes? En el campo. Andábamos de picnic cerca del río. Aajá. ¿Y su señora tomó agua del río? Sí, ¿por qué?, ¿hizo mal? «¿Y usted bebió? No. Fueron a investigar y en el río, muy cerca de ahí, había una vaca muerta. Todo podrida. Esa noche la mujer se murió. Septicemia. Infección generalizada. Fulminante. No hay cura, ni aunque agarren a tiempo.» 

A ella se le había arruinado el día. El, por el contrario, parecía a sus anchas. Veíasele gozar con plenitud.

Algún tiempo después, Stepan cambió de táctica: empezó a hacerle el amor una vez por semana. Desde el comienzo del día en el cual pensaba realizar el coito con ella, la iba seduciendo con mucha ternura y habilidad. Empleaba armamentos pesados con objeto de erotizarla: tocaba con su lengua el agujero de la femenina oreja, le decía cosas increíbles,, hablábale de que sus rodillas eran esto y aquello. Todo todo. Hasta que ella se olvidaba. La conducía a la cama y con mucha ternura comenzaba a desnudarla como el hombre más enamorado del mundo. Ya en pleno acto, y cuando ella totalmente entregada estaba a punto de lograr el éxtasis, él le susurraba una de esas palabras o frases tales como «fíbrosa», «pierna gorda» o «várices», y la mujer quedaba rígida y helada; de ninguna manera podía gozar. El, en cambio, al verla en ese estado, sentía que unos enormes deseos sexuales, unos deseos sexuales mayúsculos le acontecían y gozaba como nunca. Precisamente porque ella no podía. 

Y todo así. 

En una ocasión ella lo enfrentó. Le dijo con helada calma: «Te veo tan hijo de palabra censurada como esos nazis que asesinaron a los judíos. Sos un criminal de guerra frustrado. Esta casa es un campo de concentración. Por la cocina corren tus alambradas electrizadas y tus perros. Yo soy la prisionera y vos el SS. Sos un guacho.» El, muy lejos de sentirse herido, quedó contentísimo con la idea. Lo tomó como el mejor elogio que podían haberle hecho. Sin embargo, comentó: «Nunca lo había visto de esa manera. Seamos completamente justos, no obstante, pues no me quiero apropiar de glorias ajenas: ignoro si lo que dice es exacto, ya que jamás me molesté por estudiar caprichos, manías, preferencias o motivaciones, en alguien fuera de mí mismo. De cualquier manera comprendo a qué se refiere y, para contestarle con su mismo punto de vista, le diré que el SS es usted. Yo en todo caso sería un modesto auxiliar; uno de esos subordinados de ínfima categoría que entraban en las cámaras para sacarle los dientes de oro a los cadáveres. Y lo digo aunque constituya una humillación para mi orgullo.» 

Lo impresionante de este parlamento fue que lo dijo casi sin acento eslavo y con estructura gramatical pasable. Ella se quedó helada. 

Cuando el médico le dijo que su mujer tenía cáncer y que no se lo dijese pues ello podría abreviarle la existencia, él hizo cuanto pudo para que jamás se enterase y hasta el fin creyera en su curación. 

Ella agonizaba. Esa era la noche y la madrugada de su muerte. Estaba lúcida, no obstante. El entró al cuarto en sombras con una vela en la mano. La miró largamente y dijo: «Notable. Qué delgada la puso la enfermedad. Está usted bellísima.»2  

Y se fue, dejándole el cirio a los pies de la cama.




NOTAS

1. El cuento «El Checoslovaco» de Alberto Laiseca ha sido tomado del libro de Juan Forn, Buenos Aires: Antología de la Nueva Ficción Argentina, Editorial Anagrama, [Barcelona: 1992]. 

2. Sobre la génesis del cuento «El checoslovaco» Alberto Laiseca cuenta la siguiente anécdota: «Hace muchos años, en Córdoba (Argentina), conocí a un hombre que odiaba profundamente a Eva Perón. Aquello ya era una especie de antojo en él. Su furia no era tanta con el general, cosa curiosa. Cierto día, y hablando de no sé qué, me dijo: "Por ejemplo, Eva. No me gustaba mucho físicamente, al principio, cuando la veía en sus discursos. Pero con la enfermedad se puso más delgada, se fue espiritualizando. Y en los últimos tiempos estaba bellísima". Comprendí que esta rara persona sentía una maniática suerte de odio-amor por aquella mujer. Y eso me sirvió después para imaginar la historia del checoslovaco». 

ALBERTO LAISECA,  Escritor argentino nacido en Rosario (Santa Fe) en 1941. Creador del «realismo delirante», ha publicado los siguientes libros: Su turno para morir (1976); Matando enanos a garrotazos (1982); Aventuras de un novelista atonal (1982);  Poemas chinos (1987); La hija de Kheops (1989); La mujer en la muralla (1990); Por favor ¡plágienme! (1991); El jardín de las máquinas parlantes (1993); Los sorias (1998); El gusano máximo de la vida misma (1999); Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003); Sí, soy mala poeta pero... (2003); Las cuatro Torres de Babel (2004); El Artista (2010); Cuentos Completos (2011); Manual Sadomasoporno (2011); Beber en rojo (Drácula) (2012); iluSORIAS (2013).