Ella estaba cada vez más gorda, decaÃda y vieja. El, por el contrario, parecÃa con ello cobrar nuevos brÃos. PodÃa tomárselo en cualquier jornada; ésta invariablemente lo hallaba más fuerte, saludable y coloradote que la precedente.
El era checoslovaco. HacÃa casi veinte años que habÃa emigrado al paÃs que lo aceptó. Trabajaba como ingeniero en una fábrica y era bastante competente. Se hizo amiguÃsimo del dueño; aprovechó esto para tratar de seducir a la hija, que no carecÃa de atractivos. Curiosamente, no logró enganchar a la homenajeada pero sà a su amiga, muchacha un poco gordita y no fea del todo, a quien él jamás miró ni intentó conquistar. Como de estúpido no tenÃa nada, comprendió que con la otra perdÃa su tiempo y no insistió más; cambió de ruta en un segundo, enfilando sus cañones sobre la menos guarnecida plaza, quien se le rindió con armas y bagajes sin intentar no ya diré una defensa a ultranza, sino ni siquiera un simulacro diversivo vÃa diplomática.
Se casaron tres meses después; de esto, hacÃa diecisiete años.
Comentaremos como curiosidad que a él le decÃan «el ingeniero del tornillo filoso». Vaya uno a saber la razón. Cierta vez el ingeniero del filoso tornillo fue al cine, a ver una pelÃcula de terror. Quedó encantado. Siempre citaba ante sus escasos conocidos una frase de la cinta, que él atribuÃa al conde Drácula: «Mi querido amigo: las mujeres no son un vicio, son una necesidad.»
El checoslovaco hablaba mal el idioma, pero no pésimo como a veces hacÃa creer. Cuando decidió matar a su esposa exclusivamente con armas secretas, en su arsenal contaba con el lenguaje; como si éste fuera la más letal e importante de sus ojivas nucleares de cabezas múltiples.
Se proponÃa el crimen perfecto; según él, por razones de estética. Asà le llevase tres décadas, ella debÃa morirse mucho antes que él por acción de su deliberada voluntad, y el crimen, anto y ontológico, bello e impune, permitirle adueñarse de todo. «Las mujeres de piernas gordas no deberÃan de existir», alegaba él ante sà mismo; «ofenden a la naturaleza. Deben ser eliminadas por razones éticas, estéticas, mÃsticas y eróticas.» Diremos de paso que, curiosamente, si bien él hacÃa ya largo tiempo que manifestaba indiferencia sexual por su mujer, no bien se le ocurrió asesinarla con armas sutiles, sintió que sus apetencias dormidas despertaban feroces. Era como volver a estar enamorado.
Se mostraba hasta dulce con ella. Casi afectuoso. SolÃa pararse quince minutos silenciosamente a su espalda en la cocina, mientras ella pelaba papas para la comida. No bien lo sentÃa, empezaba a ponerse nerviosa. «No puede retener cáscara», decÃa con voz chirriante, mecánica, checoslovaca, en momentos en que ella no tenÃa ni la menor intención de permitir que algo se le cayera. Justamente, Gloria procuraba corregir tres manÃas que la obsesionaban dÃa y noche: su torpeza (puesto que chocaba los muebles, las cosas se le caÃan, calculaba mal la energÃa con que debÃa extender la mano para tomar un vaso y el contenido se derramaba sobre la mesa). Su gordura y el terror cerval a las enfermedades y la suciedad constituÃan sus otros dos focos sépticos de neurosis. De estos tres ángeles del Apocalipsis, el que mejor controlaba era el primero. Con una gran fuerza de voluntad y poniendo mucha atención era bastante distraÃda, moviéndose lentamente los primeros meses, habÃa llegado a suprimir el ochenta por ciento de sus choques con muebles y otros objetos un fracaso la ponÃa histérica, suprimiendo asà esa inelegancia grotesca.
Por eso consideraba inoportuno e injustÃsimo que él removiera el avispero cuando se hallaba convaleciente de su torpeza. ¿A qué venÃa su «No puede retener cáscara»?
La mujer pego un brinco, empezando a encresparse. Al rato ya le temblaban las manos. Renació su inseguridad. Para colmo, él agregó como subrayando: «Quien no puede retener cáscara, ella de mano cae.»
Gloria sabÃa que él tenÃa dificultades idiomáticas; pero comprendÃa muy bien que la pésima sintaxis de la frase habÃa sido exagerada a propósito. En estos casos habÃa que oÃrlo hasta el final si se querÃa comprender el sentido completo de la oración, que no era revelado salvo con la última palabra. Nótese la expresión «ella de mano cae», en apariencia una inoperante deformación monstruosa, risible incluso. Pero era todo lo contrario, pues las palabras, asà absurdas y troglodÃticamente dispuestas, la puntuación y construcción gramatical arbitrarias, dislocadas, tenÃan toda la fuerza carismática de lo feo. Estaban destinadas a tocar los resortes ocultos de la mujer.
Era un plan perfecto y genial; Stepan, en efecto, estaba lleno de armas secretas. ¿Y por qué Gloria no se separaba? ¡Ah!: por inseguridad y masoquismo. Y él lo sabÃa a la perfección, asà como no ignoraba ninguno de los otros puntos débiles de ella.
Luego, él adoptaba un tono comprensivo y condescendiente: «Pasa a cierta edad. Un amigo mÃo tiene mal de Parkinson y tiembla. Qué feo.» Entonces, por fin las cosas se le caÃan a ella: uno de esos cacharros de lata, por ejemplo, que hacen un ruido horrible y no hay forma de pararlos hasta que dan varias vueltas sobre sà mismos; existe la manera, por supuesto: agacharse en el acto y detenerlos con rapidez para que no giren, pero ello pone en claro la importancia que le damos al ruido, en momentos que uno sabe quién está detrás mirándolo todo: un verdugo atentÃsimo y lleno de sabidurÃa, alerta a cualquier reacción.
Cuando la maniobra se veÃa coronada por el éxito, él decÃa una de esas palabras solitarias que ella temÃa más que a sus frases mal construidas: «Lapislázuli.» Después daba media vuelta y se iba. Era terrible el contraste entre el bello vocablo elegido, y el feÃsmo de la falta de coordinación motora que calificaba. Pero precisamente por ser bello es que lo escogÃa.
El la acechaba para ver si iba al espejo. Entonces, cuando ella desolada no podÃa menos que tener en cuenta sus arrugas y otras cosas, le decÃa aquello tan temido por ser como una expresión de su subconsciente que se materializara: «Me acuerdo cuando yo era joven, en Checoslovaquia, mi patria...» Y no decÃa nada más. Nunca nada directo. O sÃ. Según el momento. Todo dependÃa. PodÃa agregar con genuina ternura: «Petunia.» Cuando ella empezaba a sonreÃr agradecida, aclaraba: «Petunia marchita».
Dentro de los instantes en que ella estaba bien arreglada y lista para salir, le decÃa con tono impersonal: «Pierna gorda. ¿No convendrÃa un poco arriba el cuello adelgazar? Diente de oro pero boca arruinada. Qué estupidez. Laspilázuli.» En estos casos, sus ataques sucesivos en diferentes sectores tenÃan como objeto que, al diversificar su agresión, ella no pudiera oponer una defensa organizada contra las distintas amenazas.
Gloria solÃa visitar a Julia, una de sus amigas. Con ella se confesaba mientras tomaban té sin masas en una confiterÃa la otra, que era flaca, no comÃa por razones de solidaridad: «Julia, esta vez estoy segura: Stepan quiere matarme». «Calmate, ¿qué te hizo esta vez?» «Me dijo: Pierna gorda. Una microbio y chaff. Kaput. Lapislázuli.» «Controlate, por favor, que no entiendo nada. Si no me contás los antecedentes no puedo comprender. Te dijo Pierna gorda. ¿Y qué más?» «Los otros dÃas recibà por correo una caja de bombones deliciosos. Estaban a mi nombre pero no tenÃan remitente. Debe tratarse de uno de esos envÃos de propaganda. Ya no saben qué hacer. Estos miserables no encontraron mejor cosa que mandarme a mÃ, que estoy a régimen, una caja repleta de bombones. Uno más rico que el otro. No me pude contener; empecé diciéndome que iba a comer nada más que uno, pero... Bueno, qué te voy a explicar si vos sabés cómo son esas cosas. No, no sabés. Vos no sos gorda.» «Bueno ¿y?» «Stepan me pescó justo cuando me habÃa comido la mitad. Sonrió despreciativo con un costado de la boca, como hace él, y dijo: Voraz.
Voraz como un pájaro pichón gordo. Pero eso no es todo. Vos sabés que tengo un problema circulatorio que me trato hace cinco años. Estaba viendo televisión lo más tranquila, con las piernas estiradas y arriba de un taburete para que descansasen. El se puso a espaldas de mi sillón y dijo lleno de asco: «Fibrosa. Cuántas várices tiene usted. ¿No convendrÃa curarlas? Mi madre se hizo una operación pero quedó peor. Caléndula. ¿Eh?, qué te parece?» «Buenoo..., supongo que la peculiaridad de su temperamento indica cierta propensión a la crueldad mental. Pero eso sucede con muchos hombres. Creo por otro lado que está un poco loco, ¿qué quiso decir con la palabra caléndula, que no tiene nada que ver?» «¡Viste!, ¡viste!» «SÃ, bueno, pero aparte de eso... Por lo demás, todo lo último no es tan terrible; si conoce tu afección circulatoria, es lógico que desee que te hagas atender. No lo dijo con mala intención. Un poco torpe de su parte, si acaso.» «Los otros dÃas pasó al lado mÃo como si no me viera y dijo despacio pero con la suficiente fuerza como para que pudiese oÃrlo: Pierna gorda, monstruo fibroso.
Lapislázuli. ¿Eso tampoco lo dijo con mala intención?» «Bueno, querida, vos sabés cómo es con las parejas que llevan mucho tiempo juntas. Se dan ciertos desajustes friccionales. Hay que ser tolerante y comprender. Con buena voluntad por ambas partes ... »«Julia, vos no entendés nada: él me quiere matar.» «Ay, Gloria, por Dios, no seas exagerada y tremendista. Te convendrÃa tener una conversación a fondo con él» «¿Vos te pensás que yo no intenté dialogar? Sabe mis obsesiones y me tortura con eso. Los otros dÃas compré un libro nuevo, fantástico: es el sistema del doctor Guoches-Heink para adelgazar. Es un bestseller que está ahora en todas las librerÃas. Parece que ese hombre es una eminencia. Pues bien, no habÃa acabado de abrirlo cuando se me acercó Stepan por detrás, medio en bisel, y para desmoralizarme dijo con ese tono monótono y didáctico que a veces tiene: «El problema con los tratamientos para no engordar es que uno desearÃa adelgazar ciertas partes. Desgraciadamente sólo enflaquece lo que ya estaba flaco. Y se fue. Mirá sà no será jodido y maldito.»
Gloria suspende sus quejas un momento para tomar un sorbo de té, y luego prosigue: «Sabe que trato de controlar mi manÃa con la limpieza y el miedo a las enfermedades. En los últimos tiempos me estaba lavando las manos menos veces por dÃa, e incluso utilizaba poco desinfectante para esterilizar ciertas cosas de uso diario. Estaba comiendo una presa de pollo doradita, con la mano, muy contenta. Stepan me miró de reojo y dijo mientras simulaba leer el diario: «Mucha gente muerta en Calcuta. Una microbia y chaff. Kaput. No pude seguir comiendo. Me perseguà con la idea de que no me habÃa lavado las manos y fui corriendo al baño, pese a saber que por fuerza me las requetelavé dos o tres veces; aunque sea por automatismo.»
Cierto dÃa la llevó de picnic. Ella no lo podÃa creer. Bien sabÃa cómo era Stepan; sin embargo, él en un segundo la enganchaba. Se fueron con el auto y la casa rodante hasta el rÃo. Acamparon. Al principio, todo lo más bien. El se volvió intimista. «Me encanta este rÃo. Muy caudaloso. Me recuerda al Moldava. De verdad cosa hermosa es, ver Moldava pasar bajo puentes de Praga. Muchas flores.»
Ella lo escuchaba incrédula. Por un momento habÃa visto el agua y los puentes, en aquella ciudad lejana y exótica. TenÃa ganas de decirle: «¡Pero Stepan!, ¡sà fueses siempre asÃ!»
El checoslovaco siguió diciendo: «Qué rica agua. En verano da gusto agacharse y tomar el agua del Moldava». Dicho esto dio media vuelta y se fue, para hacer un fuego más allá de la casa rodante.
Ella, hechizada por la brevÃsima descripción, se inclinó para beber del rÃo. El lÃquido estaba delicioso. Luego volvió hasta donde se encontraba Stepan.
El preguntó de espaldas a ella, en apariencia concentradÃsimo en la tarea de prender el fuego. «¿Estaba fresca el agua?» «¡Oh, sÃ, ¡fue un deleite! DeberÃas probarla.» Con tono impersonal: «No. Yo no tomo nunca agua de rÃo. Se me fue la gana desde que médico amigo me contó una historia terrible.» «¿¡Qué!?, ¿¡qué te contó!?», preguntó ella asustada. «Parece que un matrimonio que él atendÃa se fue una vez de picnic. Era un dÃa lindÃsimo y estaban muy contentos, pero a la tarde ella agonizaba. Llevaron rápido a sala de urgencia. junta médica porque no sabÃan qué tenÃa. No daban pie con bola. Un médico viejito, de mucha experiencia, le preguntó al marido: ¿Y por dónde estuvieron ustedes? En el campo. Andábamos de picnic cerca del rÃo. Aajá. ¿Y su señora tomó agua del rÃo? SÃ, ¿por qué?, ¿hizo mal? «¿Y usted bebió? No. Fueron a investigar y en el rÃo, muy cerca de ahÃ, habÃa una vaca muerta. Todo podrida. Esa noche la mujer se murió. Septicemia. Infección generalizada. Fulminante. No hay cura, ni aunque agarren a tiempo.»
A ella se le habÃa arruinado el dÃa. El, por el contrario, parecÃa a sus anchas. VeÃasele gozar con plenitud.
Algún tiempo después, Stepan cambió de táctica: empezó a hacerle el amor una vez por semana. Desde el comienzo del dÃa en el cual pensaba realizar el coito con ella, la iba seduciendo con mucha ternura y habilidad. Empleaba armamentos pesados con objeto de erotizarla: tocaba con su lengua el agujero de la femenina oreja, le decÃa cosas increÃbles,, hablábale de que sus rodillas eran esto y aquello. Todo todo. Hasta que ella se olvidaba. La conducÃa a la cama y con mucha ternura comenzaba a desnudarla como el hombre más enamorado del mundo. Ya en pleno acto, y cuando ella totalmente entregada estaba a punto de lograr el éxtasis, él le susurraba una de esas palabras o frases tales como «fÃbrosa», «pierna gorda» o «várices», y la mujer quedaba rÃgida y helada; de ninguna manera podÃa gozar. El, en cambio, al verla en ese estado, sentÃa que unos enormes deseos sexuales, unos deseos sexuales mayúsculos le acontecÃan y gozaba como nunca. Precisamente porque ella no podÃa.
Y todo asÃ.
En una ocasión ella lo enfrentó. Le dijo con helada calma: «Te veo tan hijo de palabra censurada como esos nazis que asesinaron a los judÃos. Sos un criminal de guerra frustrado. Esta casa es un campo de concentración. Por la cocina corren tus alambradas electrizadas y tus perros. Yo soy la prisionera y vos el SS. Sos un guacho.» El, muy lejos de sentirse herido, quedó contentÃsimo con la idea. Lo tomó como el mejor elogio que podÃan haberle hecho. Sin embargo, comentó: «Nunca lo habÃa visto de esa manera. Seamos completamente justos, no obstante, pues no me quiero apropiar de glorias ajenas: ignoro si lo que dice es exacto, ya que jamás me molesté por estudiar caprichos, manÃas, preferencias o motivaciones, en alguien fuera de mà mismo. De cualquier manera comprendo a qué se refiere y, para contestarle con su mismo punto de vista, le diré que el SS es usted. Yo en todo caso serÃa un modesto auxiliar; uno de esos subordinados de Ãnfima categorÃa que entraban en las cámaras para sacarle los dientes de oro a los cadáveres. Y lo digo aunque constituya una humillación para mi orgullo.»
Lo impresionante de este parlamento fue que lo dijo casi sin acento eslavo y con estructura gramatical pasable. Ella se quedó helada.
Cuando el médico le dijo que su mujer tenÃa cáncer y que no se lo dijese pues ello podrÃa abreviarle la existencia, él hizo cuanto pudo para que jamás se enterase y hasta el fin creyera en su curación.
Ella agonizaba. Esa era la noche y la madrugada de su muerte. Estaba lúcida, no obstante. El entró al cuarto en sombras con una vela en la mano. La miró largamente y dijo: «Notable. Qué delgada la puso la enfermedad. Está usted bellÃsima.»2
Y se fue, dejándole el cirio a los pies de la cama.
NOTAS
1. El cuento «El Checoslovaco» de Alberto Laiseca ha sido tomado del libro de Juan Forn, Buenos Aires: AntologÃa de la Nueva Ficción Argentina, Editorial Anagrama, [Barcelona: 1992].
2. Sobre la génesis del cuento «El checoslovaco» Alberto Laiseca cuenta la siguiente anécdota: «Hace muchos años, en Córdoba (Argentina), conocà a un hombre que odiaba profundamente a Eva Perón. Aquello ya era una especie de antojo en él. Su furia no era tanta con el general, cosa curiosa. Cierto dÃa, y hablando de no sé qué, me dijo: "Por ejemplo, Eva. No me gustaba mucho fÃsicamente, al principio, cuando la veÃa en sus discursos. Pero con la enfermedad se puso más delgada, se fue espiritualizando. Y en los últimos tiempos estaba bellÃsima". Comprendà que esta rara persona sentÃa una maniática suerte de odio-amor por aquella mujer. Y eso me sirvió después para imaginar la historia del checoslovaco».
ALBERTO LAISECA, Escritor argentino nacido en Rosario (Santa Fe) en 1941. Creador del «realismo delirante», ha publicado los siguientes libros: Su turno para morir (1976); Matando enanos a garrotazos (1982); Aventuras de un novelista atonal (1982); Poemas chinos (1987); La hija de Kheops (1989); La mujer en la muralla (1990); Por favor ¡plágienme! (1991); El jardÃn de las máquinas parlantes (1993); Los sorias (1998); El gusano máximo de la vida misma (1999); Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003); SÃ, soy mala poeta pero... (2003); Las cuatro Torres de Babel (2004); El Artista (2010); Cuentos Completos (2011); Manual Sadomasoporno (2011); Beber en rojo (Drácula) (2012); iluSORIAS (2013).