Isidoro Blaisten | Dublin Al Sur




Las mujeres deseadas y los ideales,
ay, se alcanzan.
Adolfo Bioy Casares 

Gané. Gané la totalidad del pozo en el repechaje final. Todos los jueves, durante un año, había venido respondiendo sobre Vida y obra de James Joyce. Gané y cumplí mi sueño dorado. Mi sueño dorado consistía en abandonar a mi familia, escaparme a Irlanda, comprarme un castillo, leer el Ulises sentado junto al fuego, tener dos perros irlandeses para que me lamiesen las botas mientras leía, emborracharme una vez por mes en la taberna, agarrarme a trompadas como hacía Hemingway cuando iba a beber con el maestro y cumplir mi programa anual de una adolescente por noche.

Por eso, el viernes 24 de septiembre de 1975, mientras Maruja y la nena dormían profundamente descansando de la noche de gloria, salí de casa sin hacer ruido y, llevando el Ulises bajo el brazo, me fui a la agencia Cambio-Mar y cambié el cheque por libras esterlinas. Me acuerdo de que los empleados me reconocieron y hasta salió a recibirme el gerente. Me convidó con café y me felicitó.
A las 11 de la mañana ya estaba en el avión, en el vuelo 728 de British Caledonian, y fíjense qué analogía increíble: exactamente el número de páginas del Ulises.

No dejé ninguna carta de despedida. Solamente una esquela prendida con un alfiler de gancho en el vestido de fiesta que se había comprado Maruja especialmente para ese jueves. En la esquela había copiado un párrafo del maestro que decía así: 

Eso puede ser también —dijo Esteban—. Hay una frase de Goethe que al señor Magee le gusta citar.

Ten cuidado con lo que deseas en tu juventud, porque lo conseguirás en la edad madura. Ulises, p. 223.
Pero la gran noche en la relación espacio-tiempo fue la del jueves 23 de septiembre de 1975. El jueves 23 de septiembre de 1975, el estudio B del canal 15 de Buenos Aires, Televisión para Todos, rebosaba de gente, cuando Jota Jota Damico, todo emocionado, me dijo: “Señor Esteban Dedales, va a responder usted la última pregunta del ciclo que sobre Vida y obra de James Joyce ha venido respondiendo hasta este momento. Señor Esteban Dedales, por mil millones de pesos…” Jota Jota hizo una larga pausa y en el estudio se hizo un silencio digno de un monólogo interior. “Por mil millones de pesos. Tiene usted 60 segundos para meditar antes de contestar. Si su respuesta es correcta, habrá ganado mil millones de pesos libres de impuesto a los réditos. De no ser así, esta suma pasará a integrar el pozo Oriol, la sonrisa sonriente de toda la gente”.

Jota Jota Damico estaba tan emocionado que no podía abrir el sobre de la pregunta. A Haydée, la secretaria del programa, una chica que era un amor, le temblaba la bandeja.

Digo que Jota Jota estaba emocionadísimo y no era para menos. Calculen que yo, que no soy un tipo fácil para las lágrimas, sentí que se me nublaba la vista. Es que a través de un año de vernos todos los jueves, Jota Jota y yo terminamos por hacernos amigos. Y no eran sólo los vermouth de los sábados en Flores, en la Londres, no; había como un fluir de la conciencia entre nosotros.

Ahora que estoy aquí, tan lejos, en Irlanda, cumpliendo mi sueño dorado, siento que lo extraño, y se lo voy a decir en la carta. ¡Qué tipo macanudo este Jota Jota Damico! Espero que con esta carta se decida por fin y se venga a comer el guiso irlandés de Patricia. Va a ser un gustazo volver a verlo.

Pero quiero volver a la noche memorable. Cuando Jota Jota sacó la pregunta del sobre, la gente se quedó sin respiración. Producto de los nervios, Jota Jota tardaba en leerla. Yo vi que Maruja estaba por desmayarse. Por fin, Jota Jota dijo: “Señor Esteban Dedales, por la suma de mil millones de pesos, deberá responder lo siguiente: es sabido que la acción temporal del Ulises transcurre en un solo día, un solo día en la vida de Leopoldo Bloom, su protagonista. Ahora bien, Oriol le pregunta. Debe usted decirnos con absoluta precisión a qué día y año corresponde el ámbito temporal en que transcurre todo el Ulises”.

Otra vez el auditorio se quedó mudo. Pero la pregunta era fácil. Lo que pasaba era que al jurado ya no le quedaban más preguntas. “El ámbito temporal en que transcurre todo el Ulises es el 16 de junio de 1904.” Me iba a explayar, pero no me dejaron. Mientras el escribano corría para entregarme el cheque, la gente estallaba en aplausos y gritos, se atropellaba por todo el estudio, y las chicas del banco empujaban para entregarme las flores. Recuerdo que en la desbandada se llevaron por delante dos cámaras y a una le destrozaron el visor.

Me conmovió ver a Henríquez, el gerente, llevando a babuchas a Alejandrito. El chico estaba sobre los hombros del padre y con una mano se agarraba del caño del boom y con la otra agitaba el banderín con la foto de Casa Central. Los fotógrafos me pedían que abrazara a mi maestra de sexto grado y tuvieron que mandar toda una tanda de avisos fuera de programa para que el gerente de Relaciones Públicas de la firma auspiciadora, el doctor León Olguín, pudiera pronunciar unas breves palabras.

Ahora, en la medianoche, sentado en esta mesa de nogal, calentando mis botas al fuego del carbón de Cardiff (del que soy accionista gracias a Patricia), mientras Patricia y la madre de Patricia y el padre de Patricia duermen plácidamente en el ala derecha, mientras le escribo a Jota Jota, solo, en la sala de estar de mi castillo de Irlanda, medito. Medito y pienso que la culpa de todo la tuvo Maruja. Y al pensar en Maruja, por una asociación, pienso en la nena y la extraño mucho.

Maruja. A veces la recuerdo haciendo pororó y pienso que realmente lo único de bueno que tenía esa mujer era el sentido de la organización. Excelente administradora, Maruja, eso sí, pero por lo demás me amargó la vida. Y, sin embargo, por otra curiosa analogía, la que me indujo, la que verdaderamente me impulsó fue ella.

Con su eminente sentido práctico, un jueves que era feriado, hacia fines de 1974, mientras cenábamos mirando televisión me dijo:

—¿Por qué no vas, Esteban? Con todo lo que vos sabés. Yo, en tu lugar, ya estaría allí. ¡Pero mirá! Mirá vos la cara de los que ganan.
—Son feos —dijo Molly.

Yo decía que no, que era tímido, que me iba a olvidar de todo apenas me enfocasen con la cámara, que eso de mostrarse así como un fenómeno de circo era cosa de exhibicionista, de tilingos, de payasos, de pobrecitos sin dignidad y qué iban a pensar mis compañeros del banco cuando me viesen.

—Qué dignidad ni qué dignidad —dijo Maruja—. Hace ocho años que lo estás leyendo, desde que nació la nena: lo sabés de memoria. Lo que pasa es que no tenés agallas, sos un indeciso.
—Dale, papá, andá —dijoMolly.

Una tarde, a la salida del banco, me decidí. Era a mediados de diciembre. Me fui al canal, elegí el tema y me anoté.

Esteban Dedales, argentino, cuarenta y dos años, casado, una hija, subcontador del Banco Albanés, sucursal Almagro, vive en el barrio de Flores, responde sobre Vida y obra de James Joyce, dijo Jota Jota el primer jueves que enfrenté las cámaras.
Ahora, después de dos años, al pensar en aquella noche, la verdad es que sonrío. Estaba tan nervioso que las rodillas se me movían solas. Las caras de los tres miembros del jurado, mirándome, de pronto me hicieron acordar de los tres profesores del Nacional Sarmiento la única vez que me tocó enfrentar una mesa examinadora, en cuarto año, cuando me llevé Literatura a marzo. Fíjense en la analogía: nada menos que Literatura. Para pensarlo ¿no?

La primera pregunta era fácil: en qué año se publicó Dublinenses, cuál fue su primera versión y las fechas de publicación posteriores. Respondí enseguida, adelantándome a las preguntas.

A decir verdad, ahora que lo pienso, la sensación que yo sentí esa noche no volví a sentirla nunca más. En ninguno de los cincuenta y dos programas. Porque primero, antes de las tres preguntas, mientras Jota Jota desdoblaba el papel, sentí como un vacío en el estómago. Pero después, en el momento de responder yo, vi cómo el maestro levantaba los ojos desde la foto y me miraba. Fue únicamente ese jueves. Después no me miró más.

La cuestión es que ese año se convirtió en el más famoso de mi vida. La gente me saludaba por la calle y hasta me pedía que le firmase autógrafos. Los vecinos le mandaban a Maruja chivitos, postres y saludos para mí. Me llamaban por teléfono el día de la audición sólo para decirme: “Ánimo, don Esteban!”

Me hicieron reportajes en TV Programa, en El dial y La antena y en Pregón revista. Del Instituto Cultural Argentino Irlandés me llamaron para un vino de honor el 17 de marzo. Dejamos a Molly con don Leopoldo y fui con Maruja. Al entregarme el banderín, el Dr. Patricio O’Brien dijo que, como agregado cultural, cualquiera fuera el resultado del certamen, mi intervención era ya un aporte para el acercamiento de nuestros pueblos. Me acuerdo de que cuando vi en el banderín que en el escudo de Irlanda había un arpa, sentí que se me sacudían hasta las fibras más íntimas de mi sensibilidad.

Lo increíble fue que hasta mis primos, los de las legumbres Dedales, que nunca se acordaron de mí, la llamaron a Maruja por teléfono para decir: “¿Por qué no nos vemos nunca, primita, tienen que venir a casa, qué es eso de no conocernos?” En fin.

No sé cómo hizo don Leopoldo para encontrar a mi maestra de sexto grado, pero una noche la llevaron al programa. La verdad que yo no la reconocí, pero la vieja lloraba y yo le acaricié la cabeza. Maruja estaba radiante y cambió todos los muebles de la casa. Molly era la vedette del colegio y la directora le escribió una cosa muy linda en el cuaderno de clase.

Ni qué decir lo que era el banco. Henríquez, un hombre grande, todo un gerente, se iba a hinchar por mí a cada transmisión y llevaba a Alejandrito, el pibe menor. Las empleadas y también las novias de los empleados se habían constituido en comité y se reunían todos los miércoles en el Trianón. Durante la semana se iban a la Biblioteca Nacional y hacían fichas en previsión de preguntas capciosas. Quisieron entrevistarlo a Borges, pero yo me negué. Tampoco las fichas me hicieron falta. Lo sabía todo. ¡Y lo que eran los viernes en el banco! Los viernes eran la apoteosis. Entraba yo y ya nadie trabajaba. Hasta se metían atrás del mostrador para felicitarme y darme información. A todo el mundo se le había dado por Joyce. Henríquez, después de las cuatro, mandaba traer sándwiches y sidra helada del Trianón y todos brindábamos.

La tensión era mayor a medida que avanzaba el programa. La suma del pozo era cada vez más grande y las preguntas cada vez más difíciles. Yo iba eliminando competidores, escalando el primer puesto en el repechaje final. Pero a medida que se iba acercando la pregunta decisiva, la que me haría definitivamente rico, yo sentía que ya no vivía en Buenos Aires. Vivía en Irlanda. Me imaginaba en mi castillo, sentado junto al fuego, comiendo guiso irlandés, leyendo el Ulises, con la más sensible de las 365 adolescentes tocando el arpa para mí, cantando viejas canciones celtas, o me veía atravesando a pie las calles de las tejedurías, los barrios neblinosos de Dublín, recorriendo una y otra vez, en largas caminatas (antes de montar en mi caballo blanco), los mismos lugares que en un solo día recorriera don Leopoldo Bloom.

Vivía pensando en Irlanda, programando. Y ya en Irlanda, yo sabría lo que tendría que hacer. Ante todo pensaba darme una vuelta por los conglomerados de casuchas que rodean los centros urbanos y rescatar 365 adolescentes, no tuberculosas todavía, con condiciones para el arpa.

Pensaba ponerlas en habitaciones especiales, en un ala asoleada del castillo, de a dos, para que no se angustiasen. Con las madres no habría problemas, pagaría mis buenas guineas, y listo. Sus hijas púberes pasarían a vivir conmigo una existencia digna. Nada de andar por el arroyo, ni de prostitución, ni de terminar en el burdel de Bella Cohen, como en el Ulises. En mi castillo iban a vivir una existencia libre de toda problemática. Una noche por año, les tocaría dormir conmigo. Sobre esta falencia mía hablamos mucho con Jota Jota Damico. Él decía que era una forma de no crear vínculos. “Puede —le decía yo—, pero fijate, Jota Jota, que dentro de todo tiene su lógica. Si la piba da, yo voy a recordar esa noche toda mi vida; si la piba no da, a la noche siguiente pruebo con otra, y listo. “Sí —decía Jota Jota—, pero fijate vos cómo parcializás: únicamente pensás en la noche. ¿Y el día? ¿El día no existe para vos?”

En fin, mediodías de vermouth en la Londres, sábados que ya no volverán, conversaciones que ya no existen, ni siquiera vermouth hay por estos pagos, ni saben lo que es. Le voy a poner a Jota Jota que se traiga unas cuantas botellitas.

Pero volviendo al tema, lo que más me seducía era la relación espacio-tiempo. Porque tenía planificado cambiarles el nombre. Para no confundir a cada una, le pondría un nombre distinto, de acuerdo con el santoral del almanaque. Si, por ejemplo, a alguna le tocaba san Eufrasio, la llamaría Eufrasia, con a. Si a otra le correspondía san Evaristo mártir, se llamaría Evarista, y así sucesivamente.

Estos eran mis planes. Mientras tanto, cada jueves iba sumando puntos para el repechaje respondiendo “con una erudición aplastante”, como dijeron en el reportaje que me hizo TV Programa, todas las preguntas que Jota Jota sacaba del sobre que yo elegía.

En realidad, yo al Ulises nunca lo entendí del todo. Mejor dicho, todavía hay partes que no las entiendo; mejor dicho, casi no entendía nada. Pero me emperré. Porque la primera vez que tuve el libro en mis manos intuí que se trataba de algo muy importante, algo que iba a cambiar el rumbo de mi vida. Me emperré y mi intuición no me falló. Hacía ocho años que lo venía leyendo, desde que nació Molly, y cada vez iba sintiendo como si el maestro, ya ciego y perdida la fe, me mandase no obstante señales secretas de humo del espíritu para que no desfalleciera. Y a fuer que tuvo razón. Y cuando los mil millones empezaron a dibujarse nítidos en las últimas audiciones del ciclo, sentí que el Ulises no había sido escrito en vano. Entonces comprendí por qué, durante ocho años, cada vez que Maruja me veía agarrar el Ulises o hacer un mero comentario, me hablaba así: “Bestia. No te entra nada de lo que lees”.

Porque me sacan de mi ámbito —pensaba yo sin contestar—, porque no tengo un castillo en Irlanda, porque soy un alienado trabajando en el banco, y porque en vos, Maruja, late una secreta envidia ante el espectáculo maravilloso de mi sublime terquedad.

—Vos y el anteojudo ese me tienen hasta acá —me decía Maruja y ponía el índice en el cogote.
Porque Maruja, muy a su pesar, vivía fascinada mirando a escondidas la foto de Joyce que yo había recortado de un número viejo de Revista de Occidente que compré por casualidad en un quiosco de viejo del pasaje Obelisco Sur, que hice plastificar en Peloso, cuando en Peloso se plastificaba, y que yo tenía guardada en la contratapa de Exiliados. Esa foto tan popular del maestro, donde está con una lupa y mirando para abajo.

Yo no le contestaba nada porque había entrado en una especie de monólogo interior. Una serie de coincidencias estaba marcando mi destino y no iba a renunciar a él. En primer lugar, obsérvese mi nombre: Esteban Dedales. De ahí a Esteban Dédalus (uno de los principales protagonistas del Ulises) hay un solo paso. El abuelo de Maruja (que murió hace poco) se llamaba Leopoldo Bulnes, y el padre de Maruja, Leopoldo Bulnes hijo, muy parecido a Leopoldo Bloom. Maruja se llama Maruja y está en el Ulises. Cuando nació Molly (todo el monólogo interior del Ulises) le pusimos Molly sin discusión.
Otra cosa: Juan Enrique Mentón es un personaje del Ulises, y Henríquez, el gerente del banco, se llama Juan Matías Henríquez. En lo que atañe a Jota Jota, hay que creer o reventar: todo un capítulo íntegro del Ulises, la parte donde lo humillan y abominan al pobre Bloom, tiene un protagonista que se llama Jota Jota, y fíjense que el maestro escribe Jota Jota, tal cual como lo escribo yo. En fin, debe haber muchísimas analogías más que hasta yo mismo ignoro. Todo esto si lo habremos analizado profundamente con Jota Jota Damico, en aquellos inolvidables mediodías de la Londres.

¿Por qué será que a la distancia uno valora más las cosas? Esta noche, acá en Irlanda, escribiéndole a Jota Jota en mi castillo, que se llama “Dublín al sur”, en homenaje a Buenos Aires, que nunca olvido, como no me olvido de la nena, que para esta época debe estar tan grande, pienso que Jota Jota tenía razón cuando me decía: “Mira, Esteban, la sensualidad es un producto de la ausencia”…

Y así nomás es, porque yo devolví a las púberes a sus madres respectivas y el 17 de marzo de este año, día de san Patricio mártir, santo patrono de Irlanda (no podía fallar), me casé.

Me casé con Patricia Boyle O’Connor Fitzmaurice Farrell. Y aquí viene el más curioso de los índices de mi destino: como Patricia había nacido el día de su santo, el 17 de marzo, fue la única de las púberes a la que no hubo que cambiarle el nombre.

Además hay otra cosa: esa noche no la olvidaré mientras viva. Y no porque encontrase una gran diferencia que digamos entre Patricia y las 77 o 78 púberes con las que llegué a acostarme y, dicho sea de paso, las púberes no tuberculosas son lamentables. Bueno, por una serie de implicancias que Jota Jota me entendería muy bien, miran como ovejitas, no saben lo que les pasa, se acuerdan de la primera muñeca, algunas se ponen a llorar pensando en su noviecito de Belfast, en fin. También puede ser que yo tuviera mis ricos problemas de conciencia, lo reconozco. Y sobre todo, la foto del maestro mirándome con la lupa. Bueno, la cuestión es que entre Patricia o Telésfora, o entre Patricia y Pabla Navarra o Emeteria, por mencionar sólo algunas, no encontré ninguna diferencia y, ahora sí lo recuerdo (fíjense lo que es el inconsciente), cada noche se me venia nomás la imagen del maestro, que mucha liberalidad, mucho lenguaje, mucha crudeza, pero bien que tenía su corazoncito de buen católico irlandés, y en mi familia, modestia aparte, algo de celta tenemos. Por eso, al decir que con Patricia fue distinto, me estoy refiriendo a aquel detalle que por si solo es inolvidable y que la pinta a Patricia de cuerpo entero, y eso sin entrar a hablar de su sentido de organización, ni de la capacidad práctica que tiene ni de lo excelente administradora que es.

Fíjense: el 17 de marzo estoy yo en la casa consultando la agenda para ver qué púber me toca, cuando veo a Patricia en camisón con las manos atrás, como escondiendo algo.

—Pasa nomás, piba —le digo en gaélico. Un gaélico más o menos todavía, porque recién empezaba a estudiar con Keogh Kilkenny.

Patricia nada, se queda ahí, parada sobre la alfombra, sonriendo.

—¿Qué pasa, piba? —le digo.
Entonces Patricia va, saca las manos de atrás y me entrega el Ulises.

Ahora bien, yo tengo acá, en un estante especial sobre la chimenea, creo que todas las versiones inglesas que existen sobre el Ulises. Hasta la edición de la librería Shakespeare y Cía., de París, tengo. Fue lo primero que hice ni bien bajé del avión en Londres, antes de poner el pie en Irlanda, antes de comprar “Dublín al sur”, antes que nada. Comprarme todas las ediciones del Ulises, aun las incunables, las inhallables y los primeros ejemplares numerados para bibliófilos. Lo hice porque lo sentía. Como una deuda de gratitud hacia el maestro. Pero cuando lo vi en las manos de Patricia mi Ulises, la traducción argentina de Salas Subirat, Santiago Rueda Editor, la única que existe en castellano, cuando vi en sus manos mi vieja, querida, ajada y subrayada traducción del Ulises que traje como único equipaje de mi Buenos Aires querido, que estoy mirando ahora sobre esta mesa, lloré. Yo, que no soy un tipo fácil para las lágrimas, lloré como una mujer.

Pero eso no es todo, no, porque a la mañana siguiente, ni bien bajo a la biblioteca donde estoy escribiendo ahora, me encuentro con otro detalle de Patricia, un detalle increíble que fue lo que me decidió a casarme con ella. Sobre la chimenea, al lado del retrato de Parnell que había puesto Mrs. Conway, estaba una foto de Gardel.

Miren, confieso que ver la foto del morocho en un castillo perdido entre los páramos de Irlanda, al lado del retrato de su héroe máximo, me conmovió hasta las fibras más intimas de mi sensibilidad. No digo que lloré, no, pero casi se me cae de las manos el Ulises que traía para ponerlo de vuelta en el estante.

“¿Pero cómo habrá hecho para conseguirla cuando acá ni vermouth hay?”, me acuerdo que me quedé pensando todo anonadado, en un monólogo interior donde buscaba afanosamente en la relación espacio-tiempo si ése no sería el momento crucial de mi destino, cuando de pronto escuché a mis espaldas la voz de Patricia.

Me di vuelta y la abracé todo emocionado, le quise hablar de la foto, de lo que significaba para mí, pero Patricia, que estaba con el plano del castillo en una mano, un recibo, y lápiz y papel en la otra, me dijo en su dulce gaélico, ocho cosas:

1. Devolvé esas pobres chicas a sus casas. Pobres madres, cuánto las estarán extrañando.
2. Y, al final, ¿qué? Lo único que traen son gastos.
3. Mirá, Esteban, nunca falta un buey corneta. Por ahí la cosa a los muchachos del IRA no les gusta ni medio.
4. En este castillo se gasta mucha luz.
5. Mrs. Conway es un gasto inútil.
6. Acá tenés el recibo. Antigüedad, vacaciones, salario familiar, aguinaldo. Firmalo.
7. Keogh Kilkenny, como profesor de Welch, es un plomazo.
8. Estando yo, ¿para qué lo querés?

La verdad que Mrs. Conway era una vieja inútil. Hacía un guiso irlandés que daba asco. Muy estúpida la pobre vieja, pero fue la única que pude encontrar en toda Irlanda con ese apellido. En Dublín había unas viejitas macanudas, pero todas O’Connor, O’Rourke y O’Donnel y ninguna Conway. Y tenía que llamarse Conway, porque Conway se llamaba la institutriz que tuvo el maestro cuando era pibe.

Patricia echó también a Keogh Kilkenny, y esto me dio pena. Se parecía un poco a Jota Jota Damico y me enseñaba el irlandés prostibulario para que yo pudiese provocar a las habitués de la taberna en mis peleas mensuales, y me traía las capas de Belfast y se ocupó de conseguirme el arpa, y me consiguió mi hermoso caballo blanco y los dos perros para que me lamiesen las botas, y si bien Mulligan y O’Rourke resultaron dos reverendos perros tarados, no fue por culpa de Keogh Kilkenny, a quien siempre voy a recordar como una bellísima persona. En fin.

Patricia cocina como los ángeles, casi tan bien como Maruja. Pero a los dos meses de tomar las riendas del castillo terminó con mis peleas mensuales. Fue sin decir agua va. Me levantó los puentes levadizos y no me dejó entrar. Y todo por una capa rota. Porque si yo volvía de la taberna con un ojo en compota o un tajo en la cabeza, Patricia no decía nada. Pero se ponía hecha un basilisco cuando volvía con la capa hecha andrajos. Las capas que usaba yo eran una hermosura: negras por fuera, de paño de Belfast, todas forradas por dentro de raso violeta, compradas especialmente para mí por Keogh Kilkenny.

Esa madrugada de octubre, Patricia me vio venir al galope. Me estaba mirando con el catalejo desde la ventanita del ático del castillo. Yo traía la capa hecha jirones. Era la tercera capa que volvía destrozada porque le había gritado maricón en gaélico a Alf Lenehan, el capataz de la hilandería, que era un urso como de dos metros. Fue una pelea de antología. Hubiera faltado Hemingway nomás. La cuestión es que Patricia fue y me levantó los siete puentes levadizos y me dejó fuera hasta la mañana. Casi me quedo helado. Me la pasé tiritando, mirándome las botas, mientras se disipaba la neblina y el pobre Beckett, muerto de hambre, daba vueltas y vueltas por el páramo buscando una miserable brizna de pastito para mordisquear.

Hasta que al fin, como a eso de las diez, Patricia ya más calmada, nos dejó entrar. Me llevó a la biblioteca y sobre este mismo escritorio me demostró con lápiz y papel que el rubro “Peleas mensuales taberna” daba pérdidas. Excelente administradora, Patricia.

Esa misma tarde, Patricia vendió a Beckett. Se lo vendió al teniente Nosey Flynn en el cuartel de fusileros irlandeses. Era un hermoso caballo blanco. Un pura sangre irlandés que entraba al galope a la taberna como si fuera humano. Yo le había puesto Beckett porque Beckett fue el secretario del maestro desde 1922 hasta 1929. El teniente Nosey Flynn, ¿qué nombre le habrá puesto?

Patricia también vendió el arpa. Puso un aviso en el Daily Worker de Dublín y al otro día vino un camión a buscarla. Como era tan grande, tuvieron que sacarla por Puente Alsina, el puente levadizo número 5. Extraña analogía del destino. Aunque, mirándolo bien, era mucha arpa para mí. Y después, que ninguna de las púberes tuvo la suficiente sensibilidad como para tocarla.

En noviembre, Patricia fue a lo del comisionista. Compró acciones del carbón de Cardiff y cambió los dos perros por catorce bolsas de trigo candeal. En realidad, los dos perros me resultaron un fracaso. No había forma de que me lamieran las botas. Con Keogh Kilkenny lo habíamos intentado todo: desde usar pedazos del mismo cuero, de la misma partida que se usaron para hacer las botas y darles la comida ahí, hasta untar las botas con un alimento especial para dogos inapetentes que Keogh Kilkenny consiguió en el Ulster. Nada, no había forma. Keogh Kilkenny llegó a ponerles un instructor islandés, no irlandés, islandés, nacido y criado en Islandia, en Reykjavik, acostumbrado desde pibe a tratar con perros, pero no hubo caso.

Lo peor es que el alimento para dogos inapetentes despedía un tufo insoportable y yo tenía un olor en las botas francamente apestoso. Mulligan y O’Rourke, los dos tarados, salían corriendo apenas me veían. Y no solamente los perros. Yo tenía la costumbre de entrar en la taberna a todo galope. Me gustaba. Me parecía romántico. Montado en Beckett salía por el puente levadizo número 7, que se llama Almagro de mi vida, y atravesaba el páramo hasta la taberna a todo lo que daba Beckett, cantando “Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver”. Yo me había hecho ilusiones de que los obreros textiles y los pobres borrachos me reconocían por las estrofas inmortales a setecientos metros de distancia, pero no, era por el olor.

Patricia trajo al papá y a la mamá a vivir con nosotros. Están en el ala derecha, sobre la explanada que da a Corrientes y Esmeralda. Corrientes y Esmeralda es el puente levadizo número uno. En total hay siete puentes levadizos en “Dublín al sur”. Curioso número, como lo menciona Joyce. El número uno, que se llama Corrientes y Esmeralda; el dos, San Juan y Boedo; el tres, Pepirí; el cuatro, Cafferata; el cinco, puente Alsina (es el más grande); el seis, Madreselvas en flor (y en el que curiosamente ha crecido un rododendro), y el séptimo, Almagro de mi vida.

Nada más. Ahora, en el silencio de esta noche, mientras le escribo a Jota Jota, oigo el crepitar del coque de Cardiff en el fuego y me recuerda a Maruja haciendo pororó.

“Te vas a comer un guiso irlandés de locura”, le voy a poner a Jota Jota. “Patricia cocina casi tan bien como Maruja”. También le voy a poner que se traiga unas cuantas botellitas de Gancia, porque acá no hay. Sí. Termino esta carta y me pongo a leer al maestro.



Tomado de Dublín al sur: antología de cuentos, El Cid Editor, [Buenos Aires: 1979]


ISIDORO BLAISTEN, nació en Concordia, Argentina, el 12 de Enero de 1933.Hijo de David Blaisten y Dora Gliclij, fue uno de los tantos judíos argentinos que poblaron las colonias rurales entrerrianas. Combinaba el ejercicio de la literatura con su oficio de librero de barrio, tras haber sido publicista y fotógrafo de niños. Colaboró con la revista "El escarabajo de oro" y con diversos medios periodísticos argentinos. Su amplia obra narrativa se inicia en 1965 con su libro de poemas Sucedió en la lluvia, y desde entonces ha obtenido diversos premios literarios. Desde 2001 fue miembro de la Academia Argentina de Letras, y miembro correspondiente de la Real Academia Española.Su libro más conocido y celebrado fue Dublin al Sur, una antología de cuentos, aparecido en 1979. Fue considerado uno de los más sutiles cuentistas de nuestro medio. Algunos de sus libros fueron traducidos al inglés, alemán y francés. Falleció A LOS 71 años, en la víspera del 28 de agosto de 2004, víctima de una enfermedad pulmonar.

Obras Publicadas:

1965 Sucedió en la lluvia
1969 La felicidad
1972 La salvación
1974 El mago
1979 Dublín al Sur
1982 Cerrado por melancolía
1982 Cuentos anteriores (recopilación)
1983 Anticonferencias
1985 A mí nunca me dejaban hablar
1986 Carroza y reina
1992 Cuando éramos felices
1995 Al acecho
1997 Antología personal
2004 Voces en la noche
2004 Cuentos completos