Poemas con caballos
[1955]
DE VIENTO
De Dios desde las crines a la cola,
viento con espinazo los caballos.
Y su espinazo rayo que me cruza
el espinazo en cruz y se dispara
a su origen. Caballos y jinete
que convergen para entregar su médula
de pampa, más allá del horizonte.
Su espinazo es costilla despedida
por el pecho de Dios, rayo tendido
desde las crines a las colas, hueso
con tuétano de campo.
Porque el potro
es agua que pialada se desploma
sobre sus vasos, y agua es el jinete,
Dios nos hundió en los lomos su costilla.
Costilla más allá del horizonte,
y espinazo en la pampa, que osifica
la horizontal del agua y me rayea
la espalda hacia adelante. Con quitarle
el freno de su punta y el relámpago
vertebral de la plata, vuelve el hueso
a ser rayo imanado por su origen.
El rayo despedido, separado
de la argolla de músculos y plata
que lo redujo a viento entre rodillas,
todavía es caballo hasta su médula
cruzada con la mía. Y es la médula
de pampa desbocada al horizonte,
en la cruz del caballo y su jinete.
El horizonte piala los caballos
para que el agua ruede, el rayo siga.
Con vertebral envión el espinazo
se dispara del lomo y, todavía,
es rosillo, azulejo, doradillo;
caballo medular que Dios imana
y no se entrega al invisible lazo.
Para entregarse a Dios, cruza el caballo
su horizonte, y estira a través mío
la punta hacia su origen. Por su punta
precipita la médula de pampa,
más allá de la pampa.
Y siempre en pampa,
porque lo imana dios galopa el rayo,
y rueda sólo en Dios con su jinete.
DE AGUA
Potro que Dios líquidamente cría,
sobrepasa el nivel del espinazo
con sus crines y cola, pero lo aísla
la pampa sin declives.
Siempre sobre
la misma paralela al horizonte,
si se derrama nuevamente al vaso
el galope del potro no es galope.
Y para que no vierta sobre cabos
que le inundan el pecho, desbordado
por las crines al cielo, ni la sombra
del domador lo abarca.
Con apero
de sol que lo rayea y evapora,
remontado de sus pampeanos huesos
el galope del potro es su galope.
Su galope de agua, ya sin sombra
que la anochezca, oculte del espacio,
hacia su doma en Dios y no en la pampa.
De agua alineada por el mediodía,
curvada por el potro de la lluvia:
crines desembocadas en sus crines
para que no se incendie todavía.
Sin esqueleto que jamás galopa
la pampa aunque galope, otro infinito
remonta el agua, pero evaporada.
Y ya empinada por la rienda ígnea
se oscurece recién con el jinete.
El jinete llamea en vez del potro,
nada las efusiones de sus puntas.
Por una línea de cruzados potros
de fuego y lluvia, sobre el cielo arde
y nada el domador. Pampa radiosa
no aísla su galope como pampa
horizontal. Declive es, pero enciende
al potro por los vasos, ni llovidos
ni sombreados, hasta su superficie.
Incendia hasta la lluvia que crinea
en sus líquidas crines. Llamaradas
afluyen al caudal que fue su pecho,
ya no cabos de agua, y, todavía,
su doma es sólo en Dios. Para su sombra,
crines y cola ardidas y un jinete
que nada sol.
La pampa con sus huesos.
DE FUEGO
Ya desnudo de crines y de cola,
más que crines y cola haces de viento,
el esqueleto del caballo es ángel
sin alas en la pampa.
Desenvuelto
del viento que lo aislaba, desgastado
por el aire del cielo su espinazo,
roza el aire su médula de fuego.
Roza el aire su médula, y su médula,
que es de potro si hay luz en sus extremos,
dos llamas de su fuego enardecido
por el aire alza al aire. Sobre el pecho
se despliega el incendio de su punta,
y sobre el anca el de su cola. Crines
y cola iluminándolo de nuevo.
Más que crines y cola, alas del potro.
Pero de sol creciente, no de viento
que se deshace contra la tormenta
y desnuda de luz al esqueleto.
Llamas que desde el lomo hasta los vasos
bañan los huesos y, con honda seda,
hacen todo de piel su nuevo cuerpo.
Nuevo cuerpo del potro, seda ardiente
que enfurecida mana de su tuétano,
ahonda sus ondas desdobladas y hace
sólo de piel sus ancas, su hondo pecho.
Sol sobre la osamenta, alas flamígeras
que el viento excita cuando, ya extendidas,
levantan al caballo hacia los cielos.
Levantan al caballo, y el caballo
dilata en las tormentas el espejo
profundo de su pecho. Y hasta el agua
de la lluvia resbala por su incendio.
Pero ya sobre Dios, aunque el espacio
irrita más y más sus llamaradas,
desecha sus banderas y flameos.
Desecha sus banderas y desecha
sus crines y su cola y sus ondeos,
porque al aire de Dios más se enarbola
la espuma desgastada de los huesos.
Y ya sólo de espuma, nuevamente
el esqueleto del caballo es ángel
sin alas. Pero ahora sobre el cielo.
ELEGÍA ARGENTINA
Para mi madre
Los caballos se bañan en el río
y yo me baño en el río con los caballos.
Sus crines y sus colas
son de agua sobre el agua,
como fuentes que fluyen
desde Ja arena al aire.
Y yo me baño en el río
pero bebo las crines
y las colas de los caballos.
El agua rueda desde Dios
y se desliza por sus ancas
y se bifurca en mis caderas.
Más que el río y la lluvia,
sus crines me humedecen
el pelo.
Es una tarde de verano,
de un día que no existe,
y en un país que no se tiende,
ya,
a la sombra de sus caballadas.
Esta tarde, Dios habla
en los saltos del río
para nombrarme caballos
que todavía yo recuerdo.
Caballos que la lluvia volvió de lluvia
y que se fueron tormentosos,
hasta que el sol los evaporó.
Y recuerdo el caballo
que murió con un ojo estallado por su dueño,
cuando mi madre era muchacha
y los carreros la saludaban
con el mismo silencio
que las dos torres de nuestra casa.
Y recuerdo otros caballos
que galopé en el sur
y que montaba en pelo
por una laguna de sal,
contra el viento que olía a mar, hasta que la lluvia
lo lavaba en la arena.
Y recuerdo caballos que fueron de mi tatarabuelo
y que eran iguales a los míos,
iguales a todas las caballerías
tormentosas por estas tierras.
Son los mismos caballos
que se bañan en el río
y que Dios llama por sus pelajes
con palabras que suenan
como los nombres de los ángeles.
Porque el pelaje de los caballos
tiene nombres angelicales
y la palabra azulejo
traspasa todos los cielos.
Dios les habla y me habla
con las mismas palabras
cuando el ruido del agua
es el silencio de todos los campos.
Los nombra y me nombra
en un país que no se tiende,
ya,
a la sombra de sus caballadas.
Y es una tarde de verano,
de un día que no existe
o que existió sólo en la pampa.
Pero montado en los caballos
siento mi cuerpo contra el río,
nado entre crines y galopo a Dios
y mis ojos se hunden
profundizados en su pecho.
Dios juega con los caballos
en sus manos,
palmotea y sonríe a los más humildes,
a los más castigados;
al que conoció mi madre cuando era muchacha,
muerto con un ojo menos
y que bajaba hasta el río
sin descubrir la razón de sus heridas,
y a todos los que rodaron
cuando los hombres afirmaban
que el cielo era para los hombres,
que las tierras eran para los hombres
y que las tardes no eran como yeguas
tendidas entre ángeles.
Yo entonces no conocía
el cielo de los caballos,
pero rezaba por ellos todas las noches,
y era un niño que rezaba por los caballos de Dios,
y era un niño al que Dios
perdonaba sus insolencias
porque rezaba por los caballos
y lloraba por ellos
y les prometía un dios omnipotente,
que los convertiría en ángeles
aunque los hombres se negaran.
Un Dios con el que soñaba mi madre
cuando era muchacha
y ya me descubría
descalzo por la arena.
Cuando los carreros eran silenciosos
como las torres de nuestra casa
y los jazmines eran argentinos
porque eran nuestros,
dando la vuelta al patio
hasta la noche,
en que la patria era en el cielo.
Poemas tomados de la primera edición del primer libro de Héctor Viel Temperley, publicado a los 23 años, Poemas con caballos, incluye nota de Abelardo Arias, Ediciones Tirso, Colección «Los dos miradores», Buenos Aires, julio de 1956.
HÉCTOR VIEL TEMPERLEY, publicista, periodista y poeta argentino nacido en Buenos Aires, en 1933. Colaboró en distintos medios de prensa argentinos, especialmente en el suplemento literario de La Nación. Su poesía ha sido reconocida por la crítica internacional como una de las obras más excepcionales de la literatura latinoamericana de las últimas décadas. Publicó nueve volúmenes de poesía: Poemas con caballos (1956), El nadador (1967), Humanae vitae mia (1969), Plaza Batallón 40 (1971), Febrero 72-Febrero 73 (1973), Carta de marear (1976), Legión extranjera (1978), Crawl (1982) y Hospital Británico (1986). Falleció en Buenos Aires en 1987. Su Obra completa fue publicada en Buenos Aires por Ediciones del Dock en 2003 y reeditada en México por Editorial Aldus en 2008. En 2011 se publicó The last books of Héctor Viel Temperley en traducción de Stuart Krimko en Sand Paper Press de Estados Unidos.