La Puta Revolucionaria
-I-
Conocí a Juliette un viernes al atardecer en las Escuelas Profesionales que los Jesuitas tenían en las afueras de la ciudad. En aquellos años, en numerosos países una nueva generación, plantaba cara e iniciaba la contracultura que recorría tierras y océanos, desde la Beat Generation hasta los The Beatles. Pero hablo de España, el último reducto del fascismo en el mundo. Unos días antes de encontrarme con Juliette, la brigada político social había hecho unas redadas de antifascistas y se celebraba una asamblea informativa semi-clandestina de trabajadores y estudiantes convocada por varios partidos clandestinos y sin autorización. Esperábamos que de un momento a otro, como en todas las concentraciones masivas, apareciera la policía por la puerta, pero no importaba. Se trataba de hacer propaganda, ampliar la resonancia de las detenciones, dentro y fuera del país. Yo conocía la mayor parte del edificio porque en varias ocasiones había estado, ayudando a otros compañeros, imprimiendo panfletos clandestinos en una multicopista que nos dejaban los frailes, instalada en una pequeña habitación adosada a la sacristía de la capilla. La asamblea informativa de aquella noche, como la mayoría, terminó con una voz de alarma que dio desde la puerta un supuesto vigía, alertando de que los grises a caballo estaban rodeando el edificio para disolver la reunión, pedir la documentación de identidad y realizar alguna detención. Apenas habíamos tenido tiempo de repartir unas octavillas que explicaba las detenciones y torturas de los detenidos.
Estuvimos en silencio unos minutos mientras iban desapareciendo los gritos y ruidos de la planta baja. La policía se limitó a disolver la asamblea, golpeando a los reticentes. Una hora después parecía que todo se había calmado. Aún así, Juliette y yo salimos cogidos, aparentando ser dos novios. No fue necesario seguir disimulando pues la policía había desaparecido del entorno, pero sin darnos cuenta, así lo recuerdo yo ahora, continuamos cogidos del brazo hasta la parada del autobús, tres calles más allá y nos despedimos con dos besos en las mejillas, después de que Juliette malogró, creo que inconscientemente, mi intento de besarla en la boca. No sé por qué, pero me gustó como mujer desde que la vi. Cuando me quedé solo me arrepentí de haberlo intentado y pensé que debería haberle dado un apretón de manos, como corresponde entre camaradas, a fin de cuentas nos habíamos conocido en la lucha, pero al parecer ambos lo habíamos olvidado por un momento y nos vimos como hombre y mujer.
Creí que Juliette podía tener dos años más que yo. En realidad tenía siete más. Esto lo supe semanas más tarde, cuando me lo dijo siendo medio novios y pavoneándose de su experiencia. En ese momento me llamó la atención que lo dijese como si no tuviera importancia, dando a entender que era esa la edad que quería tener. No sé si por eso, pero he de reconocer que fueron muchas cosas las que me enseñé al lado de Juliette, incluso más allá de las que ella pretendió. Recuerdo que, probablemente sin que ella quisiera enseñarme, pero aprendí la técnica del contrapunto en la elaboración de ideas y pensamientos.
Sucede en numerosas ocasiones que lo natural es lo que nos extraña, cuando no se presenta cubierto por el artificio. Lo cierto es que, por cómo vestía, por sus gestos y la manera de sonreír, parecía una adolescente de las que lucía la moda francesa en aquellos años. Faldas cortas, camisas anchas, vestidos sueltos como de premamá, pantalones vaqueros, el cabello corto y suelto, sin forma aparente, castaño claro, las uñas cortas y limpias y un bolso enorme del que solía sacar lo más insospechado, como si fuera un bazar. Calzaba mocasines siempre.
La segunda vez que la vi fue también una coincidencia, y como no suelo atribuir al azar lo que no puedo entender razonando, me pareció que era la lucha antifascista la que me estaba proponiendo, facilitando al menos, tener algo más que una amistad con aquella chica. Una relación que me proponía ir más allá de aquella huelga de los trabajadores de astilleros que nos había puesto en contacto. Aquel segundo día que nos encontramos, varias organizaciones clandestinas de izquierda que trabajaban a caballo de la Universidad y del movimiento obrero, habían convocado una manifestación en apoyo a la huelga. Según la convocatoria propagada de boca a oreja, la manifestación tenía que arrancar de un cruce de calles que configuraban una plazoleta y en cuyo centro había un monumento histórico, símbolo de la resistencia en las revueltas medievales de la ciudad. Estábamos advertidos de que se preveían cargas de la policía, por lo que si se producían había que dispersarse rápidamente, procurando que no cogiesen a nadie. Tan solo se trataba de manifestar la solidaridad con aquella huelga cuyas reivindicaciones eran principalmente salariales. Las instrucciones de los convocantes señalaban que todos debían tener una coartada que justificase por qué pasaba por aquel cruce de calles aquel día.
A la hora prevista, desde las esquinas de las calles que confluían en la plaza y algunos bares de la misma salieron grupos de gente, desplegaron banderas rojas y republicanas, y empezaron a gritar las consignas pactadas. Las primeras proclamas fueron como la señal de ataque para los policías antidisturbios. Como hormigas grises, salieron de unos furgones disimulados entre camiones aparcados en una callejuela y casi al mismo tiempo desde otra calle, alejada unos doscientos metros de la plaza, montados a caballo llegaron unas decenas de policías. El rítmico golpeteo de las cerraduras de los caballos sobre los adoquines asustó a la gente y se inició la estampida mientras los guardias golpeaban a los manifestantes cuando podían o envestían con el cuerpo del caballo empujándolos. La dispersión fue rápida. Un grupo, los más heroicos, se habían arrinconado en una amplia portería de una casa señorial y cantaban la canción de Joan Báez, “No nos moverán” mientras les golpeaban. En la calle, alguien pinchó con una navaja a un caballo que se encabritó y sacudió al policía que lo montaba el cual quedó enganchado con un pie al estribo y fue arrastrado por tierra durante unos metros por el caballo. Lo que parecía que podía terminar con cuatro carreras y amagos de golpes, terminó con cargas, detenciones y varios manifestantes heridos y dos guardias heridos. Como se vio al día siguiente en la prensa y radio de media Europa, la movilización había sido un éxito. La noticia rompió el corsé de la censura oficial y la prensa y radio del exterior tuvieron que hacerse eco.
Para no complicarnos unos a otros, me separé de los amigos con los que había ido y después de deshacerme de las octavillas que llevaba y correr un trecho por una calle adyacente, vi una portería abierta y sin luz y no lo pensé más, me metí para esperar que pasaran las carreras de unos y las cargas de los otros y cuando iba a cerrar llegó una muchacha y empujó la puerta, entrando para esconderse también. No la reconocí hasta que, ya dentro del pequeño rellano, me dio las gracias. Su voz era inconfundible. Era Juliette. Al mismo tiempo que le hacía señal de que guardase silencio con el dedo sobre mis labios, oímos una voz de mujer con sordina que venía desde el rellano que había diez o doce escalones arriba y que nos decía, subid. Estuvimos cerca de una hora, con la única luz que a través de una ventana llegaba de las farolas de la calle, los tres sentados alrededor de una mesa camilla con un brasero a los pies que, junto a cuatro sillas de enea y una estampa de la virgen de los desamparados pegada a la pared, único mobiliario de la estancia. Aquella vieja mujer resultó ser viuda de un teniente del ejército de la IIª República, fusilado por los fascistas en Albatera, un año después de terminada la guerra. Ella, según nos dijo a preguntas mías, tuvo más suerte. Tan solo le cortaron el cabello al cero, y la violaron dos muchachos moros durante dos noches, después de veintitrés días encerrada, junto a otros presos de ambos sexos, en un almacén del que algunas noches salían coches llevados por falangistas y cargados de presos para fusilarlos, la soltaron, desterrándola de su pueblo.
Cuando las calles quedaron en silencio, la vieja se asomó a la ventana por si quedaban guardias en la calle y nos deseó suerte, añadiendo: Si alguien os pregunta, yo alquilo habitaciones para parejas. Me pareció que mientras nos contaba lo que creyó que nos podía interesar de su vida, los ojos se le enrojecían, pero no consintió que ni una lágrima asomase.
Juliette y yo apenas habíamos tenido tiempo de presentarnos y saber quiénes y de donde éramos. Creo que ambos nos fuimos en silencio porque parecía como si por primera vez, hubiéramos sopesado el significado y las consecuencias de habernos encontrado en dos ocasiones. Me equivoqué una vez más, como me suele pasar con las mujeres, pero fue tiempo después cuando me di cuenta, en una de las primeras discusiones. De momento, desde aquel día yo entendí que las casualidades, cuando se repiten en un mismo sentido, son señales que piden formalizar lo que aparece como casual. Planificamos vernos dos días más tarde. Era la tercera vez y la invité a cenar. Me sentí obligado. Sé cierto que ninguno de los dos engañó al otro, los dos sabíamos que estábamos preparando el acceso a una noche de sexo. Como supe después, ninguno de los dos éramos vírgenes de manera que la única emoción fuerte podía estar alrededor de si, entre beso y beso, aparecería el amor. A mis veintidós años, aunque la fuerza del deseo estaba en su apogeo, empezaba a querer sentir el arrebato de un amor que trascendiese al sexo.
Fue unos días después, entrando la primavera. Al fin quedamos en salir una noche a cenar y de fiesta. Me indicó cómo llegar a su casa y llegué con el crepúsculo, a tiempo para observar y conocer cómo vivía. Compartía una vieja casita de antiguos pescadores, medio derruida por la parte trasera que se confundía con un pequeño corral, situada en el barrio marinero a poco más de cien metros del mar y estaba pintada con colores fuertes y planos, como un cuadro de Mondrián, muy típico del Mediterráneo. Aquel entorno me trajo a la memoria los dos años de mi infancia que pasé en casa de la tía Encarna, en una barriada de chabolas colgadas en la falda de una colina y desde la cima de la cual, muchos días veía llegar el tren desde lejos, con la esperanza de que mis padres volviesen de Suiza a recogerme. Juliette convivía con una pareja de hippies de la vida que, por lo que me contó, pasaban los días ausentes o tumbados en el corral, fumando hierba y esperando el envío de dinero de papá. Hasta que la noche se dejó caer de lleno, hablamos sin orden, conforme se iban enlazando unos temas con otros, aunque yo procuré dar opción a que ella se explayara. Observé que ambos contábamos lo que nos pareció más adecuado de nuestra vida, de lo que deduje que queríamos presentar la mejor cara posible lo que suponía un interés mutuo por preparar un mañana, aunque bien podía haber sido por todo lo contrario por como terminó la historia.
Cenamos cerca de su casa, en un barracón de playa, que tenía como especialidad de la casa sardina fresca asada a la brasa y completamos con unos calamares chiquitos, todo acompañado de un excelente vino dorado de la costa. Después de cenar volvimos paseando a su casa y, con toda naturalidad ella, como si llevásemos años haciéndolo, asustado yo, nos acostamos juntos en un colchón viejo de espuma, cubierto con una funda de tela roja, tendido en el suelo sobre una estera de esparto y con una sábana floreada para cubrirnos. Aquella primera vez con Juliette todo se presentó tan natural, en contra de los mil escenarios imaginados durante los días de espera, que al despertar y encontrarme solo en la cama, creí que había sido un sueño, como si la cama no fuese suficiente prueba. No tuve mucho tiempo para pensar porque entró Juliette con un cucurucho lleno de churros y un tazón de chocolate todo lo cual fue concluyente. Tuve que aceptar como real, que había sucedido lo que veía pues lo tocaba y ello le dio credibilidad a lo que recordaba, incluso a algunos detalles embellecedores importantes que aún creo que habían sido imaginados durante el sueño.
Para entonces yo creía que la felicidad crea un estado de euforia cuyo origen suele aparecer confuso en la inmediatez, y en numerosos casos, al poco tiempo de suceder, nos quedamos con una estrecha y confusa síntesis que solemos expresar, cuando se recuerda, con el “fui muy feliz”. Conociéndome sé que me sirvió como pretexto porque aquella noche habíamos bebido mucho y me asustaba la posibilidad de que pudiéramos estar enamorándonos. No por mí, no. A mí me resultaba bastante fácil desenamorarme si así hubiese sido, pero algo me decía que ella era mujer de grandes pasiones. Y como si viviese en la Arcadia feliz, me asustaban los dramas. Y lo extraño es que apenas nos dimos un beso de buenas noches. Pero, al parecer, se trataba de una previa para el previsible asalto final. Juliette, por lo que me confesó después, no se planteó ningún problema y obviamente no necesitaba ninguna solución. Dejaba que las cosas sucediesen según un ajeno y extraño plan. Suponía, y así actuaba en la mayoría de casos, que el tiempo pondría cada cosa en su sitio y nos diría qué era lo más conveniente. No estaba acostumbrada a conquistar casi nada ni tampoco a perder alguna ocasión de pasárselo bien. Ya entonces era una mujer de carácter muy desigual y huidizo, deslumbrante algunas veces, otras como una sombra. En ambos casos no era por desconfianza sino por timidez, con una sonrisa imperceptible la cual reforzaba su apariencia de introvertida, y trataba de ser agradable poniendo voluntad y esfuerzo.
A las dos semanas la coincidencia de criterios y valores y la amistad de nuestros cuerpos habían dado el consecuente paso a una intimidad sexual, abundante, densa y relajada que a mi edad y en mi ambiente me pareció extraordinaria, mientras que a Juliette le pareció normal. La residencia de Juliette en París y sus siete años más de vida eran una razón. En cualquier caso no importó la procedencia de cada uno de nosotros, lo decisivo fue que nos encontramos. En más de una ocasión llegué a asustarme porque Juliette terminaba el acto sexual con la conciencia perdida, quién sabe por dónde. Extrañamente para quien decía tener experiencia, suspiraba como si cada vez fuese la primera. En el momento del éxtasis huía hacia el vacío y el regreso a la realidad era lento, dulce y absolutamente distinto de su ida. Una sonrisa leve, un brillo extraño en sus ojos y unas manos suaves que, como tratando de cerciorarse palpando la realidad, acariciaba mi cuerpo. Recuerdo un día que Juliette despertó, me cogió con ambas manos la cara y, como si quisiera hipnotizarme, estuvo varios minutos mirándome a los ojos fijamente hasta que se le enrojecieron los suyos y asomaron unas lágrimas que extrañamente me parecieron de gratitud. ¿Qué podía ser, sino? Sin embargo estoy seguro que si la hubiese vuelto a ver, por ejemplo ahora, lo que serviría para reconocerla sería el perfume natural que desprendía su cuerpo y sus cabellos. Me hipnotizaba. Juliette no era, por su cuerpo escasamente voluptuoso, una mujer que lo primero que despertaba en un hombre fuese el deseo. Sin embargo de tan femenina y sensual, frente a cualquier otra mujer, ganaba en la proximidad creando un espacio de comodidad a su alrededor que proponía al hombre acomodarse en él y en la mayoría de casos, intentar el asalto final. Por primera vez, comprendí lo que era ser seducido. Seducido para iniciar la conquista no como consecuencia, algo realmente muy complejo pues se trata de que desde la pasividad se promueve la acción en el sentido que el pasivo desea. Todo un arte, el impulso del pasivo, la fuerza del débil. En general las personas olvidamos, con demasiada frecuencia, que desde los orígenes y también hoy, aunque mediatizados por el caparazón cultural, el hombre en su ineludible función de macho, se comporta como un animal de presa y la mujer, para sentirse hembra necesita, en muchas ocasiones, ser apresada y conquistada, manteniendo una espera proactiva.
A partir de que una mujer lo que quiere es seducir y un hombre lo que desea es conquistar, solo queda por dilucidar, para observar en qué son diferentes, qué armas o técnicas sirven a un método u otro, con lo cual se cae de bruces en la deontología de cada uno de los dos procederes y aquella mediatizada por la cultura de manera que, si la mujer se excede, las rivales la tacharán de descarada o golfa y si es el hombre quien sobrepasa lo adecuado entrará a formar parte de los maltratadores y brutos machistas. Por eso seducir es cosa que solo sabe hacer bien la mujer, en su etapa de hembra, olvidándose de su función de madre que desde el orden biológico sería la segunda fase del rol de la hembra. Para una hembra, también una mujer, seducir es la manera de significarse y destacar entre varias presas, cuando el depredador anda olfateando y toma la decisión de a cual de todas ellas apresará. Obviamente estas son reflexiones que me vienen a la cabeza justamente cuando el tiempo ha reordenado las urgencias. Hoy la distancia da perspectiva, tanto que apenas soy poco más que un espectador, pero entonces yo tenía otras vías de acceso más rápidas y simples para tratar de conocer a Juliette y de rebote conocerme a mí. Una de las más fáciles era observar sus manos y sus continuos movimientos que parecían trazar sentimientos en el aire y con cuya expresividad pretendían reforzar su comunicación, completando el pobre dominio que del castellano tenía. Solo en la más estricta intimidad cuando se sumaba todo su cuerpo, sus mensajes se multiplicaban y diversificaban originándose, desde cualquier recodo de su piel, una compenetración con el otro y el entorno de ambos. Lo cierto era que sin haberlo institucionalizado, empezamos a comportarnos como novios.
-II-
Durante aquellos años, cualquier cosa que se moviese producía aire nuevo y adquiría un aire revolucionario por el hecho de ser diferente a lo viejo por rancio. Entre minorías del estudiantado universitario estaba de moda la poesía social y corrían en la Universidad, junto con panfletos denostando al régimen fascista, lo que llamaban poemas revolucionarios, separados unos de otros por una delgada línea. Ambos parecían hijos de la misma madre y se producía una situación extraña, por original y confusa en los límites. Lo importante no era tanto lo que se decía en un poema, como que tuviera un tono agitador y palabras que evocasen rebeldía abiertamente. Igual aparecían preciosas metáforas en los panfletos revolucionarios, que llamamientos a la huelga en los versos de un poema. Fue una suerte, o tal vez era la consecuencia, de que apenas en aquellos ambientes, por oposición a los poetas oficiales, se practicase el verso rimado y resultara fácil el tránsito de un texto, más o menos poético, a un panfleto o proclama, habida cuenta de que todos ellos estaban originados, en lo principal, por una misma causa: la lucha por la libertad y la democracia. Lo cierto es que aquel ambiente fue el caldo de cultivo adecuado para organizar una tertulia literaria alrededor de una revistilla, impresa con una pequeña multicopista que robamos de la facultad mi amigo Miguel y yo una noche. En poco más de una tarde, confeccionamos el primer número de la revista literaria que llevaba un ampuloso editorial, dando a conocer las pretensiones revolucionarias que proponíamos para la nueva literatura, en contra de los ismos, banderías y particularismos que proliferaban, casi tanto como en el campo de la política, pero que considerábamos que estaban al margen de la auténtica literatura, obviamente la que proponía nuestra revistilla y exigían lo que considerábamos los tiempos nuevos. A las soflamas sobre el compromiso social del arte y poemas que pretendían ser como fusiles, acompañaban poemas de Roque Dalton, de César Vallejo y de A. Machado, dos poemas de Miguel y otros dos míos, y terminaba con un cuento corto de un estudiante palestino. Cuando nos presentamos en la tertulia con 100 ejemplares de la revista bajo en brazo, el recibimiento fue como si hubiéramos llevado un parte de guerra notificando la muerte del dictador Franco.
A Juliette la llevé un día a la tertulia y a las dos reuniones ya se la conocía como la poeta de las realidades absolutamente poliédricas, porque en cada uno de sus tres poemas presentaba varias propuestas discursivas que ordenaban poéticas contradictorias sin que ninguna fuese la definitiva forma suya de enlazar palabras y construir un poema. Era, además, la única mujer en las reuniones. En aquellos años, venir de Francia, conociendo poemas de Bretón, Eluard o los represaliados sudamericanos que pululaban por Paris, era una carta de presentación de alguien de la vanguardia última que, más allá de lo que literariamente significara, tenía una connotación de anti sistema, no solo en el plano político, también en el poético. Todos estábamos empeñados en poner de relieve que eran las dos caras de una misma realidad. Era lo nuevo, a imagen y semejanza de lo que cada cual quisiera, frente a lo viejo que nos rodeaba, sin capacidad de renovarse, decíamos, conocido y por lo mismo odiado por todos nosotros. Salvo mi caso, todos provenían de las incipientes clases medias cuya aparición propiciaron los planes de desarrollo del franquismo, formábamos uno de tantos intentos por romper el techo que el fascismo había impuesto en todo el entramado social.
Por coincidencia en el tiempo, la tertulia literaria terminó al poco tiempo de marcharse Juliette. Y no sería justo, como me dijo uno de los amigos a los pocos meses de abandonar la tertulia, que había terminado por culpa del control y la vigilancia de la brigada político social. Más bien me inclino a pensar que, controlados como estábamos, les parecía muy bien que nuestra forma de subvertir el sistema fuese reunirnos y leer poemas de Mayakovski. Tampoco, como dijo otro de los tertulianos, que el pretexto fue que desapareciesen los enigmáticos y enormes ojos azules de Juliette, que para otros eran verdes. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre el color de sus ojos. Yo que la traté en la intimidad, creo que lo que sucedía es que mientras que a un metro de distancia eran oscuros y brillantes, de más cerca, por ejemplo echados uno encima del otro, con los ojos abiertos y los labios rozándose, su mirada adquiría un color azul tan intenso que se expandía y les hacía parecer dos círculos a través de los cuales se adivinaba la inmensidad del espacio, quieto, inmóvil y sobrecogedor como todo lo misterioso. Claro, en esa circunstancia, cualquier color te parecía adecuado y encantador.
Visto desde ahora, creo que fue una suerte que disolviéramos las reuniones de la tertulia porque nos evitó seguir oyendo ripios y mal formando el criterio literario que desvariaba con frecuencia. Como sucede siempre, la tertulia se barrenó desde dentro y nada tuvo que ver la censura fascista, ni que los amigos del Partido Comunista nos dijeran que éramos de la gauche divine. Hubo dos motivos exógenos, Uno, que un día apareció Domingo, el hijo de papá inevitable, que existe en todo grupo que se precie, con un ejemplar de la última edición de Historia de las Literaturas de Vanguardia, de Guillermo de Torre. A las dos semanas habían diversos debates cruzados entre quienes se decantaban por el ultraísmo, el futurismo o el surrealismo que fue quien más adeptos tuvo, probablemente por ser mucho más fácil de imitar y el más difícil de descalificar, porque resultaba muy difícil rebatir el contenido simbólico del subconsciente que se mostraba en un poema. El otro, que nos situó frente a la realidad de lo que éramos fue la aparición de la revista literaria “La Caña Gris”. Los debates, en algunos casos tomaron gran virulencia y fueron la puntilla del fin de la tertulia.
Fue Renato, el más sensato de todos nosotros porque tenía el futuro más seguro, el que descalifico la mayoría de los ismos reiterando la tesis de Valèry, en lo que parecía el primer cambio en lo que pasaría a ser el paso del modernismo a la poesía postmodernista, saltando sobre las vanguardias de primeros de siglo. Según Renato, hasta entonces la poesía se presentaba en cada poema, con un primer verso que condicionaba el resto del poema de manera que los versos siguientes eran el desarrollo del primer verso, pero a partir de ahora, el poema era la expresión de un sentimiento confuso que iba dando rodeos y era el verso final el que cerraba y trataba de dar la coherencia, caso de tenerla, al resto del poema que precedía. El poema pasaba a ser un caos de significación que obtenía el orden y la lógica con el verso final, el cual no estaba prederminado sino que era uno de los múltiples posibles. Tal vez fue una coincidencia, o quizás no. Lo cierto es que en aquellos años la política de la izquierda, por supuesto en la clandestinidad, era tan prolífica como cuarenta años antes lo fue la literatura. Si en la literatura hizo explosión el modernismo en los 20, en la izquierda lo hizo en el 56 el XX Congreso del PCUS.
A las pocas semanas de su estancia, a Juliette se le terminaba el dinero y tuvo que volver a París donde residía, daba clases y tenía algunos amigos que la ayudaban. Pero antes de despedirse, en una cena a solas conmigo, me invitó a pasar unos días en su buhardilla de París. Me confesó que se estaba enamorando de mí, que se sentía muy cómoda a mi lado porque llenaba muchos de los vacíos que su vida y su cuerpo tenían. Se me ocurrió decir que podría buscarle trabajo y podríamos estar juntos, pero me dijo que ella no podía trabajar aquí, que sería muy difícil estando los dos juntos. Entonces creo que me equivoqué y pensé que en el fondo no quería. Ahora creo que sí que estuvo enamorada de mí, hace años que cambié de parecer. Acostumbrado por mi corta experiencia y los comentarios de amigos, a que el amor fuese un haz de pasiones revueltas y contradictorias, que necesariamente van cogidos de la mano de un estado de ánimo febril, que Juliette calificase de cómoda su situación sentimental de enamorada de mí, también me extrañó.
Hasta entonces siempre, o casi siempre, sabía por qué llegaba a la cama con una mujer, pero me resultaba difícil, casi imposible, saber cuál era el motivo por el que ellas me acompañaban, más allá del placer, habida cuenta de que éste era siempre el de menor importancia. O eso me parecía. Notaba que no era lo mismo lo que yo sentía y por lo qué me acostaba con una mujer, que lo que sentían ellas, antes y en el transcurso del acto. Llegaba a entender que compartíamos un parecido placer, aún así con evidentes diferencias, pero no era esta emoción que compartía en cierta medida lo que me hacía pensar. Era que, por entonces, no encontraba ninguna explicación de tipo biológico que pudiera esclarecer la presencia de dos formas culturales en las que parecían apoyarse las diferencias, distintas en un mismo tiempo, y a la vez reforzándose una a la otra de manera que perviven las divergencias producidas por una misma historia vivida desde dos roles distintos. De tal suerte que, mientras me sentía realizado y satisfecho, biológica y sentimentalmente pero sin poner en juego mi proyecto de vida, del resto de mi vida, tan ancha y poco definida entonces, una mujer en cambio me parecía que con cada encuentro amoroso consciente, marcaba de manera importante y parecía colmar y tocar el fin último e importante de su vida. Por lo que yo sé ahora, creo que en la mayoría de casos los hombres, cuando tienen sexo sin amor, es decir, cuando el macho se desprende del envoltorio cultural con el que camina, apenas hay caricias previas y la eyaculación suele ir seguida por un efecto rebote de huida. La pasión y el deseo, móvil previo, se convierte de repente en desaliento y en algunos casos hasta tristeza, como el ladrón principiante que terminado el riesgo del robo, le entran ganas de devolver lo robado. Por eso la primera noche, cuando en su casita de la playa, nos sorprendió el amanecer, desnudos y despiertos, continué besándola y acariciándola, supe que con Juliette podía ser diferente.
-III-
Llegué a París cerca de las nueve de la mañana. Para mi gente, en aquellos años, París era el centro cultural de Europa. También era la generosa ciudad que acogía a la mayoría de intelectuales, políticos y artistas perseguidos por el franquismo. París era no solo el norte de un país democrático y capitalista, era también la capital de un sur en el que trabajaban miles de españoles, temporeros o no, y de cuyos ahorros vivía la familia que quedó en España y se llenaban de divisas las arcas del régimen franquista. Por las calles de París combatieron antifascistas españoles encuadrados en la Nueve Compañía del Ejército Popular Republicano en Agosto de 1944, hasta liberarla de los nazis. Paris también era donde residían la mayor parte de los aparatos clandestinos de las grupos políticos de la lucha antifascista que resistían a la espera de que cayera la dictadura y orientaban las luchas en contra del franquismo, y desde donde se suministraba propaganda y en algunas ocasiones armas.
Bajé del tren en la estación de París-Austerlitz. Compré Le Figaro y leí titulares con el poco francés que sabía. Estuve cerca de una hora metido en el metro, sentado y mirando a la gente subir y bajar. Tenía tiempo y mirar es un ejercicio que aun hoy me sugestiona. Desde aquel anonimato, podía mirar todo sin vergüenza ninguna. Un buen rato después, ya subido al metro y sentado, en una de tantas veces que la gente subía y bajaba en una estación, subió mucha más gente que bajó y a la altura de mi cara, una mujer de buen ver, muy emperifollada y con varios collares que le cubrían las leves arrugas del cuello, puso su trasero a la altura de mi cara obligándome a mirar hacia otro lado, lo que me obligó, afortunadamente, a que viese que la próxima estación era mi destino. Me bajé en Alésia y en la bocacalle abordé a una señora de unos cincuenta años, perfectamente vestida como para estar sentada en cualquier oficina y formar parte del paisaje sin desentonar. Intenté que me indicase el camino a seguir. Con un castellano malísimo de ella, el peor francés mío y la ayuda de un mapa del metro que había en un panel, al que me acompañó la señora amablemente, pudo indicarme los cambios que tenía que hacer para llegar a mi destino que era la estación de Boucicaut, en plena Avenida de la Convención. La mujer me miró con curiosidad y supe que se equivocaba respecto a mi procedencia y el motivo de mi visita a París. Se hacía tarde y aunque hacía sol estaba cansado pero opté, sabiendo lo cerca que estaba mi destino, por pasear unos metros y sentarme en un banco de hierro, a la sombra de una iglesia de estilo neorománico, en una esquina de la plaza de Víctor Basc, construida a mitad del XIX, según rezaba una placa en su entrada, y que, por lo que me dijo después Juliette, se llama de Saint Pierre de Montrouge.
La buhardilla donde vivía Juliette era, según me confesó, de un amigo mayor y casado que apenas la usaba. Estaba en la calle Ville Fréderic Mistral. No tuve dificultad para encontrarla, después de preguntar a una pareja de viejos, porque desde la estación del metro de Boucicaut, estaba a poco más de trescientos metros. Cuando abrió la puerta Juliette parecía nerviosa y preocupada y supuse que fue por mi retraso. Nos abrazamos y besamos. Ninguno de los dos habló de cenar, sin soltarnos nos fuimos arrastrando, beso a beso, hasta la cama. Era una cama sin cabezal, con una tabla por somier y un gordo colchón sobre el que nos hundimos. Juliette solo pareció tranquilizarse después de haber tenido varios orgasmos. Como si viniésemos de correr una maratón, relajados y más que tendidos, dejados caer, estuvimos en silencio y desnudos. Nos quedamos durante un largo tiempo mirándonos a los ojos y como hipnotizado por el brillo de sus pupilas, mientras mi pene, flácido, abandonaba las nalgas de Juliette, me dormí. Creo que habíamos llegado a la conclusión, en el tiempo que no nos habíamos visto, de que no solo teníamos el problema de hablar lenguas distintas, también de tener circunstancias diferentes. Una dificultad que se acrecienta cuando una de las dos es hombre y la otra mujer. La felicidad de volverla a ver y el deseo de poseerla, cubrió aquel momento que hoy veo tan evidente.
Recuerdo que aquel día cuando desperté estaba solo y a través de la cristalera entraban tibios y mortecinos rayos de sol que esparcían un color amarillo viejo. No pude sustraerse al recuerdo de algunos días de finales de verano en mi tierra, cuando en las últimas horas del día surge, casi de imprevisto, la repentina tormenta que se adelanta al crepúsculo, en las cabeceras de los valles del este. En un viejo reloj de cuco que adornaba la pared eran más de las seis de la tarde y la esperaba. Empezaba a inquietarme porque había ido a casa de un amigo y debía estar de vuelta yo. En caso contrario, me avisó, sería que pasaba la noche con el amigo, como al parecer sucedió. En el transcurso de las tres semanas que estuve en París, sucedió cuatro veces que dormí solo en la buhardilla. Durante el resto de días salíamos cogidos de la mano, como dos turistas recién casados y saltando de taxi a metro y de metro a taxi, recorríamos numerosos barrios, siempre huyendo de la gente, difícil tarea ya que Juliette se empeñó en enseñarme los monumentos clásicos de Paris. Cansados y divertidos, solíamos almorzar en la cafetería Les Deux Magots, en pleno barrio de Sant Germaine. Después, una siesta que alargábamos tanto que algunos días ya no salíamos de la buhardilla.
Un día que amanecimos juntos, después de remolonear durante dos horas en aquella cama de lana de oveja, de más de dos metros de ancha, entre beso y beso me dijo: Hoy te voy a llevar a Nanterre y comeremos con un amigo profesor que te puede contar historietas de las que te interesan a ti. Y mientras se vestía, añadió: Además, a la noche te espera una sorpresa. Me hice el sorprendido pero había visto los tickets y sabía dónde quería llevarme. Preferí concederle la ilusión de que me sorprendería.
Bajamos, junto con numerosos grupos de estudiantes, en la estación de metro La Defènse y caminamos un buen rato hasta el entonces nuevo campus de Nanterre, en uno de cuyos jardines nos esperaba su amigo Jon. Amplios edificios de diez plantas, jardines, campos de deportes, tenis y bibliotecas amplias repletas de libros y de alumnos, tranquilos paseos de los estudiantes por las avenidas y numerosas parejas cogidos de la mano o la cintura. Nada hacía presagiar las hogueras y la furia revolucionaria que desde aquel campus se expandiría en los próximos meses, incendiando al movimiento obrero y popular. Jon tendría alrededor de los cincuenta años y lucía junto a unas entradas, medio calvo, una barba larga descuidada, irregular. Enseñaba historia moderna. Supe que era vasco, de Basauri y que llevaba en París desde el 39. Poco antes del triunfo de la sublevación fascista, había huido con el gobierno vasco, como asesor del Lehendakari y terminó sus estudios en la Sorbona. Después de saludarnos, nos fuimos a un pequeño restaurante de la calle Raymond Barbet para almorzar, y allí nos estaba esperando Chema, otro exiliado español que llevaba pocos años viviendo en París y que dormía desde hacía unos meses en el apartamento de Jon. Chema pertenecía a una organización comunista española que tenía gente en España y estaba liberado por la organización. Tenía como campo de trabajo político y captación la Universidad, no tanto para conseguir prosélitos, pues había muy pocos españoles estudiando, como simpatizantes que diesen ayuda económica a la lucha en el interior de España y dejasen casas de apoyo y acogida para perseguidos por la dictadura fascista. Estuve hablando casi exclusivamente con Chema, mientras Jon y Juliette hablaban de sus historias que me parecieron personales hasta que apareció Szabina, una amiga común, exiliada húngara que vivía en París desde la invasión de Praga por lo tanques soviéticos en el 56, y a la que Jon le había conseguido unas clases libres en su facultad. Al despedirnos Chema me dijo que tenía interés en hablar conmigo y quedamos a la mañana siguiente en un pequeño bar de la rué Latran, a escasos metros de la librería El Ruedo Ibérico. Me quede con las ganas de hablar y conocer a Szabina. Además de ojos marrones y un cabello dócil y rubio como de bebé, tenía un algo que la hacía atractiva. Al despedirnos oí que Juliette quedó en llamarse con Szabina.
Por la noche, Juliette se puso un pantalón vaquero azul claro y una camisa blanca con unos flecos en la parte superior, a la altura de los pechos y una diadema sujetándole los cabellos que le habían crecido. Me cogió de la mano y ya en la calle me dijo: Ahora, la sorpresa. Bajamos en el metro Ópera, cenamos en un pequeño restaurante de la calle Rué Auber y cerca ya del Teatro Olympia me preguntó si me gustaba Sylvie Vartan. Recuerdo que en un tono pretencioso y pueblerino, del que me arrepentí en seguida, le dije que sí, pero que prefería a Brassens o Brel. Ella pareció entender el origen de mi boutade, me sonrió como enamorada y entramos al teatro. Me quedé impresionado por la sensualidad, el erotismo, la rebeldía y la voz de aquella adolescente que en verdad no conocía. Era increíble la cantidad de sugerencias que con sus ademanes y su voz hacía llegar a la gente joven y de mediana edad que llenaban el Olympia. A la salida tuve una discrepancia con Juliette, cuando le dije que Sylvie me recordaba la Lolita de Nabokov, que habíamos leído ambos. A Juliette le pareció una opinión absolutamente superficial porque la seducción de Sylvie sobre sus admiradores provenía de la influencia de alguna constelación particular propia y síntesis de una cultura francesa refinada, absolutamente naif en su sentido más genuino y que se origina con el impresionismo y daba un tono naíf a la postguerra, mientras que Lolita, según la perfilaba Nabokov, dejaba traslucir en sus miradas inocentemente lascivas las pulsiones biológicas de una adolescente que ocultan deseos e instintos que igual que sobre un hombre se podrían proyectar sobre un rico bombón de chocolate. Para Juliette no era un tema gratuito que Lolita fuese escrita por un hombre a los cincuenta y seis años, claramente exasperado por la pérdida de su capacidad, no solo de disfrutar de una sexualidad normativizada y un erotismo estetizante, sino incapaz de entender el atractivo desenfadado de una adolescente, salvo que fuese a través de su mortecina sexualidad que solo revive mediante la perturbación que produce la transgresión. Supongo que yo entonces era demasiado joven e inexperto para percibir que el peligro de envejecer, igual que sucede con las sociedades, sigue una espiral, y ves pasar imágenes o hechos que te recuerdan tu juventud, pero que los interpretas, no como los veías y valorabas a los dieciocho años y pretendes creer que emocionalmente los recuerdas como si sucedieran en presente mediante un trasplante mecánico, desprovisto del contexto y los sentimientos que éste produjeron en aquella persona que un día fuimos. En realidad sirve, más que para saber que pasó o pensabas, en qué situación anímica te encuentras cuando recuerdas. Lo cierto es que seguí defendiendo la opinión de que Nabokov cayó en esa trampa al escribir “Lolita”, lo cual me parecía completamente natural y no creía que debiera desmerecer a los ojos de los actuales lectores de este autor. Lo que no me parecía correcto ni tan normal es que, la mayor parte de gente se instalase en la perspectiva de Nabokov para valorar a las muchachas adolescentes que solo de lejos y de perfil pueden tener algún parecido.
-IV-
Al día siguiente acudí a la cita con Chema. Después de más de dos horas de charla y varios cafés, casi todo el tiempo hablándome de literatura española, me regaló un ejemplar de Furgón de Cola, de Juan Goytisolo, recién publicado y un sobre amarillo gordo tamaño folio, que parecía llevar revistas dentro y que, tal como habíamos quedado la tarde anterior, debía pasar la frontera. Eran originales para reproducirlos en el interior del país. Aparte, en una caja mediana me dio un pequeño aparato que usaban los zapateros para apretar los remaches de los zapatos y cinturones de piel y que la resistencia en España, según me enteré después, usaba para apretar los remaches que sujetaban las fotos del pasaporte y otros documentos. El día, el lugar y la contraseña para entregar todo aquello lo memoricé durante aquel día y el papel donde me lo escribió Chema lo dejé metido dentro de un libro reciente de Althusser que tenía Juliette por encima de la mesa, sin decirle nada a ella, solo por si, ya en España, se me olvidaba, poder llamarla y decirle dónde estaba y que me la repitiese.
Todavía estuve varios días con Juliette. Durante este tiempo pude reconsiderar el motivo que me llevó a Paris y me dediqué a cuestionarlas todas. Si en un principio creía que fue Juliette, después de varios días no hubiera sabido qué decir. Ella parecía tan satisfecha de su labor de cicerone y a mi me absorbió el mundo de la política española y latinoamericana en la emigración y en seminarios y conferencias del recién nacido estructuralismo. Hasta se me olvidó mi función de amante y no sé por qué, durante años continué creyendo que fui el único que tuvo Juliette, en mi estancia en París. La poesía que un día pareció nuestra cómplice, quedó apenas como un recuerdo. Me impactó sobremanera la presentación de, “La revolución teórica de Marx”, de Louis Althusser por él mismo, en una sede del PCF y a la que asistieron muchísimos jóvenes de los que poco más de un año después, en Mayo del 68, atacarían al PCF de burócrata y seguidista de la política de la derecha francesa y de formar parte del establishment.
Para la edad que tenía, creo que demasiadas cosas me asqueaban. A veces pensaba que si un día se resolvieran entraría en la depresión subsiguiente y me obligaría a dilucidar a qué hemos venido a este mundo y por qué. Tal vez por eso no tenía demasiada prisa en resolver el problema. Tampoco tenía ninguna garantía de que realmente el problema tuviera solución. Juliette era con su madurez juvenil y sin necesidad de vestir ropa de boutique, una mujer elegante y equilibrada. Era pura naturaleza virgen sin más afeites o aderezos, como el agua fresca que vivifica por la mañana al mojarte la cara. Una atractiva invitación a vivir la vida y a minimizar los problemas. Tuve que decirle, pese a la dolce vita que vivía, que tenía que volver a España. Pese a que Juliette corría con todos los gastos, no me quedaba dinero. Ni para el billete de vuelta. Ella se molestó y me dijo que la estaba ofendiendo. Creo que era verdad que pensaba que iba a vivir con ella como pareja. Tanto nos enfadamos que apenas nos dimos un beso y nos dormimos.
Una de las últimas mañanas, al despertarnos después de haber hecho el amor, Juliette, como si viniera yo de una larga noche de placer que ella no sabía, me preguntó cómo lo había pasado y sin el menor reparo le dije: Estuvo fantástico. Me salió un ramalazo de sadismo que no pensé nunca que sería capaz, y menos con Juliette a la que en verdad quería, y con el ánimo de ofenderla, o puede que como queriéndola sacudir de aquella situación que arrastraba los últimos días, le susurré: Sin duda, podrías ser la mejor puta de París. Juliette se limitó a sonreír, me pareció que lo tomaba como un elogio de su belleza y sus habilidades para el sexo y se me pareció que se quedó contenta. Me dio un beso insistente y triste y se levantó a preparar el café y las tostadas. Puso en marcha el tocadiscos y desayunamos oyendo el Concierto para violín de Beethoven. Desde hacía unos días era la única música que oíamos. Cuando estaba terminando la Sonata Rondo, Juliette se puso de pie, me rodeó con sus brazos por detrás, me besó la cabeza y me dijo: Si tú quisieras podría ser tu puta. Me encantaría que fueses mi macho. Quédate conmigo y seré tuya, haré lo que tú quieras. Será fantástico y vivirás como un rey. Quise hacer como que no había oído nada, pero me recorrió el cuerpo un fogonazo y enervado la abracé, la besé, casi la mordí en la boca, la eché bruscamente sobre el colchón, la desnudé a tirones y la violenté por todo su cuerpo, sin atender a sus gemidos mezcla de dolor y placer. Ella quedo extenuada y se durmió. Yo triste, derrotado y tendido hasta que poco a poco también me dormí. Cuando desperté, Juliette estaba deslizando sus labios por todo mi cuerpo, como si el magullado hubiera sido yo.
La última noche que pasé en París, con el billete de tren para las diez de la noche del día siguiente en el bolsillo, después de cenar con Juliette en la buhardilla, se estableció un largo y tenso silencio entre ambos. Parecía como si tuviéramos miedo de decir cualquier impertinencia que malograse la felicidad que habíamos disfrutado en aquellas semanas. A la vez la situación exigía despedirse adecuadamente. Los dos queríamos minimizar que cualquier circunstancia o palabra inadecuada, tiempo después fuese un motivo de un recuerdo desgraciado. No era fácil tratar con unas pocas palabras de hacer balance de aquella relación, encontrar las palabras justas, sin excesos voluntaristas ni remilgos, de decirse a la cara lo que cada cual había sentido máximo cuando apenas se tiene ordenado. Recuerdo como si fuera ahora, que Juliette tenía los ojos enrojecidos y fumaba sin parar, sorbiendo de vez en cuando lo que quedaba de la segunda botella del tinto que habíamos tomado para cenar. Como suelo hacer en estas ocasiones, hice el ridículo y rompí el silencio con la ridícula y socorrida frase de, he sido muy feliz y siempre te recordaré. Supongo que ella entendió que no sabía cómo salir. Pero tal vez fue una premonición que ambos intuíamos. Me quedé seco.
La imaginación tiene los límites en la misma realidad de la que nace, que no puede ir más allá de la combinación de elementos reales, solo que dispuestos de manera más o menos arbitraria o imaginativa. Poco más. En este sentido cada artista lo único que hace es añadir nuevas combinaciones de lo ya existente, nuevos ordenamientos de la realidad mediante la división, multiplicación o suma. Así, el pintor mezcla colores que existen buscando nuevos efectos ópticos, otro tanto el músico con las notas y el poeta busca nuevos significados jugando con la posibilidad de ampliar cualidades. Pero nada de todo esto lo sabía entonces. Ninguno de los dos insistimos en recordar escenas de alta temperatura al despertarnos. Llegamos a la estación de Austerlitz con tiempo suficiente. Tuvimos tiempo de tomar un café y guardar largos silencios. Creo que ninguno sabía cómo despedirse. Diez minutos antes de que fuese la hora de salida, compré Le Monde en el kiosco, nos dimos un beso en el andén titubeando si en la mejilla o en los labios y me subí al tren. Como casi siempre, también entonces la mujer fue más valiente o descarada y Juliette me dijo: No te preocupes, te escribiré y mandaré una postal indicándote cuando voy. Asomado a la ventana, me despedí con el convencimiento de que en París-Austerlitz dejaba atrás una importante etapa de mi vida.
Durante el trayecto hasta Montpellier tuve tiempo de pensar y hacer un pequeño balance de los acontecimientos, pequeños todos, creía entonces. En realidad, ¿de qué se llena una vida sino de pequeños acontecimientos? Poco antes de llegar a Montpellier me pudo la curiosidad y el temor y abrí con cuidado el pesado sobre. Llevaba ejemplares del unas revistas ciclostiladas, “Zutik”, y “Revolta”. A punto estuve de lanzar el sobre por la ventanilla del wáter, pero no cabía, llamaban a la puerta y decidí ser valiente. Pocos kilómetros después de Port Bou, pasaron unos guardias civiles pidiendo documentación y, en algún caso, solicitando ver las maletas. Me pareció que tenía suerte porque no registraron las mías. Cuando llegué a la estación de destino, busqué el bar en el que tenía que entregar el paquete y en el mostrador identifiqué, por su vestimenta, al joven que debía recogerlo que resultó llamarse Ernesto. Le di la contraseña y me contestó correctamente. Terminó con un sorbo su café y salimos a la calle, donde nos estaban esperando cuatro agentes de la brigada político-social que nos esposaron y llevaron a comisaría.
Al parecer hacía tiempo que lo seguía la bofia y tenían hecho el organigrama, a falta del que daba las directrices o jefe. La redada de antifascistas fue de decenas. Con mi detención la bofia creyó que les solucionaba el problema. Con corrientes eléctricas en los testículos y con los pies mojados, un par de bañeras y alguna que otra paliza, procurando no dejar moratones, trataron de convencerme de que confesara. Maltrecho aguanté las torturas y, afortunadamente, solo pude confesar lo que sabía que no les sirvió de nada. No se creyeron la verdadera versión, les parecía demasiado simple. Después de trece días en los sótanos de la comisaría central, torturados y hambrientos, nos llevaron a la cárcel Modelo a los últimos detenidos.
Durante los cuatro años que estuve en la cárcel, a partir del segundo mes, sin falta, me llegaba desde Francia un giro de dinero. Con él, no solo yo aliviaba las penurias de la prisión, lo repartíamos en una especie de comuna que entre los presos políticos teníamos, algunos de los cuales no recibían nada. Nunca supimos de quien era, ni por qué lo hacía, pero lo cierto es que empezó a llegar cuando yo fui detenido y dejó de hacerlo cuando salí en libertad, cumplidos los cuatro años de condena. Creo que, sinceramente, fue cosa de Juliette y sus amantes. Fue mi amor y una noble y maravillosa puta revolucionaria.