ESTE AMOR, EL OTRO (1975)
Cuando tú me tocas, por ejemplo
no veo constelaciones,
y en mis sueños, cuando tus manos
buscan mi espalda y mis cabellos,
es imposible saber si sueñas con un ratón
o con Alicia en el país de las maravillas.
Tú me repites frases que me abochornarían
a luz del día, nunca me has escrito
cartas a las cuatro de la madrugada
desde aeropuertos extraños
o la plataforma de un tranvía.
Cuando hacemos el amor, fingimos
que la emoción es justa.
Hoy he estado regando tus plantas
mientras estás en la playa.
Utilizo el líquido para las cucarachas,
abro las ventanas y no se me ocurre
mirar tu correspondencia o leer
tus nuevos poemas.
Mientras sigo las instrucciones:
"Los geranios y begonias deben ser
regados dos veces por semana",
peso mis dos amores en la balanza.
Sé que riego las plantas porque
me gusta ver correr el agua entre mis dedos
y porque no quiero ver morir las flores
en esta estancia; también porque me he sentido
sentimental, tarareando un aria familiar
toda esta mañana.
CARTA ABIERTA (MAYO) (1979)
Ciertamente las cosas sin ti
son cada vez más complicadas,
cuanto tú no me llamas y tus cartas no llegan;
cuando me despierto en la noche
y encuentro media cama desierta.
Hace quince días no sé nada de ti.
Lunes: salió el sol y las hojas del parque
parecían una copiosa ensalada fresca.
Martes, soñé toda la noche contigo,
tu mano sosteniendo la mía, tu cuerpo
alimentándome como una naranja.
Miércoles, lluvia. Día nublado.
Nada que ver desde mi ventana.
Jueves, salió la luna y estaba llena.
El cielo estrenó una nueva estrella en su diadema.
Viernes... me estás enseñando a contar los números reales.
El mundo empieza en ti y en ti termina.
Tú eres mi Alfa y tú eres mi Zeta.
Hoy, descubrí una nueva flor en el balcón.
No sé su nombre. La regué y dije una oración.
Deseándole un verano amable
En mi desamparo en tu ausencia.
Sí, cuando tú no estás.
Estas cartas abiertas
Son alguna clase de evidencia.
EL BARRANCO DE LOBA 1929 ( 1996)
Cuando el sol calcinante
se abate hostigante sobre el pueblo,
después de que mi abuela
(como Ursula Iguarán)
se ha pasado horas enteras
confeccionando animalitos azucarados,
mi madre, con un vestido de lino blanco
que le llega hasta los tobillos,
una cinta roja adornándole
su larga trenza negra,
calzando burdas chancletas,
va de casa en casa cantando:
"Cocadas, cocadas de coco y piña".
Maldiciendo el sol
que la quema y la renegrea,
mi madre balancea la bandeja
encima de su cabeza
y camina desde la quebrada
hasta la escuela pública,
pasando por el cuartel de la policía,
las dos cantinas del pueblo,
y el cementerio donde los gallinazos,
las iguanas y las víboras hacen la siesta.
Mi madre camina las calles engramadas
del villorrio hasta que el sol
-una guayaba madura ardiendo-
se zambulle en el Magdalena
y una violenta hemorragia celeste
pinta nubes enfebrecidas.
Acomodándose sobre una piedra
a orillas del río,
observando los pescadores
que regresan en sus piraguas cargadas
de bagres, bocachicos y manatíes,
tortugas y babillas,
mi madre, con su bandeja de animalitos casi intacta,
espanta los mosquitos que la aguzan
y las moscas drogadas por el azúcar.
Ella es una niña de diez años,
hastiada, sudorosa, cansada.
Ella odia a sus padres por ponerla
a vender cocadas que nadie compra.
Rascándose las piernas
con sus uñas de señorita,
ella espera la lancha
que todas las tardes pasa río arriba,
rumbo a Mompóx, Magangué, El Banco, Cartagena,
las grandes ciudades del mundo.
Todas las tardes ella espera.
Todos los días ella anhela su primer viaje
del que nunca regresará.
Cuando finalmente la lancha a vapor
aparece, tosiendo como una ballena tísica,
los zancudos frenéticos
que atacan los brazos expuestos
de mi madre,
ya no la molestan
porque el picor que la ataca
es más agudo, es de otra naturaleza.
Es el picor del deseo herido,
es el canto de sirena del mundo y sus placeres
que la lancha anuncia todas las noches
subiendo las aguas del río en llamas
hacia esas urbes donde la vida empieza.
MAMBO (1996)
Contra un cielo topacio
y ventanales estrellados
con delirantes trinitarias
y rojas, sensuales cayenas;
el fragante céfiro vespertino
oloroso de almendros y azahar de la India;
sobre las baldosas de diseños moriscos,
con zapatillas de tacón de aguja,
vestidos descotados y amplias polleras;
sus largas obsidianas caballeras
a la usanza de la época;
perfumadas, trigueñas, risueñas,
mis tías bailaban el mambo
canturreando: "Doctor, mañana
no me saca usted la muela,
aunque me muera de dolor".
Aquellas tardes en mi infancia
cuando mis tías eran muchachas y me pertenecían,
y yo bailaba cobijado entre sus polleras,
nuestras vidas eran un mambo feliz
que no se olvida.
ELEGÍA DEL CISNE (1996)
para Grace Schulman
Recostado en una silla playera
me conmueve la humildad del océano,
las distancias que ha recorrido
para desdoblarse en rizos espumosos a mis pies.
En la pleamar, iridiscentes serpientes ondulantes
se forman bajo la epidermis aguamarina.
El cielo es una resplandeciente bóveda escarlata;
el atardecer primaveral, un clisé perfecto.
En el caluroso resplandor del sol poniente,
las imágenes son serenas, apacibles, despojadas
de toda urgencia.
La paz de este dócil sosiego
me induce a cerrar los ojos,
y el viejo cisne blanco
que contemplé ayer en el crepúsculo aparece.
Lo veo lanzar su cuello hacia el cielo,
abriendo su pico brevemente
para agujerear mi corazón
con un canto desolado.
Y, en la oscuridad circundante
escucho el desesperado abanicar de sus plumas despeinadas
cuando zarpa hacia la mortaja purpúrea de su suerte.
MI NOCHE CON FEDERICO (1996)
(Según Edouard Roditi)
Sucedió en París.
Pepe me invitó a cenar
con un tal Federico
que iba rumbo a Nueva York.
Yo tenía diecinueve años.
Federico me llevaba once
y acababa de terminar
una relación en España
con un escultor
que lo había maltratado mucho.
Federico sólo tuvo dos amantes;
él detestaba las locas promiscuas.
Ambos éramos Géminis.
Como la astrología
era muy importante para él,
Federico se interesó por mí.
Hablamos en castellano.
Yo lo había aprendido
con mi abuela, una judía
sefardita que me había
enseñado términos
del siglo XVI.
Todo esto le pareció
muy gracioso a Federico.
Bebimos mucho, muchísimo
vino esa noche.
Por la mañana, al despertarme,
su cabeza yacía sobre mis tetillas.
Cientos de personas
me han preguntado por los detalles:
¿Era Federico fabuloso en la cama?
Siempre contesto lo mismo:
Federico era emocional
y vulnerable; para él
lo más importante no era el sexo
sino la ternura.
Nunca volví a verlo.
Se marchó a Nueva York
y luego a Cuba y Argentina.
Más tarde, el segundo amor
de su vida fue asesinado
defendiendo la República.
Todo eso sucedió en París
hace ya casi sesenta años.
Fue sólo una noche de amor
más ha durado toda una vida.
SAUDADE (1996)
Muchacho carioca,
habría que inventar epítetos
para aproximarse a tu belleza.
Al despertarme estas mañanas
descubro que aún mis dedos meñiques
cantan tu nombre, y mis zonas capilares
guardan la tibieza de tu boca.
Muchacho carioca
cuando salgo al balcón
las flores cotidianas me sorprenden:
los pétalos magentas de las begonias
se abren como manos dadivosas,
sus corolas semejan cálices tallados en oro
bordeadas de piedras preciosas.
Muchacho carioca
eres un elixir desconocido,
me das a probar manjares desconocidos;
no es el amor lo que fluye
entre nosotros, sino lava.
En ti cabalgo el filo de una ola,
me dejo arrastrar por tu oleaje,
buceo y busco hacia un fondo ignoto;
al acariciarte entro al paraíso.
Todo esto me sucede,
muchacho carioca,
cuando tu sensual saudade
enciende mi boca.
DÍAS DE BARCELONA (1996)
Pronto habrán pasado veinte años,
que, como dice el tango, son nada.
Tampoco es nada
el cargamento de memorias que hemos
acumulado desde ese entonces;
y son mucho, son demasiado,
las carnes desgonzadas,
las arrugas del espíritu
que ninguna cirugía arranca.
Es posible que tus monumentos
hayan envejecido. Mas la patina de tus fachadas
no puede compararse
al derrumbe de mis ilusiones.
Hoy vivo por vivir,
y de las ilusiones de ayer
quedan poemas, memorias borrosas,
cartas que nos atraviesan como puñales.
Últimamente, caminando por las calles,
reconozco en los peatones
los rostros de mis muertos queridos:
Andrés, Mike, Douglas, Luis Roberto,
reencarnados en un gesto, un bucle,
un encuadre chabrolesco.
Quien fui ayer,
y pronto serán veinte años de esto,
ya no recuerdo.
Lo veo a él, al otro Manrique,
un héroe en una novela de posguerra,
un clásico, un mito
repitiéndose desde siempre.
Hoy soy un extranjero
escribiendo líneas nostálgicas
por épocas en las cuales tampoco
quise, ni fui feliz, ni siquiera yo mismo.
A veces, últimamente cuando viajo
en el tren subterráneo,
es como si atravesase
diferentes regiones del infierno,
y sé que, aunque vivo,
estoy muerto, y que tan sólo en la muerte,
tal vez, Barcelona, recorreré
de nuevo tus ramblas
buscándolo a él, con su gemir eterno,
tratando inútilmente de completar
las piezas de un crucigrama
cada vez más extenso
e incierto.
POEMA DE OTOÑO (1999)
Hay un río detrás de la casa.
Desde la ventana de mi cuarto
abajo, en la hondonada,
a través del abigarrado
ropaje del bosque,
aparece el río en otoño
a medida que el mundo
se desnuda y los espacios
se abren. Entonces,
veo una rodaja
del río -un espejo
que refleja los colores del cielo
y también las estrellas.
De repente, después
de una orgía de colores
y el cataclismo de octubre
cuando las hojas encendidas
se desprenden como una tempestad
de mariposas, las noches
invitan a la contemplación
las estrellas son flores diminutas
puntos tan imperceptibles
que parecen una creación de mis ojos.
Así también es la poesía nace
en la imaginación, en el tránsito
del despertar al ensueño.
Mis poemas brotan
no para reflejar al mundo
sino para transcenderlo.
Este otoño no he pensado en la muerte
sino en ti, mi amado.
A medida que el mundo
se desnuda y queda
expuesto a los elementos
-cómo los árboles desnudos-
el milagro del amor
también nos hace vulnerables.
TU ARTE INMACULADO, BILLIE HOLLIDAY (1999)
En el hospital Metropolitano,
el 17 de julio de 1955,
a los cuarenta y cuatro años de edad,
la voz destruida,
encadenada a tu lecho,
tus ojos dos algas negras fosforescentes,
los sueños perfumados de gardenias,
cantaste tu último blues.
Todos los poetas están de acuerdo, Billie,
el día de tu muerte
se instaló perennemente la tristeza.
En tu repertorio
frutos extraños cuelgan
de los árboles sureños-
negros linchados bajos cielos sangrientos.
Tanta crueldad nunca fue tan bien cantada.
De tus labios los sonidos
salen purificados. En tu vocabulario
todo sonido es sacro.
Después de escucharte, Billie
emergimos pálidos, envejecidos,
desolados para siempre.
REMOLCADOR (1999)
era una de esas palabras
que odiaba en mi niñez.
Otras eran corisa, astromelia,
palabras usadas por los Ardilas-
el clan de mi madre.
Me parecían palabras torpes,
vulgares - palabras de campesinos.
Esta mañana de verano
briosa, azulada, mientras caminaba
enfrente de la Universidad de Columbia
recordé la palabra
remolcador... brotó
de mis labios, un suspiro
que se desvaneció hacia el alto Manhattan.
Es curioso como en días amables
camino hasta el parque,
me siento en un banco a observar
el Hudson, como en otras épocas
contemplaba el Río Magdalena.
Hace diez años, en Santa Marta,
una noche caminando el malecón
encontré una muchedumbre alrededor
de un templete, donde unos estudiantes
entonaban coplas desgarradas
acerca del agonizante
Río Magdalena.
Estaba solo. Era una noche clara
sobre la bahía. El mar
era una seda mortuoria
y su frescor me acariciaba.
Tenía cuarenta y siete años;
era un hombre maduro.
Ahora, una década más tarde
pienso en esos jóvenes y sus coplas
y siento el dolor y la nostalgia
que ellos sentían.
El remolcador era una cosa
grande, ocre, metálica
que se desplazaba lentamente
por las aguas cenagosas del Magdalena.
Cargaba tambores de gasolina, jeeps,
ganado, costales repletos de cocos secos.
No era una cosa hermosa.
Pero mi familia pronunciaba
la palabra remolcador-
un lazo entre el pueblo y el mundo de afuera-
con una reverencia casi religiosa.
Es curioso cómo he pasado
gran parte de vida
en ciudades ribereñas;
cómo el río acabó convirtiéndome
en mi destino.
Aunque ahora, cuando veo
un remolcador surcar el Hudson-
una cosa fea, un mal necesario-
tenga otro idioma para nombrarlo:
como tengo también otro idioma
para nombrar aquel mundo, esa otra vida.
LA HORA AZUL (1999)
A veces sucede aquí
en Manhattan cuando atardece
y un helicóptero
o una gaviota cruzan
el cielo- me acuerdo
del pueblo donde vivieron
mis abuelos, y esa hora
era un presagio
de los murciélagos que invadían
la casa como cometas oscuros.
Cuando vi esa luz acariciando
los ladrillos del edificio al otro
lado de la calle, me levanté
de la cama donde yacíamos y me acerqué
a los vidrios helados.
Me preguntaste qué hora era
como si yo -igual que mi abuelo-
tuviera el don
de leer los cielos.
Era la hora azul en Manhattan;
estábamos enamorados
y deseaba que esa hora se alargase
para poder siempre vivir en ella.
Semanas más tarde,
una mañana nevosa
te acompañé hasta la avenida
ayudándote a carga unas valijas.
Mientras esperábamos por un taxi
-te dirigías a tu ciudad
de puentes y estrellas cálidas-
sentí lo irrevocable del momento,
tus ojos se rehusaron
a encontrar los míos. Te subiste
al taxi y mientras yo miraba
hacia la dirección en la cual
desaparecías, tal vez para siempre,
no miraste hacía atrás,
para sellar el momento.
Ya casi llegando a la esquina
de mi casa, di
un paso en falso y por poco
me estrello contra el suelo.
Sentí un peso enorme
sobre mis hombros, como si
se apoyase un edificio sobre ellos;
sentí todo el peso
de mis cincuenta años.
MI AUTOBIOGRAFÍA (1999)
Mi mayor ambición
es la de escribir al menos
un poema que sea leído en el futuro
por algún joven enardecido
quien exclame "¡Manrique tenía cojones!"
Y este joven querrá haberse acostado
conmigo como yo me habría entregado
a Cavafis, Barba Jacob, Rimbaud, Melville
y sobre todo a Walt Whitman.
Y si llego a la vejez,
y me momifico en la piedad,
que nadie nunca olvide
que fui un borracho
un drogadicto
que por veinte años
vagabundeé por los continentes
me acosté
con miles de hombres
de todos los tamaños y colores
aunque mis favoritos fueron
los muchachos campesinos
y rubios de Nueva Inglaterra.
Y es verdad
que vendí la sangre
el cuerpo
y hasta perdí mis ilusiones
nunca traicioné el don de la poesía.
JAIME MANRIQUE. Nació en Barranquilla (Colombia), el 16 de junio de 1949. Poeta, narrador, ensayista y traductor, bilingüe español e inglés. Residente en Estados Unidos desde hace 40 años. Poesía: Los adoradores de la luna 1975, Golpes de dados 1979, Mi noche con Federico García Lorca 1996, Mi cuerpo y otros poemas 1999 y El libro de los muertos (Poemas Selectos 1973-2015). Novelas: Nuestras vidas son los ríos, Colombian Gold, Luna Latina en Manhattan, Twilight at the Equator, El callejón de Cervantes. Ensayos: Maricones Eminentes: Arenas, Lorca, Puig y yo. Ha sido traducido a 9 idiomas. En la actualidad es Distinguished Lecturer en el Departamento de Lenguas y Literaturas Clásicas y Modernas del City College de Nueva York.