Antonio José Trigo

Antonio José Trigo
17 Poemas



De: Rapsodia de lo oscuro ofreciente, (1989)


1. FRAGMENTO II

Antes de anochecer
-quieto tu cuerpo-
no sé qué paloma inacabada
punza mi piel con asedio sensitivo.

En la estancia inaplazada
se abalanza el oro fugitivo del reloj
que da la última hora: exacta cadena
de sesenta minutos negros
entre el ayer truncado
y el mañana predicho.

El mobiliario de puertas inconclusas
guarda los planisferios
que me conducen a ti, así lejana.

(El contorno de tu respiración azul
hiere la delgadez del espacio).

Al fondo, luz, suma dimensión,
total entrega.

Es el deseo de vuelta de otra vez
como las nubes innumeradas
sobre el torso azul de los caminos;
esas nubes (asimetrías obsesivas
del agua neutra; exangües pecios
de un gran naufragio),
que nos traen perdidas canciones de niño
en mil tardes inacabadas.

Coronada de rútilos incendios
en mí vienes como cayendo en no sentir,
mas, sólo me ofreces esta escritura dígita
de espejeante vaciedad,
de palabras temiblemente sordas,
que hoy mis manos ofician,
pues no tengo de qué vivir
a tu través anonadado.

Tú me inventas, te rehaces en mí.
Yo te nombro, excediéndome,
o aún mejor, me conformo
con acicalar tus mil colores abolidos,
de donde ya sólo me queda oír
el ruido de la sangre en la hierba
como un gran alboroto de pájaros;
ver pasas las nubes, el tránsito
de las nubes -culmen de mil rostros-,
con efímera ceremoniosidad;
ya sólo morir despacio
con la sensación implacable
de haber perdido algo para siempre:
una sombra de mí mismo,
un estridor súbito de ala sin pájaro,
que, como el borrador total tal del universo,
finca el cerco del molde que todo lo contiene.



2. FRAGMENTO IV

Golpeando los derrumbes de la luz,
vienes a mí, estibadora de mi sueño,
vienes a decirme al oído tu secreto
de materia solar sobre días frágiles;
tu secreto de piedra sedienta en torno del cielo,
de horizonte de agua acariciando
la rosa de las ruinas;
tu secreto que he de guardar
como el poema guarda la voz danzante
o como la tierra la semilla.

Mientras tanto, la danza, el rito,
que encierra acontecimientos primordiales,
agita del mar la luz nocturna
que me obliga a caer en lo vivido,
en la estancia sin idioma,
donde, a través de las palabras
que nacen para arder,
prefiero la condena a la duda
palpando el aire de no ser
más que sumisa ráfaga de ceniza.



3. FRAGMENTO VI

Es por ti que la noche se vuelve maternal
residencia omnisilente, hoguera ahuecada.

Es por ti que el horizonte
es un ala trunca o frágil laja;
línea final o luz provisoria
que no cede bajo el agua.

Es por ti que en la espesa tiniebla,
entre las sombras iguales apresada,
la luz graba sus runas de oro
y descuella insospechados vuelos sin alas.

Gozoso aún, como empezando a irme,
a tu sombra -raíz aventada-,
por el huir o camino de verticalidad
a donde conduce el tiempo para verse ascua,
me pierdo y me reencuentro.
Si nada soy déjame en la nada.

Retomas para abrevar el fuego, el aire;
Para devolver a la tierra, al agua,
El espacio desplazado del fondo de la noche
Donde el esqueleto de mi voz descansa,
Donde cabes por prodigiosas exenciones protegida
De la nada de ser, de haber no sido nada.

¡Ah cuántas veces te he creído
creyendo ciertamente que vivir entraña
crecer sin cómplices, del otro lado ya de los sentidos,
como crece el cielo por negación de las alas,
o como crece el sueño que nunca acaba de ser
y que llaman vida por muertes aciagas!



4. FRAGMENTO VIII

Somos dos alas como dos inundaciones
remontando un azul ya mudado
por encima de los montes recién abiertos.

Sobre la piedra del tiempo se oye
dilatarse en mil detonaciones
nuestro corazón corroído de estrellas.

Ya te me deshojas tras el cerco de los montes,
¡quedo tan lejos de mí por morir de vida tuya…!
Instante de abandono en que se es porque se ama.


5. FRAGMENTO XIII

En este estar sin ser,
en esta difícil espera,
quién sabe de qué mundos,
piedra de fuego, tú llegas,
como el aire, resumen de cielo,
a mi noche entreabierta.

Dimensión de uno mismo
a sí mismo: lenta hilera
de adentrados espejos
por mis astilladas venas.
Crecimiento súbito de árbol.
luz que me sostiene y quema,
que me prolonga la huida
entre cielo y tierra.

Dentro, en el espacio desnudo
-inanidad de placenta-,
como un ondear,
como en una pared sin grietas
el ascendiente jazminero,
me deslío, piel de tiniebla.
Muero al mundo fugitivo
-ficción extrema-,
y se me abre el alma
y se me pierde a plena incandescencia.

Rodando, circulando, creciendo,
despojado de mí, ya sin huellas,
voy negándome sobre tanta ceniza
para ser un poco menos yo mismo en tus esferas.


6. FRAGMENTO XIV

Ya la noche plena con su luz dentro,
tierra húmeda de días antiguos
donde yo quisiera quedarme por siempre,
donde todo no es, no transcurre,
como en impávido mar velero grácil.
Y al confín, la música
bajo el fondo del ser, despojadísima.

(Tus dedos: pájaros impacientes acaso
en el filo de las horas).

Ya el tiempo se nos va, se deshace,
curvando la corteza de la sonrisa,
para de pronto sentir que nos persigue el sueño,
que nos atraen, nos fascinan las cosas mudas,
las piedras olvidadas en cajas redondas,
y la libre musicalidad de las constelaciones.

Ah sólo tú, bienamada, sabes adónde va,
así ardiendo en silenciosas pausas,
el tiempo de todos y de nadie.

Así tú y yo buscamos, por extrañas tinieblas,
lo que fuimos una vez y ya no somos.


De: Estancia de los Detenimientos (1990)



7. I. EL TIEMPO AQUEL SIN HORAS...

El tiempo aquel sin horas
en el estar sin ser de los relojes,
en esa concordancia azul
que viene de muchos siglos,
abre surcos de inciertas navegaciones,
hace brotar incesantemente
de su sucesión oscura
el ímpetu de la llama
hacia el abierto corazón de los pájaros.

Se hace ala la fiesta alrededor
y entramos de pronto en lo distante
como en un sendero de bosque
que, al no tener huellas,
desimanta el vaciado
del viento, la nube y el ave.

Un rayo lava el agua del río
que ya no vuelve y no protege;
tiempo ardido de no estar y de perder
la ávida furia que corona la corriente.

Así, sin llegar a donde estoy,
la noche se me va por lo amado
y abre brecha en la mañana,
de donde no me queda más que esperar
el arco, el límite, el cielo,
en este lugar sin lugar del poema,
lugar de mis reinos, de mis ruinas,
porque en la estancia a lo más a que se llega
es a no poder llegar, en cuyo secreto:
el sonido del sol trabaja la flor del agua
transcribiendo su salmo de infinito.



8. III. EN LA ESTANCIA DE LOS DETENIMIENTOS...

En la estancia de los detenimientos,
donde cabe pedir la sustancia de los soles,
la música del agua, la caridad del aire,
sé que todo en mí vive, más adentro aún,
en rescoldo, en voraz relámpago
por el cuadrante absorto de las tormentas.

Ya transcurre el diamante roto de la fiebre
rasgando el espejo desierto de la nula androginia,
salpicando con agua de luna
el corazón quemado de los pájaros,
quiera tu voluntad que pueda ser
tu codificación de toda transparencia
para hermanar los corazones de los árboles
y ponerle alas de dragón al azogue del instinto.

Déjame, amor mío, ser tu ceniza.



9. IX. VINIENDO VOY DE TU HUÍDA...

Viniendo voy de tu huída,
abrumando la forma, el color, el límite,
esgrimiendo flechas emboscadas.

El espejo se queda, entre los dos, vaciado,
absorbiéndonos en la encarnación del reflejo,
en ese arrobamiento que nombran alma,
más, ¿qué luz, siempre en la danza, nos advierte?,
¿qué cielo en supuesta rama columbra
y riega de estrellas la sangre?

Vuelve el águila sagrada de lo calmo
bajo la tutela del mar que entalla
la vigilia imposeída del sol,
cicatrizando la quemadura del aire,
colgando de las horas vanas,
entre piedra y vuelo, hasta el confín,
donde ruedan términos de lejanía.

Viniendo voy de tu huída,
pues todo es ir sin volver,
demorado vitral de las últimas nostalgias
que estridulan las pupilas de los pájaros,
pues que vives aguardando mi partida.


De: Esquemas para una decoración del agua, (1990)

10. III

El agua no nació para el quietismo,
rotando en el azogue su elipse mínima
como un relámpago de aguas juntas.
Efímero es su símbolo aciago:
agua que busca la joya del agua
entre mil soles despedazados.
Tan solo después, llena los desiertos
con sus rotundas consunciones,
turba el viento oscuro que mueve
las sombras de la hierba y vuelve,
desbandada, al seno de la luna
donde, para cumplir un último destino,
deposita su arcón de secretas agonías.

Ningún río persiste y, sin embargo,
todos son (incluso aquellos ríos ciegos
y desordenados que no encuentran el mar
donde consumir su nostalgia, que vuelan
en nube cuanto se niegan en cauce;
aquellos ríos inválidos que callan
una canción de campos sin trigos,
de tierra rasgada para ser agradecida).

Aun así, todos los ríos son el mismo río
que se afana en seguir la línea horizontal
que dibuja una mano incógnita, insosegable,
a que está condenado por su origen
de nieve perpetua, de igual modo que todos
los trigales son un mismo trigal enardecido
que anhela ser una miga de pan amasada
por unas manos sedientas de harina y agua.

Pero hay un río en el río que es el río de todo.
Con la arcilla que memórase en sus márgenes
talla para mi sed de todos los caminos
-ya que muero de agua-
la lividez anónima de un esbelto cántaro
que pueda colmar el fuego de la vida.

Agua sin latido, sin onda, sin orilla.
Agua y, sin más, fuego, que torna
a su quietud, saliendo de su agua
como del molde justo del agua primera.

Fuego libre de pájaros que se revuelca
entre el horizonte incapaz de regir
su impaciente manubrio, y la luna
que ahorma el sonante golpeo
del puñal de plata de un viento convocado.
¿Cómo, entonces, del agua negar la corriente
o pasar sin quedar en clara luz serena,
cuando el agua guarda la desazón de los pueblos
y devora el surco manumiso que la nutre?

Si sólo queda la forma de su incendio frío,
mejor dejarla así, sin que la turbe nada.
Después de todo, antes del agua que llamamos
sin voces laceradas que la digan,
existió el rumor que nos nombra
en curvas de gozos temporales.


11. V


"el tiempo es aún un mar sin orillas"
Ernst Jünger

No más que agua y aflicción de agua,
el hombre se desviste y, en su desistimiento,
sabe, de pronto, dónde se aposenta aquello
tan otro que es ser él mismo en pie de muerte.
Nada le protege de los oscuros fuegos,
ni siquiera el corazón de los pájaros que cesa
de acelerar su ritmo y da tumbos y tumbos para siempre
bajo el lento remolino de oro del crepúsculo
que se inscribe entre sus ojos y la sombra de sus ojos.

Todo le desposee, como el llanto que bate olvidos
y se irradia hasta hender un hoy que no se rinde
a ser memoria de bronces historiados.

Todo se da prisa a desmentirle.
La voz ya no intercede su mayoría inválida,
porque uno sólo puede hablar con sus voces,
suspenso de otras vidas, y porque no hay artes de morir
sino rumbos desconocidos de sangre mayor.

El hombre ya no sabe qué decir,
ya lo ven, ¡tantas cosas!, mientras exista
la memoria locuaz de la familia
en ardientes mañanas, tan remediadoras,
navegando en la tierra anegada,
nombrando borrosas escaleras, plazas, parques,
y las añaceas de los pueblos del pasado.

En vano es el cuerpo de todo cuanto se abre
entre la semilla que se coge del viento
y la flor que quiere hacer y hacerse fruto.
Sin embargo, ¿quién efunda el impulso
de la mano sobria que arroja la semilla
al surco, que aviva las rodantes cenizas
del júbilo hervor de ocultos crisoles
que recuece el pan en la marmita?

Inútil, pues, correr, precipitarse,
mientras se cierra la cuenta de los días espoleados
para ir de bruces a donde la danza del horizonte
apura, en el febril desdibujo de una llama,
el impulso feroz de los latidos.

La vida entera, ¿qué poca?
¿Qué asir sino aquello que se escapa?
Lo que fue un día claridad en la memoria
hoy es ala que cicatriza mientras sube.

No hay nada más que explicar:
el tiempo es aún un mar sin orillas,
y al hombre ya no le queda más que ir
cayendo de bruces de sueño en sueño,
en lenta ubicuidad, en labor de ceniza,
porque, ¿quién que es no ha sentido
en el lugar del corazón la luz de cada instante
como adentro del fruto la semilla?,
¿quién que es no se ha detenido a mirar,
por el revés del óxido de todas las ventanas,
sus años primeros, y ha sabido, de pronto,
que ya no le queda nada sino averiguar
la calidad del tiempo que ha de caer, inexorable?

Uno pierde la voz, todo sentido,
mientras muere de sed junto al estanque.
Uno cómo persigue en la luz
el momento sin orillas ni desgaste.
La derrota callada de una antigua certidumbre.
La desaparición cordial de la memoria
por esos espacios impunes donde, solísima,
se alcoba la tierna sinrazón de las quimeras.
Y por una vez más, la palabra intentada,
sin premura, que trae el inverso contorno
de la noche y su adivinación de estrellas.

Pero basta ya de derrumbes tercos
y vacías coronaciones ahora que es tarde
y sobre el fondo del cristal llega el invierno.
Ahora es preciso atesorar el pulso animador
que se abre a la celeridad de la vida
y reir y serenarse como nadie lo hizo mejor.
Ahora es preciso cantar de vez en cuando,
antes que se columbre el último telón
y la malicia del fuego reclame su parte,
contra la oscura multitud siempre en acecho
que embosca, a cambio de unas míseras monedas,
la luz de la tierra y el mirador de las sangres.

Aun así, cae y cae sobre la espalda
la gravedad desnuda del látigo
como la arboladura de un velero
de inseguras carenas cae al mar,
o como cae el azadón sobre la duramadre,
en este no poder salirse los pájaros
de la mirada -huéspedes secretos,
que son omisos, aunque ágiles y gozosos-;
en este no desear ya nada y no esperar
ya nunca esperar algún día;
no poder, siquiera, continuar esperando
esa variante súbita del sueño
cuando en la noche el corazón se entrega,
porque real es sólo lo vivible,
este delirio de tanta luz y tanto aliento,
esta vida que se espera mientras pasa,
que no ha de ser o que nos deja.


12. IX


"¡qué cosa más extraña: el barco está en el océano!
¡mira ahora: el océano está dentro del barco!"
Shayj Abdal Qadir al-Yilani


Miro hacia el mar
(algo así como una puerta batiente
que se abre interior dándose a cada rato
contra la rosa abierta del horizonte
que cesa de alejarse),
sabiendo que al otro lado del mar
y su vorágine, parece posible reconstruir
algo que nunca ha rozado la muerte
y guardar este mar entre las horas,
porque hoy siempre será todavía
-como dijo el viejo trovador
que tanto sobaba el río-,
y porque no solo viajamos a través
de la carne, aunque dejemos al cuerpo
entenderse con otro cuerpo
en obstinado coloquio amoroso,
no solo en la ebriedad de su huída
del tiempo a la mentira,
también en la conciencia de suceder
en todas partes desde adentro de sí cada historia,
como viniendo de más abajo que la sangre.
Pero he aquí que el mar, que es mi fábula,
sin inscripciones y exergos que celebren
su memorable historia, siempre me espera
como un viejo rencor, aunque no sepa
quién lo incendia, quién designa su espacio
para un tiempo tan breve, quién disipa,
por rutas ignoradas, la tiniebla abundante
de la rosa, quién legisla las horas ovales
del reloj nocturno de los muelles.

Ya mis naves dispuestas como siempre a partir,
a dejarse exornar con inconclusas carenas
para ir ocupando posiciones cada vez más lejanas
(ya se sabe, un barco es más barco en alta mar),
sigo mi propia luz de rumbo a cielo abierto
con la tabla de mis últimos naufragios
que envuelve al agua y la detiene,
conduciéndome en retorno hacia la fuente
donde el verano esconde, como lluvia extraviada,
las aguas inversas que remontan los ríos,
que declinan, bajo las piedras y las horas,
mis márgenes de sed y paciencia de animal profundo.

Ya el mar dentro del barco, da golpe morirse así
sin invocar en las semillas la constancia del viento,
sin sellar la caricia de este mundo uno y común;
da golpe que el resplandor del día en que mis ojos se pierden
me mate con alegrísima saña sin antes desdoblar las palabras
que son, a menudo, moneda de tercos soles la sílaba.

Pero así es este lugar donde el mar, ola tras ola,
viene triturando la lejanía, y me roba el paso,
y ni siquiera evita el ardimiento del corazón;
de donde ya sólo me queda abandonar, dejar sin mí,
esta luz arrebatada sin lujo de recargo,
y caminar y caminar sobre aguas más limpias,
a fin de reglamentar mis silencios antes que esperar
cómo salen las voces que de tan lejos me acompañan,
porque no pulo mis recuerdos para que se deslíen en paisajes
y porque no soy dueño de la luz detenida en mi mirada.


13. X

El mar, llamémosle así, fue siempre mi herida,
mas también fue la excitación vencida de mi mirada.
El mar, el mar, reanudando una y otra vez
su precario oficio de marcar el paso de las lunas
sin saber si es un ala caída de no se sabe
qué comba agonía del aire, un espejismo
de mirada candidísima que se beben
los pájaros al girar una rueda de estaciones
o una lluvia extraviada que se olvida en sus memorias.

Aquí me quedo, lejos del mar, a un paso,
como quien vuelve de un largo viaje
a lo que siempre fue cuando no era un adarme de sal,
a lo que nunca dejó de ser siendo un adarme de sal,
sin hacer inventario de restos en la arena,
aunque (siempre que la noche insidiosa lo permite)
le digo al mar que venga a sentarse a mi mesa,
porque -oh paradoja- he de subsistir
como el agua subsiste a pesar del cierzo o la sequía.

Entonces, rota la imagen inventada desde la niñez
y sin espejo donde estar que especula,
el mar me lleva así de la mano y me enseña
que soy, como todo hombre, de la luz que me sigue.


De: Reclamos y Presencias del Advirtiente, (1999)


14. APRENDIZAJE DE LA MIRADA


I


Mirar cómo se posa el polvo
sobre la vigilia memorable de los retratos
que refrendan, cada día,
la misma insidiosa servidumbre.
Mirar al fondo de los ojos
de un cuerpo desacariciado cómo desciñe
el aluvión de fuego de toda lastimadura.
Mirar al amor que cambia cuando llueven
pájaros dentro de la carne herida
arrastrando desmemorias, semillas de rencores.

Mirar es llenar el espacio de un esplendor sin nombre,
a fin de disponer una cantidad hechizada de sol
para fundar tantos sentimientos de lejanía
como sea preciso, siempre tan del corazón.


II


Como para cada silencio hay un mundo
de pájaros en desbandada,
para cada salto en el abismo
hay la corriente de una mirada:
flor de antigua claridad sin término
que cierra sobre la cumbre sus alas,
que aguarda los fríos, las brumas violentas,
las antiguas reciedumbres, las vencidas ansias.

Todo empieza sin ninguna duda
bajo la nieve abundante de la mirada
que ocupa el lugar de los ojos y no el que queda
entre los ojos, entre penumbras cálidas,
porque nunca, antes y ahora, en este mundo,
cada cosa, cada ser, en su inmóvil danza,
persiste en el corto momento que viven
como persiste a la embestida tórtola el águila,
en callado designio, en callada imagen,
haciendo círculos hasta alcanzarla.

Sólo el esplendor sin nombre llena el espacio.
Nada se interpone hacia su centro en que la luz es nada.

Ya la noche pone en marcha su caja de aviesos ritmos.
Ya no hay retorno de la última audacia.

Entre señales furtivas, la luz que se nos concede
queda desnuda en pequeñas nostalgias,
porque, ¿dónde sino en los ojos, convertidos
en la claridad que aniega, queda incendiada
la noche tutelar que cada uno de nosotros,
con furor, sabe al otro comunicarla?

Al final, sin rostros ni lugares intermedios,
uno, tan dócil, de todo sueño se desata,
hasta no ser nadie, solo asueto,
no más que un jeroglífico de aridez y escarcha.

Al final todos, tan efusivos, hacemos hoguera.
¿A qué, pues, preocuparse, si todo pasa,
si no hay sitio que cercar ni sendero por donde huir,
si doblamos la esquina, y ya es la noche callada?

Vivir acaso sea acercarse al mundo
y guardar el silencio de las cosas que no se alcanzan;
sea tener los sentidos atentos al viento de eternidad
que nos vence, nos sostiene y encarna;
sea deletrear vuelos hacia las estrellas
en donde se organiza la mirada.



15. MONÓLOGO DEL VIENTO



Hago dúctil la horma de los pasos
temerosos de lo que huyen,
porque, ¿quién sabe si corren o si dejan
de correr, si no más que viajeros hay
que han agotado ya todos los paisajes?

Muchas veces reemplazo mi cólera de siglos
por esas calles de dios donde la palabra
convoca la desventura con sus horas, días, años,
sin que el ojo múltiple del vino calme su sed mayor.

Muchas veces despojo a la mirada su seguridad
de perderse entre los árboles donde una vez
dejaron escrita, sin acertar ahora su sitio,
la gramática comparada del lenguaje de los pájaros.
(¿Dónde poner la mirada sino en las cosas rotas,
por descuido, sin lugar exacto, apacible?)

Muchas veces fui dentro de casa
sintiendo cómo la luz, que es voraz,
escribe su memoria desde el sueño
adelantando para todos su vaticinio.

Muchas veces vi lucir el astro negro
sobre el lado de afuera, pero, ¿qué solución
se concibe, de luz no usada, por el lado de adentro?
Ah, qué viejos de luz, los hombres van y vienen
como queriendo comprar, con el oro aciago
de cada día, plenos vestigios a la infancia.

A cuántos desplomó esa densa carga
de clandestino júbilo de hombres, a cuántos,
yendo y viniendo a sus oficios liminares
de mesa y de silencio, para, al fin, confiarse
a esa luz que llega, voraz, que gana
su límite y hace sus vencimientos.

Sólo yo -viento habitado- atravieso ciudades solas.


16. NECESIDAD DE CUMBRE


Porque no hay injusto destino irremediable
voy y vengo con esta mano dura
que tiembla en la semilla y me posee,
reduciendo su forma a un trato con los pájaros,
y esta voz a tierra que gira y arde,
entre la montaña y la atmósfera.

Ya antes en todo tiempo esta mano temblorosa
había azotado al trigo, y esta voz,
siempre volteada como una moneda,
había sentido nostalgia por países lejanos.
¿He de escupir, ahora, la miga de mis dedos?
¿He de gastar mi voz mientras me adeuden
su reverso, el sitio donde se adivina
la longevidad del aire a ciertas horas del sol?

¡Que el mundo no sepa, tan frágil
de presagios, que lo invento con mi voz!
¡Que no sientan, las cosas,
agrupadas en anchas temperaturas,
que las defino con mis dedos!

¡No habite mis contornos el furor de los días
sino para alimentarme de un inmenso gozo,
de las montañas no abolidas!


17. CANTATA DE LOS AMANTES


I


Siendo resabio de la sangre que amanece
el corazón nos convoca a los acordes del día,
antes que colme la noche su ropaje suntuoso
de flores que se agostan y callan, carcomidas;
antes que el vino funesto en el borde amargo
de la mirada comience a insinuar su afán suicida.

Por una vez más, aunque nos ensombrezca
el hueso en flor de tortuosas alegrías;
aunque se libre el valor de mil olvidos
en ruleta de feroces caricias;
aunque, al bajar juntos las escaleras
que nos acercan, nos reúnen y nos fatigan,
algún dolor que fuimos extienda su aceite oscuro
sobre el mirador de la sangre o rosa removida,
por una vez más, crujen y se derrumban
los sentidos, sin que nos velen sus bellas mentiras.

¡Cómo nos regocijamos en un rumor cóncavo de llama,
cómo juntamos el polvo disperso de la muerte sabida
y reconciliamos, al tiempo que las estrellas
espolvorean su nieve dorada, nuestras cenizas!

Si tenemos en el hueco de nuestras manos juntas,
no el fulgor de la llave sobre cerradura enmohecida,
sino el futuro del sol que no ha de pasar para siempre
sobre este lugar tan abierto de tanta hora vacía,
¿quién vendrá, entonces, falso y ajeno, a cobrarnos
el adeudo inflexible de nuestra estancia vivida?


II


La noche vino por el aire de los pájaros.
La quise levantar y establecer entre mis huesos,
pero huyó despavorida abriéndome en el pecho
los seguros dientes que brotan de tus tactos.

Así está concebido que, al paso de los años,
abra a tu música -definitivo y cierto-
mis pausas de ocio, y que de los nudos abiertos
del amor salga la flecha errante de los astros.

Se funda así el lugar cada vez que nos levantamos
para sufrir la jornada entre el día y los sueños,
de donde, con el alma sola que nos queda, ya sin nervios, queda lejos esa época en que fuimos tú y yo, sin ambos.

Desde todo, desde el centro en donde hemos llegado
nos consta que crece a nuestra medida el tiempo
porque con la mitad de una flor inventamos
el paraíso, y porque perdimos la gloria al perder el silencio.


III


No sé cómo llamarte para que me respondas.
Pasas con tu gran luz sin cuerpo en tanto cuerpo
como pronta abeja hacia el panal oculto,
como un río que transcurre para que siempre lo posean.

No sé cómo llamarte, con nombre de qué cosa,
hasta alcanzar, ya ruinosa la noche,
la altura de los astros que nos permanecen.

Alzo los ojos. Veo el cielo sin cielo de la ciudad,
donde cada uno con su soledad de pródigo,
en el envés oculto de la penuria,
contempla la imagen deseada de sí mismo.

Pero hoy que mis ojos recuerdan la importancia
de los pájaros, la forma en que siguiéndolos
el aire deja de ser un extremo de la tierra,
sigo sin saber cómo llamarte,
como a qué bosque escondido,
donde una vez y ahora coinciden,
donde el espacio último se ha quedado,
pleno, erguido, sobre ruinas circulares.
¿Quién sabe si no será una fantasía?

Ya no más me preguntes cómo pasa el tiempo.
Otro día al morir dejaré, sin sorpresas,
tu nombre en otro cuerpo mendigo de pasos
que conozca cómo lo que queda desaparece
y lo que fluye está ahora aquí mismo.



IV


Perseguidos del sol que arde el camino,
afrentamos los cuerpos cada día en los cuartos
más dudosos, para desplegar la ceniza memorable
que en el mundo son los que se aman.

Las grietas de los muebles se llenan de horas antiguas,
mas sólo aquel fuego que convoca al fuego no duerme.

De aquí, de este lugar gozado a mares
en donde nos vemos salir y entrar a la luz
como aire que a otro aire sube,
¿quién nos va a sacar?

Vamos, ven, vamos a entrar en nuestro lugar,
cumplirlo, antes de que llegue la noche
con su despoblación,
ahora que todos los sonidos han cesado.
¿No oyes que todos los sonidos han cesado?






ANTONIO JOSÉ TRIGO, poeta, ensayista y pintor español nacido en Lora del Río (Sevilla), el día 22 de abril de 1961. Inclinado desde muy joven por la pintura y la poesía, fue fundador de la revista de poesía La Cuerda Del Arco (1987-1995). Ha publicado: Rapsodia de lo oscuro ofreciente (1989); Estancia de los detenimientos (1990); Esquemas para una decoración del agua (1990) y Reclamos y presencias del advirtiente (1999). Como ensayista ha publicado numerosos trabajos, entre los que cabe distinguir el libro La Sociedad Posmoderna (1992).