Bajo la apariencia de una estructura convencional, La princesa federal, nos hace el primer guiño con el epígrafe de Mármol referido a la protagonista, Manuela Rosas: «He ahí un nombre conocido de todos, pero que indistintamente lo han aplicado, unos a un ángel, otros a un demonio. Pues esa mujer, que ha inspirado tantas páginas en su favor y tantas en su daño, puede contar, entre los caprichos de su raro destino, el no haber sido comprendida jamás, ni por sus apologistas, ni por sus detractores». Entonces comenzamos a preguntarnos si estamos frente a una novela histórica. En realidad, creo que la Historia es apenas una excusa para una estética literaria diferente.
La novela va construyendo distintos pasados, pasado y presente de la historia novelesca, separados de nuestro presente como lectores. La pampa ganadera y el Londres del exilio. La princesa... vive en dos voces narrativas que, aun como testigos, le confieren una omnisciencia natural. Hay un delicado equilibrio entre el presente de la novela, con un narrador personaje, el Dr. Gabriel Victorica (que visita en Londres a la anciana Manuela), y la voz de otro (don Pedro de Angelis, periodista al servicio de Rosas, maestro oficioso de Manuelita), que viene del pasado, oculto entre las hojas de un cuaderno de tapas violentas, y se inmiscuye en la trama con el permiso del narrador aparentemente principal (Victorica).
Lojo realiza un enlace artesanal, exquisito, entre esas dos historias, que con su pasado y su presente configuran el retrato de una mujer que supo usar tan bien las argucias de la seducción como sus habilidades de amazona. Látigo y abanico en la composición de un personaje singular, emergente de una sociedad dominada por el poder, el clero y los prejuicios, con las salidas oscuras de la hipocresía y la simulación. Bajo esta trama, escindida en dos tiempos y dos voces, van desfilando los personajes centrales de una historia que fue, y de otra (más importante para nosotros): la de la ficción, en una prosa lúcida y deslumbrante que siembra flores en el desierto y pone en boca de Don Pedro las místicas del amor y del resentimiento. Uno a uno van apareciendo, héroes y humanos, con esa envoltura carnal que los redime o los condena en la memoria, la abuela Agustina y sus mandatos, Rosas, con un preponderante protagonismo, Quiroga, Vélez Sársfield, damas y caballeros del séquito del Restaurador, criados, amantes, unitarios y federales.
A medida que se avanza en la lectura, se va sintiendo el diálogo secreto entre Don Pedro y Victorica. Las historias se tocan y presente y pasado se diluyen en la fusión de un tiempo que, al fin de cuentas, es el tiempo de Manuela, la dueña irreversible de un amor que se fue (Don Pedro) y de una fascinación que comienza (Gabriel). Princesa de las Pampas, Cleopatra del Plata, Virgen de los Necesitados, Manuela es reina y esclava de un sistema de poder que la corona y la somete. El régimen la necesita entera y disponible, sin maridos que estorben sus funciones, sin las graciosas escapadas de toda joven normal. Pero, ¿por qué Manuelita no se ha rebelado ante tantas prohibiciones? Don Pedro se pregunta y se contesta: «Ay de mí –lo voy comprendiendo mejor ahora— porque desde su posición no se halla sujeta a ninguna voluntad humana, salvo la del Gobernador y la de sus propios deseos». Desde el pasado, la edípica relación Rosas/ Manuela nos trae la clave de una alianza que fue el pilar de una estirpe en la epopeya argentina. El caudillo, el Restaurador, la Santa Federación, la Mazorca, versus la feroz polaridad del enemigo unitario.
¿Cómo se las arregla Lojo con esta puja? ¿Hacia dónde apunta ideológicamente? ¿Anda de la mano de los antiguos libros de texto escolares, acuerda con el “sensato” revisionismo? También ella sabe de astucias –látigos y abanicos—y puede fustigar al tirano con los rencores de Don Pedro, o rescatarlo con el incondicional amor de Manuelita. Política, guerras y batallas, la ocupación, el bloqueo, amigos fieles, insignes enemigos, la magnificencia de una pampa terrateniente, el deslumbramiento de los salones...¿y el amor? El amor tiene una presencia fuerte en la novela. El amor del Don Pedro, inmortalizado en el testimonio del cuaderno de tapas punzó. El amor absolutista entre Rosas y Manuela. Los amoríos del Gobernador y su concubina, Eugenia Castro. El tibio, protector amor de Máximo Terrero.
Y el amor con mayúscula: ése que se sustenta en la pasión y reniega de la hipocresía, el que desafía al poder: Camila O’Gorman, claro, y el fusilamiento de los amantes. ¿Era necesario –pregunta Victorica— que Rosas tomara una medida tan extrema para conformar la hipócrita moral pública? «Fue un error de Tatita» –le responde Manuela--. Un error político que socavó al gobierno y precipitó el comienzo del fin. «Muchas veces me culpo de lo ocurrido», añade. Hay culpas en Manuela. Esa Manuela que «sabe lo que siempre supieron las mujeres y también lo que siempre se les ha impedido saber», ha llegado tarde. El régimen ha sido aún más fuerte que su lealtad, y el poder no le bastó para la salvación de su amiga. Una cruz que ha de cargar en los años del exilio, peleando con el Cristo acusador que levantan sus noches de pesadilla, el que le trae las carcajadas de la cabeza cortada de Lavalle, el que la señala y la perdona en la paz de la iglesia londinense.
El color es una herramienta eficaz en este lenguaje narrativo. Como un cincel, va dando forma a una época teñida de rojo. La divisa punzó, el chal de Melanie, los pañuelitos de seda, las cintas del abanico, el simbólico rojo de la estrella federal. Y el azul profundo de los ojos de Rosas, el azul achinado de los ojillos de sus bastardos, herencia de amores licenciosos, los negros ojos de Facundo, el traje azul oscuro de la señora en Londres, el moño gris, el chaleco borravino. El verde las pampas, el verde en el exilio: ese paisaje taimado que Rosas quiere levantar talando árboles, «para imponer sobre la tierra inglesa la forma de la llanura». El color está presente en toda la novela, creando climas diferentes, sosteniendo y armando pacientemente la trama.
El mundo está presente, los hechos relevantes que demarcan las épocas. Freud, el médico vienés curador de mentes y almas, los asombros de la nueva medicina. El toque psicológico que Lojo no deja de imprimir a sus novelas, a sus personajes, magníficamente dibujados en cuerpo y alma con sus placeres y tormentos. También el ranquel la cautiva, el indio Mariano volviendo a sus desiertos. Bernard Shaw dijo alguna vez que es absurdo pedirle a un autor una explicación de su obra, ya que esa explicación bien puede ser lo que la obra buscaba. Quedémonos entonces, sin preguntas, ante el goce de «una prosa original, compleja, graciosa, profunda, poética, erudita, brillante». Estoy citando a un Enrique Anderson Imbert deslumbrado por Lojo, que insiste que a la novela hay que gozarla en sí, como un poema autónomo, si bien sospecha que en ella «los profesores encontrarán mucho que aprender». Aunque el aprender, añado, esté deliciosamente relegado al placer de andar página tras página, por los caminos, hoy cada vez menos transitados, de la lectura.
ELDA DURÁN, Escritora. Nació el 6 de agosto de 1941 en Las Lajas, Departamento Picunches, Provincia de Neuquen. Reside en Río Cuarto, Provincia de Córdoba. Conformó el Movimiento de Escritores Jóvenes de Córdoba e integró el Taller de Creación Literaria Caja Negra, que entre sus actividades editó la revista literaria del mismo nombre. También ha colaborado con articulos en diversos medios de comunicación, entre ellos Internéditos (revista literaria, Bs As), Soco-soco (S.A.D.E. Río Cuarto), y los diarios El Tiempo y Puntal. Ha publicado los siguientes libros: Josiá... el de las historias empezadas; Algunas mujeres y tanta historia (en colaboración) y De gentes y soledades (cuentos). Textos suyos han sido incluidos en las antologías Zona de Vigilia (1984), Poetas y cuentistas de Río Cuarto (1984), 36 nuevos cuentistas argentinos (1985); Bla, bla. 8 (1986), Leve Identikid. Caja Negra de lo que va a ser (1993). También hay trabajos suyos en las plaquetas Composición del lugar (1992), El raro mundo del viento y El sillón y Poesía (1986/87). Ha escrito varias obras literarias para niños, entre los que cabe mencionar: Las Huacas del silencio, 1995. (En colaboración con Susana Dillon); Encantos y espantos de la Trapalanda. Cuentos y leyendas de nuestros sures, 1996, En colaboración con Susana Dillon; Amuyu Kudehue. Juegos para seguir jugando, 1996. Tiempo de agua. Una historia mojada, 1997, . En colaboración con Susana Dillon; La segunda eternidad, 1997.