Poesía y Creencia: El Paraíso Poético de José Lezama Lima por María C. Albin (University of Minnesota)



La inesperada muerte del padre fue un acontecimiento de gran repercusión en la vida y obra de José Lezama Lima (1910-1976). La pérdida del padre genera un vacío y una ausencia que el escritor intentará llenar por medio de la imagen poética, pues el mismo Lezama confiesa: «El estaba en el centro de mi vida y su muerte, me dio el sentido de lo que yo más tarde llamaría el latido de la ausencia .... esa ausencia me hizo hipersensible a la presencia de la imagen», y más adelante reitera que el fallecimiento del padre le brindó un nuevo concepto de la vida, en el que lo invisible comenzó a cobrar forma (Simón 12). En este trabajo analizamos la novela Paradiso (1966) de Lezama Lima que narra el desarrollo de la vocación poética de José Cemí, el personaje principal, como respuesta a la ausencia dejada por la repentina muerte del padre. La madre de Cemí, Rialta, le explica al hijo que «en una familia no puede suceder una desgracia de tal magnitud, sin que esa oquedad cumpla una extraña significación, sin que esa ausencia vuelva por su rescate» (230). El niño descubre que el rescate de esa ausencia sólo es posible a través del quehacer poético, ya que para Lezama la poesía restituye al individuo a la unidad primigenia al transfigurarlo por la imago o imagen en el ser para la resurrección. La imagen lezamiana --que surge como resultado del encadenamiento y progresión continua de las metáforas en un poema-- representa la realidad del mundo invisible, del mundo incondicionado, y por lo tanto, de la unidad. De ahí que en Paradiso se cumpla la conversión del ser-para-la-muerte propuesto por Martin Heidegger en El ser y el tiempo (1927), en el poeta como ser-causal-para-la resurrección, personificado en la novela por Cemí que representa al poeta incipiente y por su maestro Oppiano Licario, quien simboliza al dador o transmisor de la palabra poética que redime. 

Lezama descubre la palabra potens al estudiar el período de los etruscos, cuyo gobernante era el rey-sacerdote Numa Pompilio. Para este pueblo, el término quería decir «si es posible», y por lo tanto era empleado para designar la «posibilidad infinita». Lezama establece que el concepto reaparece en el catolicismo como el virgo potens que alude a la posibilidad de engendrar un dios por medios sobrenaturales, y llega a la conclusión «de que esa posibilidad infinita es la que tiene que encarnar la imagen. Y como la mayor posibilidad infinita es la resurrección, la poesía, la imagen, tenía que expresar su mayor abertura de compás, que es la propia resurrección. Fue entonces que adquirí el punto de vista que enfrentó a la teoría heideggeriana del hombre para la muerte, levantando el concepto de la poesía que viene a establecer la causalidad prodigios del ser para la resurrección, el ser que vence a la muerte y a lo saturniano. De tal manera que si me pidiera que definiera la poesía ... tendría que hacerlo en los términos de que es la imagen alcanzada por el hombre de la resurrección.» (Alvarez Bravo 59)

En El ser y el tiempo (Sein und Zeit, 1927) Martin Heidegger postula que la mortalidad es el modo de ser y de existir del individuo, y de ahí deriva una de la tesis centrales de la obra: la muerte como el factor determinante de la existencia humana. El Heidegger de los primeros escritos alega que la muerte se constituye en la base existencial y ontológica de la finitud del ser humano, pues destaca el carácter finito del Dasein, y determina que es un "ser-para-la-muerte'. En el Heidegger posterior, la muerte es el locus privilegiado que permite al ente llegar a un mayor entendimiento de sí mismo, por lo que se configura en el espacio en el cual el ser simultáneamente se hace presente y se desvanece. En el pensamiento heideggeriano la muerte adjudica al individuo un carácter finito: el ser humano es una criatura finita porque existe en función de la muerte, y es sólo a través de ella que se hace presente. Por lo tanto, para el filósofo alemán la máxima posibilidad de la existencia se halla en la muerte. En cambio, en el sistema poético de Lezama, la máxima posibilidad del individuo consiste en actuar en lo infinito por medio de la imagen, la cual brinda al ser la posibilidad ilimitada que implica una victoria sobre la muerte: la resurrección o redención.

En las líneas siguientes, Heidegger describe algunos de los rasgos distintivos de la muerte en tanto posibilidad de ser del Dasein: «la muerte en cuanto fin del 'ser ahí' es la posibilidad más peculiar, irreferente, cierta y en cuanto tal indeterminada, e irrebasable, del 'ser ahí'' . . .» (El ser y el tiempo 282). El ser-en-el-mundo intenta rechazar la muerte como inherente a su existencia y pretende escapar de ella. Sin embargo, Heidegger aclara que el ser-auténtico-para-la-muerte sí adopta una postura en la que acepta la muerte, porque la vislumbra como la única alternativa de llegar a ser. El Dasein reconoce su condición de extravío al hallarse sumergido en un estado de inautenticidad, y es entonces cuando acepta una fase nueva de existencia auténtica en la que reconoce y sabe que es un ser guiado por un impulso hacia la muerte (El ser y el tiempo, trad. José Gaos, 290)

Lezama responde al ser-para-la-muerte heideggeriano con el concepto del poeta como ser causal-para-la-resurrección, figura que ejerce una labor sacerdotal al convertirse en el guardián de la sustancia de lo inexistente. El poeta, a través de un acto de transustanciación, presencia la conversión de lo inorgánico en viviente, de la sustancia en espíritu. Es decir, el guardián de lo inexistente hispostasiado en sustancia es testigo de la exigencia total ganada por la sobreabundancia en la resurrección ("La dignidad" 356). La poética lezamiana se distingue por ser una escritura de sobreabundancia o proliferación neobarroca que busca salvar a la criatura del horror vacui, que Lezama define como el miedo a quedarse sin imágenes («Confluencias» 420). En el sistema lezamiano, la sobreabundancia tiene una raíz bíblica, pues la explica utilizando el pasaje del encuentro de Job con Dios. A una pregunta de Job, Dios le responde con otra pregunta: «”quién hace llover sobre la tierra deshabitada y sobre el desierto donde no hay hombre”» ("Preludio a las eras imaginarias" 376 ). La réplica de Dios a base de preguntas engendra un nuevo causalismo. Es decir, si hace llover sobre la extensión desértica, se pronostica la ocurrencia de algo inesperado. Es la sobreabundancia que permitirá la aparición de lo incondicionado--que puede definirse como la causalidad de tipo poético que reta y sustituye al enlace causal aristotélico («Preludio a las eras imaginarias» 378-79). En la respuesta incondicionada de Dios, Lezama interpreta el vencimiento a la extensión saturniana, es decir, a la muerte. Por otra parte, la lucha que se establece entre lo "incondicionado" y la causalidad poética engendra el poema. En el sistema poético de Lezama, la "vivencia oblicua" y el "súbito" favorecen el apresamiento de la poiesis. La "vivencia oblicua" como concepto expresa la realización incondicionada y no causal. Lezama lo explica con el siguiente ejemplo: cuando San Jorge clava su lanza al dragón, es su caballo y no el dragón, quien se desploma muerto. Esto sustituye la relación causal que sería caballero-lanza-dragón. El intercambio entre la "vivencia oblicua" y el "súbito" crea el "incondicionado-condicionante", es decir, el potens o posibilidad infinita. El «súbito» ocurre cuando lo "incondicionado" actúa sobre la causalidad en un movimiento de descenso revelando las relaciones causales no visibles y que repentinamente se develan. Lezama lo explica con el ejemplo de que si un estudioso del alemán se encuentra con la palabra vogel (pájaro) y después con la palabra vogelbauer (jaula para pájaros), al llegar a la palabra vogelon se le entrega el significado del pájaro entrando en la jaula —la cópula sexual  (Lezama, («Preludio a las eras imaginarias» 383). Por otra parte, en el ámbito del potens es donde el individuo puede llevar su ser causal hasta la infinitud y de ese modo, vencer a la muerte.

En el ensayo «A partir de la poesía», Lezama postula que lo imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinitud que es el potens. Cuando el potens actúa sobre lo visible pertenece al dominio de la physis, pero «cuando se desarrolla en lo invisible nos regala el prodigio de la imagen de la resurrección» («Preludio» 385). El poeta alcanza la imagen de la redención, que es la posibilidad máxima, al llevar a cabo su labor poética empleando los recursos del potens, la vivencia oblicua y el súbito, y al establecer las relaciones entre lo incondicionado y lo causal que engendran el poema: su testimonio como ser-causal-para-la-resurrección. Es entonces cuando el individuo rechaza la condición heideggeriana del ser-para-la-muerte y pasa a ocupar «el centro irradiante de su plenitud» («Preludio» 385).

El escritor postula que durante el período etrusco la creación artística se elevó a la infinitud con el potens, pero aclara que es sólo en la época católica cuando la poesía alcanza verdadera plenitud. Según Lezama, en la poesía del período católico se vislumbran dos grandes temas: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente y la imagen de la resurrección («La dignidad» 356). El poeta católico, criatura privilegiada que habla "por el coro y aquel por quien el coro espera para contestar airado a los destinos", entrega al pueblo la sustancia inexistente y con ella la promesa de redención a través de la imagen («La dignidad de la poesía» 359).

En su ensayo («La dignidad de la poesía», el escritor sostiene que la poesía surge a partir de la imagen como proporción y llega a establecer una nueva causalidad entre el ser humano y lo desconocido, pues al alcanzar la culminación de la imagen en la resurrección brinda al individuo «los ordenamientos de un nuevo tiempo paradisíaco» (366). Lezama recrea esta nueva temporalidad en su novela Paradiso, en la que intenta fundar un paraíso poético alrededor de la figura de Cemí, personaje obsesionado con la conquista de la imagen, y cuya iniciación y aprendizaje como poeta es narrada en la novela. En Paradiso, la muerte se presenta como un tema recurrente, pues en el transcurso de la obra fallecen cinco miembros de las familias Olaya y Cemí por diferentes causas: Andresito, el niño violinista, el Coronel José Eugenio Cemí, el tío Alberto, la abuela Doña Augusta, y por último, Oppiano Licario, cuya muerte redentora pone fin a la novela. La muerte de este personaje clausura a la misma vez que sugiere el inicio del libro con la frase «ritmo hesicástico, podemos empezar», - la cual alude al nacimiento del poeta como ser-causal-para-la resurrección, figura que desplaza al ser-para-la muerte que propone Heidegger; y además, reitera la concepción lezamiana de la poesía como camino hipertélico que conduce al ámbito donde se anula la temporalidad finita y lineal.

El segundo capítulo de la novela comienza con un pasaje que alude a la escritura en el que se narra la salida de José Cemí de la escuela llevando una tiza que le servía de apoyo, ya que el «cansancio de las horas de la escuela motivaba que a la salida buscase apoyo, distracción» (20). El niño usa la tiza para escribir en el paredón: «Al fin, apoyó la tiza como si conversase con el paredón» (20). Por un lado, la tiza está vinculada al acto de escribir, en cambio, el paredón, al ser una pared gruesa de un edificio en ruinas frente a la cual se llevan a cabo fusilamientos, es una clara alusión a la muerte. Este episodio marca el inicio de un diálogo entre la muerte y la escritura que se desarrolla en el transcurso de toda la obra. Por lo tanto, el gesto de Cemí implica que el poeta en ciernes intenta desafiar a la muerte a través de la escritura. La muerte instaura un vacío que se experimenta como ausencia, y que se buscará llenar por medio del ejercicio de la poesía, cuya finalidad última es la imagen del ser para la resurrección.

La primera muerte que ocurre en Paradiso es la de Andresito Olaya, quien es invitado a participar en la tómbola de los emigrados para tocar «algún numerito de violín» (55). Después de ejecutar una pieza musical, mareado por los aplausos y elogios del público, se dirige al elevador. El narrador describe la falta de seguridad de los elevadores que al no estar cerrados "sino rodeados de unos barandales" que «daban más la sensación de horror vacui, de nauseas de aspirado vacío» (59). Con el propósito de buscar a su hermano Alberto entre la muchedumbre, Andresito se recuesta e inclina en el barandal, provocando que con el peso de su cuerpo se desprenda una de las planchas colocadas mal por Carlitos, el organista, es entonces cuando pierde el equilibrio y cae en el vacío. El fatal accidente del joven violinista nos remite al mito bíblico de la caída y expulsión del paraíso, pues es preciso tener en cuenta que esta primera muerte tiene lugar en el destierro entre los emigrados de Jacksonville. Por lo tanto, la novela gira en torno al patrón cristiano de la caída y exilio que representa la muerte, y por otro, la trama está dirigida hacia la búsqueda metafórica de la tierra prometida, esto es, del paraíso restaurado que implica la redención a través del acto poético.

El padre de Cemí, el Coronel José Eugenio Cemí, es el segundo miembro de la familia que fallece, siendo su muerte la de mayor trascendencia en la novela porque marca la iniciación del hijo en el quehacer poético. En una noche fría de diciembre, el Coronel asiste al cine del campamento de Fort Barrancas, pero como no estaba bien abrigado contrae la influenza. Es internado en el hospital donde conoce a Oppiano Licario, a quien antes de morir le encomienda el cuidado de su hijo, pues le ruega que conozca a Cemí y que «procure enseñarle algo de lo que usted ha aprendido viajando, sufriendo, leyendo» (154). En esta escena se vislumbra una vez más el diálogo que se entabla en el transcurso de la obra entre la muerte y la poesía. Con su repentina muerte, el padre de Cemí dejará un vacío que amenaza fragmentar la unidad familiar. Sin embargo, el hecho de que Oppiano Licario —el creador de una silogística poética y de la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas— sea testigo de la muerte del Coronel, anticipa la redención que promete el acto poético al que se entrega a él con fervor religioso.

El acontecimiento de la muerte del padre le hizo recordar a Cemí la actitud lúdica que el Coronel adoptaba respecto a la muerte, ya que en más de una ocasión jugaba a esconderse detrás de la puerta mientras repetía el estribillo: «Cuando nosotros estábamos muertos, andábamos por aquel camino» (157). El recuerdo del pasatiempo del padre le hizo pensar que ya nunca más volvería a escuchar esa «voz en la muerte» porque de ahora en adelante iba a ser un silencio pavoroso (157). Cemí estuvo a punto de perder el conocimiento cuando vio como el ordenanza cubrió el cadáver del Coronel con una sábana, pero en ese instante la mirada de Oppiano evitó que se desmayara. Pero Cemí logra retener el rostro del padre «hasta que se lo fueron llevando las olas. La fijeza de los ojos que habían pasado frente a la puerta, parecía recogerlo, impedir que perdiese el sentido» (157). Por otro lado, la mirada fija de Oppiano, el dador del arte poético, simboliza el poema como cuerpo resistente que se opone a la temporalidad finita del individuo, y por lo tanto, también se enfrenta a la muerte. La mirada de Oppiano nos remite al concepto de la sustancia del poema que Lezama desarrolla como parte de su sistema poético. El escritor aclara que la sustancia poética permanece dentro del poema siendo en ella donde «coincide el tiempo como imagen de la eternidad y el tiempo como duración» («La imágenes posibles» 319).

Rita Molinero establece en su libro José Lezama Lima o el hechizo de la búsqueda (1989) que la totalidad de la obra lezamiana debe de ser entendida como un gran texto o diferentes textos que se reflejan entre sí con el objetivo de fijar una concepción lezamiana de la poesía: el sistema poético. Paradiso forma parte de este conjunto de textos a través de los cuales Lezama formula y desarrolla los postulados y conceptos de su sistema poético, el cual gira en torno a dos elementos propios de la poiesis: la metáfora y la imago o imagen. En la poética lezamiana, la poesía como Absoluto o sustancia que actúa en una dimensión hipertélica logra hipostasiarse en el poema por medio de la imagen. La unidad básica del poema es la palabra de acuerdo a la definición pitagórica en que expresa la supraverba, que es el significante en sus tres dimensiones: expresividad, ocultamiento y signo. En la visión lezamiana, el poema consiste en una sucesión y encadenamiento de metáforas que culmina en la imagen. La imago se constituye en el corpus resistente del poema que penetra en el reino de la intemporalidad, restituyendo al individuo a su Unidad primigenia. Lezama presenta en el ensayo «Las imágenes posibles» su teoría de la imago que tiene sus raíces en el pensamiento platónico y en el bíblico. La imagen lezamiana representa la realidad del mundo invisible, del mundo incondicionado y por consiguiente, de la Unidad. Pero la imagen es tan sólo un aspecto o fracción de ese todo o unidad, pues el mismo Lezama declara: «La imagen extrae del enigma una vislumbre, con cuyo rayo podemos penetrar, o al menos vivir en la espera de la resurrección« («Las imágenes posibles» 300-21).

En el sexto capítulo, el narrador comenta que la muerte del Coronel «abandonaría la familia a su dimensión de imagen, de ausencia» (145). Rialta habla con su hijo sobre el fallecimiento del padre y le confiesa a Cemí que mientras aguardaba su regreso de la revuelta universitaria, rezaba para que durante su vida lo acompañara una voluntad secreta que lo guiase «siempre a buscar lo que se manifiesta y lo que se oculta . . . en lo manifestado lo oculto, en lo secreto lo que asciende para que la luz lo configure» (230-31). Rialta pronostica al hijo la misteriosa vocación poética que ha de seguir para llenar la ausencia dejada por la muerte súbita del padre a través de la imagen, y le advierte a Cemí que «cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro ... sabe que ese día que le ha sido asignado para su transfigurarse, verá, no los peces dentro del fluir ... sino los peces en la canasta de la eternidad» (231). En la canasta, como símbolo de la temporalidad de lo eterno, se detiene el fluir del tiempo. La anulación del devenir temporal genera el tiempo detenido que corresponde a la eternidad. Con esas palabras, Rialta le indica a su hijo que el ser humano es capaz de sobrepasar la temporalidad finita cuando alcanza el reino de la imagen por medio del acto poético. La imagen aspira a encontrar la semejanza, donde lo humano y lo divino se unen en el tiempo paradisíaco de lo eterno.

Para Rialta, según ella misma confiesa a su hijo, la muerte del Coronel significó un acontecimiento que quedó sin respuesta. Sin embargo, dice mantener la esperanza de que esa carencia de respuesta se constituya en la causa profunda del testimonio que Cemí ha de dejar: «de tu dificultad intentada como transfiguración, de tu respuesta» (231). La respuesta de Cemí ante la dificultad que presenta para el individuo el intentar justificar la muerte, es convertirse en el poeta que a partir de esa ausencia de justificación, hace de la resurrección, como acto que simboliza la victoria sobre la muerte, un hecho posible. En el capítulo VII se describe el juego de yaquis en que participan Rialta y sus hijos. Los niños se divertían mientras recolectaban poco a poco los yaquis del suelo entre los movimientos de ascenso y descenso de la pelota blanca. Al respecto comenta el narrador que los congregados parecían entrar en una especie de trance o éxtasis coral al fijar la mirada en el esparcimiento de los yaquis. El cuadrado que formaban Rialta y sus hijos se transforma en un círculo, en cuyo centro se captaban las miradas de todos lo que estaban allí reunidos mientras que «Un rápido animismo iba transmutando las losetas, como si aquel mundo inorgánico se fuese transfundiendo en el cosmos receptivo de la imagen» (162), y en un instante aparece la guerrera completa del Coronel sobre las losetas contenidas en el círculo (162).

En la escena del juego entre Rialta y sus hijos, narrada en el séptimo capítulo de Paradiso, los yaquis aluden a los fragmentos de la imagen del Coronel, los cuales son recogidos durante el movimiento de ascenso-descenso de la pelota. El juego de yaquis alegoriza la interacción que se da entre el súbito y la vivencia oblicua en su afán de capturar la totalidad de la imagen. En una entrevista Lezama se refiere a los datos biográficos en que se basa esta escena y al respecto comenta: «advertimos en el círculo que iban formando las piezas, una figura que se parecía al rostro de nuestro padre . . . aquella imagen patriarcal nos dio una unidad suprema» (12).

El círculo al que se refiere Lezama encierra la posibilidad de restaurar la unidad perdida a causa de la separación que conlleva la muerte, ya que insinúa el reencuentro del Coronel fallecido con Rialta y sus tres hijos en «un espacio y tiempo coincidentes» (162). Por un lado, el círculo como símbolo representa un tiempo eterno vinculado a la inmortalidad, y por otro, expresa el vacío que deja la pérdida de la naturaleza tras la caída que hace del individuo un ser desterrado y mortal. Pero el círculo que alberga la imagen representa también el espacio donde coinciden «los fragmentos y la totalidad» , es decir, la sobrenaturaleza (162), y por lo tanto, alude a la promesa de un paraíso recobrado en el que el ser humano en comunión con el Todo, reanuda su diálogo con la naturaleza. El escritor explica que la constante de la sobrenaturaleza es la anulación o la liberación de la temporalidad para instaurar un mundo ajeno al tiempo lineal: el paraíso restaurado por medio de la imagen poética.

En el mismo capítulo de la escena de los yaquis (capítulo VII) se nos habla de la carta de tío Alberto dirigida a Demetrio. El mismo Demetrio decide leerle la carta que recibió a Cemí, pero antes de comenzar le advierte: «Por primera vez vas a oír el idioma hecho naturaleza» (170). El acto de oír lo que escribió el tío Alberto se convierte en una especie de rito de iniciación para Cemí, ya que nunca antes había estado expuesto a la lógica poética, cuyo fin es alcanzar la sobrenaturaleza. Las palabras de Demetrio, que sirven de preámbulo a la lectura de la carta, aluden a la sobrenaturaleza creada por el poeta para colmar el vacío dejado por la naturaleza perdida. Al escuchar el contenido de la carta en voz alta, Cemí experimenta un gozo derivado del poder de transmutación de las palabras, pues percibe y saborea: «como las palabras iban surgiendo arrancadas de su tierra propia, con su agrupamiento artificial y su movimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales oscuros, invisibles e inefables» (173). En el pasaje anterior, el agrupamiento artificial de las palabras sugiere los enlaces ocultos que el poeta descubre entre ellas para instaurar una misteriosa causalidad. El contraste entre las palabras de la carta, las cuales se retuercen con «alegría jubilar», y los peces que se agitan moribundos, implica que el acto poético permite al individuo superar la muerte y entonar un himno de alabanza ante su redención (173).

La tercera muerte que ocurre en Paradiso es la de Alberto, el tío de Cemí que redacta la carta, cuya lectura escucha en voz alta. El tío Alberto, quien habrá de enfrentar una muerte violenta augurada durante un banquete familiar, en la carta deja entrever su fe en una posible resurrección. En la cena de la familia que preside Doña Augusta, Demetrio trincha mal la remolacha y ésta cae sobre el mantel manchándolo: «Al mezclarse el cremoso ancestral del mantel con el monseñorato de la remolacha, quedaron señalados tres islotes de sangría sobre los rosetones . . . en los presagios, en la manera como los hilos fijaron la sangre vegetal, las tres manchas entreabrieron como una sombría expectación» (183). A manera de oráculo, las tres manchas de remolacha predicen que ocurrirán tres muertes en la familia: la de Alberto, la de la abuela Doña Augusta y la de Oppiano Licario. En esta escena es significativo que sea Demetrio el que pronostique las muertes, siendo él mismo el encargado de leerle a Cemí la carta que Alberto le enviara. Como señalamos anteriormente, la lectura de la carta constituye el despertar del niño a los misterios de la vocación poética. Por último, se puede apreciar cómo en el personaje de Demetrio se conjugan muerte y poesía, haciendo del quehacer poético la única vía de que dispone el individuo para enfrentar la condición de su mortalidad. En lo que concierne a la figura de Alberto, él mismo es quien reitera la funesta predicción cuando le cuenta a Doña Augusta que el ruiseñor de Pekín cantaba para un emperador moribundo, a lo que la abuela responde: «que toda comida atraviesa su remolino sombrío, pues una reunión de alegría familiar no estaría resuelta si la muerte no comenzase a querer abrir las ventanas» (184). Al final del banquete, el doctor Santurce le informa a Alberto que Doña Augusta padece de una enfermedad mortal.

El capítulo XIII narra el encuentro entre Oppiano Licario y Cemí en un ómnibus. Oppiano coloca en el bolsillo de Cemí una tarjeta agradeciéndole la devolución de las monedas que le habían robado en el ómnibus, y lo invita a su casa. Las monedas, en su concepción puramente cuantitativa se asocian a un acto de intercambio, pero por su forma también evocan la figura del círculo. Oppiano Licario le cuenta a Cemí como había conocido al tío Alberto y al Coronel momentos antes de que ambos fallecieran y refiriéndose a las dos muertes escribe que en el tiempo transcurrido entre «ambos sucedidos importantísimos para usted y para mi, en que se engendró la causal de las variaciones que terminan en el infierno de un ómnibus, con su gesto que cierra un círculo. En la sombra de ese círculo ya yo me puedo morir» (416). Como se puede apreciar, la figura del círculo es un tema recurrente a lo largo de la novela, siendo en la escena del juego de yaquis donde se menciona por primera vez. La predicción que hace Oppiano Licario de su muerte bajo la sombra de un círculo alberga la promesa de una vida eterna, ya que esta figura simboliza la eternidad, lo infinito y expresa la unidad y armonía del universo. La redención ocurre cuando el potens penetra en lo incondicionado del mundo invisible, y es entonces cuando la criatura participa de la imagen de la resurrección. El círculo evoca el espacio o dimensión del mundo paradisíaco de la sobrenaturaleza, donde el ser de la imagen reconstruida logra vencer la dimensión saturnina de la temporalidad cotidiana y terrenal.

Oppiano, asumiendo el papel del poeta definido como ser causal-para-la resurrección, elabora su silogística poética basada en la progresión matemática cartesiana, la cual establece que la analogía de dos términos en una progresión desarrolla una tercera progresión hasta llegar a un tercer punto de desconocimiento. En los dos primeros términos prevalece una nostalgia de la sustancia extensible, mientras que el tercer elemento desconocido muestra la analogía de los dos primeros móviles. Por lo tanto, el tercer punto hace visible y descubre el sentido de los primeros términos. Oppiano fundamenta su Silogística poética en la intersección del ordenamiento espacial de los dos términos de la analogía, con el temporal móvil desconocido (428). En Paradiso se nos dice que Oppiano Licario «se nutría . . . de una ascensión del germen hasta el acto de participar, que es conocimiento para la muerte, y luego en el despertar poético de un cosmos que se revertía del acto hasta el germen por el misterioso laberinto de la imagen cognoscente» (429). La muerte de este personaje es simbólica, pues encierra el germen de un nacimiento o despertar poético que transfigura al poeta en el ser-para-la resurrección.

Emir Rodríguez Monegal alude a la estructura circular de Paradiso cuando refiriéndose al silogismo poético de Oppiano Licario sostiene que la novela pretende mostrar la dimensión sobrenatural y mágica de la realidad, en la que no rigen las leyes científicas, sino las de la lógica poética: «En una circularidad que cierra el libro en el momento en que se abre ("podemos ya empezar") el ejercicio de la poesía; que postula una actividad cuando esa misma actividad está punto de cesar, . . . . la inmortalidad poética está asegurada» (91). El crítico alega que la estructura circular de la obra confirma las declaraciones de Lezama de que Oppiano Licario no ha desaparecido con su muerte, ya que vuelve a vivir en la realidad del texto (91). Dicha realidad pertenece al ámbito poético, en el cual Lezama sustituye al ser-para-la-muerte de Heidegger con el ser-para-la resurrección.

La redención y la inmortalidad se logran a través de la imagen poética, fuente de conocimiento para el poeta transfigurado en el ser-causal-para-la resurrección. La imagen, fundamento del sistema poético lezamiano, es el único recurso que dispone el poeta para establecer un vínculo con el universo objetivo y penetrar el territorio secreto de lo invisible al darse la intersección entre los dos mundos. El conocimiento poético permite vislumbrar una armonía y unidad, al develar los enlaces ocultos que esconde una realidad que se presenta como fragmentada y caótica. La fe poética que profesa Lezama implica que la salvación consiste en vencer a la muerte a través de la imagen de la resurrección que se logra en el acto poético, al mismo tiempo que se establece con la imago la posible semejanza entre la criatura y la divinidad. Para el escritor la poesía traza el camino que le permite al individuo aislar un fragmento o lograr arañar una hilacha del ser universal («Introducción a un sistema poético» 342), pues agrega que «Toda poiesis es un acto de participación en esa desmesura, una participación del hombre en el espíritu universal, en el Espíritu Santo, en la madre universal» («Confluencias» 421). 

Cemí acude a la cita con Oppiano Licario, y al llegar a la casa indicada en la tarjeta, el mozo del elevador lo envía al séptimo piso donde dice que vive Urbano Vicario. En ese apartamento Cemí presencia una escena de carácter ritual en la que Oppiano Licario golpeaba un triángulo de bronce que estaba sobre la mesa (416). Luego, el mozo del elevador le informa que se había equivocado al mandarlo allí, pues el que vivía en ese piso no era la persona que él buscaba, ya que Oppiano ocupaba la planta baja. Cemí entra en el apartamento, en el que sólo ve una mesa sobre la que está colocado un triángulo de bronce, el cual Oppiano Licario comienza a golpear con una varilla y mientras se prolongaba la vibración repite: "Estilo hesicástico" (417). De inmediato se dirige a Cemí para decirle «Veo . . . que ha pasado del estilo sistáltico, o de las pasiones tumultuosas, al estilo hesicástico, o del equilibrio anímico en muy breve tiempo» (417), y a la par que golpea de nuevo el triángulo declara: «Entonces, podemos ya empezar» (417).

El mozo le cuenta a Cemí que una vez le confesó a Oppiano Licario que tenía por costumbre mandar a sus visitantes al séptimo piso, y que éste le respondió: «Eso es bueno, subir y después bajar, así llegan a mi casa ya con la imagen del huevo celeste» (417). Cemí ha tenido que cumplir la paradoja órfica de descender a lo desconocido para alcanzar el ritmo hesicástico, pero antes ha tenido que ascender y apoderarse del «huevo órfico plateado», «fruto del viento» y en el cual se agita un Eros. En «Introducción a los vasos órficos» Lezama explica que el huevo órfico al «cascarse, fija al Eros en el Caos alado, engendrando los seres que tripulan la luz, que ascienden, que son dioses» (408). El huevo órfico está integrado por dos círculos que evocan el cielo y la tierra, los dioses y los hombres, por lo que representa el deseo de integrar lo estelar y lo telúrico, y por lo tanto, sugiere la unión del individuo con la divinidad. En el personaje de Cemí se entrelazan el deseo órfico de descender a lo desconocido para hallar un nuevo resplandor, con el deseo icárico del conocimiento absoluto. Para Lezama la poesía ofrece la posibilidad del conocimiento absoluto que permite al individuo penetrar en lo desconocido y a la vez lo restituye a la Unidad perdida.

El estilo sistáltico expresa la realidad cotidiana que está en continuo movimiento y que se distingue por ser caótica y fragmentada. En cambio, en el ritmo hesicástico predomina el reposo, ya que es un reflejo del ritmo universal que descubre la armonía oculta, la cual se revela al ser humano sólo a través de la poesía que le permite participar del «éxtasis de lo homogéneo» («Confluencias» 420). Lezama sostiene que el individuo experimenta un sentimiento de estar incompleto, esto es, de su existir como fragmento, por lo que siente la necesidad de entrar en contacto con el ritmo universal («Confluencias» 417). Cemí ha alcanzado el ritmo hesicástico que conduce al sosiego y a la sabia contemplación («Confluencias» 422), y éste marca su conversión e iniciación como poeta de la imagen de la resurrección. Por medio de la poiesis podrá llenar el vacío extensionable que ha quedado entre el ascendit y el descendit del ritmo («Introducción a los vasos órficos» 329). El iniciado ha abandonado su condición de criatura expulsada del paraíso y condenada a un tiempo lineal que desemboca en la muerte. Por lo tanto, el ser-causal-para-la resurrección ha vencido al ser heideggeriano para la muerte, y su victoria es el aleluya que entona al continuar tejiendo el poema que Oppiano Licario inició.

Cemí, el poeta iniciado, tendrá que sumergirse en la noche subterránea y órfica que oculta en su seno el misterio de la entrada a la ciudad tibetana de las estalactitas, símbolo de la eternidad y del retorno al paraíso perdido. El poeta iniciado emprende su jornada nocturna hacia una casa iluminada de tres pisos que «lo tironeó con un hechizo sibilino» (451). Un halo lunar, capta la atención de Cemí, el cual envolvía a unas personas que daban la impresión de ser extraños congregados en una «ciudad espacial», mientras que la totalidad de la iluminación producía el efecto de un ascendit. Según iba avanzando en la penetración órfica de la noche, Cemí se percataba de que tenía que realizar un esfuerzo cada vez mayor para entrar en ella, pues parecía que oponía una resistencia que iba en aumento. Inmerso en un estado de alucinación, Cemí escucha «como un llamado, como si alguien hubiese comenzado a cantar . . . Era un ruido inaudible . . . algo que separa la noche del resto de una inmensa tela o algo que prolonga la noche en una tela agujereada» (453). Sin embargo, el estado de alucinación en que se encontraba el caminante nocturno era propicio para que se cumplieran «todas las posibilidades de la imagen» (453), en particular la posibilidad máxima: la imagen de la resurrección. 

Cemí comenzó a andar por los corredores de la casa al mismo tiempo de que se percataba del fondo blanco de los mosaicos, en cuyos emblemas podía apreciar que: «cada trébol representaba una llave, como si se unieran la naturaleza y la sobrenaturaleza y la sobrenaturaleza en algo hecho para penetrar, para saltar de una región a otra... Una guirnalda entrelazaba el Eros y el Tánatos, el sumergimiento en la vulva era la resurrección en el valle del esplendor» (454-55). La casa, en la que se encuentra el cuerpo de Oppiano Licario, anuncia con sus mosaicos la posibilidad de alcanzar la resurrección en la dimensión creada por la imagen: la sobrenaturaleza. El ritmo que guiaba los pasos de Cemí lo llevo al tercer piso de la casa, en donde se hallaba una capilla de la que «brotaba una exacerbada proliferación lucífuga», y en la que lo esperaba Inaca Eco Licario, la hermana de Oppiano Licario (456). De repente, Cemí pareció comprender que aquella fiesta de luz celebraba su reencuentro con Oppiano Licario, y fue en ese momento cuando le vinieron a la memoria las palabras de su padre que se escondía detrás de la puerta y decía: «y ahora que estamos muertos, andamos por otro camino» (457). La frase cobró vida en el instante en que «Ascendió la imagen de Oppinao Licario, pero ya sólo en el ómnibus, con todos los demás asientos vacíos, sonando colecciones de medallas . . . El inmenso tambor de la noche, un tambor silencioso, que fabricaba ausencias, huecos» (457).

En su ensayo «Confluencias», Lezama explica que Oppiano Licario ha puesto en movimiento las coordenadas del sistema poético para propiciar su último encuentro con Cemí (422). El escritor describe las coordenadas del sistema poético «como peculiares confluencias de elementos diversos» que fundan una zona de misterio que da origen al espacio poético. En esta zona se crea una temporalidad poética que extrae al individuo de su condición de finitud y lo coloca en el espacio de la eternidad. Lezama advierte que para que Cemí llegue a la etapa de la causalidad poética, simbolizada en Paradiso por la ciudad tibetana, es necesario que antes descienda y penetre la noche, variante del desierto y del destierro («Confluencias» 421). La entrega que hace Inaca del poema que dejó Oppiano Licario a Cemí, rinde la sentencia poética como la tierra prometida y equivale a un rito de pasaje, ya que a través de la transmisión del poema le ha sido concedida al artista la entrada a la dimensión poética de la sobrenaturaleza («Confluencias» 422).

En «Confluencias» el escritor se refiere a la lucha que se entabla entre las coordenadas del sistema poético y la muerte: «Al borde mismo de la muerte las coordenadas del sistema poético bracean con desesperación, agotada la naturaleza subsiste la sobrenaturaleza, rota la imagen telúrica, comienzan las incesantes de lo estelar» (422). En el espacio poético la imago siembra la más profunda unidad entre lo estelar y lo telúrico. Pero es también el locus donde los fragmentos del mundo se unen para crear la armonía que propicia la reconciliación de la criatura con sus dioses. El poema que Oppiano Licario dedica a Cemí es un testimonio de su resurrección y por lo tanto, del triunfo de la poesía sobre la muerte. Al respecto, nos podemos remitir a la definición lezamiana del poema, según la cual es un reto contra la temporalidad finita que permea la muerte, pues describe al poema como un cuerpo resistente frente al tiempo (Simón 17). Lezama explica que lo insólito del poema es que: «llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada entre una metáfora, que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final, que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis... Las conexiones de la metáfora son progresivas e infinitas.» (Alvarez Bravo 57). El poema de Oppiano desafía el fluir temporal que hace del individuo un ser finito y mortal. Lezama explica la relación que se establece entre el tiempo y la muerte cuando escribe: «el hombre sucumbe ante el tiempo que lo convierte en objeto, que le resta dignidad... La fluencia temporal le retrotrae a la caída, el pecado original, a la angustia por la cercanía de la muerte» («Conocimiento de salvación» 38). El acto poético, al fijarse en el poema, permite que el individuo tome conciencia de ser «cuerpo que se sabe imagen» capaz de vencer la muerte que lo acecha, porque el ser transfigurado en imagen puede aspirar a gozar de la mayor posibilidad infinita que ésta encarna: la resurrección (Alvarez Bravo 59).

La enseñanza que transmite Oppiano Licario a Cemí, consiste en ejercer el arte poético como conocimiento de salvación: la poesía permite al individuo empatar o zurcir el espacio de la caída para acceder a la unidad primigenia. En el poema Oppiano Licario escribe «Yo estuve, pero él estará, cuando yo sea el puro conocimiento» (458). En estos versos el uso del presente, pasado y futuro preludian un tiempo paradisíaco: la imagen del tiempo de la eternidad que sólo se puede alcanzar por la vía del conocimiento poético. El fideísmo poético de Lezama se basa en la creencia de que a través de la poesía se puede alcanzar un conocimiento auténtico o vital («Conocimiento de salvación» 38-39). En el ensayo «Las imágenes posibles», el escritor establece que el conocimiento poético es fuente del conocimiento absoluto y explica que la caída significó para el individuo la pérdida del diálogo con la naturaleza, por lo que el mundo exterior se volvió impenetrable (302). Es entonces cuando la poesía aporta una solución al dilema de la ruptura con el mundo natural: el conocimiento poético, el cual explica Lezama al declarar que «Las cosas permanecen retadoras en su sitio, pero el hombre puede conocer, y ese conocimiento poético será su descubrir, su nombrar, ya que la gracia de evocar constituye una solución de vivir» («Conocimiento» 37).

Por otro lado, La imagen o imago, fundamento del sistema poético lezamiano, es el único recurso del poeta para establecer un vínculo con el universo objetivo y penetrar en el territorio secreto de lo invisible. De ahí que la imagen permita al individuo vislumbrar la intersección del mundo visible e invisible, y a través del conocimiento vital o poético descubrir la armonía y unidad, brindándole la posibilidad de la palingenesia, es decir, de la resurrección por la imago. Este conocimiento de salvación transfigura al poeta en el ser causal para la resurrección («Preludio a las eras imaginarias» 385). El conocimiento poético tiene sus raíces en la «fe en la sobrenaturaleza», a la cual alude Oppiano Licario en su poema, y ésta es una manifestación del fideísmo poético lezamiano que aspira a penetrar en la Suprema Esencia y transformar al ser-imagen en semejanza con Dios. El último terceto del poema de Oppiano Licario comienza con el verso: «La araña y la imagen por el cuerpo» (458). Carmen Ruiz Barrionuevo señala que en este verso Lezama quiere expresar la anulación del devenir temporal, simbolizado por lo concéntrico de la araña (184). Pero de inmediato aclara que el significado de estas líneas se encuentra en la novela póstuma Oppiano Licario, en la que se nos dice que aluden a la ruptura del tiempo y del espacio que gana Cemí y en los que Licario sigue vivo o resucitado (184). Para Barrionuevo, dicha interpretación se completa al tomar en cuenta el simbolismo de la araña según lo define Cirlot: el de su capacidad creadora evidente en el acto de tejer la tela (184). De ahí que la araña represente al poeta que teje el cuerpo de su poema como una concatenación de metáforas que desembocan en la imago, cuya culminación es la imagen del individuo resurrecto. En un gesto continuo de crear y recrear, el artista toma posesión de las cosas del mundo a través de esta tela metafórica. Lezama sugiere que la tela hilada por la araña representa un ámbito de hechizo en que por primera vez se apresa lo sobreabundante, asociado a lo divino, pues declara que: «El primer encuentro de la poesía es ese punto órfico, esa respiración es el primer apresamiento de lo sobreabundante» («La dignidad de la poesía» 348).

La elaboración de Paradiso se traduce en el tejido de una infinita red de metáforas que culmina en el poema de Oppiano Licario, testimonio de la palingenesia, es decir, de la resurrección por la imago. Desde el primer capítulo se alude a la prosa poética de Lezama con el símil del encaje que describe en detalle Doña Augusta «como un espejo, . . . nos parece siempre como un envío o cuando una resolución de muchos siglos, grandes elaboraciones contemporáneas de paisajes fijados en los comienzos de lo que ahora es un disfrute sin ofuscaciones» (11). La novela Paradiso se puede describir como un encaje o una telaraña y ambos sugieren la labor creadora del poeta como un acto de hilar. Semejante comparación nos recuerda el verso inicial del poema «Muerte de Narciso»: «Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo» y hasta llegar al círculo de nieve que se abría» («Muerte de Narciso» 35). El tejido de Dánae nos remite a la telaraña-encaje en que se convierte Paradiso, la cual al ser completada presenta la imagen de un tiempo paradisíaco y cíclico: el de la naturaleza transfigurada en sobrenaturaleza, y es en esta temporalidad primigenia donde el individuo resurrecto habita su morada. 

En el poema entregado a Cemí, Oppiano Licario dice que al morir su cuerpo será envuelto «en el egipcio paño de lino» (458). En cambio, Cemí presenció como el cadáver de su padre fue cubierto por un ordenanza con una sábana. La sustitución de la sábana por el paño que proviene de Egipto es significativo, ya que nos remite a la era imaginaria que Lezama llama lo tanático de la cultura egipcia. El pueblo egipcio mantenía la creencia de que el individuo al morir entraba en una nueva vida que era la continuación de la muerte. Por lo tanto, en el pensamiento de este pueblo la vida se instala en el seno de la muerte. De ahí que el gesto de reemplazar la sábana que cubre el cadáver del difunto, por el paño egipcio de lino, implica la resurrección del cuerpo que ha sido destinado a cubrir. Sin embargo, el cuerpo de Oppiano no sólo será cubierto por el paño de lino, sino también por la imagen («la imagen por el cuerpo»), resultado de un tejido de metáforas. La resurrección de Oppiano Licario está asegurada: su muerte equivale a la muerte simbólica del que habita la región de la poesía y muere en la imagen, pero con ella «gana la sobreabundancia de la resurrección» («A partir de la poesía» 399)

La muerte de Licario y su poema como testimonio del individuo que vence a la muerte y obtiene la resurrección, expresa la refutación de la condición heideggeriana del sujeto como ser-para-la-muerte. Aunque Lezama asume una postura opuesta a la de Heidegger, ya que coloca en el centro de su sistema poético al ser-para-la resurrección, Xirau establece que ambos coinciden en lo que concierne al origen de la poesía. Comenta que en el pensamiento del filósofo alemán, el lenguaje del ser poético remite al reino de los dioses y de los mitos, y señala que para Heidegger la poesía es el fundamento de la historia. En su ensayo Höderlin y la esencia de la poesía (Höderlin und das Wesen der Dichtung), inspirado en el poeta Höderlin, el filósofo declara que el poetizar es la fundación verbal del ser y de la esencia de todas las cosas. También establece que el poeta pone al descubierto como ente, en su ser, aquello que es nombrado porque el lenguaje funda aquello que nombra: abre el ser, hace aparecer el mundo, dice la esencia de las cosas y nombra a los dioses («Höderlin y la esencia de la poesía» 137). Para Heidegger el poeta es el intermediario entre los dioses y los hombres, pues explica que: «... la esencia de la poesía está encajada en el esfuerzo convergente y divergente de la ley de los signos de los dioses y la voz del pueblo. El poeta mismo está entre aquellos y éste, el pueblo. Es un "proyectado fuera", fuera en aquel entre, entre los dioses y los hombres» (Höderlin y la esencia de la poesía 145-146).

En la concepción de Heidegger, la poesía es el acto de medir la dimensión en que el ser habita como mortal, porque la existencia humana transcurre en un espacio intermedio entre el cielo y la tierra, donde el individuo existe entre los mortales y ante los dioses. Es precisamente a través de la poesía como medida que se le revela a la criatura la verdad de su ser, es decir, dónde está y quién es. Para el filósofo alemán, el quehacer poético ubica al ser en el mundo y le permite hallar su dimensión histórica: «El poetizar es la toma-de-medida, entendida en el sentido estricto de la palabra, por la cual el hombre recibe por primera vez la medida de la amplitud de su esencia... Sólo el hombre muere, y además continuamente, mientras permanece en esta tierra, mientras habita. Pero su habitar descansa en lo poético» («... Poéticamente habita el hombre...» 163).

Por lo tanto, según Heidegger la poesía se limita a brindar al individuo una existencia auténtica en el mundo, ya que declara refiriéndose a los versos de Höderlin: «Lleno de méritos, sin embargo poéticamente, habita el hombre en esta tierra» («... Poéticamente habita el hombre...» 166), y reitera que la esencia del poetizar: «no sobrevuela la tierra ni se coloca por encima de ella para abandonarla y para flotar sobre ella. El poetizar, antes que nada pone al hombre sobre la tierra, lo lleva a ella, lo lleva al habitar» («... Poéticamente habita el hombre...» 167). La concepción de Heidegger de la poesía contrasta con la idea de Lezama de ver el ejercicio poético como hipertélico, pues el mismo escritor explica que el mundo de la poesía es «esencialmente hipertélico», esto es, que trasciende los fines de esta tierra («Introducción a un sistema poético» 330). Por medio del método hipertélico que la poesía engendra, el individuo experimenta una conversión de un ser-para-la muerte a un ser para la resurrección. 

El ser-en-el-mundo que postula Heidegger existe en, por y a través del tiempo, y es el poeta el encargado de medir la temporalidad de su existencia. Heidegger establece: «Porque el hombre es en tanto que resiste la dimensión, su esencia tiene que ser siempre medida . . . Avistar esta medida, sacar la medida de esta medida y tomarla como la medida quiere decir para el poeta: poetizar" ("... Poéticamente habita el hombre...» 173). En cambio, para Lezama la poesía es un acto que desafía el devenir temporal porque el poema que «es un cuerpo resistente frente al tiempo, y el poeta es el guardián de la semilla, de la posibilidad, del potens. Eso lo sacraliza, es el hombre que cuida un germen, nada menos que la semilla de la infinita posibilidad» (Simón 17). En su ensayo «La dignidad de la poesía», el escritor afirma que la sustancia de lo inexistente que corresponde al mundo paulino cuando alcanza su expresión en la sentencia poética genera la nueva sustancia que «es la plenitud temporal»  (357). El poeta se transmuta en el ser-causal-para-la-resurrección al acceder a la dimensión de lo eterno, y es ahí donde goza de la plenitud temporal que le brinda el paraíso poético. A diferencia del poeta heideggeriano, el de Lezama no mide la existencia mortal del individuo en la tierra, sino que pretende vencer la extensión saturnina por medio del acto poético. Por lo tanto, el escribir poesía no consiste en una medida de la dimensión existencial del ser humano, sino en la entonación de un himno de aleluya en que la criatura se regocija ante la derrota de la muerte. La noción del ser salvado es fundamental en la poética lezamiana, ya que para el escritor no es la muerte lo esencial en la figura de Cristo, sino el triunfo de su resurrección sobre lo saturnino. El que Cristo haya vencido a la muerte se convierte en fundamento de la fe cristiana, la cual el escritor lleva más allá con su fideísmo poético. A partir del principio paulino de la resurrección de Cristo, Lezama desarrolla su tesis de que el poeta es inmortal porque rebasa la propia muerte al crear por medio del acto poético su paraíso. El poeta lezamiano que triunfa sobre la muerte, se convierte en dador de vida, ya que el escritor sostiene que la poesía como espacio de lo paradisíaco «es siempre el resurgimiento del verbo» («La dignidad» 357) y su «red de coordenadas . . . llevan al hombre a la visión de la gloria, a la resurrección» («Preludio a las eras» 379).

La red de coordenadas de la poesía que culmina en la imagen conquistada por el individuo que alcanza la resurrección, se asemeja a la tela que hila la araña. La misteriosa capacidad que posee este insecto de tejer sus hilos o de crear su telaraña, se compara a la labor creadora del escritor y nos remite al simbolismo del tejido, vinculado en Paradiso a la red poética de coordenadas que entregan al poeta la imagen de la redención. El tejido se distingue por su urdimbre que une entre sí a los diversos elementos alejados del centro, los cuales quedan enlazados y se reintegran a este punto central o eje que representa la imagen del Principio, es decir, de la Creación. Por lo tanto, el acto de tejer a que se dedica la araña evoca la creación cosmogónica y sugiere la existencia de un tejedor que permanece en continua relación con su obra, la cual depende de él y que se encuentra perennemente creada por este demiurgo, figura del artista. Además, el hilo que la araña extrae de sí misma es una manifestación del estrecho vínculo que se da entre el creador y su criatura, pues sugiere la unión entre ambos y la entrada del segundo a una vida nueva de reintegración con la divinidad. La nueva vida que ha alcanzado el individuo transfigurado por el acto de la poiesis --gesto que remite a la eterna labor tejedora de la araña-- consiste en su conversión del ser-para-la-muerte en el poeta como ser-causal-para-la-resurrección. Por otra parte, el acto de la araña que se eleva con la ayuda de su propio hilo hasta lograr su libertad que se puede definir como una realización o plenitud espiritual que a su vez implica la resurrección del ser transfigurado (a través del ejercicio creador). La estructura circular de la novela se hace evidente con la frase que aparece en la última línea de la obra, pues al son del tintineo que produce la cuchara al golpear la taza, Cemí escucha otra vez la sentencia: «ritmo hesicástico, podemos empezar» (459).

Dicha frase sugiere un movimiento cíclico e indica el perpetuo recomienzo del texto, en el cual se crea un tiempo paradisíaco a través de un tejido metafórico de infinitas conexiones que culmina en un círculo. Por lo tanto, el paraíso poético creado por el escritor se representa como un espacio circular, en donde prevalece la noción del tiempo indefinido o cíclico que se asocia a la eternidad. En este contexto, se puede describir la relación del poeta con su obra empleando el simbolismo del círculo. Esta figura es el signo de la Unidad primordial, ya que todos los puntos de su circunferencia se encuentran en el centro que es su principio y su fin. Por otra parte, el círculo evoca la imagen dinámica de una dialéctica entre lo celestial trascendente, a lo cual aspira el poeta lezamiano, y lo terrenal. De ahí que esta figura sugiera la lucha que se entabla entre el mundo imperfecto que corresponde a lo telúrico, y la perfección representada por lo estelar, e indique el anhelo del poeta de Lezama, como ser causal-para-la-resurrección, de alcanzar un nivel superior en el que pueda participar más cerca de la divinidad.

Para concluir, se puede decir que Paradiso es la historia del retorno del individuo a la naturaleza perdida y del reencuentro del ser que se sabe imagen y fragmento con la sobreabundancia. Oppiano Licario y Cemí representan al poeta que por medio de la poiesis penetra en la causalidad misteriosa «que une a la divinidad con el hombre, a la muerte con el círculo» («Preludio» 377). Causalidad que crea el espacio circular del paraíso poético en que el individuo vence a la extensión saturnina, es decir, a la muerte, y pasa a habitar el ámbito de lo eterno.


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MARÍA C. ALBIN es autora del libro Género, poesía y esfera pública. Gertrudis Gómez de Avellaneda y la tradición romántica, Madrid, Trotta, 2002.