Hugo Rodríguez Alcalá | Viaje a Lapango. Recuerdos de un proscripto de 1947, ya fallecido




¿Saben ustedes lo que es Lapango? Alguien creerá que voy a hablar de Cipango. De Cipango, antiguo nombre del Japón según Marco Polo. No señores, Lapango no queda tan lejos. Lapango es un trozo de tierra argentina al lado opuesto de nuestro río. Tierra de pescadores y cazadores. Y de perseguidos políticos.

El Rojo Scott alzó la mano derecha y señaló hacia donde se suponía fluir el gran río, y continuó:

-Les contaré mi última aventura política y la última desventura de más de un amigo. Algo que tiene que ver con Lapango. Desde muy chico Lapango me sonaba a algo exótico, enigmático. ¿Qué podía sospechar yo entonces lo que Lapango significaría en una noche de agosto, helada y ventosa?

La revolución de 1947 comenzó en Concepción, bien al norte de la capital, en marzo de ese año. Sí, de marzo de 1947 es la proclama del Comandante Alfredo Galeano. En Concepción unos militares jóvenes constituyeron un gobierno provisional y se aprestaron para derribar la dictadura de Morínigo.

Conste que lo que les voy a contar no es un cuento, no es una narración de sucesos ficticios bien arreglados para convertirlos en literatura. No señores; yo les contaré un episodio de mi propia vida sin tratar de acomodar los hechos a un plan artístico. Si algún mérito tendrá lo que les diga, será este: una verdadera narración, con un solo propósito: atenerse a lo que pasó, no a lo que podría inventar. Lamento no tener las uñas de guitarrero de ese Borges que ustedes tanto admiran.

¿Quién era Morínigo, el General Higinio Morínigo? Muchos de ustedes jóvenes acaso ni siquiera sepan quién ni cómo era este dictador. Como militar, muy mediocre. Durante la Guerra del Chaco nunca demostró ni talento, ni energía, ni valor. Era todo menos un héroe en un país entonces lleno de héroes.

¿Cómo llegó a ser Presidente de la República y cómo pudo establecer en poco tiempo y durante tanto tiempo una dictadura de hierro?

¡Dejar en paz a los muertos! -se dice. Pero yo no puedo dejar en paz al fantasma de Morínigo. Este militar de estatura más alta que mediana, bien formado físicamente, jovial, de ademanes sueltos, parecía un hombre benévolo e inofensivo. Su boca grande, llena de dientes muy blancos, la tenía a menudo abierta en sonrisas y risas regocijadas. Le gustaba contar chistes y mientras sus oyentes se reían él los observaba y los iba conociendo...

Bien: en 1940 murió trágicamente el General José Félix Estigarribia. Este sí un gran militar, valiente como el que más. En medio del estupor de todo el país se reunió el Gabinete del difunto presidente y decidió nombrar un sucesor de transición. Y el General Morínigo, Ministro de Guerra y Marina en ese Gabinete, hombre juzgado innocuo por sus colegas, fue por estos elegido Presidente del Paraguay.

Pero apenas Morínigo se hizo cargo del poder dejó estupefactos a quienes lo rodeaban. El candidato inofensivo demostró tener habilidades insospechables. Resultó ser un manipulador, un consumado maestro en estratagemas, astucias, insidias. Pronto se deshizo de todos aquellos a quienes debía el poder y llevó a cabo una verdadera purga en las Fuerzas Armadas eliminando a todos los jefes y oficiales que consideraba indeseables o sospechosos.

Morínigo desterró o confinó a centenares de figuras representativas del país en todas las clases sociales. En los siete años de su dictadura la Policía represora, implacable, elaboró 3400 fichas de personas estrictamente vigiladas.

Siete años hacía que gobernaba Morínigo, cuando gran parte del Ejército y del pueblo se unió contra él y su régimen. Este régimen tenía ahora el apoyo del Partido Colorado. Morínigo había comenzado en 1940 con los Azules, luego armó una suerte de coalición de Verdes y Colorados; pero ahora, desalojados los Verdes, prevalecían los Colorados. Estos habían perdido el poder a principios del siglo, en 1904; ahora lo habían recuperado y estaban resueltos a no perderlo.


Uno de los oyentes, mozo extranjero recién llegado al país preguntó quiénes eran los Verdes.

-Los Verdes -contestó el Rojo Scott- eran los partidarios de Rafael Franco. Estos, los franquistas, fundaron el Partido Febrerista y adoptaron el color verde... Yo -añadió el Rojo Scott- rojo de pelo, cejas, barba y bigote, soy sin embargo azul, es decir, del Partido Liberal.

Morínigo, que odiaba a los liberales, los persiguió con cuantos medios pudo y consiguió que en 1942 fuera disuelto el partido. Disuelto por decreto, se entiende.

Yo, perseguido con saña, estaba confinado en Caapucú, cuando estalló la revolución. Mi hermano Wilfrido me hizo llegar un mensaje: yo, me urgía, debía desaparecer de Caapucú y esconderme en un lugar seguro.

Se me ocurrió subir a uno de los cerros de la cuenca del lago Ypoá. No fui allí solo; me acompañaron otros cinco liberales, parientes o medio parientes. En el cerro teníamos que dormir al pie de grandes árboles. Aquel cerro estaba cubierto por un bosque espeso. Hacía mucho frío. No encendíamos fogatas durante el día porque el humo podía delatarnos. De noche sí nos calentábamos junto a fuegos no visibles desde abajo.

Así pasaron muchos días y muchas noches de frío y de hambre y sin noticias de la guerra civil, cuando un tío mío vinculado a los Colorados me hizo llegar un mensaje secreto. Los rebeldes de Concepción -decía- rodeados por las fuerzas gubernistas, habían hecho un desprendimiento con increíble destreza militar. Abandonaron la ciudad en plena noche sin que lo notara el enemigo: abordaron unos barcos y ya bajaban por el río hacia Asunción, la desguarnecida capital. ¿No podía yo también hacer un desprendimiento de mi cerro y correr al encuentro de mis partidarios?

-Señores -les dije a mis compañeros de escondite en el cerro:- Vamos a desprendernos de esta altura y a esperar cerca de la capital a los revolucionarios.

Todos de acuerdo. Me nombraron su jefe. Bajamos sigilosamente del cerro y nuestros caballos nos llevaron muy cerca de donde estarían las tropas venidas de Concepción. Tomamos, sí, algunas precauciones. Por ejemplo, todos nos pusimos fajas coloradas, pañuelos colorados y todos aprendimos a vitorear al partido que apoyaba al dictador.

Hagamos aquí un alto: debo aclarar lo que hacía yo durante mi confinamiento en Caapucú, mucho antes que trepáramos al cerro de nuestro escondite. En Caapucú yo no perdía el tiempo. Tenía en la estancia de mis padres todos mis libros de Derecho y otros muchos más. Y yo estudiaba todo el día y parte de la noche. No había estallado, claro está, la revolución. En épocas de exámenes en la Facultad, bien preparado para aquellos difíciles exámenes orales durante los cuales cinco profesores bombardeaban con preguntas a los examinandos, yo me escabullía de Caapucú y, de incógnito, si puedo decir de incógnito, llegaba a Asunción.

En Asunción podría «rendir libre», o sea hacerme examinar sin haber asistido a ninguna clase. Yo leía cada texto unas cinco o seis veces, tomaba notas, consultaba diccionarios y enciclopedias. ¡Cómo sabía yo entonces casi todas las ramas del Derecho Civil, y el Derecho Administrativo, el Derecho Penal y las demás asignaturas!

Cuando comenzaban los exámenes a las ocho de la mañana o a las dos de la tarde, yo entraba en la Facultad antes que nadie. Y lo que les voy a contar sucedió varias veces. Antes que llegara mi turno se me acercaba un hombre vestido de gris, con anteojos negros. Un tipo siniestro. Y me decía -«Acompáñeme a Investigaciones». Detrás de este hombre y como una sombra de él, otro espía policiaco se colocaba detrás de mí.

Me llevaban a Investigaciones, oficina tristemente célebre de nuestras dictaduras, y allí me retenían hasta que finalizado el examen de aquel día, me decían: -Váyase no más. En Caapucú nadie lo va a molestar.

¡Nunca, nunca pude terminar mi carrera de abogado, y eso que insistí, una y otra vez en volver a la capital para ser, si era posible, examinado!

Me convencí al fin de que no podría avanzar en mi carrera mientras dominara el país la Policía de Morínigo; me convertí entonces, poco a poco, en un experto en ganadería; conocí todas las zonas ganaderas de la República alejadas de la capital. Y, jinete incansable que a menudo se tiroteaba con cuatreros, llegué a ser un baqueano en tierras del Norte, del Sur, del Este y del Oeste.

-¡Sí, señores, el frustrado hombre de leyes se vio obligado a ser un campesino curtido, hábil en el manejo del lazo, del cuchillo y de todas las armas de fuego cortas y largas, capaz de meter una bala entre los ojos de un tigre o de detener de un disparo el galope de un venado en pleno monte!

Vuelvo a mi historia. Les he dicho que bajamos del cerro mis amigos y yo cuando supimos que los revolucionarios viajaban hacia Asunción. Todos queríamos pelear y yo más que nadie. Había llegado el momento del desquite.

Debíamos cruzar campos y pueblos dominados por feroces guerrilleros colorados. Aterraban entonces gran parte del país los temibles py-nandí o guerrilleros descalzos. Una variedad de sans-culottes en tierras subtropicales.

No les contaré cómo cruzamos campos y selvas ni cómo atravesamos ríos y esteros. En Ypacaraí topamos de golpe con una montonera colorada, descalza, claro está, pero a caballo.

-¡Viva el Partido Colorado! -grité yo al enfrentarnos con el enemigo que venía en dirección opuesta.

-¡Viva! -corearon mis compañeros. El jefe del bando opuesto se llegó a mí con la diestra tendida:

-¡Usted sí que es Colorado de verdad! -me felicitó.

-¡Todo en mí es Colorado! -respondí con una gran risa:- Pelo, cejas, barba, bigote y sobre todo mi sangre. ¡Pero no tengo ojos colorados como los conejos!

Una carcajada sacudió a la montonera. Nos alejamos tranquilamente ya no muy lejos de Asunción.

Yo sabía que el Mayor Hermes Saguier, amigo mío, estaba en Zavala-cué, al mando de una fuerza de caballería. Como el Ejército Nacional estaba siendo desquiciado por Morínigo, no había altos jefes con mando de tropa. Generales, los más famosos, y coroneles los de mayor renombre, habían pasado a retiro.

El Mayor Hermes Saguier, simpático, enérgico y hombre de agallas de caudillo, ejercía el mando militar con la naturalidad y la facilidad de un don innato.

Saguier había convocado a un grupo de civiles y militares en su despacho el día mismo de mi llegada a Zavala-cué.

-Necesitamos urgentemente alguien que mande la infantería -dijo a gritos-. Necesitamos un jefe como el Teniente Coronel Juan Martincich. Alguien con su preparación, su espíritu militar y su gran prestigio. Dicen que está en Lapango. ¿Quién puede ir a traerlo?

Hubo un profundo silencio en el auditorio. Yo entonces, que era el más joven de los que allí presentes, dije:

-Yo lo voy a buscar. Debo ir primero a San Antonio. Ponga usted a mi disposición un camión.

-¡Ah, si viniera él, -exclamó Hermes Saguier- él haría de estas tropas desmoralizadas por la inacción y la estupidez una unidad de combate como su famoso Regimiento 14, el del Parapití!

Y dirigiéndose a mí, añadió: -Allí afuera hay un camión. Lléveselo; el chofer es de mi entera confianza.

Yo tenía mi plan bien trazado. Iría a San Antonio, pueblo ribereño, en camión. En la playa de San Antonio debía de haber un bote. Me llevaría al bote con su botero al otro lado del río y lo traería de Lapango al Comandante Martincich. Tal vez no fuera demasiado tarde. El jefe revolucionario de más alta graduación había perdido el tiempo miserablemente celebrando por anticipado la victoria; mientras tanto el enemigo se estaba haciendo cada vez más fuerte. ¡Mítines políticos y brindis antes de tomar la capital y asegurar así el triunfo! ¡Qué estupidez!

Estábamos en pleno invierno. Los días eran cortos y las noches largas y heladas. Estábamos en la segunda quincena de agosto de 1947.

No les diré cuánto nos costó al chófer y a mí llegar a San Antonio; en ese tiempo apenas había caminos. Cuando salimos de Zavala-cué estaba cayendo la noche.

El chófer detenía el camión a cada rato para preguntar dónde quedaba San Antonio, por dónde había que ir a San Antonio.

-Por allá -decía algún viejo o alguna mujer que andaba por la oscuridad. Las indicaciones eran siempre vagas. Los tiempos eran para no confiar en nadie.

Había rumores de que las tropas gubernistas ya habían llegado a Asunción. Por radio sabíamos que en el extranjero la revolución había perdido su prestigio inicial. Los comunistas -cuatro gatos- acogidos como aliados por los militares rebeldes, con mucha astucia, desde Concepción habían hecho su propaganda. Sus discursos fueron oídos en el extranjero. En su contra propaganda, los gubernistas de Asunción explotaron el contubernio de las derechas con la izquierda. La revolución -clamaba la radio del Gobierno-, era una tentativa marxista para derrocar a un Gobierno legítimo, democrático, defensor de las libertades cívicas... Nuestra revolución estaba desacreditada.

Pero volvamos a aquel anochecer de agosto de 1947, a mi marcha hacia San Antonio en el camión de Hermes Saguier. Una marcha angustiosa, casi a ciegas. Recuerdo que cerca del pueblo un gran portón nos cerraba el camino. Yo salté a tierra para abrirlo. Felizmente al candado grande del portón no le habían echado llave. Abrí el portón de par en par y nuestro camión cruzó un vasto potrero. Ya era noche cerrada. En la oscuridad, los faros del camión alumbraban vacas y novillos despertados del sueño.

Al llegar a San Antonio corrí a la playa oteando en las tinieblas hacia la margen opuesta del río. Pude ver unas lucecitas lejanas y nada más. Como había supuesto yo, conseguí un bote con su botero. Una embarcación pequeña. Un par de remos, nada más, y en la popa una pala, que así se llama al timón de los botes de ese tamaño. Hablé con el botero y le di unos billetes. El hombre no me preguntó nada y empezó a remar hacia Lapango. Se me ocurrió pensar que el botero era otro Caronte y que el río era el Aqueronte.

Deseché esta fantasía escudriñando las luces pequeñitas de una casa de más de un piso. Eso es todo lo que podía ver yo de Lapango.

¡Y por fin llegamos a Lapango!

En Lapango había entonces plantíos de bananos. Acaso los haya todavía. -¿Dónde está el Comandante Martincich?- preguntaba a gentes que estaban cerca de un bananal muy oscuro.

Me dijeron que Martincich estaba en el bananal más cercano. Entonces empecé a llamarlo a gritos. Y dio la casualidad de que llegara yo hasta el banano junto al cual el héroe del Parapití se había recostado.

-¡Soy yo! Y vi ponerse de pie, en la semi oscuridad, a un hombre alto y delgado. Martincich vestía de civil. Se protegía del frío con un impermeable o un perramus. Tenía una gorra militar calada hasta los ojos. Unos ojos azules, fulgurantes. Este hombre era a todas luces un militar por la voz y la prestancia. Digo a todas luces pero es un decir. Yo lo examiné a la pobre luz de una linterna de pilas moribundas.

-Vengo a buscarlo, Comandante. Esperan que usted mande la infantería en el asalto decisivo a la capital. El Mayor Hermes Saguier...

-Vamos ahora mismo.

Se inclinó hacia la derecha para recoger una maleta. -Esto es mi equipaje -dijo.

Cuando llegamos a la orilla del río, unos diez oficiales, ansiosos de cruzarlo, rodeaban mi bote. Venían de Clorinda, de Formosa y de otras poblaciones argentinas del litoral. Me pareció reconocer a más de un oficial perseguido por la Policía de Morínigo. Todos querían llegar a tiempo a la otra costa para el asalto a la capital.

-Yo soy el Mayor Fulano de Tal.

-Yo soy el Capitán Mengano...

-Y Yo...

Martincich los silenció terminantemente: -Este bote sólo puede llevar un pasajero. Este bote vino a buscarme a mí. ¡Buenas noches!

No sabíamos mientras cruzábamos el río rumbo a San Antonio, que el Gobierno argentino acababa de enviar todo un arsenal para armar a nuestra capital poco tiempo antes desguarnecida; no sabíamos que los py-nandí estaban armados hasta los dientes para atacar a los de Zavala-cué.

Cruzamos el río con mucho riesgo. Soplaba un viento muy frío y el oleaje fluvial, cuando se encrespa es peligroso. Cuando llegábamos a poca distancia de San Antonio, Martincich me preguntó:

-¿Conoce usted el santo y seña?

-No -le dije-. Desembarcaremos en el sitio en que dejé el camión y veremos cómo nos arreglamos.

Había un retén con una ametralladora bajo un árbol cerca de la playa en San Antonio.

-¡Yo no quiero morir en el agua! -me dijo Martincich en castellano y en guaraní: -¡En el agua, no! -repetía.

Desembarcamos juntamente en el lugar donde había dejado yo el camión.

-¡Estoy de vuelta! -grité. Esto fue una especie de santo y seña.

El chófer dormía plácidamente en el camión. Yo no di explicaciones. Sólo ordené en la oscuridad: -¡A Zavala-cué!

Cuando llegamos al portón del potrero vi que el candado estaba cerrado con llave.

-¡Péguele tiros de fusil! -dijo Martincich.

Coloqué la trompetilla de mi fusil contra el candado. Al segundo disparo el candado se hizo pedazos y tuvimos vía franca hacia Zavala-cué.

Conduje al famoso jefe hasta el P. C. del Mayor Hermes Saguier. Aunque políticamente no pertenecían al mismo bando rebelde, ambos eran militares de verdad, camaradas veteranos de un Ejército glorioso que Morínigo estaba empeñado en disolver. Ambos creían en un Ejército institucional, mandado por los jefes que habían ganado las batallas de la Guerra del Chaco. Se dieron un largo abrazo.

Mientras tanto los gubernistas ultimaban los preparativos para asaltar a los revolucionarios. Armados hasta los dientes por el Gobierno de Perón, se anticiparon en más de una hora al asalto planeado por Saguier y Martincich. La sorpresa fue el factor decisivo para el éxito gubernista. Se produjo un sálvese el que pueda.

Apenas yo me di cuenta de que habíamos perdido la partida, me metí en el monte por un caminito poco transitado. Al poco rato vi venir hacia mí un jinete que resultó un muchachito de unos quince años.

-Bájate del caballo mi hijo -le dije-. Yo lo necesito más que vos. El muchacho quiso escapar; yo le agarré la rienda y le puse mi pistola a la altura del vientre.

-Tomá esto por el caballo -le dije después, dándole un fajo de billetes.

El caballo resultó bastante bueno. Yo decidí volver a San Antonio y desde allí cruzar el río hasta Lapango. El grueso de los revolucionarios huyó hacia Villeta. Me enteré después de que aquello fue una retirada desastrosa. La guerra civil es la peor de las guerras. No hubo piedad de parte de los gubernistas. Los revolucionarios fueron masacrados. Los fugitivos no atinaron a defender el acceso al puerto de Villeta y así facilitar el cruce del río por los que ya habían llegado hasta él.

Los gubernistas asesinaron a mansalva a tropas ya desarmadas ansiosas de escapar. Desde la orilla se fusilaba a liberales y febreristas. A muchos que colgaban de las maderas de los muelles esperando largarse al agua sin chocar con botes o lanchas, un oficial gubernista se entretenía cortándoles los dedos de las manos con un machete. Y cada vez que una de sus víctimas se precipitaba hacia abajo con manos sin dedos, el criminal del machete lanzaba un grito de júbilo.

Yo mientras tanto me dirigía a San Antonio sobre mi caballo requisado. De haber ido yo a Villeta, no contaba el cuento.

Al llegar a San Antonio no me fue difícil encontrar a mi botero. Le dije: -Aquí tenés esta plata por el servicio de llevarme a Lapango. Y si no me querés llevar a las buenas, será a las malas. Agregué esto último empuñando una pistola calibre 45.

Anochecía cuando subimos al bote. Y el botero no había remado veinte metros de la orilla, cuando un conscripto desconocido, que nadaba hacia Lapango, se prendió a la borda del bote. El bote pareció que se iba a volcar.

-¡Suelte el bote, carajo! -le grité-. Fue inútil. El conscripto, un adolescente aterrorizado, con un solo gran esfuerzo subió y se tiró dentro de la embarcación. Entonces comprendí la razón de su terror. Desde nuestra costa lo habían visto tirarse al río y estaban tratando de cazarlo. Había una ametralladora emplazada en la playa, bajo un árbol y, a la luz de un relámpago lo habían visto a él y ahora nos veían a nosotros. Y es que nosotros habíamos doblado una curva de la orilla y ahora el relámpago nos delataba. Una ráfaga de ametralladora pasó sobre nosotros e hizo impacto en la proa del bote.

El conscripto, en vez de quedarse quieto en el fondo de la embarcación se puso de pie como víctima de un ataque. Y eso fue cuando otra ráfaga llegó desde bajo el árbol de la orilla. Yo hice girar violentamente el bote con «la pala» que hacía las [29] veces de timón. El botero comprendió mi maniobra y con sus remos casi hizo volcar la embarcación.

El conscripto sin duda fue alcanzado por la ráfaga y cayó al agua lleno de sangre.

-¡Siga adelante! -ordené al botero. ¡Él ya es hombre muerto!

Temíamos que brillara otro relámpago. La ametralladora, escarbando la oscuridad, parecía habernos perdido de vista. Felizmente algo pasó en el cielo porque cesaron los relámpagos. La ametralladora batía nuestro contorno, a ciegas, y nos envolvía en un enjambre de disparos. Pero no logró herirnos.

Si no cambiábamos la dirección nuestro bote pasaría cerca del Aviso de Guerra argentino, el Murature. Los argentinos no nos querían a los revolucionarios; ordené por eso al botero que pasara lo más lejos posible del barco; el Muratore ya tenía muchas luces encendidas.

Entonces yo no sabía que el Murature y otro barco de guerra argentino fueron los que trajeron las armas mandadas por Perón para salvar el gobierno de Morínigo...

Dos horas después desembarqué en Lapango. Durante la travesía la ametralladora nos buscó en la oscuridad sin encontrarnos.

En Lapango me informaron de todos los detalles del desastre. Un capitán de apellido Martínez, que logró llegar a Villeta y de allí escapar cruzando el río en una lanchita, me habló de la sorpresa del asalto enemigo; del fuego enemigo tan espeso y, sobre todo, tan repentino y violento que hizo de la noche día y del valor más heroico un terror incontrolable.

-¿Y el Comandante Martincich, Capitán, qué sabe de él? ¡Él no quería morir en el agua! Yo lo llevé de Lapango a Zavala-cué...

-Hay dos versiones de su fin -me dijo-: una que murió ahogado durante el cruce del río; otra, que una bala cobarde lo liquidó mientras nadaba hacia aquí.

Años después leí en un libro de Alfredo Ramos esta segunda versión. Según Ramos, el héroe, «alcanzado por un tiro aleve, se hundió para siempre en las aguas del río Paraguay».

-Sí, señores, desde aquella noche de nuestro cruce del río entre Lapango y San Antonio, yo supe que él tenía la premonición de su casi inmediato destino.

«La revolución la perdimos nosotros» -repite Alfredo Ramos en su libro- «no la ganó Morínigo».

-¡Esto será cierto, señores; cierto desde un punto de vista estrictamente militar; pero en cuanto a las consecuencias, más que la victoria de un bando o la derrota de otro, fue una derrota de la Patria misma!




* Relato escrito en 1994 extractado del libro El Dragón y la Heroína (Asunción 1997).




HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ, poeta, escritor, periodista y abogado paraguayo, nacido en Asunción en 1917 y fallecido en Buenos Aires el 16 de noviembre de 2007; doctor en Derecho y Ciencias Sociales (Asunción, 1943), Master of Arts in Foreign Languages (Washington, 1949), y doctor en Filosofía y Letras (University of Wisconsin, 1953), se jubiló tras casi cuarenta años de docencia superior en universidades como Columbia University, Rutgers University, University of Washington, University of California, etc. Es autor de más de cuarenta libros de historia literaria como: Literatura Latinoamericana de la Ilustración (Madrid, 1979), Literatura Latinoamericana de la Independencia, (Madrid, 1980), de ensayos filosóficos y literarios como Ensayos de Norte a Sur (México, 1960), de estudios de crítica como El Arte de Juan Rulfo (México, 1965), Sugestión e Ilusión (México, 1969), Narrativa Hispanoamericana, (Madrid, 1973), Historia de la Literatura Paraguaya, (México y Madrid, 1970). Ricardo Güiraldes: Apología y Detracción (1986), de poesía como El Canto del Aljibe, (México, 1973), El Portón Invisible (1983), La casa de la montaña, (1986), etc. En narrativa es autor de El ojo del bosque (1993), La doma del jaguar (1995), Relatos de norte y sur (1993) y El Dragón y la Heroína (1997). En la vida universitaria norteamericana alcanzó la máxima jerarquía académica: "Profesor Above Scale" (profesor por encima del escalafón), y obtuvo premios y honores. Entre sus galardones más importantes figuran el Premio de las Humanidades y las Artes, de Estados Unidos, (1969), y la Medalla de Gabriela Mistral conferida por el gobierno de Chile en 1996.