Si oyera que alguien preguntara por el hombre más cabal y de razón de que tuviera noticia yo responderÃa: -Se llama Juan Huakinchay. -¿Juan Huakinchay?
-Ésta es su historia. Nació a la sombra del Padre Ande, en las Lagunas de Huanacache, las hoyadas que atesoraban las aguas cerreras y la pasión de Cuyo. Su padre murió en edad temprana, en la travesÃa a San Luis y dejó sola en el terrible mundo a una joven viuda con dos tiernos hijitos. A padecer incontables pobrezas quedaron la madre y los dos frutos de su vientre; asÃ, en diario luchar, fueron pasando los tiempos... Con puchitos y sobritas se mantenÃan, anudando necesidades y, de una manera y otra seguÃan la cadena. En las noches de invierno la solitaria viuda apelaba a contar larguÃsimos cuentos hasta lograr que sus dos niñitos, olvidando las hambres por seguir fantasÃas, durmieran en la ceniza. Entonces los tapaba con cueros de ovejas para protegerlos del frÃo. Ella se encomendaba a los Santos y les pedÃa el compadecer a sus miserias y desamparo. Muy de noche se acostaba entre cuentos y lanas sueltas, no para dormir, ¡para pedirle al Tata Dios que atendiera sus humildes quejas...! Una ayudita para sus pichoncitos desnudos, una miradita de compasión en el perdido mundo y, ya en el entresueño, ella misma, doblándose en Deidad milagrosa y protectora, se respondÃa ¡ella misma!, ofreciéndose ayudas y consuelos dulcÃsimos. Con estos engaños del alma aguantaba las noches tan largas, tan frÃas... Al rayar el alba ella y sus hijitos iban a la laguna y ayudaban a los pescadores a destripar y limpiar los pescados. Con esto más el lavado de ropas y costuras por un rancho y otro, les quedaba un alguito para ir comiendo, para ir tirando...
En tiempo propicio los tres cosechaban vainas de algarroba madura; en callanas de piedra las molÃan hasta conseguir la harina para las tortitas de patay. Con los restos de la molienda conseguÃan la añapa y el mate de algarroba. Mucha provisión de pan indio guardaban para los dÃas restantes del año. La majadita de cabras, con ser escasa, les daba leche, y leche con patay comÃan por desayuno, por almuerzo y por toda cena. No carneaban sino las cabras más viejas, las que ya no rendÃan crÃa, para no mermar la tan chiquita hacienda. Asà cuidaban con desvelo las cabritas nuevas en vÃas del multiplico. En la más trabajosa miseria lo pasaban, y nunca por nunca se vio en ese limpio y bien tenido ranchito ni una parranda, ni junta de gentes. Apenas si llegaba el compadre Ruperto con la comadre Loreto en ancas a saber de sus vidas, con una cabra carneada y la azuquita y la yerbita en a bolsa de los vicios.
Poco a poco el tierno niño fue ganándose a mocito, y un buen dÃa se propasó a tender sus propias redes en la laguna y supo manejar la maniobra de su balsa de totora hasta conseguir la ansiada cosecha de esas aguas en reposo. Buena carga de pescados comenzó a llevar a su choza y allÃ, con su madre y hermanita, preparaban los bagres y truchas, ya limpios, en "sartas" que acondicionaban en fresquÃsimas "chihuas" de esponjada totora. Al anochecer cargaba sus dos mulas y emprendÃa su larga marcha a San Juan o a Mendoza. Caminaba el pobre mocito leguas y leguas con el fresco y el aconsejar de la desvelada noche. Un dÃa más y otra noche de sostenido marchar y era entrar a Mendoza por la Calle de los Pescadores hasta llegar a la Plaza Mayor para gritar: "¡Ricos pescados!" Allà lograba vender su mercancÃa y con el producido se aviaba de bastimentos para su casa. Estos viajes los hacÃa todas las semanas, sin merecer una tregua. Con sus ahorritos consiguió comprar las dos mulas prestadas y, para más, el bueno de su padrino le regaló tres ovejas y le prestó un carnero y con esto fue creciendo la majadita de "añares de los Huakinchay. En un tremendo forcejeo pudo el mocito hacerse de dos vaquitas, y muy grande fue su alegrÃa cuando vio que iban a dejarle terneritos. El padre les habÃa dejado unas pocas cabras, que también fueron en aumento y más con la compra de una que otra cabrita...
Tantos trabajos y privaciones, tanto aspirar y soñar aposentaron una mirada triste y lejana en el mocito Huakinchay. Él creÃa en su chiquitura que "los del gobierno" eran los dueños de las tierras y de las aguas, y que tenÃan potestad para todos los desmanes en disfavor de los pobres. Cuando veÃa a un policiano se le encogÃa el corazón al considerar que toda su suerte y la de su familia estaban en las manos de esa autoridad. De tanto prudenciar, creÃa siempre haber faltado a alguien y apenas si levantaba la vista del suelo y hasta hablaba bajito. ¡Pobre Juan Huakinchay! No sabÃa ni la O por lo redonda, pero lograba sacar sus propias cuentas con los dedos y asà fue contando centavo tras centavo hasta lograr completar muchos pesos. TenÃa luces propias para su cabal manejo, mas sus medios y recursos andaban siempre cortos para las necesidades de los suyos. Nunca pudo comprarse un pañuelo de seda como los otros laguneros pescadores, que gustaban fantasear airosamente. Jamás gastó un cuartillo en vino o aguardiente ni en otra tentación de pulperÃa, y cuando pasaba por frente de una "chingana", apuraba el paso de sus mulas para no ver ni oÃr las risadas de las mujeres perdidas ni a los mozos calaveras, que lo llamaban con nombre y apelativo a que fuera "a una gustadita". Bajaba la cabeza el pobre y pasaba de largo, escondiendo la cara, mezquinando el mirar y aguantando las burlas y cuchufletas de los "muy hombres". Si un alguito medio le sobraba era para llevarle un regalo a la pobre de su madre y a su hermanita, tan humildes y temerosas como él.
Los tiempos fueron pasando con su arrastrar de cadenas, mas un dÃa el mocito Huakinchay llegó a contar diecinueve floridas primaveras... Y se ganó a lindo mozo moreno, de ojos negros con encendidas lumbres; cabello ensortijado sobre la ancha y espaciosa frente. Delgado pero de duras y sufridas carnes. Si hubiera podido vestir bien, los hubiera aventajado a los mozos más atrayentes y de liviana sangre. Su mirar humilde, cautivador, aposentaba la confianza.
Pero aconteció durante tres años que no cayó una gota de lluvia y se secaron los pastos de los llanos y los rÃos Mendoza y San Juan, faltos de nieves en sus nacimientos, negaron sus aguas. Las haciendas comenzaron a consumirse de hambre y apenas si pudieron salvarse las que pastaban en las húmedas orillas de las lagunas, pero como todos criaban ganados, cundieron los pleitos y tropelÃas por cuestiones de pasturaje. Los más pudientes y encaradores emplazaron a sus cabras, ovejas y vacunos en las riberas mismas de las lagunas y con aires chocarreros celaron sus haciendas y corrieron las ajenas a los peladeros del campo. No pocos acudieron a la justicia, pero la autoridad ni querÃa ni podÃa andar por esos apartados campos enderezando enredos inacabables. Las hacienditas de los Huakinchay se morÃan de flacas, vagando por los yermos arenosos... Ante tanta desavenencia y atrasos, el mozo Huakinchay y su madre acordaron vender los pocos animalitos flacos que les restaban, pero como todos hacÃan lo mismo, poco, muy poco pudieron sacar de las ventas. Para mayor atraso, toda la gente de esos tendidos campos acudió a las lagunas con miras de pescar para tener qué echarle a la olla, con lo que esquilmaron esas aguas antes llenas de peces. Se acababa la pesca y un penoso dÃa el hambre se presentó al ranchito de los Huakinchay.
-No hay más, mi madre -salió diciendo el mozo después de sacar amargas cuentas-, que tendré que ausentarme en busca de un trabajito. No se apenen por mÃ, que yo sabré desenvolverme y hallar un quehacer para estas manos. Al mes cabal volveré... -Al otro dÃa, en anocheciendo, ensilló su flaca mulita y, bendecido por su madre, encaró la travesÃa en dereceras del poblado.
Al mes volvÃa el hijo con buenas nuevas: -Hallé trabajo, mi madre -es que le dice a modo de saludo a la pobre viejita cuando se apeaba-. Reciba estos avÃos y este dinerito y aguántese hasta dentro de tres meses que hey de volver con nuevas ayudas-. Se acostó en su chocita al lado de su santa madre y toda la noche hablaron esas dos almas de las miserias de la vida, pero el mozo alimentaba grandes esperanzas y consoló a la pobre con animadas pinturas para los tiempos del venir. De madrugada, después del matecito de despedida y ya bendecido, se ausentó de nuevo el hijo querencioso.
Juan Huakinchay habÃa tenido la suerte de hallar trabajo en la gran finca de los Herrera. Por su habilidad y apego a las tareas, por lo serio y cumplido y por un algo cautivante que de él se desprendÃa, fue entresacado de la pionada por acuerdo de la señora patrona. Esa poderosa señora pasaba por trances muy amargos: su marido habÃa caÃdo en cama un año atrás, doblegado por el terrible mal de "tis" y tuvo ella misma que desenterrar fuerzas y recursos para ponerse al frente del establecimiento de campo, porque los dos hijos que tenÃa andaban ausentes: uno en Santiago de Chile y el otro por Buenos Aires. Nada que se sabÃa de ellos. Ni escribÃan ni allegaban noticias. Se murmuraba que se habÃan ido a loquear con mujeres de mala vida.
Los trabajos que al principio se le señalaron a Juan Huakinchay fue desmontar una gran manga enmalezada y revenida y emparejar dos altos médanos que el viento habÃa levantado con arenas errantes. El mozo enyugó bueyes, aró con arado de palo y puntera de hierro hasta no dejar montes y, con rastras de cuero de buey, emparejó los altos y niveló con buen ojo los bajos. Por último ahondó el desagüe para cortar las reveniciones y, ya a fines de agosto, sembró "alfa" y muy luego se vio verdear alegremente esas recobradas tierras.
Pero sobre esa gran finca revoloteaba la lechuza. El dueño de todo, 20 años mayor que su señora esposa, empeoraba sin remedio. Apenas si se le oÃa el resuello porque la fatiga, la del tÃsico, lo socavaba hasta dejarlo amarillo y hecho una osamenta. Al fin murió consumido en brazos de su esposa, que casi enloqueció en su desdicha. Fue aquÃ, en esta pesarosa desgracia, donde el pioncito Huakinchay mostró sus recursos y buena disposición al prestar toda su habilosa ayuda a la desolada señora. Para las diligencias del entierro y del acompamiento no durmió el mozo al acudir con su comedimiento y solicitud a las mil dificultades que se presentaron. Mas, apenas enterrado el que fue dueño de todo, se notó en la pionada un desgano para el trabajo y el mayor descaro en las raterÃas, anuncios del derrumbe de la gran casa de campo. Muchos antiguos piones se fueron a otras fincas, llevándose las herramientas y otros, los que se allanaron a quedarse, maliciando que la paga se atrasarÃa, mermaron sus labores y descuidaron sus deberes. Para mayor descalabro, los cuatreros comenzaron a aportillar los cercos y ya se hizo patente el robo de vacunos... El mozo Huakinchay, aunque nadie se lo pidió, acudÃa con sus oficios y ayudas, pero el desvalido no tenÃa poderes. Él mismo se atrevió a ofrecer sus comedimientos a la abatida señora y pedirle la venia para tal o cual medida. Él la veÃa en abatimiento y consumirse en un vano llorar y quejarse en su desamparo. Es que la pobre no sabÃa, no atinaba a encarar tanta lucha contra los atacantes. CrecÃan sus gastos por trabajos mal hechos y nadie le pagaba lo que le debÃan por pastaje, por venta de bueyes y los productos de sus sembradÃos. SabÃa que los cuatreros encaraban las mangas y arreaban por docenas sus vacunos a Chile, y, por último, comenzó a caerle un avenegra con papeles sellados y embrollas de juzgados por escrituras mal hechas...
Al fin la pobre viuda cayó en la cuenta que allà hacÃa falta un hombre. ¡Un hombre! Aquel sábado era dÃa de pago para los diez peones que le restaban, pero no habÃa un peso en el arcón. La señora patrona, perdida en las penas y en dolorida soledad, llamó a Juan Huakinchay y le contó sus cuitas. RetorcÃa sus brazos la atribulada en un sin hallar qué hacer.
-¡Por vida suya, mozo, haga lo imposible por cobrar esta cuenta del matancero. Me debe ocho novillos y no me los quiere pagar.
Tomó el mozo el papel con la cuenta, lo guardó en su tirador y salió sin decir palabra. Montó a caballo componiéndose el pecho y echándose el sombrero a la nuca...
Al anochecer volvÃa Juan Huakinchay y entregaba a su patrona un rollo de pesos. -No me querÃa pagar el matancero y nos avanzamos en palabras... Tuve que sacar el cuchillo.
-¡Sacar el cuchillo!
-Nunca lo habÃa hecho, señora, pero si no volvÃa con plata los peones se irÃan; además, hay que pagar al herrero, al talabartero ¡y al proveedor!
Dos golpes en la puerta y entra descaradamente el avenegra con un montón de papeluchos en la mano. Se encajaba anteojos y vestÃa de negro. ¡Si parecÃa un cuervo!
-Señora -dijo encarándola con el sombrero puesto y echando humazón con su cigarro-; han aparecido en el jujao estos dos expedientes más con impuestos atrasados, y esta otra demanda sobre no sé qué embrollas que cometió su marido, ahora años...
La señora no tuvo fuerzas para contestar una palabra. Clavó su mirada en Juan Huakinchay, clamándole sus ayudas. Hubo un entenderse en las miradas. Fue lo bastante para que el mozo, componiéndose el pecho avanzara fieramente hacia él avenegra, lo tomara de un brazo y lo sacara a empujones puerta afuera. Quemantes rescoldos parece que le volcó al oÃdo porque el cuervo montó en su yegua y salió a media rienda.
Volvió Juan Huakinchay a la alcoba de la señora, la que hacÃa trece montoncitos de dinero sobre la mesa. -Vea, mozo -le dice, entregándole ese dinero-; estos diez montoncitos son para los peones, éste para el herrero, éste para el talabartero y éste último para el pulpero proveedor. Vaya, págueles a todos y vuelva... que quiero hablarlo.
Salió el mozo muy resoluto y repartió con vistosa alegrÃa los pagos, tal como se lo habÃan ordenado. Y todos se fueron contentazos y hablando bien de la señora patrona. Huakinchay se quedó mirándolos alejarse; luego retornó a la alcoba de la señora. Entró para quedarse vacilante con el sombrero en las manos. Desconocida inquietud lo desasosegaba hasta las raÃces. La tarde morÃa en un caliente anochecer.
La señora se dio vuelta para mirarlo un largo rato; tomó resuellos como para decir algo novedoso en un apenado repechar, pero, de repente, se le quebró el aguante y corrió a un rincón y rompió a llorar... Ahà se plantaba el pobre mozo, sin saber qué hacer; trabado y empujado por los más opuestos enviones. Se avergonzaba de ser poco hombre.
Poco a poco se va serenando la señora. Se enjuga las lágrimas, compone su cara y trata de alegrarse, de ser atrayente... Pasito a pasito se acerca a Juan Huakinchay. Se le arrima mucho, mucho, y con voz que le subÃa de los profundos de su carne, le dice al oÃdo: -¡Si fueras un mozo travieso!... Levantó su mirar el sorprendido mozo y vuelve a bajar los ojos al encontrarse con los encendidos de la señora; mas la fuerte mujer lo toma del mentón y lo obliga a mirarla. Un turbión de sangre le nubla el mirar. Tiembla el hombre joven; en vano quiere rehacerse en un gritar llamando a la raÃz de su hombrÃa. Tormentas de la sangre en hervideros le ahogan todo decir y maniobrar. Vergüenzas y aleteos de fuego estremecen el corazón ansioso. Esperanzas y congojas lo azotan, pero ve luz en su estrella... La mujer, más sabedora y segura, le arrima la última ayuda, una de esas que ladean al hombre más tÃmido y arisco: le toma la mano al mozo en flor y con ofrendas del más avenido cariño, la lleva a las curvas de su pecho, al tiempo que le entrega todo el mirar y gloria de sus ojos rendidos...
Esa noche, mientras los peones se emborrachaban con la paga, nació un nuevo Juan Huakinchay. También la alta dama se perdió en los resplandores. La pareja, abrazada y en transporte, salió al jardÃn a perderse en los floreceres... Asomaba sobre el ardido oriente la luna mestiza y las arboledas, alumbradas sus vivas orillas, cobijaron al amor escondido. Innombrable encantamiento bajaba de los escarnecidos cielos. Las hondas novedades de remansados cariños se desparramaban, alumbradoras. El mozo veÃa abrirse la flor de la vida y ella, la que se agostaba en funeraria viudedad, se alzó con furia de reverdecimientos, con los retenidos ardimientos en galopes de gozos. Huakinchay, el mozo, se detenÃa a oÃr los repiques de enloquecidos campanarios. Sus sentidos y todo su entender danzaba en las fiestas del alumbrar desconocido. -¡Soy feliz!- se gritaba, recogiendo los flecos de sus dorados ponchos. -¡Es la noche de mi memoria!- se repetÃa mirando a la dama rendida en su pecho. Dos noches y un dÃa pasaron. El lunes de mañanita el nuevo encargado Juan Huakinchay, se presentó a sus compañeros más que desconocido. Tomó disposiciones a lo dueño de casa y tiró planes para enderezar la finca. Los piones lo oÃan con la boca abierta, pero lueguito marcharon a cumplir órdenes con el Encargado a la cabeza, que daba el ejemplo trabajando a la par de ellos, sin mermar una fatiga y cuidando con celo las herramientas. Se resembraron los potreros enmontados; se enlagunaron las manchas salitrosas; se anivelaron las mangas para el resiembre. Tomáronse animales a guarda y luego de apartarse los vacunos para engorde, se vendieron los bueyes y caballos viejos. Recompusiéronse las compuertas de las acequias regadoras y se cerraron los portillos de los cercos. En la devorada viña se replantaron las fallas con mugrones y estacas y se repusieron los cabeceros y rodrigones. Reabriéronse los cegados desagües, se ahondaron las sangrÃas y volvieron a tupirse las trincheras de tamariscos, pero, por sobre todo, se pagaron y se cobraron las cuentas. La descompuesta máquina comenzó a retomar el buen camino y la antigua finca de los Herrera sobrepasó esplendores pasados; pero con tanto trajÃn y desvelo, Huakinchay echó en olvido a su madre y hermana.
No faltaron malas lenguas que hablaron de la viuda rica y del mozo aprovechado. Más de una seña maliciosa sorprendió Huakinchay entre los peones y más de una risada lastimante soportó la dueña de casa. Como culebras de ofensivo y lastimante mirar se alzaron hablas enemigas, pero una pureza de sentimientos a la vista de todos y un duro trabajar respondieron a los murmurantes del mundo. Al año la gran finca se mostraba recobrada; crecidas ganancias permitÃan atesorar sobrantes para enfrentar posibles malos tiempos.
La señora afincada y su Encargado habÃan cambiado de vida. Se los veÃa juntos por las tardes, recorriendo a caballo los cultivos y quedándose a merendar algunas veces a la sombra del sauzal que bordeaba al acequión de cantarÃnas aguas. Los domingos cenaban bajo el parral encatrado que sombreaba al gran patio del que pendÃan farolitos chinescos. La negra cocinera les servÃa la cena y se retiraba a dormir. Quedaban los dos a dulces hablas como zorzal y calandria.
El mozo habÃa cambiado mucho. Ya no bajaba la cabeza ante los hombres ni mezquinaba el mirar en vÃas de humillación. El amor lo enfrentó a la Vida para mirarla tal cual es, con sus cargas de pesares y sus instantes de gozo. Calmo en el hablar y seguro en los tratos, se ganó a hombre el mozo y como hombre supo manejar sus pasos en la vida. El vuelco de su suerte no lo mareó, pero le trajo, si, un aire soñador y confiado, como un merecido desquite de las humillaciones pasadas.
-El hombre- se confesaba en sus apartes -recibe las buenas y las malas con mano abierta: estoy en la buena hasta que Dios me dé su campaña-. Asà guiaba sus pasos por la nueva senda. Dos años pasaron como en un sueño.
De golpe se resquebrajó su suerte: primero llegó el hijo que estaba en Chile y luego, como de acuerdo, el que se habÃa alejado a Buenos Aires. Llegaron sabiendo lo que acontecÃa en la casa de la madre. Se pusieron terribles con el Encargado. Orgullosos y soberbios, no perdieron ocasión de humillarlo delante de la pionada. Con paciencia de santo trató de congraciarse el mozo Huakinchay, pero fue un vano batallar. A cada atención suya le respondÃan con desaires y fuertes agravios. Se allanó la madre a hacerles comprender a sus hijos quién era el verdadero salvador de los caudales de la familia Herrera, pero aquà chocó ella con la muralla de los celos, con los azotes de las palabras heridoras.
La pobre viuda y amante se halló en guerra y comprendió que estaba cercada por la enemistad. Oyó de sus hijos las duras palabras del honor y de la dignidad de la alta familia Herrera. Ella era la viuda de un gran caballero; tenÃa a su resguardo el ilustre del apellido del muerto esposo y debÃa velar por el nombre de sus hijos que querÃan andar con la frente bien alta. -¿Vinieron esos hijos -les gritó ella en arrebato- a cuidar sus bienes cuando murió el padre? ¡Qué hacÃan esos hijos pródigos cuando yo me debatÃa sola entre los cuervos? ¿Quién me defendió en mi desamparo? ¡Loqueando con perdidas andaban los tales hijos, mientras ese pobre pión apuntalaba estas ruinas! ¡Como si no supiera yo y todo el mundo las andanzas de mis hijos!- Todo fue en vano. Un creciente rencor, un odio que se salÃa por los ojos, los hacÃa aborrecer al piojo resucitado de Juan Huakinchay. El mozo sintió en honduras tanta ofensa enemiga... Recompuso su recado y aprontó su mulita.
-No te vayas, Juan -le rogaba la señora, a solas con él en un clamar desesperado-. Yo puedo vender la finca, darles lo que les corresponde a mis hijos y con el resto tenemos para casarnos los dos y ganar un lugar escondido, bien lejos, donde nadie nos conozca. En otra parte sabremos labrar vida nueva. AnÃmate, Juan. Vamonos.
-No, señora -respondÃa el hombre de prudenciado cavilar-. Usted se debe a sus hijos y con ellos debe seguir su vida. Yo llegué un dÃa de las lagunas y a las lagunas me vuelvo. Soy un ave de paso, sin nido ni arraigo... No se apure, mi señora. Todo se arreglará con el tiempo. Usted, mi señora, verá llegar la vejez rodeada por sus buenos hijos y nadie tendrá que señalarla con el dedo.
Hubo ruegos, lloros y hasta amenazas, pero nada torció al hombre de levantado proceder. Al otro dÃa, muy de madrugada, se fue Juan Huakinchay en la misma mulita que habÃa venido hacÃa dos años. Con el mismo recado se iba. No quiso regalos ni favores. Y se fue para siempre, con toda la pena del alma y la derrota en su corazón amante. A los dos dÃas llegó a su olvidado ranchito.
Fiel al recuerdo de un cariño sin par, se ganó el derrotado al silencio y al retiro, pero muy luego se vio enfrentado a dura lucha. El abandono en que habÃa dejado a los suyos, le costaba ahora lamentados arrepentimientos. En llegando echó de ver que la inocentona de su hermana habÃa caÃdo en las celadas del amor engañoso. Un mozo picaflor de la vecindad lograba sus favores y la convencÃa que se amancebara con él y abandonara a la madre. De una sola mirada abarcó Juan Huakinchay el derrumbe de su hogar y aunque lo invadió la rabia y los furores de venganza, se retiró a pensar al lado de la laguna, tal como lo acostumbró su padre. Mucho se calentó la cabeza el pobre, hasta que al fin, manso como era, tomó la determinación de procurar arreglo a las buenas. Se avino a ir al rancho del burlador de mujeres y se rebajó a manejar razones que le daban asco. Diose cuenta a los pocos tiros que habÃa que comprarlo y a buen precio. Le ofreció plata y una majadita de cabras para que, con recursos y pie de crianza, formara su hogar. Con esto, con la promesa de más y tupidas ayudas y protecciones, logró Huakinchay que no se derrumbara su resquebrajada casa. Consiguió del mujerero que se matrimoniara con su hermana y hasta que se aquerenciara al hogar. Por interés lo hizo el pÃcaro y más cuando Huakinchay lo habilitó para una siembrita del trigo y le allegó dos vaquillonas. Al nacer el primer hijo ya estaba conquistado el picaflor y dejó de andar ronciando a las chinitas por ai. Huakinchay fue el padrino de su sobrinito y se aficionó tanto a esa criatura que legró apaciguar su alma atribulada. Luego llegaron una niñita y otro varoncito y tuvieron al tÃo más querencioso de la tierra.
Pero era la viejita de su madre la que lo desvelaba al verla tan corta de salud. El hijo arrepentido pasaba largas horas de la noche junto al fogón, jurándole a la madre que nunca se habÃa olvidado de ella, sino que las cartas que le mandó las habÃa tirado a la laguna el pÃcaro mensajero. Y la santa viejita, toda creÃda en las palabras del hijo, le repetÃa: -SÃ, m'hijo. SÃ... -Y Juan Huakinchay se secaba las lágrimas al reconocerse un ingrato y un falso. Asà lo pasaban hasta el tercer canto del gallo en que se dormÃan en la quietud de esos campos.
Juan Huakinchay labraba su campito y celaba sus escasas haciendas con el porfiar que da la pobreza, pero su gusto y contento era jugar con sus sobrinitos y esperanzarse en tiempos mejores con la viejita de su madre, al tiempo que vigilaba a su cuñado, que al fin terminó por ser el marido más fiel y casero. -¡No hay como su casita, compadre!- le decÃa Juan Huakinchay, viendo criarse a los niñitos y el multiplico de las haciendas, -Asà es- le respondÃa su compadre y cuñado, pasándole la tabaquera para que armara el cigarro.
Cuando murió la viejita de su madre se enfrentó Juan Huakinchay a la tremenda soledad. Sintió los derrumbes del mundo y sus tupidas tristezas lo llevaron a apartarse al borde de la laguna, a hablar solo con sus recuerdos. A representarse momentos de dicha, a hundirse en las amarguras con recuerdos pesarosos.
Tomó la costumbre el caviloso de irse sólito y, sentado al borde mismo de esas inmensas aguas remansadas, alejarse del mundo en el corcel de sus pensares.
Se veÃa niño en la silenciosa inmensidad de esos campos, ayudando a la mamita en su luchar diario... En un nacer de resplandores contemplábase en la gloria de su único amor. Se vio en pareja con ella, perdiéndose los dos por el sendero de los cantos perdidos... Y después, en un llorar de campanas, se veÃa en su mulita, retornando a su choza donde aposentaba el amargor de las cuatro velas, lloradoras de la muerte de su madrecita que él olvidó -¡Ay, ay!- se repetÃa.
Una noche no volvió a la casa. Salieron a buscarlo con candiles y lo hallaron muerto frente a la laguna. Sus ojos ¡tan abiertos! retenÃan dos imágenes de mujeres que derramaban consuelos al triste.
* Cuento extractado de El Hachador De Altos Limpios, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1966.
JUAN DRAGHI LUCERO, escritor y etnógrado argentino, nacido en Luján de Cuyo, Mendoza, el 5 de diciembre de 1897. Murió el 17 de mayo de 1994, a poco de cumplir los 100 años. En 1938 publica el Cancionero Popular Cuyano, volumen de más de 600 páginas, en el que registra, muchos de ellos con la tonada con que se cantaban, los versos - romances, décimas, canciones y coplas - escuchadas en sus viajes de recolección y de su infancia a cielo abierto. El libro obtuvo de la ex Comisión Nacional de Cultura el premio de Folklore correspondiente a la región de Cuyo, un galardón, sin duda, pero chico para una obra de esa magnitud. Draghi Lucero escribe el libro Las mil y una noches argentinas, considerada como una de las más grandes obras de nuestra literatura. La segunda parte de esta obra nace hacia 1963 con el nombre de El loro adivino. Luego en 1964 publica Cuentos mendocinos, colección de 17 relatos, laureada con el Gran Premio Bienal de Novela 1962-63 de Mendoza. Además de las obras antes señaladas también podemos mencionar: El Hachador de Altos Limpios (1966), El Tres Patas, El bailarÃn de la noche (1968), El pájaro brujo (1972), La cabra de plata o La cautiva de los Pampas.
-Ésta es su historia. Nació a la sombra del Padre Ande, en las Lagunas de Huanacache, las hoyadas que atesoraban las aguas cerreras y la pasión de Cuyo. Su padre murió en edad temprana, en la travesÃa a San Luis y dejó sola en el terrible mundo a una joven viuda con dos tiernos hijitos. A padecer incontables pobrezas quedaron la madre y los dos frutos de su vientre; asÃ, en diario luchar, fueron pasando los tiempos... Con puchitos y sobritas se mantenÃan, anudando necesidades y, de una manera y otra seguÃan la cadena. En las noches de invierno la solitaria viuda apelaba a contar larguÃsimos cuentos hasta lograr que sus dos niñitos, olvidando las hambres por seguir fantasÃas, durmieran en la ceniza. Entonces los tapaba con cueros de ovejas para protegerlos del frÃo. Ella se encomendaba a los Santos y les pedÃa el compadecer a sus miserias y desamparo. Muy de noche se acostaba entre cuentos y lanas sueltas, no para dormir, ¡para pedirle al Tata Dios que atendiera sus humildes quejas...! Una ayudita para sus pichoncitos desnudos, una miradita de compasión en el perdido mundo y, ya en el entresueño, ella misma, doblándose en Deidad milagrosa y protectora, se respondÃa ¡ella misma!, ofreciéndose ayudas y consuelos dulcÃsimos. Con estos engaños del alma aguantaba las noches tan largas, tan frÃas... Al rayar el alba ella y sus hijitos iban a la laguna y ayudaban a los pescadores a destripar y limpiar los pescados. Con esto más el lavado de ropas y costuras por un rancho y otro, les quedaba un alguito para ir comiendo, para ir tirando...
En tiempo propicio los tres cosechaban vainas de algarroba madura; en callanas de piedra las molÃan hasta conseguir la harina para las tortitas de patay. Con los restos de la molienda conseguÃan la añapa y el mate de algarroba. Mucha provisión de pan indio guardaban para los dÃas restantes del año. La majadita de cabras, con ser escasa, les daba leche, y leche con patay comÃan por desayuno, por almuerzo y por toda cena. No carneaban sino las cabras más viejas, las que ya no rendÃan crÃa, para no mermar la tan chiquita hacienda. Asà cuidaban con desvelo las cabritas nuevas en vÃas del multiplico. En la más trabajosa miseria lo pasaban, y nunca por nunca se vio en ese limpio y bien tenido ranchito ni una parranda, ni junta de gentes. Apenas si llegaba el compadre Ruperto con la comadre Loreto en ancas a saber de sus vidas, con una cabra carneada y la azuquita y la yerbita en a bolsa de los vicios.
Poco a poco el tierno niño fue ganándose a mocito, y un buen dÃa se propasó a tender sus propias redes en la laguna y supo manejar la maniobra de su balsa de totora hasta conseguir la ansiada cosecha de esas aguas en reposo. Buena carga de pescados comenzó a llevar a su choza y allÃ, con su madre y hermanita, preparaban los bagres y truchas, ya limpios, en "sartas" que acondicionaban en fresquÃsimas "chihuas" de esponjada totora. Al anochecer cargaba sus dos mulas y emprendÃa su larga marcha a San Juan o a Mendoza. Caminaba el pobre mocito leguas y leguas con el fresco y el aconsejar de la desvelada noche. Un dÃa más y otra noche de sostenido marchar y era entrar a Mendoza por la Calle de los Pescadores hasta llegar a la Plaza Mayor para gritar: "¡Ricos pescados!" Allà lograba vender su mercancÃa y con el producido se aviaba de bastimentos para su casa. Estos viajes los hacÃa todas las semanas, sin merecer una tregua. Con sus ahorritos consiguió comprar las dos mulas prestadas y, para más, el bueno de su padrino le regaló tres ovejas y le prestó un carnero y con esto fue creciendo la majadita de "añares de los Huakinchay. En un tremendo forcejeo pudo el mocito hacerse de dos vaquitas, y muy grande fue su alegrÃa cuando vio que iban a dejarle terneritos. El padre les habÃa dejado unas pocas cabras, que también fueron en aumento y más con la compra de una que otra cabrita...
Tantos trabajos y privaciones, tanto aspirar y soñar aposentaron una mirada triste y lejana en el mocito Huakinchay. Él creÃa en su chiquitura que "los del gobierno" eran los dueños de las tierras y de las aguas, y que tenÃan potestad para todos los desmanes en disfavor de los pobres. Cuando veÃa a un policiano se le encogÃa el corazón al considerar que toda su suerte y la de su familia estaban en las manos de esa autoridad. De tanto prudenciar, creÃa siempre haber faltado a alguien y apenas si levantaba la vista del suelo y hasta hablaba bajito. ¡Pobre Juan Huakinchay! No sabÃa ni la O por lo redonda, pero lograba sacar sus propias cuentas con los dedos y asà fue contando centavo tras centavo hasta lograr completar muchos pesos. TenÃa luces propias para su cabal manejo, mas sus medios y recursos andaban siempre cortos para las necesidades de los suyos. Nunca pudo comprarse un pañuelo de seda como los otros laguneros pescadores, que gustaban fantasear airosamente. Jamás gastó un cuartillo en vino o aguardiente ni en otra tentación de pulperÃa, y cuando pasaba por frente de una "chingana", apuraba el paso de sus mulas para no ver ni oÃr las risadas de las mujeres perdidas ni a los mozos calaveras, que lo llamaban con nombre y apelativo a que fuera "a una gustadita". Bajaba la cabeza el pobre y pasaba de largo, escondiendo la cara, mezquinando el mirar y aguantando las burlas y cuchufletas de los "muy hombres". Si un alguito medio le sobraba era para llevarle un regalo a la pobre de su madre y a su hermanita, tan humildes y temerosas como él.
Los tiempos fueron pasando con su arrastrar de cadenas, mas un dÃa el mocito Huakinchay llegó a contar diecinueve floridas primaveras... Y se ganó a lindo mozo moreno, de ojos negros con encendidas lumbres; cabello ensortijado sobre la ancha y espaciosa frente. Delgado pero de duras y sufridas carnes. Si hubiera podido vestir bien, los hubiera aventajado a los mozos más atrayentes y de liviana sangre. Su mirar humilde, cautivador, aposentaba la confianza.
Pero aconteció durante tres años que no cayó una gota de lluvia y se secaron los pastos de los llanos y los rÃos Mendoza y San Juan, faltos de nieves en sus nacimientos, negaron sus aguas. Las haciendas comenzaron a consumirse de hambre y apenas si pudieron salvarse las que pastaban en las húmedas orillas de las lagunas, pero como todos criaban ganados, cundieron los pleitos y tropelÃas por cuestiones de pasturaje. Los más pudientes y encaradores emplazaron a sus cabras, ovejas y vacunos en las riberas mismas de las lagunas y con aires chocarreros celaron sus haciendas y corrieron las ajenas a los peladeros del campo. No pocos acudieron a la justicia, pero la autoridad ni querÃa ni podÃa andar por esos apartados campos enderezando enredos inacabables. Las hacienditas de los Huakinchay se morÃan de flacas, vagando por los yermos arenosos... Ante tanta desavenencia y atrasos, el mozo Huakinchay y su madre acordaron vender los pocos animalitos flacos que les restaban, pero como todos hacÃan lo mismo, poco, muy poco pudieron sacar de las ventas. Para mayor atraso, toda la gente de esos tendidos campos acudió a las lagunas con miras de pescar para tener qué echarle a la olla, con lo que esquilmaron esas aguas antes llenas de peces. Se acababa la pesca y un penoso dÃa el hambre se presentó al ranchito de los Huakinchay.
-No hay más, mi madre -salió diciendo el mozo después de sacar amargas cuentas-, que tendré que ausentarme en busca de un trabajito. No se apenen por mÃ, que yo sabré desenvolverme y hallar un quehacer para estas manos. Al mes cabal volveré... -Al otro dÃa, en anocheciendo, ensilló su flaca mulita y, bendecido por su madre, encaró la travesÃa en dereceras del poblado.
Al mes volvÃa el hijo con buenas nuevas: -Hallé trabajo, mi madre -es que le dice a modo de saludo a la pobre viejita cuando se apeaba-. Reciba estos avÃos y este dinerito y aguántese hasta dentro de tres meses que hey de volver con nuevas ayudas-. Se acostó en su chocita al lado de su santa madre y toda la noche hablaron esas dos almas de las miserias de la vida, pero el mozo alimentaba grandes esperanzas y consoló a la pobre con animadas pinturas para los tiempos del venir. De madrugada, después del matecito de despedida y ya bendecido, se ausentó de nuevo el hijo querencioso.
Juan Huakinchay habÃa tenido la suerte de hallar trabajo en la gran finca de los Herrera. Por su habilidad y apego a las tareas, por lo serio y cumplido y por un algo cautivante que de él se desprendÃa, fue entresacado de la pionada por acuerdo de la señora patrona. Esa poderosa señora pasaba por trances muy amargos: su marido habÃa caÃdo en cama un año atrás, doblegado por el terrible mal de "tis" y tuvo ella misma que desenterrar fuerzas y recursos para ponerse al frente del establecimiento de campo, porque los dos hijos que tenÃa andaban ausentes: uno en Santiago de Chile y el otro por Buenos Aires. Nada que se sabÃa de ellos. Ni escribÃan ni allegaban noticias. Se murmuraba que se habÃan ido a loquear con mujeres de mala vida.
Los trabajos que al principio se le señalaron a Juan Huakinchay fue desmontar una gran manga enmalezada y revenida y emparejar dos altos médanos que el viento habÃa levantado con arenas errantes. El mozo enyugó bueyes, aró con arado de palo y puntera de hierro hasta no dejar montes y, con rastras de cuero de buey, emparejó los altos y niveló con buen ojo los bajos. Por último ahondó el desagüe para cortar las reveniciones y, ya a fines de agosto, sembró "alfa" y muy luego se vio verdear alegremente esas recobradas tierras.
Pero sobre esa gran finca revoloteaba la lechuza. El dueño de todo, 20 años mayor que su señora esposa, empeoraba sin remedio. Apenas si se le oÃa el resuello porque la fatiga, la del tÃsico, lo socavaba hasta dejarlo amarillo y hecho una osamenta. Al fin murió consumido en brazos de su esposa, que casi enloqueció en su desdicha. Fue aquÃ, en esta pesarosa desgracia, donde el pioncito Huakinchay mostró sus recursos y buena disposición al prestar toda su habilosa ayuda a la desolada señora. Para las diligencias del entierro y del acompamiento no durmió el mozo al acudir con su comedimiento y solicitud a las mil dificultades que se presentaron. Mas, apenas enterrado el que fue dueño de todo, se notó en la pionada un desgano para el trabajo y el mayor descaro en las raterÃas, anuncios del derrumbe de la gran casa de campo. Muchos antiguos piones se fueron a otras fincas, llevándose las herramientas y otros, los que se allanaron a quedarse, maliciando que la paga se atrasarÃa, mermaron sus labores y descuidaron sus deberes. Para mayor descalabro, los cuatreros comenzaron a aportillar los cercos y ya se hizo patente el robo de vacunos... El mozo Huakinchay, aunque nadie se lo pidió, acudÃa con sus oficios y ayudas, pero el desvalido no tenÃa poderes. Él mismo se atrevió a ofrecer sus comedimientos a la abatida señora y pedirle la venia para tal o cual medida. Él la veÃa en abatimiento y consumirse en un vano llorar y quejarse en su desamparo. Es que la pobre no sabÃa, no atinaba a encarar tanta lucha contra los atacantes. CrecÃan sus gastos por trabajos mal hechos y nadie le pagaba lo que le debÃan por pastaje, por venta de bueyes y los productos de sus sembradÃos. SabÃa que los cuatreros encaraban las mangas y arreaban por docenas sus vacunos a Chile, y, por último, comenzó a caerle un avenegra con papeles sellados y embrollas de juzgados por escrituras mal hechas...
Al fin la pobre viuda cayó en la cuenta que allà hacÃa falta un hombre. ¡Un hombre! Aquel sábado era dÃa de pago para los diez peones que le restaban, pero no habÃa un peso en el arcón. La señora patrona, perdida en las penas y en dolorida soledad, llamó a Juan Huakinchay y le contó sus cuitas. RetorcÃa sus brazos la atribulada en un sin hallar qué hacer.
-¡Por vida suya, mozo, haga lo imposible por cobrar esta cuenta del matancero. Me debe ocho novillos y no me los quiere pagar.
Tomó el mozo el papel con la cuenta, lo guardó en su tirador y salió sin decir palabra. Montó a caballo componiéndose el pecho y echándose el sombrero a la nuca...
Al anochecer volvÃa Juan Huakinchay y entregaba a su patrona un rollo de pesos. -No me querÃa pagar el matancero y nos avanzamos en palabras... Tuve que sacar el cuchillo.
-¡Sacar el cuchillo!
-Nunca lo habÃa hecho, señora, pero si no volvÃa con plata los peones se irÃan; además, hay que pagar al herrero, al talabartero ¡y al proveedor!
Dos golpes en la puerta y entra descaradamente el avenegra con un montón de papeluchos en la mano. Se encajaba anteojos y vestÃa de negro. ¡Si parecÃa un cuervo!
-Señora -dijo encarándola con el sombrero puesto y echando humazón con su cigarro-; han aparecido en el jujao estos dos expedientes más con impuestos atrasados, y esta otra demanda sobre no sé qué embrollas que cometió su marido, ahora años...
La señora no tuvo fuerzas para contestar una palabra. Clavó su mirada en Juan Huakinchay, clamándole sus ayudas. Hubo un entenderse en las miradas. Fue lo bastante para que el mozo, componiéndose el pecho avanzara fieramente hacia él avenegra, lo tomara de un brazo y lo sacara a empujones puerta afuera. Quemantes rescoldos parece que le volcó al oÃdo porque el cuervo montó en su yegua y salió a media rienda.
Volvió Juan Huakinchay a la alcoba de la señora, la que hacÃa trece montoncitos de dinero sobre la mesa. -Vea, mozo -le dice, entregándole ese dinero-; estos diez montoncitos son para los peones, éste para el herrero, éste para el talabartero y éste último para el pulpero proveedor. Vaya, págueles a todos y vuelva... que quiero hablarlo.
Salió el mozo muy resoluto y repartió con vistosa alegrÃa los pagos, tal como se lo habÃan ordenado. Y todos se fueron contentazos y hablando bien de la señora patrona. Huakinchay se quedó mirándolos alejarse; luego retornó a la alcoba de la señora. Entró para quedarse vacilante con el sombrero en las manos. Desconocida inquietud lo desasosegaba hasta las raÃces. La tarde morÃa en un caliente anochecer.
La señora se dio vuelta para mirarlo un largo rato; tomó resuellos como para decir algo novedoso en un apenado repechar, pero, de repente, se le quebró el aguante y corrió a un rincón y rompió a llorar... Ahà se plantaba el pobre mozo, sin saber qué hacer; trabado y empujado por los más opuestos enviones. Se avergonzaba de ser poco hombre.
Poco a poco se va serenando la señora. Se enjuga las lágrimas, compone su cara y trata de alegrarse, de ser atrayente... Pasito a pasito se acerca a Juan Huakinchay. Se le arrima mucho, mucho, y con voz que le subÃa de los profundos de su carne, le dice al oÃdo: -¡Si fueras un mozo travieso!... Levantó su mirar el sorprendido mozo y vuelve a bajar los ojos al encontrarse con los encendidos de la señora; mas la fuerte mujer lo toma del mentón y lo obliga a mirarla. Un turbión de sangre le nubla el mirar. Tiembla el hombre joven; en vano quiere rehacerse en un gritar llamando a la raÃz de su hombrÃa. Tormentas de la sangre en hervideros le ahogan todo decir y maniobrar. Vergüenzas y aleteos de fuego estremecen el corazón ansioso. Esperanzas y congojas lo azotan, pero ve luz en su estrella... La mujer, más sabedora y segura, le arrima la última ayuda, una de esas que ladean al hombre más tÃmido y arisco: le toma la mano al mozo en flor y con ofrendas del más avenido cariño, la lleva a las curvas de su pecho, al tiempo que le entrega todo el mirar y gloria de sus ojos rendidos...
Esa noche, mientras los peones se emborrachaban con la paga, nació un nuevo Juan Huakinchay. También la alta dama se perdió en los resplandores. La pareja, abrazada y en transporte, salió al jardÃn a perderse en los floreceres... Asomaba sobre el ardido oriente la luna mestiza y las arboledas, alumbradas sus vivas orillas, cobijaron al amor escondido. Innombrable encantamiento bajaba de los escarnecidos cielos. Las hondas novedades de remansados cariños se desparramaban, alumbradoras. El mozo veÃa abrirse la flor de la vida y ella, la que se agostaba en funeraria viudedad, se alzó con furia de reverdecimientos, con los retenidos ardimientos en galopes de gozos. Huakinchay, el mozo, se detenÃa a oÃr los repiques de enloquecidos campanarios. Sus sentidos y todo su entender danzaba en las fiestas del alumbrar desconocido. -¡Soy feliz!- se gritaba, recogiendo los flecos de sus dorados ponchos. -¡Es la noche de mi memoria!- se repetÃa mirando a la dama rendida en su pecho. Dos noches y un dÃa pasaron. El lunes de mañanita el nuevo encargado Juan Huakinchay, se presentó a sus compañeros más que desconocido. Tomó disposiciones a lo dueño de casa y tiró planes para enderezar la finca. Los piones lo oÃan con la boca abierta, pero lueguito marcharon a cumplir órdenes con el Encargado a la cabeza, que daba el ejemplo trabajando a la par de ellos, sin mermar una fatiga y cuidando con celo las herramientas. Se resembraron los potreros enmontados; se enlagunaron las manchas salitrosas; se anivelaron las mangas para el resiembre. Tomáronse animales a guarda y luego de apartarse los vacunos para engorde, se vendieron los bueyes y caballos viejos. Recompusiéronse las compuertas de las acequias regadoras y se cerraron los portillos de los cercos. En la devorada viña se replantaron las fallas con mugrones y estacas y se repusieron los cabeceros y rodrigones. Reabriéronse los cegados desagües, se ahondaron las sangrÃas y volvieron a tupirse las trincheras de tamariscos, pero, por sobre todo, se pagaron y se cobraron las cuentas. La descompuesta máquina comenzó a retomar el buen camino y la antigua finca de los Herrera sobrepasó esplendores pasados; pero con tanto trajÃn y desvelo, Huakinchay echó en olvido a su madre y hermana.
No faltaron malas lenguas que hablaron de la viuda rica y del mozo aprovechado. Más de una seña maliciosa sorprendió Huakinchay entre los peones y más de una risada lastimante soportó la dueña de casa. Como culebras de ofensivo y lastimante mirar se alzaron hablas enemigas, pero una pureza de sentimientos a la vista de todos y un duro trabajar respondieron a los murmurantes del mundo. Al año la gran finca se mostraba recobrada; crecidas ganancias permitÃan atesorar sobrantes para enfrentar posibles malos tiempos.
La señora afincada y su Encargado habÃan cambiado de vida. Se los veÃa juntos por las tardes, recorriendo a caballo los cultivos y quedándose a merendar algunas veces a la sombra del sauzal que bordeaba al acequión de cantarÃnas aguas. Los domingos cenaban bajo el parral encatrado que sombreaba al gran patio del que pendÃan farolitos chinescos. La negra cocinera les servÃa la cena y se retiraba a dormir. Quedaban los dos a dulces hablas como zorzal y calandria.
El mozo habÃa cambiado mucho. Ya no bajaba la cabeza ante los hombres ni mezquinaba el mirar en vÃas de humillación. El amor lo enfrentó a la Vida para mirarla tal cual es, con sus cargas de pesares y sus instantes de gozo. Calmo en el hablar y seguro en los tratos, se ganó a hombre el mozo y como hombre supo manejar sus pasos en la vida. El vuelco de su suerte no lo mareó, pero le trajo, si, un aire soñador y confiado, como un merecido desquite de las humillaciones pasadas.
-El hombre- se confesaba en sus apartes -recibe las buenas y las malas con mano abierta: estoy en la buena hasta que Dios me dé su campaña-. Asà guiaba sus pasos por la nueva senda. Dos años pasaron como en un sueño.
De golpe se resquebrajó su suerte: primero llegó el hijo que estaba en Chile y luego, como de acuerdo, el que se habÃa alejado a Buenos Aires. Llegaron sabiendo lo que acontecÃa en la casa de la madre. Se pusieron terribles con el Encargado. Orgullosos y soberbios, no perdieron ocasión de humillarlo delante de la pionada. Con paciencia de santo trató de congraciarse el mozo Huakinchay, pero fue un vano batallar. A cada atención suya le respondÃan con desaires y fuertes agravios. Se allanó la madre a hacerles comprender a sus hijos quién era el verdadero salvador de los caudales de la familia Herrera, pero aquà chocó ella con la muralla de los celos, con los azotes de las palabras heridoras.
La pobre viuda y amante se halló en guerra y comprendió que estaba cercada por la enemistad. Oyó de sus hijos las duras palabras del honor y de la dignidad de la alta familia Herrera. Ella era la viuda de un gran caballero; tenÃa a su resguardo el ilustre del apellido del muerto esposo y debÃa velar por el nombre de sus hijos que querÃan andar con la frente bien alta. -¿Vinieron esos hijos -les gritó ella en arrebato- a cuidar sus bienes cuando murió el padre? ¡Qué hacÃan esos hijos pródigos cuando yo me debatÃa sola entre los cuervos? ¿Quién me defendió en mi desamparo? ¡Loqueando con perdidas andaban los tales hijos, mientras ese pobre pión apuntalaba estas ruinas! ¡Como si no supiera yo y todo el mundo las andanzas de mis hijos!- Todo fue en vano. Un creciente rencor, un odio que se salÃa por los ojos, los hacÃa aborrecer al piojo resucitado de Juan Huakinchay. El mozo sintió en honduras tanta ofensa enemiga... Recompuso su recado y aprontó su mulita.
-No te vayas, Juan -le rogaba la señora, a solas con él en un clamar desesperado-. Yo puedo vender la finca, darles lo que les corresponde a mis hijos y con el resto tenemos para casarnos los dos y ganar un lugar escondido, bien lejos, donde nadie nos conozca. En otra parte sabremos labrar vida nueva. AnÃmate, Juan. Vamonos.
-No, señora -respondÃa el hombre de prudenciado cavilar-. Usted se debe a sus hijos y con ellos debe seguir su vida. Yo llegué un dÃa de las lagunas y a las lagunas me vuelvo. Soy un ave de paso, sin nido ni arraigo... No se apure, mi señora. Todo se arreglará con el tiempo. Usted, mi señora, verá llegar la vejez rodeada por sus buenos hijos y nadie tendrá que señalarla con el dedo.
Hubo ruegos, lloros y hasta amenazas, pero nada torció al hombre de levantado proceder. Al otro dÃa, muy de madrugada, se fue Juan Huakinchay en la misma mulita que habÃa venido hacÃa dos años. Con el mismo recado se iba. No quiso regalos ni favores. Y se fue para siempre, con toda la pena del alma y la derrota en su corazón amante. A los dos dÃas llegó a su olvidado ranchito.
Fiel al recuerdo de un cariño sin par, se ganó el derrotado al silencio y al retiro, pero muy luego se vio enfrentado a dura lucha. El abandono en que habÃa dejado a los suyos, le costaba ahora lamentados arrepentimientos. En llegando echó de ver que la inocentona de su hermana habÃa caÃdo en las celadas del amor engañoso. Un mozo picaflor de la vecindad lograba sus favores y la convencÃa que se amancebara con él y abandonara a la madre. De una sola mirada abarcó Juan Huakinchay el derrumbe de su hogar y aunque lo invadió la rabia y los furores de venganza, se retiró a pensar al lado de la laguna, tal como lo acostumbró su padre. Mucho se calentó la cabeza el pobre, hasta que al fin, manso como era, tomó la determinación de procurar arreglo a las buenas. Se avino a ir al rancho del burlador de mujeres y se rebajó a manejar razones que le daban asco. Diose cuenta a los pocos tiros que habÃa que comprarlo y a buen precio. Le ofreció plata y una majadita de cabras para que, con recursos y pie de crianza, formara su hogar. Con esto, con la promesa de más y tupidas ayudas y protecciones, logró Huakinchay que no se derrumbara su resquebrajada casa. Consiguió del mujerero que se matrimoniara con su hermana y hasta que se aquerenciara al hogar. Por interés lo hizo el pÃcaro y más cuando Huakinchay lo habilitó para una siembrita del trigo y le allegó dos vaquillonas. Al nacer el primer hijo ya estaba conquistado el picaflor y dejó de andar ronciando a las chinitas por ai. Huakinchay fue el padrino de su sobrinito y se aficionó tanto a esa criatura que legró apaciguar su alma atribulada. Luego llegaron una niñita y otro varoncito y tuvieron al tÃo más querencioso de la tierra.
Pero era la viejita de su madre la que lo desvelaba al verla tan corta de salud. El hijo arrepentido pasaba largas horas de la noche junto al fogón, jurándole a la madre que nunca se habÃa olvidado de ella, sino que las cartas que le mandó las habÃa tirado a la laguna el pÃcaro mensajero. Y la santa viejita, toda creÃda en las palabras del hijo, le repetÃa: -SÃ, m'hijo. SÃ... -Y Juan Huakinchay se secaba las lágrimas al reconocerse un ingrato y un falso. Asà lo pasaban hasta el tercer canto del gallo en que se dormÃan en la quietud de esos campos.
Juan Huakinchay labraba su campito y celaba sus escasas haciendas con el porfiar que da la pobreza, pero su gusto y contento era jugar con sus sobrinitos y esperanzarse en tiempos mejores con la viejita de su madre, al tiempo que vigilaba a su cuñado, que al fin terminó por ser el marido más fiel y casero. -¡No hay como su casita, compadre!- le decÃa Juan Huakinchay, viendo criarse a los niñitos y el multiplico de las haciendas, -Asà es- le respondÃa su compadre y cuñado, pasándole la tabaquera para que armara el cigarro.
Cuando murió la viejita de su madre se enfrentó Juan Huakinchay a la tremenda soledad. Sintió los derrumbes del mundo y sus tupidas tristezas lo llevaron a apartarse al borde de la laguna, a hablar solo con sus recuerdos. A representarse momentos de dicha, a hundirse en las amarguras con recuerdos pesarosos.
Tomó la costumbre el caviloso de irse sólito y, sentado al borde mismo de esas inmensas aguas remansadas, alejarse del mundo en el corcel de sus pensares.
Se veÃa niño en la silenciosa inmensidad de esos campos, ayudando a la mamita en su luchar diario... En un nacer de resplandores contemplábase en la gloria de su único amor. Se vio en pareja con ella, perdiéndose los dos por el sendero de los cantos perdidos... Y después, en un llorar de campanas, se veÃa en su mulita, retornando a su choza donde aposentaba el amargor de las cuatro velas, lloradoras de la muerte de su madrecita que él olvidó -¡Ay, ay!- se repetÃa.
Una noche no volvió a la casa. Salieron a buscarlo con candiles y lo hallaron muerto frente a la laguna. Sus ojos ¡tan abiertos! retenÃan dos imágenes de mujeres que derramaban consuelos al triste.
* Cuento extractado de El Hachador De Altos Limpios, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1966.
JUAN DRAGHI LUCERO, escritor y etnógrado argentino, nacido en Luján de Cuyo, Mendoza, el 5 de diciembre de 1897. Murió el 17 de mayo de 1994, a poco de cumplir los 100 años. En 1938 publica el Cancionero Popular Cuyano, volumen de más de 600 páginas, en el que registra, muchos de ellos con la tonada con que se cantaban, los versos - romances, décimas, canciones y coplas - escuchadas en sus viajes de recolección y de su infancia a cielo abierto. El libro obtuvo de la ex Comisión Nacional de Cultura el premio de Folklore correspondiente a la región de Cuyo, un galardón, sin duda, pero chico para una obra de esa magnitud. Draghi Lucero escribe el libro Las mil y una noches argentinas, considerada como una de las más grandes obras de nuestra literatura. La segunda parte de esta obra nace hacia 1963 con el nombre de El loro adivino. Luego en 1964 publica Cuentos mendocinos, colección de 17 relatos, laureada con el Gran Premio Bienal de Novela 1962-63 de Mendoza. Además de las obras antes señaladas también podemos mencionar: El Hachador de Altos Limpios (1966), El Tres Patas, El bailarÃn de la noche (1968), El pájaro brujo (1972), La cabra de plata o La cautiva de los Pampas.