Silvia Pratt: De tarde en tarde el Arco Iris por Óscar Wong


En lenguaje cotidiano, llamamos realidad a todo aquello que captamos en forma inmediata, a través de los sentidos y de la conciencia, ya nos refiramos a la naturaleza y a la sociedad, o al conjunto de procesos anímicos y emocionales que acompañan nuestro diario vivir. Hoy sabemos perfectamente que también pertenece a la realidad esa otra parte del mundo imposible de captar directamente, la cual aparece en forma de "imaginación" y "fantasía". En todos los casos, el problema es el mismo: la relación entre razón y percepción es válida en nuestro tiempo, puesto que el arte proviene, refleja, y tiene su origen en la realidad, en la medida en que ésta penetra en las diversas formas artísticas de acuerdo con los materiales con que se trabaja: colores, planos, volumen, sonidos y palabras. Todos estos materiales, al ser estructurados estéticamente configuran las formas de la relación arte-realidad (Cf. Jaime Valdivieso, Realidad y ficción en Latinoamérica, 1975: 15-16).

En la expresión poética la existencia prevalece -luminosa, renovada- en el espacio de la voz. Tal vez por ello los versos de Silvia Pratt buscan la transparencia significativa a través del asombro que emerge en cada línea escrita. En el poemario que me ocupa, denominado De tarde en tarde el arco iris (UAEM, Toluca, Edoméx., 2008, 168 pp.), el sentir, a través del decir, crepita en llamaradas lánguidas. La autora conoce a plenitud la naturaleza de las cosas; por eso las palpa, las sopesa, las trastoca. Y el silencio vibra en la misma cadencia, en la misma frecuencia. El silencio, ciertamente, expresa más que la misma palabra: constituye un valor fónico y determina el horizonte semántico. El silencio como ámbito oracular, con una expresión de sentido, de capacidad primordial, provoca una imagen sonora y, por lo mismo, de vectorial significado.

Cuatro poemarios determinan el orden de esta obra. Cuatro libros, cuatro tiempos, cuatro instancias: Encendido espacio (2000), Crujir de la hojarasca (2001), Espiral irrepetible (2003) y Caldero ciego (2000). Cielo, tierra, agua y fuego conciliándose en este nuevo enclave, en este quinto elemento, si seguimos el pensamiento de Cornelio Agrippa dentro del ámbito poético: la presencia del arco iris, del espacio lírico concebido como el corazón, el espíritu del mundo, la quintaesencia que une y armoniza (Cf. Filosofía oculta, 2005: 28).

Es válido resaltar el vinculo importante que persiste entre Encendido espacio y Caldero ciego, has y envés del volumen que analizamos: Origen y conjunción. Génesis, germen y acumulada desventura. Todo ello manifestado en tonos ocres, sepias y expresiones lánguidas, taciturnas. Por su misma naturaleza, el título se vuelve simbólico, esperanzador, y restaura su acepción mítica: puente flotante, celeste; eslabón entre el cielo y la tierra, que se erige como presagio de acontecimientos felices o como la vieja promesa bíblica, como el pacto divino que aplaca la ira de Yahveh y conforma la Nueva Alianza. De tarde en tarde el arco iris presagia futuros fulgores, dimensiones menos pesarosas. La autora certifica la intensidad de aquellos momentos donde el contacto con el entorno despierta el asombro, y da fe de ello, pero con la conciencia plena de que tales emociones no se transmiten a través del lenguaje, sino a pesar de él. Esto, obviamente, alude a la relación entre sonido y palabra; la cualidad de la resonancia y la pertenencia de éstos a los elementos objetivos o formal de la palabra.

Desde luego que a lo largo de las instancias, se trasmina la percepción del origen compartido; el mundo constituye ese juego voraz que nombra un destino, que postula satisfacciones, soslayando los procesos sociales. El sujeto lírico, el Yo poético se revela como el centro del mundo. Así, la temática de Silvia Pratt -la memoria que se erige como alba viva; la infancia, la orfandad, lo terrible de la existencia, la muerte, Dios, et al- se reencuentra en el colorido del título que se perpetúa, pese a todo, como un presagio, como un porvenir que se vislumbra. Es curioso advertir cómo las imágenes revelan la emoción del instante; la función emotiva con una existencia propia y alcanza categorías nominales y verbales. De ahí viene su fortaleza, su vigor, su locución lírica, que repercute en este poemario antológico denominado De tarde en tarde el arco iris. En estas páginas se registra la transitoria voracidad del mundo y de la existencia. Testamento, testimonios: ventanas desarticuladas integran este universo de sonoridades. El ritmo, la intención, el verso ajustado, determinan una función ritualista. Un ceremonial lúdico de palabras que recobran su vitalidad, su uso primigenio. Así, la realidad se devela con un valor sonoro, significativo. La palabra -como sugiere Tinianov- no es más que un receptáculo cuyo contenido varía de acuerdo con la estructura en la que se ubica y con las funciones de cada uno de los elementos del discurso. La poesía, aunque se apoya en el lenguaje, en la palabra, se revela en la voz. En este orden de ideas la palabra misma no tiene un significado preciso, puesto que se agrega la percepción emocional.

De manera que en el primer libro, Encendido espacio (2000), el paso del silencio se vuelve contundente, significativo, con su carga reveladora que sostiene y da cuerpo al rotundo peso de la imagen. Persiste, en consecuencia, un acento compasivo, un anhelo por trascender emotivamente hablando y ocultarse de la mirada de la muerte. La trágica carga de la desaparición física hiere a la autora; sin embargo, la luz representa un salmo que consagra a la plenitud de la realidad. En 34 poemas Silvia Pratt esboza su memoria sensible donde la revelación va arraigando en la memoria auditiva, psicológica, de la experiencia profunda, única por lo mismo. En cierto sentido, el mundo es un territorio sombrío, hostil. Un único canto, "En el risco del espejo" (p. 29), ejemplifica lo anterior, pues advierte sobre la tragedia de vivir, el aciago destino del dolor perentorio. La raigambre telúrica de la infancia, la madre presidiendo el mundo, apuntando al futuro en rápidos lienzos blanquecinos, y la vida respondiendo con raudos y ríspidos trazos negros. La muerte -como ignominiosa presencia- trastoca y derrumba el ritual claroscuro de la existencia. El único pecado de mi madre/ fue morir sin avisarnos, precisa la autora (p. 36)

La tragedia de vivir conforma el destino luminosamente aciago del trepidante desconsuelo. Independientemente de la hostilidad sombría de la naturaleza, la Poesía instaura esa magnitud donde la vida se revoca. Voces nostálgicas, la terrenalidad imperativa ante el deseo de Silvia Pratt de hurgar en otras dimensiones más plenas, más profundas, más vitales. El tiempo se desborda, modificando a los objetos, a los seres, aunque el presente es un simple paso hacia la otredad. De manera que la evocación emotiva de la mirada se metamorfosea en memoria humedecida, para integrar un recorrido por los territorios del amor y de la ternura, aunque en la pupila se refleje el tatuaje inefable de la extinción.

Las instancias intermedias, Crujir de la hojarasca (2001) y Espiral irrepetible (2003), concilian lo cotidiano de la reminiscencia. Tonos sosegados, versos descriptivos. Aromas y sabores, la melancolía concebida en tanto "neblina en la memoria" trascienden en líneas precisas, vigorosas, casi como sentencias, mientras que Caldero ciego (2000) se erige como la metáfora del desamparo, la respuesta que un espíritu sensible tiene ante la adversidad, ante las injusticias del mundo, ante lo terriblemente limitado de la existencia. Y el saldo no puede ser otro: el infortunio, la orfandad, la desdicha nos rodea, siempre. Silvia Pratt va hilvanando su encuentro-desencuentro con la Divinidad.

En este recorrido, cegada por la luz, busca a tientas, como una núbil hechicera inexperta, frente a un Dios que se yergue en todo su poderío. La existencia, ciertamente, es como un caldero, donde se cuecen los yerbajos de la sabiduría, de la cordura, de la inspiración. Pero, ¡cuidado!, la vieja Cerridwen acecha en cada leño encendido, en cada pócima que hierve. Un caldero que de cuando en cuando arroja sus gotas trágicas para que los hombres prueben de este brebaje, dulce como la miel, pero cuando llega al estómago es amargo como la hiel. Y la enseñanza es terrible: los hombres vienen al mundo totalmente indefensos. Desamparados, huérfanos de Dios. Y algunos se someten a este designio con mansedumbre. Otros, como León Felipe, buscan un buen tabique para arrojárselo a la frente. Aunque ese Ser Devastador permanece inmutable.

Para muchos Dios es una referencia. A veces adquiere formas reflexivas. Y el Misterio se yergue en toda su majestuosidad. Silvia Pratt pretende disputar con Él, desoyendo los consejos de Job quien nos recuerda: no es de sabios contender con Dios. Pero la autora ofrece su propia respuesta. Con precisión y oficio deambula entre la rebeldía y la reverencia, entre la ingenuidad y la ternura, entre la expresión de una creyente y el casi menosprecio de todo gnóstico. Pero a veces la emoción es contenida, como si la autora buscara no el enfrentamiento directo, sino pretendiera disculparse ante esta insurrección manifestada. Caldero ciego es un cántico emocionado, intencionado. Y ofrece múltiples lecturas. Búsqueda metonímica, la profundidad de su significado inquieta, aquieta. Por algo los israelitas han temido a esta Presencia Majestuosa. Y el Nombre aún nos aterra.

Resignación y mansedumbre. O rebeldía e imprecación. Cualquiera que sea nuestra respuesta ante esta figura inconmensurable, ante esta presencia perturbadora, será válida puesto que la tolerancia es, ahora, el signo de los tiempos.

Como corolario, preciso que De tarde en tarde el arco iris registra la generosa hostilidad del mundo y de la existencia, aunque la memoria, que se erige en la madre de la Musa arquetípica, sirve como un foco orientador y como un desafío. Ella -lo sabemos- provee felicidad, suceso, en un ceremonial sacro que recobra su vitalidad, su uso primigenio. Lo oscuro y lo luminoso son registros de una misma presencia; la alegría y el dolor alternan siempre. Y Silvia Pratt se entrega a la vida, a la supervivencia y recobra para sus lectores la imagen sensitiva del ser humano ante la fatalidad. Y enhebra su respuesta -en palabras que ahora hago mías- con meditada sumisión, con premeditada sabiduría: Y estoy aquí/ aunque me hunda en un amargo abismo...(p. 167)