Jorge Galán

Jorge Galán
Ocho Poemas
Selección de Textos y Nota Biobibliográfica
Miroslava Rosales



Jorge Galán  es el seudónimo literario de George Alexander Portillo. Antes del gane del Premio Adonais con su libro Breve historia del Alba, en el 2006, un perfecto desconocido en su propio país. Nacido de un momento en el que se hundía en la oscuridad, el libro se reparte en La tarde o acto de desaparición, Historias mínimas, Ámbito más allá, Breve historia del alba.  "Es la vida misma vista desde unos ojos sumidos en una oscuridad", declara en una entrevista.

Su primeras lecturas de poesía fueron orientadas por un amigo de la familia llamado David Ernesto Marenco, con quien se acercó a los tres poetas que más influyeron en su primera etapa: Rubén Darío, Miguel Hernández, el Lorca del Romancero Gitano y los poetas clásicos españoles.

De ahí ingresa al Departamento de Letras de la Universidad José Simeón Cañas (UCA) y da con Francisco Andrés Escobar, quien fungió como su maestro.

Su segunda etapa está marcada por Octavio Paz, el Lorca de Poeta en Nueva York,  Huidobro y, sobresale en sus preferencias, Vicente Aleixandre.

T. S. Eliot, principalmente, Whitman, Emily Dickinson, Sylvia Platt, Wallace Stevens,  Robert Frost, Yeats,  Browning, William Blake, Ezra Pound, Rilke son las fuentes de su tercera etapa. Es el Eliot de los Cuatro Cuartetos y de Miércoles de Ceniza los que más le impactarían.

Este poeta nacido en San Salvador, El Salvador, 1973, gana su primer premio en 1996, con los Juegos Florales, organizados por el entonces llamado Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONCULTURA), la instancia rectora de las políticas culturales en el país. Luego, sigue agenciándose de más premios en el 1998 y 1999. Hasta que en el 2000 se le concede el  Gran Maestre de Poesía Nacional. En el 2004, con Tarde de martes gana el premio Hispanoamericano de Poesía de Quetzaltenango, Guatemala. Ese mismo año obtiene el  Nacional de Novela de su país con Unos ojos sombríos, y luego (2006) gana nuevamente en esta categoría con El sueño de Mariana, publicada en el 2009 con la editorial guatemalteca F&G Editores.

Asimismo, en su haber hay literatura infantil como El premio inesperado, con Alfaguara, y Una primavera muy larga, premio Charles Perrault (2005), organizado por la Alianza Francesa en El Salvador.

En la editorial estatal ha publicado La habitación (2007) y El día interminable (2004), este  último incluido en la Colección Nueva Palabra.

También, otra vez vuelve a levantar polvo en el país cuando es anunciado como ganador del Premio del Tren Antonio Machado (2010), Madrid, España, con su largo poema Los trenes en la niebla.

En la edición de enero- febrero 2010, Jorge Galán es la portada de la revista Word Literature Today, de la University of Oklahoma, Estados Unidos. La nota introductoria estuvo a cargo de la escritora salvadoreña Claribel Alegría.

Por el momento, después de haber dejado el cargo de Editor de la editorial estatal, se dedica de lleno a sus proyectos literarios, siempre en el silencio de su habitación alejada del ruido de la ciudad sumida en la sangre de la violencia, como es San Salvador.


BIBLIOGRAFÍA

Poesía:


El día interminable (2004)
Tarde de martes (2004)
Breve historia del Alba (2006)
La Habitación (2007)

Novela:

El Sueño de Mariana (2008)

Infantil:

El premio inesperado (2005)
El hechizo del mago

PREMIOS

Gran Maestre de Poesía Nacional de El Salvador (después de obtener tres premios nacionales de poesía en 1996, 1998 y 1999)
Premio Nacional de Novela Corta (2003)
Premio Hispanoamericano de Poesía de los Juegos Florales de Quetzaltenango, Guatemala (2004)
Premio Charles Perrault de Cuento Infantil (2005)
Premio Nacional de Teatro Infantil (2005)
Premio Adonáis de poesía (2006)
Premio Nacional de Novela Corta de El Salvador (2006)
Premio del Tren "Antonio Machado" (2010)



POEMAS DE JORGE GALÁN

1. LA ADIVINANZA


Mi capa es la tiniebla pero mi sombra es luz.
Se haya en mi mano una moneda dispuesta a la limosna
pero mi voz es lo terrible, cuando así lo desea.
Si dijera esto a un niño le preguntaría ¿Quién soy?
Y sería solo una adivinanza y no un enigma y una proclamación.
Mi espalda es el invierno que oscurece a los árboles
pero mi rostro es la blancura de la nieve más fría.
Si hundo mi pie en el fango es tan solo en la hierba que aparece una huella.
Veo, escalones abajo, los insipientes actos de los magos,
y escucho, por encima de mí, las palabras de Dios
en la lengua monumental de sus profetas.
Veo a los ángeles en un palacio interminable
jugando como ínfimos infantes en interminables jardines
y escucho la confesión del viento en los antiguos árboles
y la profecía del mundo en la boca del mar
y revelo la edad de las estrellas a los hombres
y el corazón del hombre a la desolación de los abismos.
El beso de Dios arde en mi frente.
Soy hijo y no puedo ser otra cosa más que hijo.
Los trigales se inclinan a mi paso
y el rey pide consejo y ejecuta conforme lo que digo.
Mi mano es pesada como el hacha de piedra.
Para mis ojos no hay distancia ni tiempo
ni lugar ni cortina ni pared ni secreto.
Sobre mi cabeza los gorriones y las ramas altísimas
y las antiguas torres y el universo mismo.
Bajo mis pies el mundo
y bajo el mundo, los nombres de los muertos.
Si le hablara a los niños, podría preguntarles, fingiendo ser astuto,
    ¿Saben los nombres de los muertos?
Mi capa es la tiniebla pero mi sombra es luz
y al revelar aquello que en mí se ha revelado me vuelvo yo el misterio.
Mi destino es la hora más postrera del hombre:
La claridad penúltima...
El último silencio.


2. TRANSEÚNTE

Parado en la acera, a la orilla de esta calle
situada a su vez al norte de esta ciudad
donde puede morir un hombre y su muerte
tendría la misma importancia
que la aspiración de una pequeña dama
que percibe un leve aroma blanco que jamás
podría ser el aroma de la nieve.
La muerte no vale mucho aquí,
solo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
                                       sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas.
Los gritos aquí, lo mismo que palomas oscuras,
penden de los aleros o llegan a morir a los techos
de edificios y casas donde el ratón y el musgo se conocen.
El viento es el único abrigo aquí, el único edredón.
Los autos pasan como mínimas olas a mis pies.
Atrás de mí los transeúntes y la noche son lo mismo.
Los faroles se han encendido como ojos repentinos
que recobran la vista.
La muerte es la única abundancia cotidiana.
Vuelvo a moverme, camino en línea recta,
ni a izquierda ni a derecha volteo,
la sombra de un muchacho se enreda a mis pies
como algún día un niño lo hizo en las piernas de una madre
cuyos ojos no miraban el mundo sino la oscuridad.
Mi paseo me lleva hasta una esquina. Me detengo.
Pienso que las estaciones andan y se detienen en ese lugar
donde debían de llegar y que jamás se equivocan de sitio.
Quisiera ser el invierno estacionado en esta esquina distante,
la femenina primavera o el enfebrecido verano me interesan muy poco,
el otoño solo le interesa a mis ojos y unos ojos no pueden ser un alma,
si mi alma fuese un martillo yo mismo sería un yunque y el martillo que golpea ese
yunque,
si fuese un animal sería una lombriz que repta en recónditos lugares,
cavernas parecidas a la inmensidad antes de la creación;
si fuese un árbol no sería un árbol sino una multitud de bambúes,
amarillos y esbeltos como las uñas de algún enfermo inútil.
Me siento, me recuesto en el piso, veo la noche establecida,
los astros que no puedo leer y la negrura que no puedo explicar ni poseer.
Quienes me observan prefieren ver un cuerpo tendido y no la eternidad
que se abre en el cielo como unos brazos llenos de amor en torno de otro cuerpo,
poco antes de cerrarse;
prefieren ver la ingenuidad colmando el rostro de la inerte inmundicia,
el hambre dibujando unos pómulos que algunas vez fueron manzanas frescas,
prefieren observar la palidez de lo insano y el orgullo de la demencia
antes que el mapa de la creación que sobre cada una de sus cabezas baja
como lo haría una corona interminable y espléndida sobre la cabeza de un rey.

Me siento. Me levanto. Cruzo una calle. Me detengo en la acera,
en esta acera donde podría morir y no doblaría una campana anunciando mi 
muerte
ni se doblaría una rodilla ni caería una lágrima ni se oiría una oración.
Los automóviles son relámpagos en la oscuridad que se reafirma.
Me doy cuenta de que soy el sedimento de esa oscuridad y me sonrío y creo
saber que he descubierto la importancia de una existencia,
el fin absoluto de la misma, el motivo por el que un hombre fue creado.
Debiera de haber ángeles abrazando mis pies.
Debiera de haber una docena de bellísimos niños besándome las manos.
Debiera de haber un millar de mujeres humedeciéndome el cabello con perfume
finísimo.
Debiera de haber música de panderos a mi espalda y al frente.
Debiera de ser esta una playa flanqueada por palmeras y no una triste calle.
Debo decir que mi aliento me ha descubierto a veces el olor de la muerte.
Y pensar que fui bello como el cachorro blanco de un León poderoso.
Atrás de mí los seres y la noche no pueden ni deben ser distintos.
Mi discurso es la niebla que baja de los árboles.


3. NIÑO QUE SE CONTEMPLA EN UNA FUENTE OSCURA


Mi voz es el murmullo de las estrellas,
lo sé por algún motivo que desconozco.
Me complace saberlo.
Uno debería de amarse alguna vez a pesar de sí mismo;
por eso digo, mi voz es el murmullo de las estrellas,

lo sé y no sé cómo lo sé,

sería impropio de lo hermoso comprender su hermosura.

El viento pregunta por mí al frío.
Altísimos árboles sin acosarme me rodean.
El frío tiene lenguas.
No huyo porque no pueden tocarme.
Soy puro como la flauta que hechiza el cielo del crepúsculo,
fui soplado por la Divinidad un día cuando el alba,
esto también lo sé porque esta tristeza es terrible como todo lo hermoso,
y sé también que el canto del cielo son las palomas de oro de tu pelo
y que eres una lágrima de Dios emocionado
y que mi voz es el murmullo de las tantas estrellas
y eso me hace feliz.

Todo es tan poco siempre.
Este sitio en que te amo es tan pequeño,
mínimo como las alas de un insecto que flota,
como un nenúfar rojo en una fuente blanca,
pero tendría que ser enorme como una sinfonía que también fuese un siglo.

Eres más grande que este sitio en que te amo pero no sé cómo es posible.
Y yo soy el murmullo de las estrellas,
un silencio más amplio,
por eso no me escuchas o acaso me confundes
con el canto de muerte que se anuncia en la frágil garganta de una Aurora.

El siseo del viento en los nuevos bambúes también puedo ser yo.


4. LOS TRENES EN LA NIEBLA
Premio internacional de poesía Antonio Machado, Madrid, España, 2010


Los trenes salían de la niebla. Me dejaban atrás. Yo era su pasado
más inmediato. Entonces vivía al final o al inicio de lo que llamábamos horizonte
y veía subir y bajar a tantos que aprendí a saber quiénes no iban a volver más.
No puedo decir que se los veía en los ojos ni que algo les cubría
pero aprendí a distinguirlos como se distinguen los vivos de los muertos,
cuando el frío hace que no nos queden dudas.
Sé que nací un noviembre en una época donde aún existían las cartas de amor.
Ese día en alguna parte era otoño, pero acá era invierno con lluvias
y yo sé que a nadie interesan estas cosas, pero ese año,
el último día de diciembre, a medianoche, mi madre y la familia
de mi madre esperaron en el patio trasero, sentados a la mesa,
la caída del tiempo de los hombres. Pero nada pasó, les habían mentido,
las escrituras no cumplieron sus promesas entonces, ni una figura
descendió de las nubes ni se escuchó campana alguna ni trompeta.
Decepcionados caminaron a través de una línea de tren hacia la oscuridad:
sus rostros eran la tristeza, poco les quedaba, alguien, nunca
se dijo quién, dio fuego a la iglesia y esta ardió hasta el amanecer
y nadie más volvió a visitarla porque nadie la levantó
y yo crecí como una pupila que se acostumbra a la sombra.
Era un chico cuando escuché el primer silbato
y hacía mucho que no era más un hombre cuando vino a mí el último,
y era tan semejante al primero que podría creer que era el mismo.
Y entre el primero y el último, un instante, un aliento del mundo.
Una vez vi un hombre que venía de la nieve, era oscuro
como aquello que la luna no puede afectar con su magia en el fondo del mar.
Fue él quien me habló de los enormes hielos que se paseaban
sobre la superficie de las aguas como ciudades muertas sobre una pupila,
hielos como planetas en el desierto de lo inconmensurable,
ahí donde demonios y ángeles, me dijo, luchan desde una antigüedad inusitada
por hacerse con lo que no existía, con el destino del hombre.
Puedo decir que sus manos eran frías y gruesas y lo mismo podría
decir sobre sus ojos y quizá sobre su alma: he probado la carne del lobo
y del zorro y del hombre, me aseguró. El Ártico es una selva blanca,
la vida ahí no es un cuento que alguien narra en un bar, ahí el filo brumoso
de un cuchillo, ese brillo, hace la diferencia entre el ahora y el después.
Un día una mujer vino del mar. Del mar no sabía más que historias de viajeros asombrados.
Pero sus poderosos muslos eran islotes tostados bajo el sol, su rostro
era una ola de arena gruesa y gris, bajo su mano suave como una nube
mi mano se hundió como un albatros que cae después de mil días de viaje,
perdido, para morir bajo las aguas, entre las serpientes y los tiburones,
y todo yo me sumergí y ella me aseguró que sus palabras, tan suaves
en mi oído, eran como el canto de las ballenas y que no debía temer,
que no temiera morir en esas aguas, que la tormenta nunca temió del mar,
y no temí y por tres meses un aliento salado me recorrió todo mi cuerpo
y cuando, llegado otra vez el tiempo de las lluvias, ella no miró atrás,
su espalda adquirió la forma de una raya y yo la vi perderse hacia el sur tempestuoso
sin atreverme a nada, sin saltar hacia ese acantilado que se abría ante mí
como un cielo distinto, sin emitir un leve susurro emocionado.
Y todo pasó y las estaciones del mundo cambiaron una y otra vez y otra y otra.
Marzo tenía olor a mandarinas y diciembre a manzanas frescas.
Envejecí una tarde cuando el temblor de una mano me impidió repartir unas cartas.
Una noche alguien me preguntó mi nombre y lo había usado tan poco
que no le recordé, entonces, luego de vender el último billete del día,
salí y bebí y volví a beber y bebí tanto y luego dormí tanto que al despertar
nada era ya lo mismo dentro mí. Jamás había tomado el tren hacia las montañas
ni hacia el mar ni hacia ningún país vecino ni hacia ninguna parte.
Todo había quedado atrás hacía demasiado tiempo: la madre y la familia
de la madre se habían detenido en alguna parte que yo no conocía.
Una sola taza había en la alacena, una sola cama, una sola silla, un cepillo de dientes
en el baño de una casa de madera sin pintar, visitada por los mosquitos
y las voces de unos que ya no estaban ahí pero que insistían, llegada la noche,
en conversar sobre tiempos antiguos donde existí sin existir. Hacía tanto
que para alguien que ni si siquiera sospechaba yo también era solo una figura
que cada madrugada salía de la niebla. Y lo sabía todo, lo había comprendido.
Esa mañana no quise volver más y ya no volví más a ningún sitio.
Desde entonces ya no recuerdo ni sé mucho, y quizá sea mi única certeza
que como yo, todos aquellos trenes, también salían de la niebla...


5. INNUMERABLES DONES

Cuando veo el jardín lleno de flores nuevas,
amarillas y rojas,
creo que estoy viendo solo un jardín
pero en realidad estoy viendo la primavera misma,
pues cada flor es una emanación de otra cosa,
de un cuerpo invisible e inmenso que se tiende a dormir
cuando el tiempo deja en sus párpados, como besos furtivos,
innumerables dones.

De igual forma, cuando veo una mínima hoja deslizarse
a través de la fragilidad de un viento helado
que siempre es el mismo viento,
no presencio la danza milagrosa de una hoja que cae
sino el otoño mismo,
y aunque no vea su mano displicente moverse,
aunque no distinga a ambos lados de esa mano las líneas
de un destino igual trágico que hermoso,
esa mano está ahí.

Y cuando, inclinado, en la noche, busco unos labios
y estos labios inertes están allí,
los hallo, casi sin vida pero llenos de vida,
no es hermosura lo que busco,
ni siquiera dulzura
sino otra cosa muy distinta, algo parecido a la piedad
o bien piedad disfrazada de amor.

Y cuando escucho el murmullo de las mujeres beatas
salir de la iglesia y me parece
ese sonido
como el de las cigarras en los pinos altísimos
en las noches briosas de finales de marzo,
no son los sollozos de unas mujeres lo que escucho
ni tampoco dulces plegarias ataviadas con palabras muy breves,
sino un sonido único, tejido, el arrullo de Dios
que baja sin ser visto, como un ladrón que bajara en la noche,
y se aloja en sus almas sin que ellas lo sospechen...
y se aloja en mi alma.

Por ello,
aunque no lo comprenda de una forma absoluta,
cuando beso un pedazo de tierra,
por mínimo que sea,
no estoy besando un pedazo mínimo de tierra,
estoy besando el mundo.


6. LA NIÑA

Hoy recuerdo a la niña, mi niña, siempre es ella,
subimos una calle cubierta de palomas,
tiene tres corazones azules sobre el pecho.
De su vestido blanco vuelve a nacer el viento.
Ahora la recuerdo, nos veo más temprano,
las estrellas ocultas llenas de madrugada,
ella tenía entonces las manos menos bellas
y era como un aroma delicado y extenso
esa luz de noviembre que la cubría entera.
En su pecho algún himno la hacía interminable.
Extrañas golondrinas era su pelo extenso.
Su pelo, lluvia súbita, que el crepúsculo amaba.
Y hoy recuerdo a la niña, mi niña, siempre es ella,
y la veo desnuda sobre un campo amarillo:
sus senos son puñados de girasoles ebrios,
sus piernas dos columnas a ambos lados del cielo,
su vientre un cielo humano, un ámbito de fuentes,
y ahora me recuerdo detenido en su cuerpo,
derrumbado en su cuerpo como la madrugada,
más tarde la veo irse por caminos austeros,
va pisando una hierba quebrada por el frío,
veo que tiene manos más bellas que la tarde,
sostiene dos palomas ya para siempre ciegas,
los árboles se empinan para verla ese instante,
y hay un aroma extraño de vinos y de carne
y hay ojos que la observan, pupilas temblorosas,
y hay manos que la siguen con temblorosos dedos,
los trenes se detienen para herirle los pies
y se arrodilla el día sobre su clara sombra.
De su cabello nacen abejas menos muertas
que las abejas muertas que construyen el fuego.
Hacia donde camine no me quedarán ojos.
El sol que la hace hermosa me volverá ceniza.
Y ahora la recuerdo, mi niña, siempre es ella,
subimos una calle cubierta de palomas,
tiene un vestido blanco, menos blanco que entonces,
tres breves corazones azules sobre el pecho,
algo tibio en la boca y algo inmenso en los ojos.
Nos veo, vamos juntos, niños interminables,
la noche que hoy nos cubre no sabe de nosotros.
                       
Abril, 2003


7. LO INEVITABLE

Mi madre dijo mañana va a haber viento,
pero su mañana ya es hoy:
es más de media noche.
El viento hace de los follajes un mar que va y que viene
como el mar mismo.
Hay aves que están muriendo en su propio resguardo.
Algunas ramas se inclinan hasta el suelo y se quiebran
igual que algunos hombres muy cansados
vencidos finalmente por la culpa.
Mi madre también me ha dicho que hará frío,
pero desde hace varios días mis ojos son escarcha.
Ambos bebimos té y hablamos recordando
el sabor de los nísperos
y la lentitud de la miel al esparcirse sobre el pan.
Desde la habitación en donde estábamos
la ciudad cabía en el marco de una ventana,
era perfecta ahí como el cuerpo de una mujer amada
lo es en nosotros muchas veces.
Mañana, me repite y entonces quiero decirle y no lo hago,
que el tiempo es una invención tardía de los hombres,
que un instante también es un milenio
y un milenio un instante
y que nada hay más parecido al fin que el principio
que la nada de antes y la nada de después
es solo vacío
y que en medio flota una página en blanco
que alguien llena de palabras a veces banales
y otras veces terribles
y que lo que ella llama mañana ya es hoy en otro sitio
y ese sitio puede estar tan lejos o tan cerca como yo mismo
y que el tiempo es un manto que la eternidad ocupa para vestirse
en un intento inútil de poder comprenderse
porque la eternidad es invisible e incontable y quisiera medirse
e intenta inútilmente recrearse proveyéndose márgenes donde jamás se abarca.
Mañana vendrá el frío, me repite otra vez
y pienso, otra vez sin decírselo, que todo es tan sencillo
y que las estrellas son solamente estrellas:
Puntos de luz inertes a tan solo unos ojos cerrados de distancia,
y que el cielo es el cielo y la noche la noche y el viento solo viento
y que aunque ahora ya es mañana
resulta inevitable que todo mi presente
sea para mi madre su después.


8. LA ANCIANA BEATRIZ


Me convierte en una mujer débil hablar de él.
Él es la tormenta que cae sobre mí,
cada gota posee el filo de un cuchillo,
antes con ese mismo filo cortábamos el pan
y comíamos pan y bebíamos cerveza
y nos dormíamos juntos, a veces como dos amantes
y otras como dos hermanos gemelos.
Ahora me convierte en una mujer débil acordarme
de todas esas cosas tan simples
pero es inevitable no ir y venir del pasado
pues todas las puertas permanecen abiertas
y dentro de esa habitación invisible
hay un aroma delicioso de guisos o de flores
tanto que, en ocasiones, creo saborear un sabor deleitoso
o me sorprendo mirando jarrones colmados
por el color y la luz repartidos en diminutos pétalos.
Mi cuerpo es la estación y su cuerpo el tren que se aleja
cada mañana y cada tarde y cada noche.
Creo observarlo regresar, creo oír su silbato
más allá de las montañas, siempre a la hora del alba,
pero no consigue acercarse,
y no sé qué sucede, no sé qué magia es esa,
qué hechizo nos abarca hasta borrarlo todo,
tanto que de pronto se aleja, ya otra vez está lejos
y un asma es su silbato y su figura una silueta.
Estoy débil. El pan se ha secado en mi boca.
La cerveza ha perdido su sabor hasta volverse leche,
la leche de una enferma que bebe mientras muere.
Sus ojos son las tumbas que quisieran y deben
y no pueden cerrarse...