Milcíades Arévalo | Dos cuentos éditos y un cuento inédito





De Manzanitas Verdes Al Desayuno (2009)


1. LOS COLORES DE LA PATRIA



A don Mario, el librero del trópico.


En el primer carguero que atracó en el muelle me fui  para Samaria a buscar a Haroldo,  mi amigo de andanzas y perrerías. No digo que el viaje fuera fácil porque tenía  que trapear la cubierta,  calafatear el casco,  hacer de  centinela nocturno cuando era el caso, pero yo me diferenciaba de los demás marineros porque cada vez que  me ponía nostálgico destapaba una botella de ron y con entonado acento me ponía  a cantar pequeños trozos de la Odisea:
   
—"Ahora, musa, canta el combate de los héroes muertos..."                 
   
Si pudiera devolver el tiempo, diría que durante la  travesía no hice más que leer la rosa de los vientos, novelas y poemas, preferencialmente  de Pablo Neruda, porque a decir verdad los marineros guardaban en sus bolsillos alguno de los magníficos poemas  del vate chileno  y, naturalmente,  la  foto de su mamá  o de alguna chica en pelota.
   
Después de varios días de navegación en los que no vi sino unas cuantas gaviotas,  uno que otro barco de cabotaje, desembarqué en Samaria. Sin ser desierto ni playa crepitaba  toda entera bajo un sol incendiario. De la tierra brotaba un perfume salvaje que alborotaba los sentidos y la belleza estaba regada por todas partes para que uno se la bebiera a grandes sorbos.
   
Haroldo era  más cuerdo que yo, pero  soñaba una barbaridad: comprar un castillo a la orilla del mar, importar hielo del Polo Norte, hacer la revolución, triunfar. Como yo era el más entusiasta promotor de sus visiones comerciales, al llegar a Samaria le propuse que pusiera una venta  de libros, "para los enamorados y los viajeros del mundo".
   
Vender libros  en el litoral era el peor negocio, y todo porque teníamos que competir con el mar, los turistas, los políticos, los vagos, los analfabetas, y los que para colmo de males no sabían  hacer nada. Para que Haroldo no desistiera en tan noble empeño  le auguré que con el tiempo seríamos tan famosos que los  barcos llegarían a Samaria,  no sólo por café  y bananos sino también por libros. Mis débiles argumentos lograron mellar su joven espíritu y se animó a abrir la flamante Librería Trosky, según rezaba el aviso. 
  
Sacudiendo el polvo, limpiando telarañas y espantando lagartijas, me pasaba los días de la semana, que por tantos sucesos sociales y políticos  que vivía el país parecían pasar más lentos. Los guerrilleros asaltaron el tren, los trabajadores del puerto entraron en huelga, unas bombas estallaron en las propias barbas del gobernador y la policía comenzó a vigilar todo lo que les pareciera sospechoso, porque sospechosos eran casi todos los barbudos que entraban a la librería a hablarme de plusvalía como si yo fuera su alumno más aventajado. Para colmo de males,  nunca compraban  nada, pero siempre estaban allí, hojeando libros, inclusive las obras completas de Marx que ya se estaban merendando las cucarachas.
     
¡Pobre Haroldo! Una noche de tormentas, el viento azotó la costa, las olas embravecidas rompieron los tajamares, un barco encalló en la bahía y faltó poco para que el mar se tragara el puerto. Por más que traté de levantarle el ánimo para que no cerráramos la librería, fue inútil: dejó todo en manos de la desgracia  y se fue a vivir como un ermitaño en el faro a la entrada de la bahía. Para no morirme de tristeza, el día siguiente empaqué unas cuantas cajas de libros y me fui a venderlos a  Riohacha. Era preferible agonizar bajo el sol del trópico que de modorra detrás del mostrador.
   
Ríohacha, río de agua clara y arena, espejo del cielo en el Caribe, puerto antiguo iluminado por la luz meridiana y las cayenas. La poesía se desparramaba por sus calles polvorientas, para que todo el que llegara  se la bebiera a mares.
   
Después de deambular un día entero sin vender ni siquiera una miserable novela de amor, fui  a la playa a mecer mi alma, a navegarla por esos senderos recién descubiertos, que eran como para quedarse toda la vida.
   
Como a ninguno  de los bañistas parecía importarle  los mil  destellos de luz que caían sobre el cabello de una rubia que en ese momento  saboreaba un helado de crema recostada contra una palmera de la playa, me acerqué a hablarle.
    
—¡Riohacha is beautiful! —le dije.
   
—Yes, my lord —dijo y continuó  lamiendo su helado, diferente a como suelen hacerlo las demás mujeres. Las demás mujeres metían la lengua en la crema y engullían. En cambio ella... Metía la lengua en la crema, la acariciaba, la arropaba con los labios y chupaba tan  lentamente que duraba una eternidad en tragarse un bocado. Y todavía más: la crema embadurnaba la comisura de su boca pintada de rojo, se deslizaba por  su cuello, resbalaba por sus brazos y caía lentamente sobre su barriguita pecosa, inundando el hoyuelo casi invisible de su ombligo.       
   
Cuando la rubia terminó de engullirse la crema helada,  le pedí que me hablara  de las manzanas azules de California, de los barcos a vapor que navegaban el Mississippi, de  los rascacielos de Nueva York y del viejo Whitman, pero ella sólo hablaba inglés. Deduje  que era una de esas muchachas que iban por el mundo repartiendo pétalos y la invité a caminar por esas calles de arena que antaño hollaran los piratas  y bucaneros de todas las naciones. 
   
Después que cerraron los bares y cantinas, mucho después que el viento arrastrara la hojarasca y las calles quedaran completamente solas, la invité  al hotel donde me hospedaba, un corral al que le habían puesto unas hojas de palma en el techo  y un aviso de neones rojos en la puerta. Desde la habitación se podían ver la playa, las olas del mar rebotando contra el malecón y una luna gigante acaballada sobre un barco de guerra. Al ver a los  marines  en la cubierta del barco alistando los cañones, le dije:
     
—¡Santo Dios! Nos van a  matar  como a unas cucarachas.
    
Sólo entonces pareció despertar de su letargo. Su marido era uno de los altos oficiales del Pentágono que había venido a enseñarles a despachurrar ideologías a los ejércitos de mi país.
   
¡My husband! —dijo dándome a entender que ella no era un bocado para cualquier tigrillo muerto de hambre sino el banquete de un león. Yo viento, yo fuego, las válvulas a todo full. Como tal vez jamás se me volvería a presentar la  ocasión de tenerla para mí solo, no mirando sus ojos azules ni las pecas de su ombligo  sino el pecado en persona, para que ningún curioso viera el incendio de mi pasión ni el cuerpo de la gringa en llamas,  cerré la ventana, tranqué la puerta y empecé a quitarle la camiseta, los shorts, toda la ropa. Y cuando la tuve desnuda  le dije:  
  
¡I am colombian tiger! 
  
Inmediatamente comenzó a vaivenirse, lentamente, hasta alcanzar el cielo:
   
¡Come in, baby!  ¡Come in, baby!
   
Tan pronto  se fue, me metí debajo del mosquitero y me quedé esperando  que los marines comenzaran  a bombardear la ciudad, pero estaba  tan cansado  que me quedé tan profundamente dormido que ni  siquiera oí el canto de amor de las cigarras ni la voz del viento, aunque esa noche ocurrieron muchas desgracias juntas.
   
Al día siguiente la posadera me despertó dándole coces  a la puerta de la habitación. Con su vozarrón de macho me preguntó si había dormido bien. Le respondí que sí.  Que si yo era Kadir el árabe. Le dije que no. Se rascó la barriga, hizo cabriolas en el aire, maldijo  como un hereje y se rió como una bruja. Después de husmear por debajo del catre como buscando una alimaña, me preguntó cuánto me había pagado la gringa por engrasarle el ánima.   
   
—¿Cuál gringa? —le respondí sorprendido.
   
—La que trajo anoche.
  
—Yo vendo libros; no sé de qué me habla.  
   
Se quedó perpleja mirándome a los ojos con el mismo asombro de quien mira un incendio. No podía creer que yo hubiera venido a vender  libros al  desierto. Abrió la puerta  y me echó a la calle a las patadas:
   
—¡Vete antes que la muerte te alcance!

2. EL NOVIO INVISIBLE



Memoria iluminada, galería donde vaga
                                                                    
la sombra de lo que espero.
Alejandra Pizarnik



Poco antes de despertar,  soñé con un tigre de hermoso pelaje sangrando por un costado,  más parecido a la imagen del dolor que a una fiera.  Como mi padre me había enseñado a domesticar mis sueños, no le di importancia. Me levanté, desayuné,  me puse un clavel en la solapa y salí rumbo al trabajo como todos los días, esquivando pordioseros y carros, saltando charcos y basuras acumuladas en los andenes. Un sol radiante bañaba las calles y todo parecía recién pintado.
   
Cuando llegué al edificio donde laboraba, al ver a Alina comenzaron a salirme unos miserables humitos por las orejas, pero no me preocupé; yo  era un Leo con todos sus defectos y virtudes.
   
El ascensor comenzó a subir lentamente, atestado de ejecutivos de la empresa, secretarias y empleados. En vez de mirar con atención la numeración del aparato como hacían los demás,  me dediqué a mirar a Alina. El rojo encendido de sus labios,  la armonía de sus formas, el medallón de san Jorge temblando entre sus senos. Espeluznante espectáculo el de Alina con la llama de la tentación crepitando entre sus senos...
   
Los ocupantes del ascensor se fueron  quedando  indistintamente en los pisos l2, l5, 23 y 27. El calorcito seguía haciendo su agosto y yo fresco, soñando con un país de hielo. Finalmente  sólo   quedamos Alina y yo, mirándonos, no con miedo sino con asombro. Cuando Alina  aspiró  la fragancia matinal del clavel de mi solapa, la puerta se abrió intempestivamente vomitándonos en el piso 32.
   
—Es un día muy hermoso como para desperdiciarlo en  esta horrible jaula de oro. ¿Por qué no vamos a dar una vuelta por el parque? -le propuse.   
   
Alina no lo pensó dos veces. Abrió la ventana y se lanzó al vacío. "¡Santo cielo!"  Me asomé y la vi,  no como una masa informe de carne estrellada contra el pavimento de la avenida sino  revoloteando  alrededor de los edificios vecinos. Al ver mi asombro fue  a posarse  tranquilamente en la cornisa del edificio de  enfrente. 
   
—¡Tírate de una! —me gritó.
   
La amaba, es cierto, pero no iba a tirarme al vacío sólo por eso. Frecuentemente  me decía que yo era su novio de alambre y me prometía tantas cosas  que me hacía volar más allá del horizonte. Cosas de ella. Yo, un ser racional y metódico, que vivía al pie de los cerros, en un barrio de casas blancas  bañadas por la lluvia y el sol, no hacía sino preguntarme en qué iba a terminar tanto amor.
   
Fui a sentarme delante  del robot que controlaba  a los empleados de la empresa. El  calor continuó invadiendo el edificio, pero me negué a creer que fuera un incendio. Esas cosas jamás se habían visto allí: en todas las oficinas había detectores de incendios que automáticamente  ponían en funcionamiento los sistemas de irrigación. Mis  huesos de lira ardiendo de ira sobre el lomo del pomo. Mi lira delira de ira.  "--Es mi corazón el que arde" --pensé. Súbitamente el robot cayó al piso dando brincos como un endemoniado y las llamas comenzaron a chamuscarme  los zapatos, el pantalón, la corbata, los pelos del pecho... Como si fuera mi pasatiempo favorito, me quedé contemplando las lenguas de fuego atrapando todo a su paso. Cuando todo estaba a punto de quedar reducido a cenizas llegaron  los bomberos. El más avezado preguntó a través de la puerta si se estaba quemando alguna cosa importante ahí adentro.            
    
—Estoy ardiendo —me quejé.
   
—¿Quién es usted?
   
—Soy un Leo. Mis palabras son más terribles que el fuego y mi única verdad es el amor -le respondí. 
   
—Diga algo concreto para poder salvarlo.
   
—Todo está muy oscuro aquí adentro. El humo inunda la salida de emergencia, el robot estiró la pata, las computadoras se están derritiendo,  no encuentro mis documentos de identidad...
    
Después de tanta palabrería inútil, el bombero comenzó a darle hachazos a la puerta como tratando de acabar de una vez con todas mis desgracias.
   
—Alguna vez -le dije al verme a salvo—,  tuve la idea de llegar a ser un eficiente bombero como usted, recorrer las calles  de la ciudad en un carro rojo y asustar a las señoras con la manguera, mas nunca pude cristalizar ese sueño ni  otros  más sencillos. Por pena. Soy un ser apenado, sin penacho, sin pelo en el pecho. No tengo la fuerza de voluntad de los demás, apenas la necesaria para levantarme de la cama, llegar temprano al trabajo, marcar mi  tarjeta, acatar los reglamentos de la empresa. Al gerente es al que le gustan las órdenes, los números, no a mí. Por eso  me puso en la espalda el número 12021.  Desde que amanece crepito como un horno de altas temperaturas por culpa de ése número. Hubiese preferido ser Esenin y no un número.
   
—¿Esenin? ¿Quién es ése pajarraco?  —me preguntó espantando una lengua de fuego  que empezaba a morder las cortinas. 
   
—Estoy a punto de lanzar el último cuác y usted no hace sino pedirme explicaciones. Por favor, lléveme a mi casa; quiero morir dignamente al lado de los míos —le pedí.   
   
Hay días en que amanecemos incendiados y buscamos afecto entre los demás pingüinos de la tribu, pero ellos no dan sino lástima. Parecen llagas de Dios. ¿Qué es lo que les hace falta? 
   
Mi hijo Nicolás  es capaz de sostener en el aire una bola de hierro con la mirada y ni siquiera se sacude por eso. Un día al verme triste y meditabundo, quiso hacer más leves mis días y  se dedicó a sorprenderme con sus análisis de sabio:
   
—Las estrellas son mundos silenciosos, el magnetismo atraviesa las paredes, la luz cabe dentro de una bombilla, el amor hace más bellas a las personas.  Lo que no entiendo... 
(Mi niño tan pequeño y ya sufriendo).
   
—No te preocupes  por entenderlo todo,  hijo mío. El universo está lleno de preguntas sin respuesta. Por eso hay que leer mucho, consultar el diccionario y darle de comer a la imaginación. Eso es lo que yo hago  para no parecerme a mis congéneres.
   
Nicolás no quedó satisfecho con mis explicaciones empíricas y quiso aclarar algunas dudas más:
   
—Papi,  ¿los poetas son vagos?
   
(La poesía me caía diariamente en el plato de la sopa, pero Don Hiparco  no me dejaba  ni siquiera asomarme por la ventana. Parecía el policía de la poesía, me daba órdenes, me volvía papilla el espíritu. En todas partes hablaban mal de los poetas porque no eran como  los demás. Para  mí el poeta era capaz de hacer el mundo y otros mundos).
   
—¿Vagos?  ¿Quién te dijo eso? —le pregunté preocupado.
   
—Mi mamá, el tendero de la esquina, la vecina...
   

(Mi vecina se pasaba  todo el día gritándole a su marido cosas de este tenor: "No eres más que un infeliz vago. Te pasas todo el día escribiendo poemas de amor mientras  tus hijos se mueren de hambre, ¿qué hice yo para merecerme tan cruel castigo?").       
   
—La ballena  es la razón de los demás, hijo mío. La gente se pasa todo el día  dando muestras de ecuanimidad, pero todos son  tan falsos como su pudor —le dije. Recogí mi cola, me enrollé, me hundí dentro de mí mismo, abismado, asombrado, deslumbrado, con unas ganas tremendas  de salir corriendo a esconderme de  los demás mortales...
   
Después de varios días de convalecencia me levanté con ganas de salir a pedalear  hasta el otro lado del mundo y regresar en un santiamén.  Me sentía fuerte y remozado. Mi  bicicleta  era la más anticuada del barrio; no tenía esas formas aerodinámicas de los modelos recientes, parecía el esqueleto de una jirafa, pero en ella me sentía como el rey sol y dejaba que ella me llevara a su antojo, pedaleando del norte al horizonte. De pronto me dieron  unas ganas tremendas de saber qué había pasado con Alina y si todo lo que había pasado era cierto o imaginaciones mías. El día era de sol por todas partes y azul como ninguno. Fui a visitarla.
   
—¡Recórcholis! —dijo al verme llegar. Me hizo seguir  a la sala y me indicó el sofá.  Me sirvió un vaso de leche con galletas y se  sentó a mi lado a limarse las uñas.  Vestía una blusa de seda anudada al ombligo y unos escandalosos shorts. Olía delicioso, como recién bañada.  
   
—Tenle miedo a mis llamas; los Leo somos como el  fuego —le dije.    
  
Cuando me vio dispuesto a atravesarla de lado a lado, comenzaron a arder la alfombra, los muebles,  el canario de icopor, el piano, la sala, las cortinas, la casa... Hubiese querido ser un eficiente bombero vestido de asbesto y capacete dorado, para abrirme paso entre las llamas y salvar a Alina. Como  yo no era el encargado de apagar el fuego sino de mantenerlo encendido, la  tumbé en el sofá, le agarré de las nalgas y de un tirón le bajé  los shorts  y unas braguitas rosadas, casi invisibles. Cuando todo quedó reducido a cenizas, me encaramé en la bicicleta y comencé a pedalear por la avenida, esquivando los autos, los perros, los peatones distraídos.
   
Al llegar  a casa  ya estaban preocupados por mi demora,  pero les conté que me había quedando mirando un incendio descomunal, una muchacha desnuda y un novio invisible. No me creyeron: en el noticiero  habían reportado un domingo muy aburrido.
   
Mi mujer dedujo que lo que yo quería era  tratar de evadirme de las responsabilidades del hogar y me mandó a dormir, para que al día siguiente madrugara a cumplir con mis obligaciones laborales y nunca nos faltara el pan del desayuno.
   
—Ya se me había olvidado —le respondí.
   
Cuando puse la cabeza en la almohada comencé a pensar seriamente en mi futuro, tratando de olvidar esa historia que alguna vez había leído y que comenzaba así: Thomas Tracy  tenía un tigre...


De Cálida Carne (Inédito)
Especial para Analecta Literaria

1. LUZ DE OTOÑO
       
"¡Le  bonheur! Sa dent douce a la mort..."
Rimbaud.

París, la ciudad tanto tiempo soñada... ¡Oh, la, la! Rostros anónimos, bulevares olorosos a légamo podrido, las bastillas de Sade, el Anticuario Universal, la historia de la literatura francesa por 5 francos, el agua empozada en los andenes, la inocencia del trigo verde en las escalinatas del Liceo Condercet, modelos africanas en las portadas de Vogue, vagabundos del alba, viajeros de todos los caminos...
   
Mi viaje a París  significaba  un cambio en mi vida. No conocía la ciudad  y ya  soñaba  con  una especie de paraíso: ganar suficiente dinero, deambular  por diferentes latitudes, darme ciertos lujos, conocer gente importante, periodistas, artistas, ir al teatro, etc.
   
Después de  cumplir con las formalidades de rigor, me entregaron las llaves de la habitación en la que iba a vivir por algún tiempo. Quedaba en el último piso de una pensión, que sin ser elegante era suficientemente cómoda, con todos los elementos necesarios: Una cama de bronce, una lámpara, el nochero, una silla turca, una mesa, un florero azul y un closet.  Desde el balcón  se  alcanzaban a divisar los tejados grises de Montparnasse, el humo de las chimeneas lejanas y las siluetas de los inmensos castillos feudales desdibujados por el tiempo.
   
—¿Pour combien de temps serez-vous a Paris? —me preguntó el conserje cuando me disponía salir a la calle. 
   
—Je ne le saias pas encore exactement...
   
La bruma preludiaba un día de sorpresas en las páginas de los diarios, a la puerta de los cines, bajo los puentes del Sena, en los Campos Elíseos, en la plaza de San Sulpicio. Un nuevo mundo se extendía a mis pies, sensaciones jamás sentidas, colores crepitantes, los mil rostros de la dicha.  
   
Recorrí los bulevares, conté las horas en los relojes, di vueltas en redondo. Especial atención me llamó Notre Dame, una catedral en tinieblas cuyas enormes columnas parecían  clavadas en el piso por un cíclope. Entré a buscar a Dios pero no lo hallé. Un minuto de silencio no habría bastado para expresar mi desolación. Volví a salir. Todo lo que encontraba a mi paso era cada vez más viejo e inhumano. Las calles permanecían atestadas de trovadores y golfas que cantaban o bailaban o  hacían trueques con puñados de sándalo, músicas de Arabia, olífonos y también libros, extraños y maravillosos de adoración y tormento. Preso de una honda  pena me pregunté  cuánto tiempo   estaría  dando vueltas en el mismo lugar buscando  a un tal Pierre  con quien iba a trabajar en un diario parisino. 
   
Entré a un bar solemne y me senté a un lado de la ventana que daba a la calle. Pasaron dos árabes tocando flauta, un mimo enharinado, un niño con  un  globo rojo, un policía con un pan bajo el brazo, un anciano con un perro, un vendedor de canarios, una ambulancia haciendo bulla con la sirena, una anciana con un paraguas. Al ver tanta melancolía en el paisaje, pedí un parnod y saqué a  Vallejo del bolsillo y leí con infinita nostalgia:

"Hay  madre, un sitio en el mundo que se llama París.
Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande...". 
         
Al poco rato entró una  muchacha rubia  de ojos lánguidos, perfumada y fresca como si acabara de bañarse. Sus labios brillaban terriblemente rojos y tenía el aspecto de estar más sola que todo el mundo. Pidió un moscatel  y se sentó a beber  con la misma indiferencia del que mira pasar un río que no sabe a dónde va. Puse la mirada sobre sus manos, de dedos largos y finos, en el collar que le colgaba del cuello, recorrí sus formas y caí abatido en el ruedo de su falda.

Hice chasquear los dedos y llamé al mesero:

—Garçon, ¿parlez-vous espagnol?
    
—Je parle espagnol, monsieur.
    
Le pregunté por Pierre.  El mesero removió los laberintos de su magín. Una  bomba o algo parecido, había estallado en la sede del diario y Pierre había  muerto.
    
Mis proyectos se difuminaban en medio del más terrible caos. Eran pequeñas burbujas que estallaban en el otoño de un París inhumano, absurdo, donde vivir  era tan prosaico como sacudirse el cabello. Sentí un sabor amargo en los labios, el vacío de la soledad bajo mis pies.

"Me moriré en París con aguacero
un día del cual tengo ya el recuerdo..."

La rubia apagó el cigarrillo en el cenicero, con violencia.  Se pintó los labios, se puso los guantes y  se enroscó la bufanda al cuello dispuesta a partir. Me acerqué  y la saludé. Para quebrar  el silencio  que nos envolvía en una telaraña de inmovilidad parecida a esas pinturas de Dalí donde todo parece muerto y en perfecto orden,  le pregunté dónde la volvería a ver.
   
—En la Opera Cómica —me dijo.  Desordenadamente buscó en su cartera una tarjeta  y me la entregó. 
   
Ouí, madame.   
   
El café comenzó a llenarse de intelectuales, vendedores de paraísos artificiales, estudiantes y muchachas recónditas en busca de aventuras. Los neones comenzaron a chisporrotear y la noche de otoño envolvió los seres y las cosas. 
   
Al regresar a la pensión, me dio por imitar a  Brando en esa triste escena de nostalgia frente a la ventana de su apartamento, con la música  del tango regada por el piso, mascando pan con mantequilla, los cabellos desordenados,  esperando a  una muchacha que no  volverá a ver jamás. Me dolía imitar a un solitario para no sentirme solo.  Y estando en medio esa inmensa  noche que es París, inmensa luz en la inmensa noche,  a la hora en que cantan los gallos y el viento no pasa, me quedé pensando,  no en las girándulas, ni  en las estrellas,  ni en  la luna,  ni en las estalactitas y estalagmitas sino en la  chica platinada de ojos azules, ¿cuándo la volvería a ver? Toda ella era  mucho más hermosa que todas las mujeres juntas, pero sólo a ella quería  besarle  el ombligo, las tetas,  el vientre, las nalgas, el  coño.

Dos meses después de llegar a París, el periódico local para el cual trabajaba, me envió a cubrir la noticia de un estreno teatral en la "Opera Cómica". No éramos más de 30 personas, entre las cuales estaba un arlequín, una colombina, un calvo, una Desdémona de pechos protuberantes, una monja mascando chiclets, dos viejas que parloteaban más que unas cotorras, un cura y un mimo sentado en las piernas de un señor de smoking. 
   
El acomodador me condujo a una de las sillas de primera fila, al lado de una rubia que bostezaba con descaro. En el escenario se veían un escritorio, dos sillas frente a frente,   un pizarrón en la pared en el que habían escrito con tiza: La leçón,  una pelota gigante de colores, un rinoceronte  rumiando yerbajos y diversidad de objetos. Nunca antes en mi vida había visto una escenografía tan insulsa.
   
Se oyó un timbre y se apagaron las luces de la sala. Minutos después  salió a escena un gordo de bigotes, lentes ahumados, camisa blanca, corbata lila, pantalones y zapatos negros. Después de sentarse de manera correcta, entró a escena una muchacha de falda corta escocesa, medias zapotes y blusa blanca.
    
"—¿Usted es... usted es la nueva alumna?" —le preguntó el calvo con voz aflautada.
  
"—No he querido retrasarme  —dijo la muchacha. Se sentó delante del calvo, cruzó las piernas con descaro y comenzó a morder la punta del lápiz que llevaba en la mano.
   
"—¿Le ha sido difícil  encontrar mi casa? —Su voz cambio de tono. 
   
"—De ningún modo. En este vecindario todos  lo conocen.
   
"—Hace treinta años vivo en esta ciudad. Usted no lleva mucho tiempo en ella... ¿Qué le parece?"
   
"—No me desagrada ni mucho menos. Es una ciudad linda, agradable, con un hermoso parque, un colegio de doncellas, un obispo, buenas tiendas, calles y avenidas...
   
Después de casi una hora de diálogo, se oyeron unos débiles aplausos y cayó el telón.  A la salida del teatro vi a Nadia. Apenas me susurró un "hola" impersonal y mecánico la invité a la pensión.
   
—Tengo una botella de dubonet —le dije impersonal y patético.
   
—¡Monsieur Alexandro! ¡C'est magnifique! —dijo  escandalosa y feliz.
  
Tomé su mano, indefensa como un pájaro y salimos a la calle.  La ciudad parecía de niebla y silencio. Sobre los tejados se derramaba otoño bañando  de rocío las antenas de televisión, el aleteo de los pájaros nocturnos, las hojas que arrastraba el viento.
    
Al llegar a la pensión subió las escaleras de dos en dos, entró al baño, preguntó la hora, llamó a una amiga suya,  se tendió en la cama. Puse un disco, me quité las gafas, vacié el cenicero, busqué en la nevera unos cubos de hielo,  serví dos vasos de vino y brindamos por la dicha de habernos conocido y por los años que nos faltaban por vivir. Cuando Aznavour dejó a cantar "Eres muy bella",  el silencio se hizo más patético, interrumpido de vez en cuando por el ruido lejano de algún auto devorando distancias.
   
—¿Por qué la gente no hace el amor a cada instante?  Andan vestidos todo el tiempo, siempre solos. Se acarician en soledad, bailan en soledad, nunca tienen tiempo de hacer el amor —dijo.
   
Parecía más mujer y sin embargo no era más que una chica de cabellos rubios  y un cuerpo insinuante bajo la falda.  París estaba lleno de muchachas, pero Nadia era un ángel y un demonio también. Miré hacia el cielorraso, sin pensar en nada, como si el tiempo se hubiera detenido.
   
Sus palabras seguían  cayendo sobre la mesa, una detrás de otra, adormeciendo mis sentidos. Pensé en el mar. Una playa dorada, el cielo azul, veleros en el horizonte, la espuma. El  dolor pasaba de ser intenso y los zarpazos del deseo eran cada vez más profundos, pero yo no era un bisonte... 
    
—No estoy borracha —dijo, escandalosa y feliz. Se  soltó el cabello,  se quitó la falda, la minúscula prenda de seda que cubría su sexo, todo y  pude verla desnuda en toda su plenitud: los hombros, los senos, su diminuto ombligo perdido en la  inmensidad del vientre, su sexo,  sus nalgas sobre el alfombrado, mordiéndose los labios, acariciándose toda.  Se hería. Me decía palabras suavecitas como la seda  y se chupaba los labios  como si fueran de  almíbar.
    
—¡Hazme algo, estúpido! —me gritó al borde de las lágrimas.  
    
Petite faune —le dije. Comencé a besarle  la  boca, los senos, las axilas, el  vientre, su sexo, casi masticando, con rabia, sacudiendo su carne con mis dientes, murmurando palabras obscenas, mordiéndole la nuca, los hombros, el cuello, el culo  hasta hacerla mía. Era un deseo mío y de ella también. Me parecía un acto tierno y brutal al mismo tiempo. Los hombres podían repetir innumerables veces la misma historia pero siempre sería la misma. Eran las mismas parejas, el mismo movimiento, los cuerpos buscaban las mismas caricias, el mismo roce. En medio del mundo fornicaban dos desconocidos, solitarios, perdidos en una ciudad de espanto. Tal vez esto era el amor y el deseo a la vez, una ola que engullía la arena, un desierto de sal, la espuma lunar, un pez,  un  rito milenario, el desolado encuentro de la pareja humana.
   
A la mañana siguiente se levantó, corrió las cortinas, le cambió el agua al florero, se puso carmín en las mejillas, se puso una peluca negra e hizo cosas sin importancia.
    
—De ahora en adelante tu  soledad  será más grande que la mía —me dijo al salir.
   
Abrió la puerta, bajó las escaleras y salió a la calle. La niebla de otoño  la fue desdibujando, y cuando cruzaba el puente, me pareció que emprendía el lento vuelo  de los que nunca regresan.
                                                                    
Bogotá, Mayo 9 de 2009



MILCÍADES ARÉVALO.
  Nació en 1943 en El Cruce de los Vientos (Zipaquirá), Colombia. Periodista cultural, fotógrafo, narrador, dramaturgo, editor y director de la revista cultural Puesto de Combate, fundada en 1972.  Durante su vida ha sido marinero, vendedor de libros, publicista, conferencista de literatura colombiana, editor de libros, corrector de estilo, periodista cultural, fotógrafo y dramaturgo. Estudió  Español y Literatura, pero se considera autodidacta por naturaleza. Ha conocido muchas ciudades, puertos y gentes, lo cual le ha permitido hacer de su narrativa una experiencia viviente. Entre sus libros publicados  señalamos:  A la orilla del trópico (Relatos, 1978),  Ciudad sin fábulas (Cuentos, 1981), El oficio de la Adoración (Relatos, 1988- Reeditada por la Universidad Autónoma de Bucaramanga, 2004); Inventario de Invierno (Cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la Ducha (Novela, 2001), Manzanitas verdes al desayuno (Cuentos eróticos, 2009).  Tiene varios libros inéditos, entre ellos: El Jardín Subterráneo (Teatro)  Las otras muertes (cuentos),  Galería de la memoria (ensayos), La Loca poesía (Antología), El caballo del viento y la muchacha desnuda (Relatos Medievales),  La Lío y otras mujeres (Guión)  y El oficio de la escritura (Entrevistas a escritores y poetas). Sus cuentos, crónicas, entrevistas  y ensayos figuran en diferentes periódicos  de Colombiay en revistas  como  Puro Cuento (Argentina), dirigida por Mempo Giardinelli; Casa de las Américas (Cuba) dirigida por Roberto Fernández Retamar, Plural de México y en diferentes  las antologías de cuentos: Colombie a chuer ouvert, anthologie de la nouvelle latino-americaine (Francia) de Oliver Gilberto de León;  Racconti dal mundo (Italia) de Danilo Manera y La Casa Grande  y La otra revista  (México).