1. TOMA, TOMÁS, TOMA...
DESDE ESTAS ALTURAS, la gente se le antoja hormiguitas a Tomás, a quien ahora, con las manos escaldadas e inservibles de los callos y las ampollas reventadas, le coge con imaginar y ver y perseguir a la Isaura engañando a Gustavo con Anselmo, y al Anselmo, enfundado y ajustado en su ropa de matón y buscapleitos donde Nuna, manoseando y desnudando a todas las muchachas; y La China, ay, La China, con su lunar que casi le muerde el labio superior, rondando todas las braguetas de los guardias y los adolescentes enchulados y con el bolsillo pelado, y más allá, al lado de la vellonera, desnucado, confundido, el pobre Leo, perdido entre el alcohol y las canciones desoladas, mirando sin ver a la Panchita que ahora se le sienta en las piernas a Yonni, que le dice algo al oído a La China, y la canción que lo golpea y le retuerce todas las penas y amarguras al pobre Leo; y Gustavo donde Isaura; y Anselmo brinda y brinda, mientras afuera, la tarde luce tan endomingada como siempre, y la banda arrastra una canción en la glorieta que se puebla de niños correteando y cantando; al menos, eso presume Tomás, desde lo alto, tan alto en sus pensamientos, que se meten en las tardes del convento, fisgando en la buhardilla de sor Juana; se la imagina flagelándose los sueños, palpándose los pechos, blancas colinas por las que ruedan los sueños y las penas que ahoga Leo en las canciones desoladas y amargas de la vellonera, donde Nuna; la que escupe y maldice y no para de maldecir, porque el padre Santisteban, ese cojito e la mierda, no para de mentarme en sus sermones y atacarme y joder....el padre Santisteban, en la sacristía, trata en vano de encarrilar al pobre Leo y desentrañar su desarraigo y su abandono; no entiende Santisteban qué demonio le corroe sus adentros al frágil monaguillo, otrora tan correcto y tan pío, que va por las horas como ciego sin lazarillo, durmiéndose en la misa; y Yonni que ya no ha vuelto, y qué bueno, tan mala junta, mejor que no regrese, mejor es que Sor Juana hable con Leo, y lo recoja en su regazo santo y lo conduzca por el buen camino; ella tan santa, tan piadosa, tan alejada de la carne, tan casta y tan pura, ha de desentrañar sus dudas y ayudarlo y ayudar a la grey, conduciendo a esa alma sufrida por los senderos de la paz y la felicidad; Sor Juana no puede fallarle a la parroquia, a sus votos, dar de sí, cuerpo y alma, para que otras almas se llenen de gozo, y Leo mira a La China, y se la imagina Juana, y suena la canción que se le mete por la piel y por los poros y es como si el demonio le anduviera por las venas, y La China, lasciva, se despoja de los hábitos, tan malos hábitos los de este Gustavo, que ahora quiere manoseármela, a La China; si supiera este patán, si saliera en este instante hacia su casa y empujara, sin tocar, la puerta de su alcoba, Anselmo le saldría al paso y le diría o le mostraría y, tal vez, él (Gustavo), le agradecería a Anselmo, en el fondo, el favor que le hace de atenderle su cartón mientras él (Gustavo), tan pajuil y remolón, se gasta el tiempo de las tardes haciendo rondas y más rondas con las chicas donde Nuna, mientras Anselmo, aprovechado y solícito, aprovecha el tiempo de las tardes y las mañanas y todo el tiempo de los tiempos todo el tiempo en su cama (la de Gustavo), con su mujer (la de Gustavo), hablando y dando de qué hablar a todo el pueblo con su gusto y el disgusto del cornudo (Gustavo), si supiera... pero Tomás sigue volando, ahora rasante, con las manos inservibles pero en movimientos que van y vienen y vuelven a venir y a venir y a venir y siguen todo el tiempo en el vaivén: destrozadas, escaldadas, doloridas, gozadas; ahora dejando penetrar sus pensamientos en su cuartito de la Avenida Mella, recuerda, colgada en la sucia pared, frente a la puerta del frente, la única, la foto de su graduación de sétimo grado en el colegio de las hermanas Minier, amarillenta, con la esquina superior izquierda gastada y doblada, el vidrio quebrado y un manchón negro y su corbata de lacito y ese pantalón con la cintura un centímetro más abajo del pecho y la correa o el lacito de la corbata casi ahorcándole, y ese corte de pelo y el traje de la madrina y el regalo, Dios, el regalo, qué desastre, qué desilusión y qué dolor, una camisa de poliéster, de listas verdes y blancas, el aguacero y la noche allá afuera esperándole en la bicicleta sin guardafango y el pantalón enchumbado, que luego encontraría su madre: inservible; como las manos llenas de ampollas y encallecidas por el uso y el abuso y por el goce, yendo y viniendo, debajo del colchón, las revistas Play Boy, las fotos de Alexandra Johnson, de Mayra, de María Antonieta Ronzino, y ese preservativo que siempre soñó cruzar los humedales de La China, manoseo memorioso que enfangó tantos rincones de las tardes y las madrugadas; La China, La China, La China, La China, La China, La China, La China, La China, ay, La Chinaa, La Chi, ay, La...la tarde que, precisamente, en esas le agarró el ligero picor debajo del brazo derecho, después la leve hinchazón, tenue, creciente, pero sin dolor, brillosa la hinchazón, y se la enseña a Leo y Leo que le habla de Sor Juana y ambos hablan de los zaguanes y los balcones del vecindario, y fue así como vieron pasar a Anselmo y sabían que Gustavo no estaba, porque estaba donde Nuna, en lo de siempre, y los brecharon y se la tiran esa tarde y casi todas las tardes, a la nalgona de Isaura, la gritona de Isaura, patiabierta en el sillón, y Leo que dice que tal vez podía ser un golondrino y Tomás piensa que mejor dejaba de manosearse un poco para que se le quitara la hinchazón, y entonces lo hizo menos, un poco menos, casi deja de hacerlo hasta que comienza, un poco, poquísimas veces, con la mano izquierda y seguiste, sigue, sigue, sigue, sigue, ay, sig...ay; hasta que también, en el lado izquierdo, le pasa lo mismo del derecho y vuelve a la derecha y lo sigue haciendo con gusto, mucho gusto, y qué placer y entonces siguieron creciéndole las protuberancias en los sobacos y no quería hablar de eso; le dice a Leo, qué palabra tan fea ésa, qué palabra tan horrible, tan horrible como huele a veces, y siguieron creciendo hasta que se abrieron como pétalos y comenzó a salirle algo, a crecer y crecer y crecer y crecer y crecer y crecer, ay, debajo de los brazos y, entonces, se siente liviano y se encumbra sobre la ciudad y sale volando, sobrevolando la ciudad y sus miserias con esas alas blancas, grandes y limpias, como de ángel malvado, que le fueron saliendo debajo de los brazos mientras se manoseaba todo el tiempo en nombre de La China.
2. LOTO EN FLOR
Desde los primeros años de su adolescencia comenzó a curar y hacer bien, nunca se consideró un Dios y menos un Mesías, lo que realmente fue, un hombre que tenía grandes conocimientos de plantas de la tierra que curaba enfermedades leves con brebajes y enfrentó en 16 combates a las fuerzas interventoras de 1916. Entre los campesinos siempre dejó correr la noticia de que cumplía la misión de Dios en la tierra...
Leopoldo Figueroa Agramonte (De Liborio a Palma Sola)
HE SIDO TANTAS OTRAS TANTAS veces, y estado en tantas partes tantas veces, que se me cruzan y entremezclan los recuerdos y lugares cuando intento encontrarme o reencontrarme. Vengo de un lugar que por más que intente, nunca olvido. Datan del agua mis recuerdos y ella los lava o los transporta a sus antojos de un lado a otro, de un tiempo a otro tiempo.
¿Quién soy, qué hago aquí, querrán saber?
Como los ríos o la lluvia, mi vida tiene afluencias, confluencias y reflujos que se pierden o desgastan en los cauces de la historia. Voy y vengo llena de peces o rayos y centellas, pero siempre vengo. La unión de los contrarios puede ser que sea la fuerza que me dispara y posesiona en los tiempos y los espacios. Contradictoria, extraña, taciturna. Muda, tal vez, resulte a veces. Pero suelo tronar con tanta furia que yo misma me temo. Le temo a la erupción de mis volcanes interiores, a esa marca antigua que me acompaña desde no sé cuándo.
Nací, si es que pudiera llamarse nacimiento al acontecimiento que me trajo al mundo, urgida por las lágrimas, para acallarlas, para capear tormentas o provocarlas. Eran tiempos difíciles aquellos, nadie creyó en sus santas palabras y, sin embargo, lavada fue su honra. Con todas las fuerzas de los elementos, la lluvia y el lodo lo cubrieron todo, lo barrieron todo. Aurita quedó en pie, llorando, oteando el horizonte al través del difuso cristal de sus lágrimas desgarradas, perdidas. No quedó piedra sobre piedra ni techos ni paredes por los contornos; la música hueca del día después era el único fondo a los suspiros de Aurita cuando Él llegó, cuando la encontró y ya no tuvo ojos para nada más, tiempo para nada más, ansias para nada más que para calmarle el llanto a la ungida.
De algún modo que no recuerdo ahora, o que quizás nunca supe, aparecí en la escena. Tenía por misión ser sombra, almohada, uña y mugre de Aurita: devolverle sonrisa y paz sin perderle pie ni pisada, velar su sueño, sus sobresaltos y arrebatos. Escampó, volvieron puntual el sol y la luz de sus ojos, la fuerza de su brazo y la llama de su verbo, que encendió la mecha para que, antes de que florecieran los geranios, espigara el maíz y balaran recentinos los chivitos, todo retornara a la normalidad: a ser como antes, decían los que quedaron, los que regresaron del vientre de las aguas, del desastre. Tronaba su voz, y el ganado, por las tardes, retornaba de los montes para ponerse a tiro de ordeño, al alba. Silbaba o entonaba alguna salve, y el valle entero se trasuntaba en corral con la ovípara sinfonía de las perdices, las palomas y las más díscolas gallinas de guinea que, hermanadas con las ponedoras y las abejas en las colmenas, aportaban su ración de vida al valle, que volvió a ser flor, como lo mandaba su divina palabra.
Y en flor, Aurita desgajó; despuntó como cayena que estalla al filo de la luz de la mañana. Cosecha tras cosecha, los puentes acortaron las distancias y entraron y salieron las razones, los frutos, la buena nueva que atrajo a los curiosos, a los que quisieron ver y palpar lo que había nacido entre los dos ríos. Atraídos por el imán de su voz que bramaba entre los yaraguales y los sembradíos, llegaron cientos, llegaron miles y para todos había calor, abrigo y frutos cada mañana, cada día. Con el entrar y salir de peregrinos y viajeros nació la historia. Se desvelaron o crearon los misterios y salieron a flote las pasiones de la envidia y la inquina, cuyos efluvios, aunque tenues al principio, se dejaron sentir, prendieron en las ramas...
Debe haber sido para ese entonces que pugnaban fuerzas externas por deslucir la realidad que florecía en este valle, otra historia se tejía a ambos lados de los dos ríos. El ejército necesitaba, tal vez, una razón nimia, valedera para justificar su irrupción en estas tierras que ya habían despertado la codicia. Nadie se llame a engaños. Engañaba la iglesia y sus acólitos. No hubo profanación ni herejía ni nada que se le parezca. Él sólo fue el instrumento, como instrumento había sido para traer la luz con sus palabras, iluminando el camino. Él sólo dijo que la lluvia, el agua arrasaría con todo y que la lluvia misma, tras cuarenta días y cuarenta noches, volvería, devolvería la luz y la vida, con más vida tal vez, pero que presto era que creyeran, que se volvieran, tan siquiera, a mirar, a buscar en su palabra toda la sabiduría que encerraban.
Y así fue, ni más ni menos. Pero siempre acontece que olvidamos y tiramos el cántaro que nos dio de beber, jamás volvemos los ojos para ver, para no ver la mano que nos da de comer y así poderla morder sin remordernos la conciencia. Él sólo fue el portavoz del mensaje. Era un mensaje divino y sólo Él, entre todos los hombres, fue el elegido para sembrarlo y propagarlo. Su verbo era luz e iluminó la senda que habrían de seguir los que tuvieron ojos para ver y oídos para oír. Así fue como, una y otra vez, tantas veces como el agua o el fuego han arrasado en Entreríos, ha vuelto a resurgir de los escombros el timbre de su voz que sigue vivo entre los montes.
Porque, aunque aquella vez Aurita tendría apenas diecisiete o diecinueve años, ellos entraron y arrasaron con todo, pasando por las armas a troche y moche; muchos fuimos guiados y salvados por la pericia y conocimiento que Él tenía de los montes de la zona. Alzados, dimos la batalla al ejército, a los americanos, a la iglesia, a la mentira, al engaño y a la maledicencia que aunque crece y se propaga no ha podido borrar la fuerza y la verdad que hay en las palabras del Santo. Porque sólo un santo, un santo del Señor, puede guiar a su pueblo y protegerlo, como Él lo ha hecho, de las adversidades.
¿Cuántas veces han vuelto desenfrenadas las aguas? ¿Cuántas han sido las crecidas de los ríos? ¿Cuántos han sido arrastrados por las furias de las corrientes?
Después de las arbitrariedades y las tropelías de los americanos, del caciquismo de aquel nefasto teniente Williams, quien tantas trampas y mentiras urdió para atraparlo y reducirlo a la obediencia, a su obediencia, quedó su más aventajado discípulo: el vesánico y melifluo tenientico de San Cristóbal, aquél que la historia oficial y las habladurías de la gente han convertido en dios y diablo a la vez, el Trujillo mentado, quien (aunque nadie se atrevió a decirlo nunca, a ponerlo en blanco y negro, aunque lo oyera y lo repitiera a mansalva, como fue ley y costumbre de su era), no volvió a ser gente nunca más desde aquella tarde en que, en su afán de capturarlo, apresarlo y ofrecerlo como trofeo de caza a sus mentores, se topetó de frente con los ojos de Aurita, que le miraron como si acabaran de salir de las mismas aguas, en uno de los recodos del río.
Puedo dar fe que nunca más hubo paz en la azarosa vida del tirano, después de aquella divina visión. Su obsesión por encontrar a nuestro guía era para justificar su sed de ella, que se convirtió en la razón por la que ya ninguna otra mujer pudo saciarle nunca más. Es más, hasta se llegó a decir que, la noche en que por fin dieron cuenta de su miserable existencia, iba tras la pista que uno de sus luaces le había dado para hallarla y acabar con la angustia que no lo dejaba vivir en paz. Vano empeño, todos cuantos le persiguieron y trataron de manchar su santo nombre, acabaron con el polvo entre los dientes, mordiéndolo, tragándolo en seco.
Entre las furnias y el silencio, su santo nombre creció, se agigantó y su pueblo, su grey, creció y se propagó. Aurita fue la llama que incendió su espíritu, la flor que amamantó toda la luz que su verbo dimanaba. Así tenía que ser, nunca de otra manera, aunque los tiranuelos y padrotes de corrales y baldíos la desearan y se les pudrieran los sentidos de las ganas, jamás podrían alcanzarla: fue hecha para Él y Él la encontró aquel día, fue el premio y la señal de que, a partir de entonces, la luz de la verdad alumbraría su camino. Camino que ha seguido el curso de las aguas. Barre. Limpia. Purifica. Retoña. Y vuelve a retomar los ciclos que se suceden y siguen sucediéndose como las estaciones y los años, por encima de las obras y los hechos de los hombres, imperfectos, efímeros y desiguales.
Yo no, aunque no recuerde muchas cosas que se han ido con las aguas, sé muy bien por dónde vine y a qué vine. No importa que sigan mirándome entre estos escombros, sorprendidos de que, aún después de tanto lodo, plantas y arena arrastrados por las aguas liberadas de la represa, me mantenga limpia, seca y con los mismos colores con los que Él deberá recogerme tan pronto se acaben los zumbidos de los últimos vientos del huracán y me encomiende ser, como siempre, la muñeca de trapo que regocija el llanto y seca las lágrimas de la que ha de guiarnos por encima de la maldad y el odio, que ustedes se niegan a ver y a oír.
3. FRAGATA
NO LA TRAJERON LOS VIENTOS ni las aguas, no vino desde el Japón, como Leiko, Yoshiko, Yoko y Mayumi; alborotaba el polvo de los caminos con su paso de ballerina o cierva alada; cantaba en lenguas como las brujas, las rezadoras y las comadronas. La atrapé una mañana con mi Agfa Instamatic en las ruinas de las Cinco Estrellas, deshojaba margaritas y daba de beber a los graffitis desdibujados en los cariados muñones de las cinco columnas. Alguien habló de más, se alborotaron las palomas grises del pasado, y me perdí en el rafagazo de sus ojos.
Recuerdo la inconsciencia con la que echaron abajo las cinco torres, las destrozaron, las trituraron y dieron cuenta de los gladiolos, los lirios y los rosales; eran los mismos, los mismos energúmenos, que días antes, se ataviaban con los colores y las consignas del benemérito de las medallas y los botones y los bicornios emplumados. Eran ellos, los vi también lanzarles piedras y anatemas a los Colón y a los Pichardo, por negarse a negar que renegaran de sus creencias y filiaciones. Ella cruzó, y ni piedras ni palabrotas me tocaron, llevaba mallas negras, pienso yo que ni siquiera atiné a enfocar las periferias de su celaje.
Con una luz difusa, la divisé otra tarde, cuesta arriba por la calle del mercado; la seguían los niños, y tres o cuatro cometas que lustraban el aire tras el conjuro de sus cabellos, desmesuradamente sueltos y sin gobierno. Acababan de anunciar otro de los tantos golpes de Estado que habrían de sacudirnos después de la caída del tirano y sus secuaces. Ella pensaba una canción, y en la torpeza de mis dedos, uno tras otro, se velaban los rollos de película. Ocasión que aprovechaban ellos para saquear las mansiones y los locales del partido, yo sólo iba del Eslava al Pozzoli en mis lecciones de solfeo. Pero eso fue otro día, otro viernes, cuando apostamos con Omar robarle el beso a la Mayumi, frente al piano...
Era mayo y llovía, traían guijarros y larvitas las rigolas, y estallaban las rosas y los lirios en los patios, ella buceaba en los mandados y los manoseos, cantaba Blanca Rosa Gil o Daniel Santos y todo se mojaba o nos mojaba; pomelos como peces luchaban por brotar de la franela, hacerla trizas y quedar con sus pezones a merced de los perros del deseo. Yo me quedé sin Instamatic, casi sin dedos en la sed de verla y de tocarla, disuelto entre los planos de sus piernas abiertas en la oscuridad del cine. Después, sin rumbo repartí panfletos y proclamas, icé banderas y pancartas, buscándola, inventándola por los vanos del día. Ella tejía al andar alfombras de amapolas, de sueños y ansias locas.
No vino con los últimos refugiados de los devastados aserraderos de los Mera, ni en la caravana de los saltimbanquis que levantaron tiendas por la parte sur del pley y leían cartas, vendían rositas de maíz, algodón dulce, gofio y pegapalos. Nació casi a orillas del río, al final de la callecita que todavía el Ayuntamiento no encontraba muerto ilustre a quien endilgársela; me lo confirmó el viejo Abelardo, en su percudido cuarto oscuro, lleno de ácidos y recuerdos vencidos. Ella tenía un amor que no le cabía en el pecho, siempre entraba a las fiestas por las puertas del servicio y era frugal y generosa como huidizos su mirada y su andar.
Con tanto empeño como repulsión, mi hermana quiso que ella aprendiera a leer y a escribir. Tía Viola y tía Gume le tejieron velos y capuchas para que las acompañara a misa. Yo leía entre sus muslos el alfabeto de los fuegos más calmos, y estallaba mientras sus labios balbuceaban un abc que era tan soso y tan nadero, como la entrega y la solidaridad en que se abanderaban las mojigatas de mis tías y mi insincera hermana. Yo navegaba en unas aguas tan santas y tan locas, como las ganas de volar inciertos mares, aferrado al vaivén de mi fragata, sin gobierno.
Habrían de venir las elecciones, las primeras en más de cuarenta años, y las primeras disensiones y desacuerdos, y las primeras caravanas, y la compradera de votos, y los insultos, y las traiciones, la guardia en la calle. Se dividieron y se conciliaron familiares y viejos amigos. Ella ni se inmutaba, correteaba pley arriba y pley abajo, y besaba, ¡cómo besaba por las noches a escondidas!, luciendo y sacudiendo los pendientes que habrían de echar de menos nuestras madres y hermanas. ¿Quién ganó, cómo hicimos para zafarnos de la fatídica familia del tirano?
Siete meses después, volvieron ellos con sus turbas de azarosas tropelías, y otra vez los muchachos por las montañas, blandiendo aperos, ardiendo en llamas, sangrando a mares por devolverle el cauce al río, lavar las nubes, plantar malvones y claveles... Subieron los ejércitos, los postulantes, los sacerdotes, los tutumpotes, las comisiones y las organizaciones internacionales para la paz y la concordia. ¡Insoportable! -dijo la radio-, soplaba un viento frío desde la sierra.
Volaron las aves turbias, nadaron peces de fango y larvas albinas que se ensañaron contra la luz del día. Dicen que vieron a un par de mallas grises, rotas y sin gobierno, rielando contra la neblina.... Le decían Japón, tenía los ojos rasgados y sabía más que nadie desatar con sus dedos los nudos del placer y del deseo. Puede verla, pasar la página y soñar.
4. OPUS PARA SIERPE Y OPIO.
¿Quién soy, qué hago aquí, querrán saber?
Como los ríos o la lluvia, mi vida tiene afluencias, confluencias y reflujos que se pierden o desgastan en los cauces de la historia. Voy y vengo llena de peces o rayos y centellas, pero siempre vengo. La unión de los contrarios puede ser que sea la fuerza que me dispara y posesiona en los tiempos y los espacios. Contradictoria, extraña, taciturna. Muda, tal vez, resulte a veces. Pero suelo tronar con tanta furia que yo misma me temo. Le temo a la erupción de mis volcanes interiores, a esa marca antigua que me acompaña desde no sé cuándo.
Nací, si es que pudiera llamarse nacimiento al acontecimiento que me trajo al mundo, urgida por las lágrimas, para acallarlas, para capear tormentas o provocarlas. Eran tiempos difíciles aquellos, nadie creyó en sus santas palabras y, sin embargo, lavada fue su honra. Con todas las fuerzas de los elementos, la lluvia y el lodo lo cubrieron todo, lo barrieron todo. Aurita quedó en pie, llorando, oteando el horizonte al través del difuso cristal de sus lágrimas desgarradas, perdidas. No quedó piedra sobre piedra ni techos ni paredes por los contornos; la música hueca del día después era el único fondo a los suspiros de Aurita cuando Él llegó, cuando la encontró y ya no tuvo ojos para nada más, tiempo para nada más, ansias para nada más que para calmarle el llanto a la ungida.
De algún modo que no recuerdo ahora, o que quizás nunca supe, aparecí en la escena. Tenía por misión ser sombra, almohada, uña y mugre de Aurita: devolverle sonrisa y paz sin perderle pie ni pisada, velar su sueño, sus sobresaltos y arrebatos. Escampó, volvieron puntual el sol y la luz de sus ojos, la fuerza de su brazo y la llama de su verbo, que encendió la mecha para que, antes de que florecieran los geranios, espigara el maíz y balaran recentinos los chivitos, todo retornara a la normalidad: a ser como antes, decían los que quedaron, los que regresaron del vientre de las aguas, del desastre. Tronaba su voz, y el ganado, por las tardes, retornaba de los montes para ponerse a tiro de ordeño, al alba. Silbaba o entonaba alguna salve, y el valle entero se trasuntaba en corral con la ovípara sinfonía de las perdices, las palomas y las más díscolas gallinas de guinea que, hermanadas con las ponedoras y las abejas en las colmenas, aportaban su ración de vida al valle, que volvió a ser flor, como lo mandaba su divina palabra.
Y en flor, Aurita desgajó; despuntó como cayena que estalla al filo de la luz de la mañana. Cosecha tras cosecha, los puentes acortaron las distancias y entraron y salieron las razones, los frutos, la buena nueva que atrajo a los curiosos, a los que quisieron ver y palpar lo que había nacido entre los dos ríos. Atraídos por el imán de su voz que bramaba entre los yaraguales y los sembradíos, llegaron cientos, llegaron miles y para todos había calor, abrigo y frutos cada mañana, cada día. Con el entrar y salir de peregrinos y viajeros nació la historia. Se desvelaron o crearon los misterios y salieron a flote las pasiones de la envidia y la inquina, cuyos efluvios, aunque tenues al principio, se dejaron sentir, prendieron en las ramas...
Debe haber sido para ese entonces que pugnaban fuerzas externas por deslucir la realidad que florecía en este valle, otra historia se tejía a ambos lados de los dos ríos. El ejército necesitaba, tal vez, una razón nimia, valedera para justificar su irrupción en estas tierras que ya habían despertado la codicia. Nadie se llame a engaños. Engañaba la iglesia y sus acólitos. No hubo profanación ni herejía ni nada que se le parezca. Él sólo fue el instrumento, como instrumento había sido para traer la luz con sus palabras, iluminando el camino. Él sólo dijo que la lluvia, el agua arrasaría con todo y que la lluvia misma, tras cuarenta días y cuarenta noches, volvería, devolvería la luz y la vida, con más vida tal vez, pero que presto era que creyeran, que se volvieran, tan siquiera, a mirar, a buscar en su palabra toda la sabiduría que encerraban.
Y así fue, ni más ni menos. Pero siempre acontece que olvidamos y tiramos el cántaro que nos dio de beber, jamás volvemos los ojos para ver, para no ver la mano que nos da de comer y así poderla morder sin remordernos la conciencia. Él sólo fue el portavoz del mensaje. Era un mensaje divino y sólo Él, entre todos los hombres, fue el elegido para sembrarlo y propagarlo. Su verbo era luz e iluminó la senda que habrían de seguir los que tuvieron ojos para ver y oídos para oír. Así fue como, una y otra vez, tantas veces como el agua o el fuego han arrasado en Entreríos, ha vuelto a resurgir de los escombros el timbre de su voz que sigue vivo entre los montes.
Porque, aunque aquella vez Aurita tendría apenas diecisiete o diecinueve años, ellos entraron y arrasaron con todo, pasando por las armas a troche y moche; muchos fuimos guiados y salvados por la pericia y conocimiento que Él tenía de los montes de la zona. Alzados, dimos la batalla al ejército, a los americanos, a la iglesia, a la mentira, al engaño y a la maledicencia que aunque crece y se propaga no ha podido borrar la fuerza y la verdad que hay en las palabras del Santo. Porque sólo un santo, un santo del Señor, puede guiar a su pueblo y protegerlo, como Él lo ha hecho, de las adversidades.
¿Cuántas veces han vuelto desenfrenadas las aguas? ¿Cuántas han sido las crecidas de los ríos? ¿Cuántos han sido arrastrados por las furias de las corrientes?
Después de las arbitrariedades y las tropelías de los americanos, del caciquismo de aquel nefasto teniente Williams, quien tantas trampas y mentiras urdió para atraparlo y reducirlo a la obediencia, a su obediencia, quedó su más aventajado discípulo: el vesánico y melifluo tenientico de San Cristóbal, aquél que la historia oficial y las habladurías de la gente han convertido en dios y diablo a la vez, el Trujillo mentado, quien (aunque nadie se atrevió a decirlo nunca, a ponerlo en blanco y negro, aunque lo oyera y lo repitiera a mansalva, como fue ley y costumbre de su era), no volvió a ser gente nunca más desde aquella tarde en que, en su afán de capturarlo, apresarlo y ofrecerlo como trofeo de caza a sus mentores, se topetó de frente con los ojos de Aurita, que le miraron como si acabaran de salir de las mismas aguas, en uno de los recodos del río.
Puedo dar fe que nunca más hubo paz en la azarosa vida del tirano, después de aquella divina visión. Su obsesión por encontrar a nuestro guía era para justificar su sed de ella, que se convirtió en la razón por la que ya ninguna otra mujer pudo saciarle nunca más. Es más, hasta se llegó a decir que, la noche en que por fin dieron cuenta de su miserable existencia, iba tras la pista que uno de sus luaces le había dado para hallarla y acabar con la angustia que no lo dejaba vivir en paz. Vano empeño, todos cuantos le persiguieron y trataron de manchar su santo nombre, acabaron con el polvo entre los dientes, mordiéndolo, tragándolo en seco.
Entre las furnias y el silencio, su santo nombre creció, se agigantó y su pueblo, su grey, creció y se propagó. Aurita fue la llama que incendió su espíritu, la flor que amamantó toda la luz que su verbo dimanaba. Así tenía que ser, nunca de otra manera, aunque los tiranuelos y padrotes de corrales y baldíos la desearan y se les pudrieran los sentidos de las ganas, jamás podrían alcanzarla: fue hecha para Él y Él la encontró aquel día, fue el premio y la señal de que, a partir de entonces, la luz de la verdad alumbraría su camino. Camino que ha seguido el curso de las aguas. Barre. Limpia. Purifica. Retoña. Y vuelve a retomar los ciclos que se suceden y siguen sucediéndose como las estaciones y los años, por encima de las obras y los hechos de los hombres, imperfectos, efímeros y desiguales.
Yo no, aunque no recuerde muchas cosas que se han ido con las aguas, sé muy bien por dónde vine y a qué vine. No importa que sigan mirándome entre estos escombros, sorprendidos de que, aún después de tanto lodo, plantas y arena arrastrados por las aguas liberadas de la represa, me mantenga limpia, seca y con los mismos colores con los que Él deberá recogerme tan pronto se acaben los zumbidos de los últimos vientos del huracán y me encomiende ser, como siempre, la muñeca de trapo que regocija el llanto y seca las lágrimas de la que ha de guiarnos por encima de la maldad y el odio, que ustedes se niegan a ver y a oír.
3. FRAGATA
NO LA TRAJERON LOS VIENTOS ni las aguas, no vino desde el Japón, como Leiko, Yoshiko, Yoko y Mayumi; alborotaba el polvo de los caminos con su paso de ballerina o cierva alada; cantaba en lenguas como las brujas, las rezadoras y las comadronas. La atrapé una mañana con mi Agfa Instamatic en las ruinas de las Cinco Estrellas, deshojaba margaritas y daba de beber a los graffitis desdibujados en los cariados muñones de las cinco columnas. Alguien habló de más, se alborotaron las palomas grises del pasado, y me perdí en el rafagazo de sus ojos.
Recuerdo la inconsciencia con la que echaron abajo las cinco torres, las destrozaron, las trituraron y dieron cuenta de los gladiolos, los lirios y los rosales; eran los mismos, los mismos energúmenos, que días antes, se ataviaban con los colores y las consignas del benemérito de las medallas y los botones y los bicornios emplumados. Eran ellos, los vi también lanzarles piedras y anatemas a los Colón y a los Pichardo, por negarse a negar que renegaran de sus creencias y filiaciones. Ella cruzó, y ni piedras ni palabrotas me tocaron, llevaba mallas negras, pienso yo que ni siquiera atiné a enfocar las periferias de su celaje.
Con una luz difusa, la divisé otra tarde, cuesta arriba por la calle del mercado; la seguían los niños, y tres o cuatro cometas que lustraban el aire tras el conjuro de sus cabellos, desmesuradamente sueltos y sin gobierno. Acababan de anunciar otro de los tantos golpes de Estado que habrían de sacudirnos después de la caída del tirano y sus secuaces. Ella pensaba una canción, y en la torpeza de mis dedos, uno tras otro, se velaban los rollos de película. Ocasión que aprovechaban ellos para saquear las mansiones y los locales del partido, yo sólo iba del Eslava al Pozzoli en mis lecciones de solfeo. Pero eso fue otro día, otro viernes, cuando apostamos con Omar robarle el beso a la Mayumi, frente al piano...
Era mayo y llovía, traían guijarros y larvitas las rigolas, y estallaban las rosas y los lirios en los patios, ella buceaba en los mandados y los manoseos, cantaba Blanca Rosa Gil o Daniel Santos y todo se mojaba o nos mojaba; pomelos como peces luchaban por brotar de la franela, hacerla trizas y quedar con sus pezones a merced de los perros del deseo. Yo me quedé sin Instamatic, casi sin dedos en la sed de verla y de tocarla, disuelto entre los planos de sus piernas abiertas en la oscuridad del cine. Después, sin rumbo repartí panfletos y proclamas, icé banderas y pancartas, buscándola, inventándola por los vanos del día. Ella tejía al andar alfombras de amapolas, de sueños y ansias locas.
No vino con los últimos refugiados de los devastados aserraderos de los Mera, ni en la caravana de los saltimbanquis que levantaron tiendas por la parte sur del pley y leían cartas, vendían rositas de maíz, algodón dulce, gofio y pegapalos. Nació casi a orillas del río, al final de la callecita que todavía el Ayuntamiento no encontraba muerto ilustre a quien endilgársela; me lo confirmó el viejo Abelardo, en su percudido cuarto oscuro, lleno de ácidos y recuerdos vencidos. Ella tenía un amor que no le cabía en el pecho, siempre entraba a las fiestas por las puertas del servicio y era frugal y generosa como huidizos su mirada y su andar.
Con tanto empeño como repulsión, mi hermana quiso que ella aprendiera a leer y a escribir. Tía Viola y tía Gume le tejieron velos y capuchas para que las acompañara a misa. Yo leía entre sus muslos el alfabeto de los fuegos más calmos, y estallaba mientras sus labios balbuceaban un abc que era tan soso y tan nadero, como la entrega y la solidaridad en que se abanderaban las mojigatas de mis tías y mi insincera hermana. Yo navegaba en unas aguas tan santas y tan locas, como las ganas de volar inciertos mares, aferrado al vaivén de mi fragata, sin gobierno.
Habrían de venir las elecciones, las primeras en más de cuarenta años, y las primeras disensiones y desacuerdos, y las primeras caravanas, y la compradera de votos, y los insultos, y las traiciones, la guardia en la calle. Se dividieron y se conciliaron familiares y viejos amigos. Ella ni se inmutaba, correteaba pley arriba y pley abajo, y besaba, ¡cómo besaba por las noches a escondidas!, luciendo y sacudiendo los pendientes que habrían de echar de menos nuestras madres y hermanas. ¿Quién ganó, cómo hicimos para zafarnos de la fatídica familia del tirano?
Siete meses después, volvieron ellos con sus turbas de azarosas tropelías, y otra vez los muchachos por las montañas, blandiendo aperos, ardiendo en llamas, sangrando a mares por devolverle el cauce al río, lavar las nubes, plantar malvones y claveles... Subieron los ejércitos, los postulantes, los sacerdotes, los tutumpotes, las comisiones y las organizaciones internacionales para la paz y la concordia. ¡Insoportable! -dijo la radio-, soplaba un viento frío desde la sierra.
Volaron las aves turbias, nadaron peces de fango y larvas albinas que se ensañaron contra la luz del día. Dicen que vieron a un par de mallas grises, rotas y sin gobierno, rielando contra la neblina.... Le decían Japón, tenía los ojos rasgados y sabía más que nadie desatar con sus dedos los nudos del placer y del deseo. Puede verla, pasar la página y soñar.
4. OPUS PARA SIERPE Y OPIO.
«Siempre matices, el color nunca.»
Paul Verlaine
PARA DESPLUMAR UN PIANO no hacen falta recetas. Conque compartamos entusiasmo, complicidad y chispa, basta. Hagámoslo con prisa y sin pausa, como se abordan la locura y el sueño. Es hora de hacer cosas por gusto, simplemente, por la suprema diversión de la que habló Eliot: sacudir la poesía, tumbarla sin reparos "de su cielo de desabrido lirismo", hasta hacerla besar tierra y enlodarse verso o prosa: ella misma.
Yo, torpe, bizca y sonámbula, me relamo de placer cada vez que lo encuentro rondando mi bola de cristal. Me trae como chichigua en bandas, como guagua de la ruta B que anda y desanda todos los puentes con la radio a todo meter. Voy y vengo de las playas y los parques embadurnando sus versos más tiernos y dulzones. Me torna dulce -no lo niego- y la sicodelia me atrapa y me aloca, me torna dulce el maldito. Maúllo por los patios que me aloca cuando me mira o me toca. Me jode que no me escriba y me arrebata que lo haga. Querido Duende. No sé por dónde andas.
No sé que hora es. Suena en mi oficina Daniel con Elton John. Estoy hecho ascuas, los dedos me tiemblan y sentí ganas de escribirte. Decirte que estoy loco de contento, dándome un sibaritazo. (¿Sabes una cosa, ahora no sé si estoy escribiendo correctamente el aumentativo que inventamos, no me voy a poner a analizar si es "azo" o "aso", total, nos entendemos? A propósito, ¿fuiste a ver la obra teatral que está basada en un cuento de nuestro escorpioniano incordial?).
Imaginemos un piano pespunteando mediotonos y matices, un piano insólito y silvestre, ensopando la llovizna con sus argucias y una furia. Una furia en calma que no cesa de tocarnos las más íntimas pasiones. Imaginemos un baldío y, dentro de él, nosotros asumiendo la ternura por el mango, dejándonos llevar por la corriente, empujándonos, subiéndonos hasta la más profunda espesura de su gracia. Imaginemos un piano páginas abiertas.
Grises, como musguitos, a veces lila, los voy perdiendo uno a uno. Siento el dolor punzarme en la más oculta epidermis. "Mas, no es eso lo que quiero decir. Es otra cosa". Voy perdiéndolos uno a uno, grises, dolidos, dolientes y dolorosos, van cayendo, saltando, se van volando como espuma, abandonando mi presencia. Mi bella soledad se queda desnuda, desvalida, encuera cuando los pierdo uno a uno frente a su insana indiferencia.
Nada, te decía que sí, tenía algo importante que decirte, pero acabo de perder casi el tintaje porque entró una llamada de Dionisio y un ataque de tos y entonces, con su respiración de lagarto juancho, el otro, el pelotero que juega poesía, me descarga lo que siempre me descarga: la juntadera, la negación de los cenáculos, la lectura de tantos tontos tientos tintos e insensatos y más...
He ahí la cuestión: vibremos de placer, porque el placer (a confesión de Barthes) no radica en la desnudez misma del piano. Acaso esté en la aparición-desaparición que no aparece a simple vista, "allí donde la vestimenta se abre". Dejemos que su música descarnada nos conmueva con su voluptuosa poesía del deseo y la pasión.
No quiero salir a las calles, acelerada, arrebatada y con nada encima, con el corazón como una guitarra sin pulso, marinera. Quisiera que me toque. Que me busque y me temple en los zaguanes y me pulse y me toque y me arranque los pocos que me quedan. No lo niego, lo busco. Afilando mis más finos sentidos, voy desandándolo todo. Tengo que dar con él y cepillármelo sin piedad en esta noche azul de luna nueva, tengo que hallarlo. Estoy en celos, y es por él.
Sí, Duende, sucede que orita, cuando iba para la cancha, tú lo has dicho, quizás con razón, soy brujo. Imaginé que una ballena enorme, cálida y deforme entraría un día por la avenida del mar hacia arriba y se posaría en la Plaza de la Cultura y nos soplaría las más limpias y felinas melodías y tú, gata mansa ¿dónde andas? Total, que al fin dejé de soñar y ahora río, río a muela batiente, porque en el camino hacia la cancha me topé con la enana que le bate los ponches al auriga y la vi, con estos ojos que se habrá de tragar la noche, espantar las mariposas lila de la plaza con su aliento de cetáceo enfurecido. No sabes el temblor que siento en todo el cuerpo, estoy que no quepo en mí y sólo siento ganas de compartir esta alegría contigo, mi duende, mi jodido otro yo.
Ahora ruedo como un patín difuso por la vieja ciudad sin encontrarlo, la sed que invento y la que siento me alborotan todas las mariposas del deseo y la pasión. Soy una gata maldita, lo sé. Soy una gata y voy tras él, me emperico y me le aparezco por las ventanas de los atardeceres, lo asalto y lo unjo de leche y miel. No hay lugar de esta ciudad donde se pierda, siempre lo encuentro. A veces voy con mis amigas, las llevo como cebo -sé que ellas van por él, porque les pasa lo mismo, sienten lo mismo, quieren ripiarse la piel pétalo a pétalo y entregárselo sobre las mesas, le escriben cartas, le escriben versos- y él, como si fuera el obelisco macho -como es, aunque lo niega- ni se inmuta, las mira, las desnuda y las toma, mientras yo me lavo y me refresco las ganas con sus más caros perfumes.
Ahora estoy fumándome un Marlboro, suena Saturday night's alright fighting con el mismísimo gay de Elton, abro la ventana para que se mitigue un poco el humo en "esta casa sola", como dice el Topo (no el amigo de José Rodríguez), pienso que no soy tan buen pensador como quisiera, y sin embargo, quiero seguir escribiéndote hasta que se llene esta ocho y medio por once y yo salga raudo con el alma esta de cohete chino que porto de domingo a domingo por las calles sin fondo de esta ciudad donde tú y yo nos confesamos con todos los diablos que nos protegen de Dios y sus ángeles.
No nos soltemos ni un ápice, sigamos de la mano la locura. Bebamos sin asepsia de las más locas y húmedas lecturas. Transitemos las vías sin semáforos sin puentes. Abordemos la autopista nueva y sus puestos de peaje en esta voladora lúdica que viola todas las morbosidades y penas del auriga y sus más babosos camajanes, irrespetando a los tráficos sabatinos y a los canjeadores y sus putitas de domingo.
Era un sábado, o domingo por la tarde, no lo recuerdo ahora, era un día sin sol, plomizo y dulce, sí recuerdo, me lo encontré en el parque rumiando algunos versos, perdido en su hiperbólica ausencia y desarraigo. Lo abordé. Me le fui encima. No, realmente no sucedió así -aunque era lo que más deseaba-. Llegué hasta él con todas las de la ley: con decencia, dulzura y mucho tino. No sé como pude, pero lo hice. Fui acercándome, cercándolo, mirándolo, disimulando todas mis hambres y mis ganas, hasta que me gané su confianza y pude hurgar en sus papeles, beber su aroma y embriagarme y retozar con él hasta perderme...
Jodido Duende, ¿te has fijado que esta vez no te he dicho ni una sola de mis queridas y escatológicas frases? Y es que no tiene rumbo este viaje sin rumbo, este piano de brasas y agua tibia va por las calles más hondas de nosotros, se detiene sin tiempo entre parada y parada, canta una radio tan sórdida y burlona que asusta con clase y buen tino al más discreto encanto de los nuevos ricos que degustan las melodías de la Coco y Los Rosario envuelta en el celofán del pianito de Di Blasio, Clayderman o Yanni.
...después, más a menudo, a cada rato, construí la mejor coartada para llegar hasta él, lo rondé a cada hora y me hice adicta de sus cosas y su tiempo. Gata en celo, enfurecida he traspuesto todos los patios y rincones de la noche y el domingo para que él me seque las más íntimas y profundas humedades para que me mire, me mime, me ultraje, me maltrate y después que me tire, vuelva y me coja.
Dentro de unos minutos sonará Benny and the jets, ahora está sonando Rocket man, esa canción que le encanta a mi sonsonete y sicoRígido vecino de aquí atrás. Probablemente me queden no más de dos líneas, lo sé por la perforación al margen derecho de la página, déjame decirte (ya está sonando la susodicha canción), que, aunque sé que nunca leerás ésta ni otras de mis cartas, soy consciente de que existes en alguna región limpia y blanca, ausente de toda la maldad que te rodea y que te engendra... la que me invita, me seduce y me induce a perseguirte, a olfatearte y a buscarte en cualquier banco de parque, sin tiempo, sin rumbo y sin más religión que la poesía, por el gusto de leerla entre tus poros y tu pelambre.
Por gusto, así sencillamente, por gusto. Por el gusto que me da que me tire y me recoja, que me mire y me ignore, que me olvide entre todos sus olvidos y ñoñerías; por el puro placer de verlo y llevarlo por los aires en mi ala izquierda; por todas las mojadas pasiones, la sed y el fuego que las secan, y por su aire de orfandad limpia y serena, sólo por eso, voy herida, descosida, dejando por ahí, dolidos y dolientes, uno a uno, sedosos, grises, mis suaves pelos, mi otrora hermosa cola de Angora.
Yo, torpe, bizca y sonámbula, me relamo de placer cada vez que lo encuentro rondando mi bola de cristal. Me trae como chichigua en bandas, como guagua de la ruta B que anda y desanda todos los puentes con la radio a todo meter. Voy y vengo de las playas y los parques embadurnando sus versos más tiernos y dulzones. Me torna dulce -no lo niego- y la sicodelia me atrapa y me aloca, me torna dulce el maldito. Maúllo por los patios que me aloca cuando me mira o me toca. Me jode que no me escriba y me arrebata que lo haga. Querido Duende. No sé por dónde andas.
No sé que hora es. Suena en mi oficina Daniel con Elton John. Estoy hecho ascuas, los dedos me tiemblan y sentí ganas de escribirte. Decirte que estoy loco de contento, dándome un sibaritazo. (¿Sabes una cosa, ahora no sé si estoy escribiendo correctamente el aumentativo que inventamos, no me voy a poner a analizar si es "azo" o "aso", total, nos entendemos? A propósito, ¿fuiste a ver la obra teatral que está basada en un cuento de nuestro escorpioniano incordial?).
Imaginemos un piano pespunteando mediotonos y matices, un piano insólito y silvestre, ensopando la llovizna con sus argucias y una furia. Una furia en calma que no cesa de tocarnos las más íntimas pasiones. Imaginemos un baldío y, dentro de él, nosotros asumiendo la ternura por el mango, dejándonos llevar por la corriente, empujándonos, subiéndonos hasta la más profunda espesura de su gracia. Imaginemos un piano páginas abiertas.
Grises, como musguitos, a veces lila, los voy perdiendo uno a uno. Siento el dolor punzarme en la más oculta epidermis. "Mas, no es eso lo que quiero decir. Es otra cosa". Voy perdiéndolos uno a uno, grises, dolidos, dolientes y dolorosos, van cayendo, saltando, se van volando como espuma, abandonando mi presencia. Mi bella soledad se queda desnuda, desvalida, encuera cuando los pierdo uno a uno frente a su insana indiferencia.
Nada, te decía que sí, tenía algo importante que decirte, pero acabo de perder casi el tintaje porque entró una llamada de Dionisio y un ataque de tos y entonces, con su respiración de lagarto juancho, el otro, el pelotero que juega poesía, me descarga lo que siempre me descarga: la juntadera, la negación de los cenáculos, la lectura de tantos tontos tientos tintos e insensatos y más...
He ahí la cuestión: vibremos de placer, porque el placer (a confesión de Barthes) no radica en la desnudez misma del piano. Acaso esté en la aparición-desaparición que no aparece a simple vista, "allí donde la vestimenta se abre". Dejemos que su música descarnada nos conmueva con su voluptuosa poesía del deseo y la pasión.
No quiero salir a las calles, acelerada, arrebatada y con nada encima, con el corazón como una guitarra sin pulso, marinera. Quisiera que me toque. Que me busque y me temple en los zaguanes y me pulse y me toque y me arranque los pocos que me quedan. No lo niego, lo busco. Afilando mis más finos sentidos, voy desandándolo todo. Tengo que dar con él y cepillármelo sin piedad en esta noche azul de luna nueva, tengo que hallarlo. Estoy en celos, y es por él.
Sí, Duende, sucede que orita, cuando iba para la cancha, tú lo has dicho, quizás con razón, soy brujo. Imaginé que una ballena enorme, cálida y deforme entraría un día por la avenida del mar hacia arriba y se posaría en la Plaza de la Cultura y nos soplaría las más limpias y felinas melodías y tú, gata mansa ¿dónde andas? Total, que al fin dejé de soñar y ahora río, río a muela batiente, porque en el camino hacia la cancha me topé con la enana que le bate los ponches al auriga y la vi, con estos ojos que se habrá de tragar la noche, espantar las mariposas lila de la plaza con su aliento de cetáceo enfurecido. No sabes el temblor que siento en todo el cuerpo, estoy que no quepo en mí y sólo siento ganas de compartir esta alegría contigo, mi duende, mi jodido otro yo.
Ahora ruedo como un patín difuso por la vieja ciudad sin encontrarlo, la sed que invento y la que siento me alborotan todas las mariposas del deseo y la pasión. Soy una gata maldita, lo sé. Soy una gata y voy tras él, me emperico y me le aparezco por las ventanas de los atardeceres, lo asalto y lo unjo de leche y miel. No hay lugar de esta ciudad donde se pierda, siempre lo encuentro. A veces voy con mis amigas, las llevo como cebo -sé que ellas van por él, porque les pasa lo mismo, sienten lo mismo, quieren ripiarse la piel pétalo a pétalo y entregárselo sobre las mesas, le escriben cartas, le escriben versos- y él, como si fuera el obelisco macho -como es, aunque lo niega- ni se inmuta, las mira, las desnuda y las toma, mientras yo me lavo y me refresco las ganas con sus más caros perfumes.
Ahora estoy fumándome un Marlboro, suena Saturday night's alright fighting con el mismísimo gay de Elton, abro la ventana para que se mitigue un poco el humo en "esta casa sola", como dice el Topo (no el amigo de José Rodríguez), pienso que no soy tan buen pensador como quisiera, y sin embargo, quiero seguir escribiéndote hasta que se llene esta ocho y medio por once y yo salga raudo con el alma esta de cohete chino que porto de domingo a domingo por las calles sin fondo de esta ciudad donde tú y yo nos confesamos con todos los diablos que nos protegen de Dios y sus ángeles.
No nos soltemos ni un ápice, sigamos de la mano la locura. Bebamos sin asepsia de las más locas y húmedas lecturas. Transitemos las vías sin semáforos sin puentes. Abordemos la autopista nueva y sus puestos de peaje en esta voladora lúdica que viola todas las morbosidades y penas del auriga y sus más babosos camajanes, irrespetando a los tráficos sabatinos y a los canjeadores y sus putitas de domingo.
Era un sábado, o domingo por la tarde, no lo recuerdo ahora, era un día sin sol, plomizo y dulce, sí recuerdo, me lo encontré en el parque rumiando algunos versos, perdido en su hiperbólica ausencia y desarraigo. Lo abordé. Me le fui encima. No, realmente no sucedió así -aunque era lo que más deseaba-. Llegué hasta él con todas las de la ley: con decencia, dulzura y mucho tino. No sé como pude, pero lo hice. Fui acercándome, cercándolo, mirándolo, disimulando todas mis hambres y mis ganas, hasta que me gané su confianza y pude hurgar en sus papeles, beber su aroma y embriagarme y retozar con él hasta perderme...
Jodido Duende, ¿te has fijado que esta vez no te he dicho ni una sola de mis queridas y escatológicas frases? Y es que no tiene rumbo este viaje sin rumbo, este piano de brasas y agua tibia va por las calles más hondas de nosotros, se detiene sin tiempo entre parada y parada, canta una radio tan sórdida y burlona que asusta con clase y buen tino al más discreto encanto de los nuevos ricos que degustan las melodías de la Coco y Los Rosario envuelta en el celofán del pianito de Di Blasio, Clayderman o Yanni.
...después, más a menudo, a cada rato, construí la mejor coartada para llegar hasta él, lo rondé a cada hora y me hice adicta de sus cosas y su tiempo. Gata en celo, enfurecida he traspuesto todos los patios y rincones de la noche y el domingo para que él me seque las más íntimas y profundas humedades para que me mire, me mime, me ultraje, me maltrate y después que me tire, vuelva y me coja.
Dentro de unos minutos sonará Benny and the jets, ahora está sonando Rocket man, esa canción que le encanta a mi sonsonete y sicoRígido vecino de aquí atrás. Probablemente me queden no más de dos líneas, lo sé por la perforación al margen derecho de la página, déjame decirte (ya está sonando la susodicha canción), que, aunque sé que nunca leerás ésta ni otras de mis cartas, soy consciente de que existes en alguna región limpia y blanca, ausente de toda la maldad que te rodea y que te engendra... la que me invita, me seduce y me induce a perseguirte, a olfatearte y a buscarte en cualquier banco de parque, sin tiempo, sin rumbo y sin más religión que la poesía, por el gusto de leerla entre tus poros y tu pelambre.
Por gusto, así sencillamente, por gusto. Por el gusto que me da que me tire y me recoja, que me mire y me ignore, que me olvide entre todos sus olvidos y ñoñerías; por el puro placer de verlo y llevarlo por los aires en mi ala izquierda; por todas las mojadas pasiones, la sed y el fuego que las secan, y por su aire de orfandad limpia y serena, sólo por eso, voy herida, descosida, dejando por ahí, dolidos y dolientes, uno a uno, sedosos, grises, mis suaves pelos, mi otrora hermosa cola de Angora.
RENÉ RODRÍGUEZ SORIANO, nacido en Constanza en 1950, República Dominicana, es uno de los escritores dominicanos de mayor reconocimiento y prestigio internacional en la actualidad. Ha recibido galardones como el Talent Seekers International Award 2009-2010, el Premio UCE de Poesía 2008, el Premio UCE de Novela 2007, el Premio Nacional de Cuentos José Ramón López de República Dominicana (1997), entre otros. Entre sus libros publicados destacan: Raíces con dos comienzos y un final (1977), Todos los juegos el juego (1986); Su nombre, Julia (1991), La radio y otros boleros (1996), Queda la música (2003), Sólo de vez en cuando (2005), Apunte a lápiz (2007), El mal del tiempo (2008) y Rumor de pez (2009). Así como también, a toda complicidad, y a cuatro manos con Ramón Tejada Holguín: Probablemente es virgen, todavía (1993), Y así llegaste tú… (1994), Blasfemia angelical (1995) y Pas de deux (2008). En el 2002, también a cuatro manos con Plinio Chahín, Salvo el insomnio. Desde 1998 reside en Miami, Florida desde donde desempeña una ardua labor de difusión y promoción de la literatura dominicana a través de su sitio en Internet http://www.rodriguesoriano.net. Es miembro del Comité Editorial Internacional de Analecta Literaria.