Gardel, Carlos Gardel, si vú plé.
Así exigió el hombre de la capucha luego de aporrear la puerta y lanzar guiños cómplices a los murciélagos, dueños nocturnos del barrio. Era el portador del Mensaje, el emisario de lo remoto; el sayal gris: percudido por siglos y travesías. De pronto el embozo fue echado hacia atrás, con lo cual la portera -que siempre se alarmaba ante aquella aparición- pudo entrever los cabellos amarillentos y largos hasta los hombros aunque anudados en un extremo, a modo de coleta. La barba, previsible, no iba en zaga a los pelos. Zapatos con tiritas tipo sandalia. Y el portafolios hecho un estropajo, gordo a reventar, pesado como un elefante muerto y sostenido con visible esfuerzo (más el riesgo de hernia de disco) en el hueco de un brazo; mejor: aguantado por ambos, derecho e izquierdo: ¿una metáfora del fin de las ideologías?
En ese minuto, instalado frente a la mesa donde la pava y el calentador se enfrían sobre sus individuales de corcho -con guarditas rojas-, el ex cantor de barrio Carlos Godofredo Gardel ha de desafinar una barroca enumeración; lo hará asordinando su voz de barítono alguna vez poderosa (pues ahora se dirige a un único par de oídos):
Así exigió el hombre de la capucha luego de aporrear la puerta y lanzar guiños cómplices a los murciélagos, dueños nocturnos del barrio. Era el portador del Mensaje, el emisario de lo remoto; el sayal gris: percudido por siglos y travesías. De pronto el embozo fue echado hacia atrás, con lo cual la portera -que siempre se alarmaba ante aquella aparición- pudo entrever los cabellos amarillentos y largos hasta los hombros aunque anudados en un extremo, a modo de coleta. La barba, previsible, no iba en zaga a los pelos. Zapatos con tiritas tipo sandalia. Y el portafolios hecho un estropajo, gordo a reventar, pesado como un elefante muerto y sostenido con visible esfuerzo (más el riesgo de hernia de disco) en el hueco de un brazo; mejor: aguantado por ambos, derecho e izquierdo: ¿una metáfora del fin de las ideologías?
En ese minuto, instalado frente a la mesa donde la pava y el calentador se enfrían sobre sus individuales de corcho -con guarditas rojas-, el ex cantor de barrio Carlos Godofredo Gardel ha de desafinar una barroca enumeración; lo hará asordinando su voz de barítono alguna vez poderosa (pues ahora se dirige a un único par de oídos):
—Cucarachas asomando debajo de los muebles, travestis que te pringan con sus baboseos y aquellas minas que antaño fueran pebetas de mi barrio y hoy, si a gatas, recepcionistas gelatinosas, reverendísimas alcahuetas mascachicle; ni qué decir: las barras bravas, prostituidas siempre al capo de turno; por no mentar a los pobres urlatori -así dijo Gardel, urlatori- de tango y folclor. Peor todavía: los uniformados de toda laya (ta'claro, pienso en barrenderos, en vendedores de helados.) —Ríe. Breve pausa. -¿Y qué me cuenta de los genios de las finanzas y sus operadores de trabajos prácticos, roncos de tanto escupirte en la oreja: te vamo'a reventar? -Gardel tose estilo caballo; otra pausa para tragar aire y acopiar el agua que empuje la cápsula cardíaco-estimulante.
Susurra:
-¿Me olvido de algo, Hermano Juan?
El así interpelado alecciona con mandona voz de entrecasa (¿se entiende, en su justo calibre, lo que es una voz de mando y de entrecasa?): -Habría que incluir, don Carlos, a esos perros putañeros eternamente tentados de defecar en cualquier sitio; y a los paseadores-martirizadores de dichos canes: si hasta los menean para esquivar el tráfico, con lo que se embuchan el gas de los escapes. Y después, friéguense; atarlos al primer farol pa'que ladren a lo bestia. A sus dueños, Hermano, todo eso les importa un rábano con tal de sacarse de encima a las histéricas mascotas; un infierno igual al de los niñitos que berrean por un quítame esas briznas...
—Nenes y perros neuróticos son víctimas de los adultos, esclavachos domésticos -opina Gardel (podría ser editorial de granmatutino).
Nadie hubiera previsto lo que entraba a gestarse esa nochecita. Tenían en su haber muchas reuniones por el estilo, mero parloteo de dos vetustos algo chalados. La semana anterior Perón había salido bien temprano; suspiró al hallar un asiento vacío en el tranway, la gente le miraba la cara. "¿Seré tan famoso?", se infló. Después: "Pucha, se me olvidó quitarme el ungüento antiverrugas". Como pudo, removió el betún verde con el pañuelo devuelto, hecho un bollo, al pantalón. Bajó en el Cementerio, caminó hasta el mausoleo de la Santita, apartó a los fieles apiñados ante los escalones que llevaban al cajón de la milagrera. Perón le ofrendó un ramo de hortensias y oró "porque se concrete con bien la empresa". Volvió, la excitación cosquilleándole los dedos gordos de los pies.
Frunce ahora el ceño el ex teniente, corpulento pero no lento. Su abdomen delata grossa ingesta líquida, parvas de pastasciutta; ráscase los granos del mentón. ¿Qué ocurre? Que quedó atorado en algo.
—¿Usted pensaba, Carlos, en cucarachas negras o amarillas? ¿No convienen las grandotas capaces de volar como aeroplanos?
Su amigo rechaza con horror la alternativa: -Vea, Juan, no sé por qué, pero los aeroplanos me dan muy mala entraña.
La Santita se revuelve en su tumba: estos viejos tienen más remilgos que receta de Doña Petrona. Igual, para la oreja.
Perón sonríe, un tic habitual en él; los ojos son duros. Propone: -¿Y las directoras de escuela, buenas para enfurecer al mismísimo Job? Sin mencionar a los tilingos revestidos con pilchas de seda, pero cochambrosos por dentro... El catálogo del hombrón vacila en los tres puntos suspensivos. Gardel aprovechará para intercalar una nota al pie: -A no olvidarnos, tampoco, de todos esos jubilados en las diez de últimas; los jovies que nadie soporta y sus nueras les gritan te banco nada más que por tu hijo, que si no te tiraba a la calle...
—Pero, querido zorzal, usted está hablando de nosotros.
—Sólo que no tenemos nueras.
Celebran con gaseosas traídas por la enfermera:
—Tómenlas, muchachos, obsequio de la casa. No se me vayan a deshidratar.
[...]
Los primeros hinchas de fútbol que osaron amarse por sobre camisetas y banderías recibieron, a qué negarlo, una jugosa paga para cometer el latrocinio (definición de un fanático, ante el micrófono: "¿Tratarlos mejor a esos? Sería un latrocinio. ¿Si me pagan cuánto? Ah, eso es harina de otro costado..."). Pero con el tiempo muchas almas segregaron, per se, hectáreas de sentimientos nobles.
¿Se acuerdan del clásico celebrado en la ribera el 8 de agosto de ese año, cuando a los aurigranas les bastaba un empate para despojar del trofeo a sus rivales eternos, los rojinegros? Recordarán que en el entretiempo, mientras el equipo local perdía por un gol fruto de un penal mal habido, bajaron al campo de juego desde una y otra tribuna decenas de fanáticos que ya sobre la gramilla desplegaron una bandera de cien metros de largo, en la que campeaba la invocación: "El partido no importa, haced que triunfe la paz; os amamos, rivales del fugaz momento. Besáos y abrazáos cualquiera fuere vuestra opción futbolística."
Ellos mismos, canjeándose las divisas adversarias al lado de cuya enemistad Montescos y Capuletos eran inocentes párvulos, se abrazaron y besaron una y otra vez; luego dieron la vuelta olímpica al campo, a los saltitos. Cierto, desde las tribunas arreciaron los insultos: "¡Sodomitas, retoños de la madre de conducta equívoca que os dio el ser!", para traducirlo con finesse; muchos quedaron hechos picadillo; piernas y ojos palpitantes, que chorreaban sangre linfa etcétera sobre el tapiz verde, serían devorados por un ejército de gatos.
En domingos posteriores la prédica funcionó mucho mejor. Expurgados del letrero los galleguismos de Cornelius y con ayuda de los cuerpos de seguridad cátaros, la hidalguía empezó a inficionarse en el popular deporte. Se llegó a ver, por tevé, cómo un hincha dolorido por la derrota de su escuadra aceptaba: -Hemos perdido con entera justicia; hasta debieron convertirnos más goles -para recitar después, con John Donne, en estado de contrición:
"Esta es la postrera escena de mi drama, el cielo / establece aquí el fin de mi peregrinaje; la carrera / que rápida, pero vanamente, corrí, llega hoy a este último paso...".
Los memoriosos recordarán que los gobernantes de ese país aconsejaron a sus súbditos no arrojar papelitos en festejo de un trofeo deportivo, pues aquello resquebrajaba el orden. La propaganda desovillada con mano maestra desde el geriátrico y que hasta cundió en tiras cómicas leídas por millones de almas, produjo un resultado que el gobierno tildó de subversivo: los papelitos inundaron las canchas, acogotaron a más de un funcionario cuando se disponía a empinar el güisqui, se encaramaron a los palcos de los desfiles sobrecogiendo los escotes de las damas de beneficencia. Nada quedó impune a la papelera explosión.
Ondeante la corbata de moño y el puño diestro en alto: así alentaba Indiarte las acciones vecinales multiplicadas, como epidemia, en parroquias y ciudades. Y el broche de oro: Gardel desparramando la Marchita desde el acoplado de la camioneta, la boca achatada contra un megáfono. Había que adivinarle la voz. Debió de haber sido linda.
[...]
* Los datos biobibliográficos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro posteo del 12 de marzo de 2011.
** Publicará Ediciones Desde la Gente, Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, 2011.