Don Tomás era un sanjuanino corpulento, de rostro barbado, muy alegre, muy jovial, que tenÃa una tropa de carros. HabÃa pasado todo aquel dÃa sofocante, caluroso, terrible, en un mÃsero rancho perdido en el inmenso desierto de su provincia natal, aguardando la fresca hora del crepúsculo, para emprender de nuevo la interrumpida marcha.
¿Qué hizo don Tomás durante tan largas horas? En compañÃa de don Silverio, el dueño de casa, tallar el naipe, beber sendos vasos de vino y contar imposibles hazañas de troperos. A don Tomás, le agradaba lo fantástico, tenÃa predilección por todo aquello que parecÃa irrealizable.
Don Silverio tornaba grave su cara angulosa, enjuta, cuando oÃa de los labios de su amigo, que una tal mula zaina habÃa salvado cincuenta leguas de un tirón; que sus carros pasaban a nado el rÃo San Juan o que Elias José era un hombre que pactaba con el demonio.
Entre chachara y broma, al fin se hizo la tarde, una tarde calmosa, triste, con dejos de cansancio y ansiedad de sombras.
Cuando el sol se hundÃa tras las cumbres lejanas, lanzando sus últimos rayos de oro, seguido de nubes de variados tintes, don Tomás ensilló su macho tordillo, puso,en las alforjas algún trozo de carne seca, llenó los chifles, dio unas palmadas en la grupa del animal y se entregó a recorrer leguas y leguas. El camino, apenas marcado sobre la llanura yerma, callada, triste, pensativa, que se acercaba hasta el pie de los cerros adustos, graves, era un camino polvoriento, blancuzco, salpicado de una vegetación raquÃtica, extenuada: aqui una mata de jarillas, un minúsculo bosquecillo de salvajes cactus; más allá, un centenar de arbustos enanos de amarillos troncos y espinudas ramas o un conjunto de hierbas plomizas de aspecto desolado. Este camino era la obligada ruta de los troperos que llevaban provisiones a los pueblecitos montañeses y que traÃan al volver, sendos cascos de vino. En algunos sitios la llanura pobre, tornábase más triste aún, desaparecÃan las plantas y el camino, mil veces señalado por los grandes vehÃculos, atravesaba un páramo pedregoso.
En llegando a Los Rincones, un paraje agreste, enclavado entre enormes barrancos, lúgubre, silencioso, don Tomás, el sanjuanino corpulento, de barbilla aguda, distinguió a lo lejos la silueta de un viajero.
Ya la blanca luna, en los campos, en los valles desiertos, en las quebradas hondas, en las cimas nevadas, esparcÃa su hermosa luz. Casi inmóvil en el firmamento, semejaba una virgen pálida.
Don Tomás cogió el chifle, bebió algunos sorbos de vino y apresuró la marcha de su mulo, acariciando la idea de toparse con alguno de sus viejos camaradas. Momentos después, a la luz de la luna, divisaba una mulita de andar rÃtmico y a horcajadas sobre el animal, un pequeño bulto humano.*
—¡Ep, amigo!... ¡Eppp, amigoo!!, gritó don Tomás. El eco respondió de igual manera. La voz del tropero retumbaba al chocar contra los flancos de los cerros obscuros.
Aceleró más el paso de la bestia y tornó a gritar: ¡¡Eppp, amigo!!... ¡Eppp, amigo, párese un poco!...
La mulita de andar rÃtmico, no muy lejos ya, impávida, sin inquietarse, seguÃa marchando acompasadamente por el camino blancuzco, polvoriento... Un nuevo sorbo de vino fortaleció la garganta del sanjuanino, que rompió a exclamar: ¡Epp, amigooo!!, ¡epp, amigooo, párese!...
Sólo el eco malicioso contestó otra vez.
Acaso me esté creyendo un saltiador... —dijo—y volvió a gritar con todas las fuerzas de sus pulmones: ¡eppp, amigooo!; yo soy Tomás, párese, pu... Güeno... paciencia — repitió — lo que es ese me gana a sordo y juego que va curao (1). No quere hablar... Tal vez no pueda, el pobre... También... no ha de ser poco el vino que lleva adentro. Pa mÃ, que ese no llega a su casa. ¡Quien lo mete a pasarse a la otra banda!
Agora parece que quere levantar un poco la cabeza...
Se ve que no puede... —¡Eppp, viejo!..., cuidao que se va al suelo!—dijo por la vez última don Tomás, a corta distancia del viajero mudo y solitario. Al no recibir respuesta alguna de tan misterioso personaje, trató de ganar la delantera cortando el camino sin encararle, pues reñir no le venÃa en ganas.
La mula de andar rÃtmico, impávida, sin inquietarse, marchaba acompasadamente por el camino blancuzco, polvoriento, que iba internándose caprichoso en las primeras quebradas, iluminado por la blanca luz de la pálida luna.
Aún el véspero brillaba en el alto cielo, cuando don Tomás llegó a una cabaña miserable, oculta entre riscos, donde jamás habÃale cogido el alba. El buen hombre pidió hospedaje y pienso para su mulo. Mientras tomaba mate acompañado de una viejuca limpia, pulcra, alegre, retozona, de curtido rostro y dedos sarmentosos, vio aparecer súbitamente, repentinamente una mula. . . Era aquella mulita de andar rÃtmico que marchaba silenciosa por el camino polvoriento.
Doña Anastasia lanzó tm grito de angustia y exclamó dolorida: ¡Pobre compagre... viene muerto!
Don Tomás, mirando aquel rostro lÃvido, se heló de pies a cabeza.
El Marquesado (San Juan), febrero 1917.
* El cuento «El Viajero Solitario» está tomado de Cuesta Arriba, Editorial Argentina, Biblioteca de Autores Jóvenes, Buenos Aires: 1918; 15-18.
1. Ebrio
Los datos biobibliográficos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro post del 14 de julio de 2009 pinchando AquÃ