La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades incomprensibles, inabarcables, que venÃan... ¿de dónde? De la Biblia Génesis, de las Tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de sitio, avanzan un milÃmetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venÃa de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahà apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia. Hasta un descreÃdo no puede dejar de pensar en Dios.
Porque ¿quién si no Él? ¿Quién si no una cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo en nombre de Dios. Dios de los Ejércitos; Dios de los dientes apretados; Dios fuerte y terrible, hostil y sordo, de piedra ardiendo, de sangre helada. Y eso era ahà y en todo lugar porque Él, según una vieja y enloquecedora maldición, está en todo lugar: en el siniestro silencio de la calle; en el colérico trabajo; en la sorprendida alcoba matrimonial; en los odios nupciales y en las iglesias, subiendo en anatemas por encima del pavor y de la consternación. Dios se habÃa acumulado en las entrañas de los hombres como sólo puede acumularse la sangre, y salÃa en gritos, en despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad. En el norte y en el sur, inventando puntos cardinales para estar ahÃ, para impedir algo ahÃ, para negar alguna cosa con todas las fuerzas que al hombre le llegan desde los más oscuros siglos, desde la ceguedad más ciega de su historia.
¿De dónde venÃa esa pesadilla? ¿Cómo habÃa nacido? Parece que los hombres habÃan aprendido algo inaprensible y ese algo les habÃa tornado el cerebro cual una monstruosa bola de fuego, donde el empecinamiento estaba fijo y central, como una cuchillada. Negarse. Negarse siempre, por encima de todas las cosas, aunque se cayera el mundo, aunque de pronto el Universo se paralizase y los planetas y las estrellas se clavaran en el aire.
Los hombres entraban en sus casas con un delirio de eternidad, para no salir ya nunca, y tras de las puertas aglomeraban impenetrables cantidades de odio seco, sin saliva, donde no cabÃan ni un alfiler ni un gemido.
Era difÃcil para los soldados combatir en contra de Dios, porque Él era invisible, invisible y presente, como una espesa capa de aire sólido o de hielo transparente o de sed lÃquida. ¡Y cómo son los soldados! Tienen unos rostros morenos, de tierra labrantÃa, tiernos, y unos gestos de niños inconscientemente crueles. Su autoridad no les viene de nada. La tomaron en préstamo quién sabe dónde y prefieren morir, como si fueran de paso por todos los lugares y les diera un poco de vergüenza todo. Llegaban a los pueblos con cierto asombro, como si se hubieran echado encima todos los caminos y los trajeran ahÃ, en sus polainas de lona o en sus paliacates rojos, donde, mudas, aún quedaban las tortillas crujientes, como matas secas.
Los oficiales rabiaban ante el silencio; los desenfrenaba el mutismo hostil, la piedra enfrente, y tenÃan que ordenar, entonces, el saqueo, pues los pueblos estaban cerrados con odio, con láminas de odio, con mares petrificados. Odio y sólo odio, como montañas.
¡Los federales! ¡Los federales!
Y a esta voz era cuando las calles de los pueblos se ordenaban de indiferencia, de obstinada frialdad y los hombres se morÃan provisionalmente, aguardando dentro de las casas herméticas o disparando sus carabinas desde ignorados rincones.
El oficial descendÃa con el rostro rojo y golpeaba con el cañón de su pistola la puerta inmóvil, bárbara.
—¡Queremos comer!
—¡Pagaremos todo!
La respuesta era un silencio duradero, donde se paseaban los años, donde las manos no alcanzaban a levantarse. Después un grito como un aullido de lobo perseguido, de fiera rabiosamente triste:
—¡Viva Cristo Rey!
Era un Rey. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Por qué caminos espantosos? La tropa podÃa caminar leguas y más leguas sin detenerse. Los soldados podÃan comerse los unos a los otros. Dios habÃa tapiado las casas y habÃa quemado los campos para que no hubiese ni descanso ni abrigo, ni aliento ni semilla.
La voz era una, unánime, sin lÃmites: "Ni agua". El agua es tierna y llena de gracia. El agua es joven y antigua. Parece una mujer lejana y primera, eternamente leal. El mundo se hizo de agua y de tierra y ambas están unidas, como si dos opuestos cielos hubiesen realizado nupcias imponderables. "Ni agua". Y del agua nace todo. Las lágrimas y el cuerpo armonioso del hombre, su corazón, su sudor. "Ni agua". Caminar sin descanso por toda la tierra, en persecución terrible y no encontrarla, no verla, no oÃrla, no sentir su rumor acariciante. Ver cómo el sol se despeña, cómo calienta el polvo, blando y enemigo, cómo aspira toda el agua por mandato de Dios y de ese Rey sin espinas, de ese Rey furioso, de ese inspector del odio que camina por el mundo cerrando los postigos...
¿Cuándo llegarÃan?
Eran aguardados con ansiedad y al mismo tiempo con un temor lleno de cólera. iQue vinieran! Que entraran por el pueblo con sus zapatones claveteados y con su miserable color olivo, con las cantimploras vacÃas y hambrientos. ¡Que entraran! Nadie harÃa una señal, un gesto. Para eso eran las puertas, para cerrarse. Y el pueblo, repleto de habitantes, aparecerÃa deshabitado, como un pueblo de muertos, profundamente solo.
¿Cuándo y de qué punto aparecerÃan aquellos hombres de uniforme, aquellos desamparados a quienes Dios habÃa maldecido?
TodavÃa lejos, allá, el teniente Medina, sobre su cabalgadura, meditaba. Sus soldados eran grises, parecÃan cactus crecidos en una tierra sin más vegetación. Cactus que podÃan estarse ahÃ, sin que lloviera, bajo los rayos del sol. DebÃan tener sed, sin embargo, porque escupÃan pastoso, aunque preferÃan tragarse la saliva, como un consuelo. Se trataba de una saliva gruesa, innoble, que ya sabÃa mal, que ya sabÃa a lengua calcinada, a trapo, a dientes sucios. ¡La sed! Es un anhelo, como de sexo. Se siente un deseo inexpresable, un coraje, y los diablos echan lumbre en el estómago y en las orejas para que todo el cuerpo arda, se consuma, reviente. El agua se convierte, entonces, en algo más grande que la mujer o que los hijos, más grande que el mundo, y nos dejarÃamos cortar una mano o un pie o los testÃculos, por hundimos en su claridad y respirar su frescura, aunque después muriésemos.
De pronto aquellos hombres como que detenÃan su marcha, ya sin deseos. Pero siempre hay algo inhumano e ilusorio que llama con quién sabe qué voces, eternamente, y no deja interrumpir nada.
¡Adelante! Y entonces la pequeña tropa aceleraba su caminar, locamente, en contra de Dios. De Dios que habÃa tomado la forma de la sed. Dios ¡en todo lugar! AllÃ, entre los cactus, caliente, de fuego infernal en las entrañas, para que no lo olvidasen nunca, nunca, para siempre jamás.
Unos tambores golpeaban en la frente de Medina y bajaban a ambos lados, por las sienes, hasta los brazos y la punta de los dedos: "a... gua, a... gua, a... gua. ¿Por qué repetir esa palabra absurda? ¿Por qué también los caballos, en sus pisadas...? Tornaba a mirar los rostros de aquellos hombres, y sólo advertÃa los labios cenizos y las frentes imposibles donde latÃa un pensamiento en forma de rÃo, de lago, de cántaro, de pozo: agua, agua, agua... "¡Si el profesor cumple su palabra...!"
—Mi teniente... —se aproximó un sargento.
Pero no quiso continuar y nadie, en efecto, le pidió que terminara, pues era evidente la inutilidad de hacerlo...
—¡Bueno! ¿Para qué, realmente...? —confesó, soltando la risa, como si hubiera tenido gracia.
"Mi teniente." ¿Para qué? Ni modo que hicieran un hoyo en la tierra para que brotara el agua. Ni modo. "iOh! ¡Si ese maldito profesor cumple su palabra...!"
—¡Romero! —gritó el teniente.
El sargento moviose apresuradamente y con alegrÃa en los ojos, pues siempre se cree que los superiores pueden hacer cosas inauditas, milagros imposibles en los momentos difÃciles.
—¿...crees que el profesor...?
Toda la pequeña tropa sintió un alivio, como si viera el agua ahà enfrente, porque no podÃa discurrir ya, no podÃa pensar, no tenÃa en el cerebro otra cosa que la sed.
—SÃ, mi teniente, él nos mandó avisar que con segur ai'staba...
"¡Con seguro!" ¡Maldito profesor! Aunque maldito era todo: maldita el agua, la sed, la distancia, la tropa, maldito Dios y el Universo entero.
El profesor estarÃa, ni cerca ni lejos del pueblo para llevarlos al agua, al agua buena, a la que bebÃan los hijos de Dios.
¿Cuándo llegarÃan? ¿Cuándo y cómo? Dos entidades opuestas, enemigas, diversamente constituidas aguardaban allá: una masa nacida de la furia, horrorosamente falta de ojos, sin labios, sólo con un rostro inmutable, imperecedero, donde no habÃa más que un golpe, un trueno, una palabra oscura, "Cristo Rey", y un hombre febril y anhelante, cuyo corazón latÃa sin cesar, sobresaltado, para darles agua, para darles un lÃquido puro, extraordinario, que ajarÃa por las gargantas y llegarÃa a las venas, al estremecido y cantando.
El teniente balanceaba la cabeza mirando cómo las orejas del caballo ponÃan una especie de signos de admiración el paisaje seco, hostil. Signos de admiración. SÃ, de admiración y de asombro, de profunda alegrÃa, de sonoro y vital entusiasmo. Porque ¿no era aquel punto... aquél... un hombre, el profesor...? ¿No?
¡Romero!¡Romero! Junto al huizache... ¿distingues algo?
Entonces el grito de la tropa se dejó oÃr, ensordecedor, impetuoso:
¡Jajajajay...! —y retumbó por el monte, porque aquello era el agua.
Una masa que de lejos parecÃa blanca, estaba ahà compacta, de cerca fea, brutal, porfiada como una maldición. “¡Cristo Rey!“ Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la tierra como dos tenazas de cólera. Dios vivo y enojado, iracundo, ciego como él mismo, como no puede ser más que Dios, que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver sino para arrojar rayos e incendiar, castigar, vencer.
En la periferia de la masa, entre los hombres que estaban en las casas fronteras, todavÃa se ignoraba qué era aquello. Voces sólo, dispares:
—¡Si, sÃ, sÃ!
—¡No, no, no!
¡Ay de los vecinos ¡Aquà no habÃa nadie ya, sino el castigo. La ley Terrible que no perdona ni a la vigésima generación, ni centésima, ni al género humano. Que no perdona. Que juró cerrar todas las puertas, tapiar las ventanas, oscurecer el cielo y sobre su azul de lago superior, de agua aérea, colocar un manto púrpura e impenetrable. Dios está aquà de nuevo, para que tiemblen los pecadores. Dios está defendiendo su iglesia, su gran iglesia sin agua, su iglesia de piedra, su iglesia de siglos.
En medio de la masa blanca apareció, de pronto, el punto negro de un cuerpo desmadejado, triste, perseguido. Era el profesor. Estaba ciego de angustia, loco de terror, pálido y verde en medio de la masa. De todos lados se golpeaba, sin el menor orden o sistema, conforme el odio, espontáneo, salÃa.
—¡Grita viva Cristo Rey...!
Los ojos del maestro se perdÃan en el aire a tiempo que repetÃa, exhausto, la consigna ¡Viva Cristo Rey!
Los hombres de la periferia ya estaban enterados también. Ahora se les veÃa el rostro negro, de animales duros.
—¡Les dio agua a los federales, el desgraciado!
¡Agua¡ Aquel lÃquido transparente de donde se formó el mundo. ¡Agua! ¡Nada menos que la vida.
—¡Traidor!¡Traidor!
Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano “, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.
De lejos el maestro parecÃa un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento, que ya corrÃa, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que habÃa pasado por la tierra.
El cuento que reproducimos «Dios en la tierra» está tomado de la colección de cuentos del mismo tÃtulo publicada originalmente por Ediciones El Insurgente, México D. F., 1944; 9-16
JOSÉ REVUELTAS, Escritor mexicano nacido en Santiago Papasquiaro, Durango, el 20 de noviembre de 1914 y fallecido en la Ciudad de México el 14 de abril de 1976. En 1928 ingresó en el Partido Comunista Mexicano, del que fue expulsado en 1943. Fundó la Liga Leninista Espartaco (1961). Sus novelas están centradas en problemas sociales y en experiencias personales. Fue encarcelado en numerosas ocasiones por sus ideas, experiencia que trató en las novelas: en Los muros de agua (1941) narra su destierro en la colonia penal de las Islas MarÃas. Su encarcelamiento en 1968 por motivos polÃticos motivó protestas internacionales de escritores y catedráticos. Revueltas revive esta nueva experiencia en El apando (1969). Siendo periodista del diario El Popular, su novela El luto humano (1943) fue escogida para representar a México en el segundo concurso Farrar y Rinehart. Otras novelas son Los dÃas terrenales (1949), En algún valle de lágrimas (1956), Los motivos de CaÃn (1957) y Los errores (1964). Tiene tres colecciones de cuentos: Dios en la tierra (1944), Dormir en tierra (1960) y Material de los sueños (1974). Ha escrito numerosos ensayos sobre polÃtica, por lo que se le considera también uno de los más importantes teóricos marxistas latinoamericanos.