Se registraron dos momentos
cardinales (fuera de su nacimiento) en la vida de Severo Caprile. Uno, cuando
le remataron la chacra que heredó de su padre y que también había sido de su
abuelo. El otro, cuando los compradores del predio (los acreedores hipotecarios),
la firma Faruk Hermanos S.A., le ofrecieron en arriendo la misma chacra para
que la cultivara. Estos dos sucesos tan contradictorios en apariencia
produjeron en Severo Caprile cambios sustanciales y nuevas apetencias, entre
otras, la que lo retuvo en la tierra donde había nacido.
Todo empezó cuando en los días
del remate Guillermina Schwank perdió a su marido y eso le impidió comprar la
chacra de Caprile, su vecino, tal como era su deseo, y en vida, el de su
difunto esposo. El duelo la enclaustró durante tres días: primero, el de la
muerte propiamente dicha de don Federico; segundo fue el del velorio y las
exequias; en el tercero se realizó la subasta. Se presume que el llanto la
recluyó en casa después de la inhumación. Al cuarto, ya de negro, la viuda de
Schwank se presentó en la gerencia de Faruk Hermanos, y tras la compra de
alimentos balanceados para sus gallinas y chanchos, pidió hablar con Santos
Hermida, jefe de la sección inmobiliaria.
—Hermida, quisiera levantar la hipoteca de mi chacra.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—¿Por qué?
—Mi marido ha muerto y quiero
heredarlo sin deudas.
—Por favor, señora, usted no
tiene deudas.
—Las tengo —dijo la viuda de
Schwank.
—Veamos —le dijo Hermida—: su
hipoteca vence a fin de año y estamos en septiembre. Si cancela ahora, lo mismo
tendrá que pagar los intereses del cuatrimestre que corre. Mejor dicho, los
tiene pagos por adelantado.
—En realidad, y usted lo sabe,
mi marido y yo queríamos comprar la chacra de Caprile.
—Lo sabíamos, señora de
Schwank, pero no la compraron.
—¿Qué van a hacer con ella?
—preguntó la viuda de Schwank—. No he oído decir que se propongan desalojarlo.
—Es claro que no, por ahora.
No tan pronto. Caprile se irá voluntariamente.
Primero debe vender sus caballos
y otras cosas, porque ha quedado un pequeño saldo. Una diferencia más técnica
que real…
—Véndanmela.
—Hum.
—Yo me hago cargo del saldo
—dijo la viuda con firmeza.
—La antigua chacra de Caprile
no está en venta ni lo estará en los próximos cinco años, por lo menos.
—Tampoco he oído decir que
ustedes puedan ni quieran explotarla. En cinco años el precio subirá
inútilmente.
—Bueno… —aceptó Hermida.
—Está claro: política de
empresa.
—Precisamente —volvió a
aceptar Hermida.
La viuda de Schwank dio vuelta
la hoja.
—Llevo unas chucherías. Pagaré
a fin de mes, como siempre.
—Como guste —dijo Hermida—. La
cuenta corriente sigue abierta y el tope se actualizará.
Esa noche Hermida tuvo un
sueño atroz: Iba a pedir la mano de la viuda de Schwank, pero al llegar a la
casa, la halló acostada con Severo Caprile. Caprile, tan luego él, desnudo y pegajoso,
se interponía ante la viuda. No se había cuidado de cerrar la puerta del
dormitorio y Hermida pudo ver cómo la viuda se revolvía eróticamente en el
lecho y escondía la cara, tal vez avergonzada, pero sin ocultar su inmenso
trasero blanco y su espalda cubierta de pecas, húmeda por los besos de Caprile.
Hermida sabía, como todo el
mundo, que la viuda de Schwank mostraba sin rubor pecas en los hombros y
algunas en la cara, pero jamás le había visto de espalda y menos el trasero.
Estas revelaciones del sueño fueron muy inclementes y le provocaron sed. Se
levantó, bebió agua fría, miró sus partes muy alteradas y se preguntó si serían
dignas de Guillermina, de su descomunal trasero blanco. Prendió un cigarrillo dando
por sentado que ya no soñaba, que se hallaba en su casa y no en la de
Guillermina; se acostó de nuevo, pero con mucho miedo de volver a dormir y a
soñar.
A fin de mes la viuda de
Schwank vino a saldar su cuenta en los almacenes.
Después de cargar la camioneta
con la provista mensual, pidió hablar con Hermida:
—Caprile no se ha movido —el
luto realzaba la blancura de la austríaca.
—No hemos decidido qué hacer
aún. No queremos violencia. Además, confiamos en Caprile —dijo el jefe de la
sección inmobiliaria—. ¿Usted tiene alguna idea?
—Sí —dijo audazmente la viuda
de Schwank—: ofrézcanle a Caprile su antigua chacra en arriendo para que la
cultive.
—Hum… —Hermida inició una
sonrisa.
—Yo daré mi aval.
—Caprile no tiene herramientas
ni equipo adecuados.
—Tiene buenos caballos. Algo
tiene —dijo la viuda.
—Aparte, me temo que tampoco
le apasione el trabajo.
—Créame, Hermida —dijo la
viuda—, que el trabajo de chacarero no es apasionante. Si lo sabré yo…
—Es cierto —dijo Hermida—,
pero es el trabajo.
—Esa chacra ha sido de los
Caprile por años. Yo lo he visto y nadie me ha dicho que hayan dejado pasar uno
sin sembrarlo. Ahora Severo ha quedado solo.
—Y aquí estamos… —concluyó
Hermida.
Sólo prolongaba una
conversación. Sintió que le estaba faltando a su vieja y reconocida eficiencia,
y que la firma le estaba pagando esos minutos perdidos. Todo el asunto había
dejado de interesarle a él y a la empresa.
—Yo tengo herramientas y
equipo de sobra; comprado aquí.
Hermida no había vuelto a
soñar con la viuda, pero no conseguía espantar de la memoria la desnudez insolente
y pringosa de Caprile y lo que daba por cierto y palpable: la espalda pecosa y
el albo y robusto trasero de Guillermina. Algo le decía que esos tópicos no
estaban lejos de la realidad, o que la realidad, en algún punto, se parecía a
su sueño.
—Está bien —dijo Hermida—. Le
haremos una oferta a Caprile.
Lo dijo sin pensar, en una
especie de arrebato. Después vio que no estaría mal tener a la viuda más cerca
y conforme: clienta de la casa, garante de Caprile (aquí el sueño nefando
acometía); nada mal verla más seguido; verla salir de su oficina moviendo sus
indecibles glúteos y sentir allá abajo la interrogación no satisfecha de sus
partes, ya casi decididas a arriesgar con la Schwank.
El intervalo entre el remate y
la oferta de Faruk Hermanos duró tres meses. Caprile, sin apuro por irse y sin
vehementes deseos de quedarse, se dedicó a lo que había hecho siempre: esperar.
Es cierto que había cortado el pasto y lo había cortado bien, pero no lo
emparvó. Lo dejó engavillado, en el campo, sin temerle a las lluvias de
primavera.
Guillermina Schwank podía ver
todo eso desde su casa y no dejaba de hacerlo. Venían nubes del Este, y ella sí
decidió. Caminando llegó hasta la tranquera de Severo Caprile. Allí estaba él,
en lo suyo.
—¿Por qué no emparva, Caprile?
—Pensando estaba en ir a
pedirle prestada una horquilla.
—Pero ahí tiene una. Clavada
en el campo. Desde aquí la veo.
—Ah no. A ésa no la puedo
tocar. La tengo así para que no llueva, y el tiempo no promete nada —dijo
Caprile, mirando al cielo.
—Lluvia promete —dijo la
viuda.
—Lo que digo. Pero mi
horquilla vieja le ha resistido al agua y hasta me va a dar tiempo de emparvar,
si se descuida. ¿Gusta pasar?
Guillermina siempre había pensado
que Caprile era un hombre gentil e imprevisible. Con el difunto Federico habían
compartido la idea de que se podía contar con él, que su vecindad era
estimulante.
En cuanto a la vieja casa de
los Caprile, «lo mejor (para no mancillar la buena opinión) será quedarse
afuera», si es que la maleza del patio y el jardín en ruinas, como la pintura
ya leonada de las paredes exteriores, adelantan algo de lo que podría hallarse
adentro.
—Bueno —se arriesgó—, tomaré
unos mates sólo porque es sábado.
La casa, adentro, estaba
arreglada, y la cocina, limpia; el fuego, encendido, y sobre él, una pava
grande; a su lado, una más chica. Todo decía que el mate los estaba esperando. «El tino y la magia de Caprile.
No le apasionará el trabajo ni será muy emprendedor, pero sabe contemplar a la
gente.»
—¿Por qué no se ha casado,
Caprile?
—Eh, espero —no necesitaba
decirlo.
—¿Espera a alguien? Digo, como
la casa está tan aseadita y prolija.
—No crea. Es así no más. No
espero a nadie. Los del turco Faruk quisieran que me vaya. Tienen su razón. La
chacra ya no es mía. Mañana domingo, si usted me presta la horquilla, voy a
emparvar. Les alquilaré la enfardadora, y a otra cosa… A ellos los estoy
esperando. Supongo que el lunes o martes. Resulta que el otro día viene Hermida
y me dice: «Caprile, la viuda de don Federico Schwank nos ha sugerido que le
arrendemos la chacra». Yo no les creo. No tengo por qué.
—Yo les he ofrecido mi
garantía, Caprile.
Caprile solamente la miró. Sus
mates eran buenos, gordos, espumosos: una galantería. Le daban ganas de hablar,
de moverse a Guillermina Schwank. Por eso, de curiosa, caminó hasta el
dormitorio principal.
Además del orden severísimo,
olía a espliego. Caprile la siguió.
—Si llueve, la convidaré con
tortas fritas —dijo Caprile—. Pero no, no tiene que llover hasta que yo no
emparve.
—No lloverá, Caprile. Su
horquilla vieja clavada en el campo no dejará que llueva.
Ella se quedó donde estaba,
inmóvil, dándole la espalda, en silencio. Caprile se acercó, impuso las manos
sobre los hombros pecosos y blancos de la viuda y la besó en el cuello.
—¡Cierre la puerta! —ordenó en
su viejo estilo la viuda de Schwank.
Caprile no le obedeció. No le
obedeció ni cuando estuvieron desnudos y abrazados en el amplísimo lecho de sus
antepasados…
Mucho después se levantó
Caprile, desnudo como estaba, porque oyó que alguien entraba en la casa. Antes había
oído golpear las manos en la tranquera.
Era Hermida.
—Perdone la molestia, Caprile.
Vine caminando desde el pueblo y me ha dado sed. ¿No me daría un vaso de agua
fría?
La puerta del dormitorio
principal había quedado abierta.
Tomado de Cuentos Completos, Universidad Nacional de Entre Ríos, Buenos Aires, 2006.
JUAN JOSÉ MANAUTA, Novelista y periodista argentino, nacido en
la ciudad de Gualeguay (provincia de Entre Ríos) el 14 de diciembre de 1919 y fallecido
el 24 de abril de 2013 en Buenos Aires. Ha publicado: Poesía: La mujer en silencio (1944); Novela: Los
aventados (1952); Las tierras blancas
(1956); Papá José (1958); Mayo del ´69
(1995); Colinas de Octubre (1995); Cuento: Cuentos para Doña Dolorida (1961); Los
degolladores (1980); Disparos en la calle (1985); El llevador de almas (1998); Cuentos Completos
(2006).