Ana Basualdo | FotografÃa: Humberto Rivas |
Al doblar la esquina, lo vio: resplandeciente, posado en el jardÃn como un plato volador. Sólo en el cine habÃa visto un coche asÃ. En esa calle de polvo, bajo el techo de cinc del garaje de su casa, era tan inverosÃmil como un transatlántico en un arroyo. Lo miro de cerca, sin tocarlo. Después, como despidiéndolo, paso una mano sobre la carrocerÃa blanca. No habÃa que tomarlo en serio: se irÃa con la misma absurda fatalidad con que habÃa llegado. Se irÃa como llegaba y se iba todo, sin explicación. Como todo lo que se le ocurrÃa a su padre, pensó. Inesperados y arbitrarios eran siempre los regalos de su padre. Los regalos prometidos no llegaban nunca; en cambio, le entregaba otros, que desaparecÃan de la noche a la mañana. Cuando cumplió cinco años le habÃa prometido uno que, a los catorce, todavÃa la intrigaba. "Mañana te voy a traer un correverá, con las patas coloradas y que nunca lo verás", le habÃa dicho. Al dÃa siguiente lo habÃa esperado en la vereda imaginando cachorros de tigre, caballos de madera y payasos con zancos, pero su padre habÃa llegado con las manos vacÃas. "¿Me trajiste el correverá?", le habÃa preguntado. "No, ya te dije que mañana", le contestaba todos los dÃas. HabÃa recibido a cambio gatos, nutrias y conejos que, una vez bautizados y acostumbrados a la tiranÃa infantil, su padre le arrebataba sin ninguna explicación. Tampoco explicaba la razón de los regalos que se hacÃa a sà mismo: cinco bicicletas de carrera compradas el mismo dÃa, dos potros que nunca tuvo ocasión de montar, media docena de revólveres que limpiaba dÃa y noche y después escondÃa en el fondo del ropero. Ahora, ese increÃble auto de millonarios estacionado frente a la casa de madera en la que apenas cabÃan él, su mujer, su hija, el televisor y los dos ventiladores que funcionaban inútilmente durante todo el dÃa. La casa, abundantemente barnizada por dentro y pintada por fuera de verde ciruela, estaba al final de un camino de baldosas bordeado de calas. Desde el jardÃn se veÃa la única avenida asfaltada del barrio. También se veÃa que era la única casa de madera en varias cuadras a la redonda. Silvia nunca habÃa llevado allà a sus amigos del colegio: una casa prefabricada, habrÃan dicho. O una casilla de madera. Miró de nuevo el auto, con ilusión rápidamente desvanecida: durarÃa menos que un helado de limón. Ni siquiera podrÃa conseguir que su padre la esperara a la salida de clase. DirÃa que un auto asà no era para andar por la calle. En el garaje sin paredes, apenas un cobertizo de techo de cinc y piso de cemento, el Oldsmobile parecÃa recién caÃdo del cielo, o justo a punto de volar. Silvia habÃa aprendido que todo lo que llegaba a su casa estaba destinado a desaparecer, pero también sabÃa que, cuando algo llegaba, era porque otra cosa habÃa ya desaparecido.
Abrió la puerta de tela metálica y, una vez más, sintió que el trabajo de atravesar el verano en esa caja de madera con olor a barniz serÃa insoportable. Su madre estaba sentada, en la cocina, con los ojos cerrados y la tapa de una azucarera en la mano. Silvia dejó caer las carpetas sobre la mesa. La mujer abrió los ojos, unos ojos azules extrañamente despiertos, del todo ajenos al cuerpo cansado al que pertenecÃan. TenÃa poco más de treinta y cinco años, pelo negro y una piel blanca y áspera, casi una tela blanca por encima de otra piel invisible.
— ¿Y eso? -preguntó Silvia, como si se hubiera tratado de un florero nuevo.
— Tu padre.
— ¿Pero de dónde lo sacó?
— Parece que se lo compró a un embajador.
— ¿Y de dónde sacó la plata?
— Ya sabés. A mà nunca me dice nada.
Silvia se dio vuelta para comprobar si el objeto extraño seguÃa ahÃ. Desdibujado por los reflejos del sol, el Oldsmobile parecÃa avanzar solo por el jardÃn. Lo despidió otra vez para no tener que hacerlo más tarde; se preguntó qué otra cosa tendrÃa que haber despedido ya. Tanteó los bordes de la mesa del comedor, que su madre mantenÃa a oscuras para atenuar el calor, y se recostó en el diván de cuero que le servÃa de cama. A falta de una habitación propia, guardaba sus cosas en un armario, entre manteles y platos de losa. Su único tesoro era una caja de lata pintada de negro. TodavÃa ciega por el sol de la calle, sin levantarse del diván, sostuvo la caja con una sola mano, la apoyó primero en el pecho y después en el piso. Eran las tres de la tarde de un verano sin lluvia. Afuera, las hojas de la parra, inmóviles, parecÃan de papel viejo. La luz era lo único que se movÃa. Silvia tiene ahora una mano sobre la caja que apoyó en el suelo. Es una caja grande, dividida en dos como el debe y el haber de un libro de contabilidad. Y la relación entre esas dos partes es, justamente, comercial. De un lado, hojas de carpeta escritas con tinta verde; del otro, lápices de labios, esmaltes para uñas, espejos no más grandes que discos de teléfono, limas, pinzas, tijeras y frascos de perfume. Silvia mira todo con aire preocupado y calculador, como un tendero frente a las cuentas de fin de mes.
Hace algún tiempo llegó a un acuerdo con Hilda, vecina de veintiún años cuya madre es dueña de la mejor perfumerÃa del barrio. Cada tanto, Silvia le entrega una de esas hojas de carpeta escritas en tinta verde y recibe a cambio toda clase de cosméticos. Hilda dice que son poemas. Los pasa a máquina, los firma con su nombre (a Silvia no le importa perderlos para siempre) y los manda a una revista del centro, donde suelen publicarlos. Pero estas pocas hojas son, ahora, el único capital. "¿Te está fallando la inspiración, nena?", le preguntó Hilda la semana pasada. Silvia no sabe cuándo se le van a ocurrir esas frases sueltas que, desde que su amiga le propuso el trueque, anota en seguida. Se le cierran los ojos como si mirara el sol de frente y por unos segundos le parece que las manos se le alargaran y estuvieran a punto de abandonarla. Pero no ve visiones, como supone Hilda. No ve nada, en ese momento, ni siquiera lo que tiene delante de los ojos. Ve un color amarillo que avanza desde muy lejos. Durante uno o dos minutos, la casa da vueltas como un trompo y aparecen las frases, incomprensibles. Es una sensación desagradable, que soporta de buena gana desde que le sirven para conseguir lápices de labios y esmalte para las uñas. Se le ocurrió una vez anotar algunas frases sin pasar por la incomodidad del mareo, pero a Hilda no le gustaron: "¿Qué es esto?", le dijo: "Parece una composición de primero inferior". También se le ocurrió copiar poemas del manual del colegio, pero la vecina lo descubrió en seguida.
Silvia no se acuerda casi nada de los poemas que ha escrito calculando sà merecerÃan el pago de perfumes caros o de un simple lápiz para las cejas. Se acuerda remotamente de haber escrito sobre un hombre rencoroso que bebe cerveza, un viejo con una manzana en la mano, cantantes de ópera perdidos en una estación de trenes, una plaza llena de tranvÃas, un padre que le aconseja a su hijo no amar durante mucho tiempo a nadie ("eso gasta" decÃa el padre) y un herrero borracho que sólo trabaja a la hora de la siesta. Al principio, Hilda lo leÃa todo con entusiasmo, pero ahora lo hace con el aire crÃtico de un traficante de cuadros. Poco después de que Silvia plagiara sin éxito algunos poemas modernistas, su amiga habÃa celebrado exultante tres lÃneas breves en las que se hablaba de una joven cantante desnuda y de un coro de viejos envidiosos. Pero volvió, hecha una furia, al dÃa siguiente.
— ¿Por qué copiaste otra vez? Esto es muy parecido a un poema de Chapsey — habÃa gritado desagradablemente con su voz aguda.
Silvia estaba de espaldas, pegada a la radio. No contestó. Siguió moviendo el dial hasta encontrar la música que buscaba: Can't buy me love. Se dio vuelta y tuvo otra vez (hacÃa poco que le pasaba esto) la sensación fulminante de que pronto empezarÃan a ocurrÃrsele otra clase de frases. Cuando grita, pensó, parece una vieja.
— Y yo qué sé quién es ése — dijo.
Hilda se convenció. Por eso, cuando leyó la historia de una ninfa dÃscola condenada a repetir los finales de todas las palabras, se cuidó de mandarla a la revista pero no dijo nada. Y se enojó consigo misma, no con Silvia, cuando recibió una carta del director en la que se le explicaba que alguien habÃa ya contado en verso el diálogo entre un filósofo (un tal Michael Robartes) y una bailarina. Pero estas coincidencias no eran frecuentes. Lo alarmante, ahora, era la escasez de poemas.
El baño de esta casa no es más grande que el de un tren. Y, como los baños de los trenes, tiene una ventana. La ventana está entreabierta: en el espejo se reflejan, oblicuos, las ramas del jazmÃn, la tela verde del toldo y el bidón de querosén, que la sombra del toldo corta por la mitad. Silvia se mira en el espejo, metódicamente, las cejas, la boca, las pestañas. Desde hace algunos meses, se encierra en el baño a la hora de la siesta con la caja negra y la foto de una modelo que recortó de una revista. Pincha la foto en la pared y ensaya frente al espejo los efectos del verde, el negro y el rojo oscuro sobre la piel blanca. Después, si su padre no está en la casa, va hasta la vereda y se deja ver por los dos o tres vecinos distraÃdos, repentinamente sobresaltados, que pasan por la calle. Pero a veces tropieza con su padre, que grita y levanta la mano. Silvia piensa entonces que si su padre la encontrara en otro barrio, no la reconocerÃa.
La mano callosa del padre se mueve, ahora, en el espejo. Silvia no lo ve del todo, pero sabe que está en el patio, parado junto al bidón y despreciando la sombra del toldo. No sólo porque su padre está en la casa no podrá esta tarde salir pintada a la vereda: le falta perfume y también sombra verde para los ojos. Y no sabe cómo conseguirlos: ya no se le ocurren poemas y de Hilda no puede esperar nada gratis. Con un trapo empapado en querosén su padre limpia, ahora, un collar de arandelas de bronce (sus cajas de herramientas parecen estantes de una joyerÃa). El olor del querosén entra por la ventana como un manotazo. Silvia la entorna un poco más. El espejo se vuelve profundo y azulado, con una franja verde y tenue que parece desprendida de otro planeta. En la franja se ven, cerca, las ramas del jazmÃn y, a lo lejos, las baldosas, las hileras de calas y, mucho más brillante que las arandelas el auto. A lo mejor, piensa Silvia, los poemas se me fueron porque llegó el auto. En el espejo, la mano es un bicho que mueve las patas como si se estuviera muriendo. Silvia cierra los ojos como si de pronto se cansara de esperar el tren en una estación llena de gente. Se le cae al suelo el lápiz de las cejas. El espejo, amarillo, da vueltas como un trompo. Se prepara para escribir algún poema en tiras de papel higiénico. Recupera el lápiz de las cejas, pero no hay palabras; sólo un amarillo burbujeante que, en lugar de avanzar, se aleja: desaparece como la última fila de una procesión, como jugadores que se meten en el vestuario después de haber perdido el partido. TodavÃa mareada, Silvia abre la puerta del baño sin haberse quitado el maquillaje.
Hilda está con su madre, en la cocina, murmurando. Hace una semana que viene todas las tardes, charla con su madre y, antes de irse, le pregunta: "¿Tenés algo, nena?". Pero ahora, sorprendida, frÃa, le pregunta otra cosa:
— ¿Qué te hiciste en la cara?
En el fondo del diván, inmóvil como la foto de moda que quiso copiar, Silvia trata de abrir los ojos y de atrapar las voces que le llegan indescifrables como gritos de pájaros. Los abre apenas, y lo que ve es tan imposible que la hace sonreÃr: su padre aparece envuelto en seda amarilla, dócil como una figura que levita.
Tres semanas más tarde, Silvia ya lo sabe: nunca más se le ocurrirán poemas. También los mareos han desaparecido. Las sesiones frente al espejo son ahora más rápidas, furtivas y eficaces. Desde hace unos dÃas, Hilda no viene tanto con la esperanza de conseguir papelitos escritos en tinta verde y continuar asà su singular carrera literaria, sino con la intención de que su madre la ayude a resolver cierto lÃo sentimental en el que se ha metido. Todas las noches, su padre dedica dos horas a la limpieza del Oldsmobile. Lo riega como a una planta, lo seca como a un florero de porcelana y después lo mira como a un monumento. Como un monumento, el auto no se ha movido de su lugar, ni siquiera se ha oÃdo el ruido del motor.
— A este auto le van a salir raÃces — dice la madre, ofendida.
Y también, cuando su marido no puede oÃrla:
— La gente tiene razón: andan diciendo que cualquier dÃa le pone perfume y un clavel en el parabrisas.
Hilda murmura con su madre en la cocina. La madre toma té de fresno para prevenir el reuma precoz que, cree, va a empezar a sufrir en cualquier momento. Hilda no sólo murmura; cada tanto, sube la voz. Silvia no sabe demasiado de qué están hablando: con el televisor encendido, prepara los exámenes de marzo. Por primera vez en varios meses, está por llover. Su madre ha cerrado la puerta y levantado las persianas. La luz se va de a poco. Una botella de vino, vacÃa, rueda en el patio, choca contra el bidón y se queda quieta. Silvia encuentra en la carpeta de geografÃa la hoja que, meses atrás, Hilda cortó por la mitad. La habÃa leido, la habÃa doblado y cortado en dos y le habÃa devuelto la mitad: "Esto no vale ni una cajita de limas para las uñas. Qué manÃa: repetiste la palabra amarillo cinco veces en tres renglones", le habÃa dicho. La voz de Hilda, en la cocina, sigue subiendo. Silvia escucha dos o tres frases y, de pronto, está completamente segura de lo que va a decir. A lo mejor, piensa, es por lo que se me ocurre ahora que ya no me salen más poemas.
— Vos no sos una mujer. Y no lo vas a ser nunca — dice Silvia, despacio, con los ojos fijos en la pantalla del televisor.
Hilda la mira como si hubiera sido picada por un escorpión. Se levanta, abre la puerta y se queda un rato ahÃ, observando el jardÃn, reteniendo el asombro. La madre sirve otra taza de té. En el televisor se hace un silencio. Hilda habla, por fin, con una voz súbitamente suave y complacida.
— VenÃ, nena. Mira.
Se ha nublado del todo. El viento dobla las calas. El auto no está más.
ANA BASUALDO, narradora y periodista argentina nacida en Buenos Aires en 1945. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Vive, desde noviembre de 1976, en Barcelona, España. Trabajó en Buenos Aires en el semanario Panorama y, en España, en las revistas Triunfo, Destino, El Viejo Topo, Vogue, y en los diarios El PaÃs y La Vanguardia, que actualmente coordina. Es editora de AutobiografÃa y diarios, de José Luis Cerveto (1978), y de Crónicas ejemplares. Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975), de Enrique Raab (1999), y autora del ensayo Julio Romero de Torres (1980). Ha publicado el volumen de cuentos Oldsmobile 1962 (1985) y el libro de crónicas Paseos por Barcelona fugitiva (2015).
Oldsmobile 1962 pertenece al volumen homónimo, editado en 1985 por Barcelona: Tusquets Editores.