Sombras suele vestir
El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado,
sombras suele vestir de bulto bello.
Góngora, Varia imaginación.
I
—Lo echaré de menos; lo quiero como a un hijo —dijo doña Carmen.
Le contestaron:
—SÃ, usted ha sido muy buena con él. Pero es lo mejor.
En los últimos tiempos, cuando iba al inquilinato de la calle Paso, rehuÃa la mirada de doña Carmen para no turbar esa vaga somnolencia que habÃa llegado a convertirse en su estado de ánimo definitivo. Hoy, como de costumbre, detuvo los ojos en Raúl. El muchacho ovillaba una madeja de lana dispuesta en el respaldo de dos sillas; podÃa aparentar veinte años, a lo sumo, y tenÃa esa expresión atónita de las estatuas, llena de dulzura y desapego. De la cabeza de Raúl pasó al delantal de la mujer; observó los cuatro dedos tenaces, plegados sobre cada bolsillo; paulatinamente llegó al rostro de doña Carmen. Pensó con asombro: “Eran ilusiones mÃas. Nunca la he odiado, quizá”.
Y también pensó, con tristeza: “No volveré a la calle Paso”.
HabÃa muchos muebles en el cuarto de doña Carmen; algunos pertenecÃan a Jacinta; el escritorio de caoba donde su madre hacÃa complicados solitarios o escribÃa cartas aun más complicadas a los amigos de su marido, pidiéndoles dinero; el sillón, con el relleno asomando por las aberturas... Observaba con interés el espectáculo de la miseria. Desde lejos parecÃa un bloque negro, reacio; poco a poco iban surgiendo penumbras amistosas (Jacinta no carecÃa de experiencia) y se distinguÃan las sombras claras de los nichos donde era posible refugiarse. La miseria no estaba reñida con momentos de intensa felicidad.
Recordó una época en que su hermano no querÃa comer. Para conseguir que probara algún bocado necesitaban esconder un plato de carne debajo del ropero, en un cajón del escritorio... Raúl se levantaba por la noche: al dÃa siguiente aparecÃa el plato vacÃo, donde ellas lo dejaron. Por eso, después de comer, mientras el muchacho tomaba fresco en la vereda, madre e hija discurrÃan algún nuevo escondite. Y Jacinta evocó una mañana de otoño. OÃa gemidos en la pieza contigua. Entró, se aproximó a su madre, sentada en el sillón, le separó las manos de la cara y le vio el semblante contraÃdo, deformado por la risa.
La señora de Vélez no podÃa recordar dónde habÃa ocultado el plato la noche anterior.
Su madre se adaptaba a todas las circunstancias con una jovial sabidurÃa infantil. Nada la tomaba de sorpresa y, por eso, cada nueva desgracia encontraba el terreno preparado. Imposible decir en qué momento habÃa sobrevenido, a tal punto se hacÃa instantáneamente familiar, y lo que fue una alteración, un vicio, pasaba de manera insensible a convertirse en ley, en norma, en propiedad connatural de la vida misma. Como un polÃtico y un guerrero famosos, conversando en la embajada de Inglaterra, eran para Delacroix dos pedazos rutilantes de la naturaleza visible, un hombre azul al lado de un hombre rojo, las cosas, contempladas por su madre, parecÃan despojarse de todo significado moral o convencional, perdÃan su veneno, se sustituÃan las unas por las otras y alcanzaban una especie de categorÃa metafÃsica, de pureza trascendente que las nivelaba.
Pensaba en el aire secreto y un poco ridÃculo que adoptó doña Carmen cuando la condujo a casa de MarÃa Reinoso. Era un departamento interior. En la puerta habÃa una chapa de bronce que decÃa: Reinoso. Comisiones. Antes de entrar, mientras caminaban por el largo pasillo, doña Carmen balbuceó palabras: le aconsejaba que no hablara de MarÃa Reinoso con su madre; y Jacinta, al vislumbrar un destello de inocencia en esa mujer tan astuta, reflexionó en la capacidad de ilusión, en la innata afición al melodrama que tienen las llamadas “clases bajas”. Pero ¿le hubiera importado tan poco a su madre, en realidad? Nunca lo sabrÃa. Ya era imposible decÃrselo.
Empezó a ir a casa de MarÃa Reinoso. Doña Carmen no tuvo que mantenerlos (desde hacÃa más de un año, sin que nadie supiera por qué, subvenÃa a las necesidades de la familia Vélez). Sin embargo, no era tarea fácil evitar a la encargada del inquilinato. Jacinta tropezaba con ella, conversando con los proveedores en el amplio zaguán a que daban las puertas, o la encontraba instalada en su propio cuarto. ¿Cómo sacarla de allÃ? Por lo demás, gracias a la encargada del inquilinato habÃa un poco de orden en las tres habitaciones que ocupaban Jacinta, su madre y su hermano. Doña Carmen, una vez por semana, lanzaba sobre la familia Vélez el embate de su actividad: abrÃa las puertas, fregaba el piso y los muebles con una suerte de rabia contenida; en el patio, ante los ojos de los vecinos, salÃa a relucir el impudor de los colchones y de la dudosa ropa de cama. Ellos se sometÃan, entre agradecidos y avergonzados. Pasada esa ráfaga, el desorden comenzaba a envolverlos en su tibia, resistente complicación.
Jacinta la encontraba tejiendo, sentada junto a su madre. El primer dÃa que Jacinta conoció a MarÃa Reinoso, doña Carmen trató de cambiar impresiones con ella. Jacinta contestó con monosÃlabos. Pero la presencia aún silenciosa de la encargada del inquilinato tenÃa la virtud de transportarla a la otra casa, de donde acaba de salir. Y Jacinta, aquellas tardes, después de apaciguar los deseos de algún hombre, también necesitaba apaciguarse, olvidar; necesitaba perderse en ese mundo infinito y desolado que creaban su madre y Raúl. La señora de Vélez hacÃa el Metternich o el Napoleón. Barajaba los naipes y cubrÃa la mesa de números rojos y negros, de parejas de hombres y mujeres sin cuello, llenos de coronas y estandartes, que compartÃan su melancólica grandeza en la breve cartulina. De tiempo en tiempo, sin dejar de jugar, aludÃa a minucias cuya posesión hubiera deseado disputarle, o a sus parientes y amigos de otra época, que no la trataban desde hacÃa veinte años y quizá la creÃan muerta. A veces Raúl se detenÃa junto a su madre. De pie, con la mejilla apoyada en una mano y el codo sostenido en la otra, seguÃa la lenta trayectoria de las cartas. La señora de Vélez, para distraerlo, lo hacÃa intervenir en un afectuoso monólogo entrecortado por silencios jadeantes dentro de los cuales sus palabras parecÃan prolongarse y perder todo sentido. DecÃa:
—Barajemos. Aquà está la reina. Ya podemos sacar el valet. De perfil, con el pelo negro, el valet de pique se te parece. Un joven moreno de ojos claros, como dirÃa doña Carmen, que echa tan bien las cartas. Una vuelta más, esta vez muy despacio. En fin, el Napoleón va en camino de salir. Y es difÃcil. ¿Nos sucederá algo malo? Una vez, en Aix-les-Bains, lo saqué tres veces en la misma noche y al dÃa siguiente se declaró la guerra. Tuvimos que escapar a Génova y tomar un buque mercante, tous feux éteints. Y yo seguÃa haciendo el Napoleón —trébol sobre trébol, ocho sobre nueve. ¿Dónde está el diez de pique?— con un miedo horrible de las minas y los submarinos. Tu pobre padre me decÃa: “Tienes la esperanza de sacar el Napoleón para que naufraguemos. ConfÃas, pero en tu mala suerte...”
El narcótico empezaba a operar sobre los nervios de Jacinta. Se aquietaba el tumulto de impresiones recientes formado por tantas partÃculas atrozmente activas que luchaban entre sà y aportaban cada una su propia evidencia, su minúscula realidad. Jacinta sentÃa el cansancio apoderarse de ella, borrar los vestigios del hombre con quien estuvo dos horas antes en casa de MarÃa Reinoso, nublar el pasado inmediato con sus mil imágenes, sus gestos, sus olores, sus palabras, y empezaba a no distinguir la lÃnea de demarcación entre ese cansancio al cual se entregaba un poco solemnemente y el descanso supremo. Entreabriendo los ojos, miró a sus dos queridos fantasmas en esa atmósfera gris. La señora de Vélez habÃa terminado de jugar. La lámpara iluminaba sus manos inertes, todavÃa apoyadas en la mesa. Raúl continuaba de pie, pero las barajas, diseminadas sobre el tafilete amarillento, habÃan dejado de interesarlo. Doña Carmen estarÃa a su lado, posiblemente a su derecha. Jacinta, para verla, hubiese necesitado volver la cabeza. ¿Estaba doña Carmen a su lado? TenÃa la sensación de haber eludido su presencia, tal vez para siempre. HabÃa entrado en un ámbito que la encargada del inquilinato no podÃa franquear. Y la paz se hacÃa por momentos más Ãntima, más aguda, más punzante. En plena beatitud, con la cabeza echada para atrás hasta tocar con la nuca en el respaldo, los ojos ausentes, las comisuras de los labios distendidos hacia arriba, Jacinta mostraba la expresión de un enfermo quemado, purificado por la fiebre, en el preciso instante en que la fiebre lo abandona y deja de sufrir.
Doña Carmen continuaba tejiendo. De cuando en cuando el vaivén de las agujas imprimÃa un temblor subrepticio, casi animal, a través del largo hilo imperceptible, al grueso ovillo de lana que yacÃa junto a sus pies. Como el sopor de los leones de piedra que guardan los portales, con una bocha entre las patas, su indiferencia tenÃa algo de engañoso y parecÃa destinada a descargarse en una súbita actividad. Jacinta, de pronto, advierte que la atmósfera se llena de pensamientos hostiles. Doña Carmen la recupera, y MarÃa Reinoso, y los diálogos que sostienen las dos mujeres.
Una tarde, cuando salÃa de casa de MarÃa Reinoso, las habÃa sorprendido conversando desde una puerta entreabierta. Ambas callaron, pero Jacinta tuvo la certeza de que hablaban de ella. Los ojos de doña Carmen eran pequeños, con el iris tan oscuro que se confundÃa con la pupila. Al observar a las personas, éstas se advertÃan escudriñadas sin que pudieran defenderse, observando a su vez, porque esos ojos opacos interceptaban el tácito canje de impresiones que es una mirada recÃproca. La tarde que las sorprendió, los ojos de doña Carmen se habÃan concedido un descanso: brillaban, muy abiertos, y a esas dos rejillas complacientes iban a parar los comentarios de MarÃa Reinoso, que alargaba hasta la encargada del inquilinato su rostro anémico, con la boca aún torcida por las palabras obscenas que acaba de pronunciar.
No aborrecÃa sus encuentros en casa de MarÃa Reinoso. Le permitieron independizarse de doña Carmen, mantener a su familia. Además, eran encuentros inexistentes: el silencio los aniquilaba. Jacinta sentÃase libre, limpia de sus actos en el plano intelectual. Pero las cosas cambiaron a partir de esa tarde. Comprendió que alguien registraba, interpretaba sus actos; ahora el silencio mismo parecÃa conservarlos, y los hombres anhelosos y distantes a los cuales se prostituÃa empezaron a gravitar extrañamente en su conciencia. Doña Carmen hacÃa surgir la imagen de una Jacinta degradada, unida a ellos; quizá la imagen verdadera de Jacinta; una Jacinta creada por los otros y que por eso mismo escapaba a su dominio, que la vencÃa de antemano al comunicarle la postración que nos invade frente a lo irreparable. Entonces, en vez de terminar con ella, Jacinta se dedicó a sufrir por ella, como si el sufrimiento fuera el único medio que tenÃa a su alcance para rescatarla, y a medida que sufrÃa obraba de tal modo que conseguÃa infundirle una exasperada realidad. Abandonó toda aspiración a cambiar de género de vida. Ya no hizo más esfuerzos. HabÃa empezado a traducir una obra del inglés. Eran capÃtulos de un libro cientÃfico, en parte inédito, que aparecÃan conjuntamente en varias revistas médicas del mundo. Una vez por semana le entregaban alrededor de treinta páginas impresas en mimeógrafo, y cuando ella las devolvÃa traducidas y copiadas a máquina (compró una máquina de escribir en un remate del Banco Municipal) le entregaban otras tantas. Fue a la agencia de traducciones, devolvió los últimos capÃtulos, no aceptó otros.
Le pidió a doña Carmen que vendiera la máquina de escribir.
Llegó el dÃa en que la señora de Vélez se acostó entre un fragante desorden de junquillos, varas de nardos, fresias y gladiolos. El médico de barrio, a quien doña Carmen arrancó de la cama esa madrugada, diagnosticó una embolia pulmonar. La ceremonia fúnebre se llevó a cabo en el primer departamento, al lado de la puerta de calle, que con ese fin cedió una vecina. Los inquilinos entraban al cuarto de puntillas y una vez junto al ataúd dejaban caer sus miradas sobre el rostro de la señora de Vélez con todo el estrépito que habÃan contenido en sus pasos. Pero a la señora de Vélez no parecÃan molestarle esas miradas, ni los cuchicheos de los condolientes (sentados en torno a Jacinta y Raúl) ni el ir y venir de doña Carmen que distribuÃa con sigilo infructuoso tazas de café, arreglaba coronas de palmas o disponÃa nuevos ramitos al pie del ataúd. En un momento dado, Jacinta salió de la rueda, fue a la porterÃa, marcó un número en el teléfono. Después dijo, en voz muy baja:
—¿No ha preguntado nadie por mÃ?
—Ayer —le contestaron— habló Stocker para verla a usted hoy, a las siete. Quedó en hablar de nuevo. Me pareció inútil llamarla.
—DÃgale que voy a ir. Gracias.
Fue el comienzo de una tarde difÃcil de olvidar. Primero, en el cuarto de su madre, Jacinta permaneció largo rato con los sentidos anormalmente despiertos, ajena a todo y a la vez de todo muy consciente, cernida sobre su propio cuerpo y los objetos familiares que se animaban con una vida ficticia en honor a ella, refulgÃan, ostentaban sus planos lógicos, sus rigurosas tres dimensiones. “Quieren ser mis amigos —no pudo menos de pensar— y hacen esfuerzos para que yo los vea”, porque este aspecto inesperado parecÃa corresponder a la identidad secreta de los objetos mismos y a la vez coincidir con su yo recóndito. Dio algunos pasos por el cuarto mientras perduraba en sus labios, con toda la agresividad de una presencia extraña, el gusto del café. “Y yo no los miraba. La costumbre me alejaba de ellos. Hoy los veo por primera vez.”
Y, sin embargo, los reconocÃa. Ahà estaba ese extravagante mueble barroco (los dos mazos de naipes sobre el tafilete amarillento) que terminaba en una repisa con un espejo incrustado. Ahà estaban las medicinas de su madre, un frasco de digital, un vaso, una jarra con agua. Y ahà estaba ella en el espejo, con su cara de planos vacilantes, sus rasgos inocentes y finos. TodavÃa joven. Pero los ojos, de un gris indeciso, habÃan envejecido antes que el resto de su persona. “Tengo ojos de muerta.” Pensó en los ojos de su madre, guarecidos bajo una doble cortina de párpados venosos, en los de Raúl. “No; son miradas distintas, no tienen nada en común con la mÃa.” HabÃa en sus ojos el orgullo de los que son señores y dueños de su propio rostro, pero ya el verso final asomaba en ellos: azucenas que se pudren, una especie de clarividencia inútil que se complace en su falta de aplicación. Le traÃan reminiscencias de otras personas, de alguien, de algo. ¿Dónde habÃa visto una igual? Durante un segundo su memoria giró en el vacÃo. En un cuadro, tal vez. El vacÃo se fue llenando, adquirió tonalidades azules, rosadas. Jacinta apartó los ojos del espejo y vio abrirse ante ella un balcón sobre un fondo nocturno; vio ánforas, perros extáticos, más animales: un pavo real, palomas blancas y grises. Era Las dos cortesanas, del Carpaccio.
Y ahà estaba Stocker, en el departamento de MarÃa Reinoso. TenÃa una cara percudida y un cuerpo juvenil, muy blanco, que la ropa falsamente modesta parecÃa destinada esencialmente a proteger. Cuando se la quitaba sin prisa, doblándola con esmero, verificando el lugar en que dejaba cada prenda de vestir, conquistaba la infancia. SurgÃa más desnudo que los otros hombres, más vulnerable: un niño casi desinteresado de Jacinta que acariciaba las distintas partes del cuerpo de ella sin preocuparse por el nexo humano que las vinculaba entre sÃ, como quien toma objetos de acá y de allá para celebrar un culto sólo por él conocido y después de usarlos los va dejando cuidadosamente en su sitio. Una atención casi dolorosa se reflejaba en su semblante: lo contrario del deseo de olvidar, de aniquilarse en el placer. Se hubiera dicho que buscaba algo, no en ella sino en sà mismo, y también, a pesar del ritmo mecánico que ya no podÃa graduar a voluntad, se lo hubiera tenido por inmóvil, a tal punto su expresión era contenida, vuelta hacia dentro, al acecho de ese segundo fulgurante de cuya súbita iluminación esperaba la respuesta a una pregunta insistentemente formulada.
Él habÃa recobrado su aire perplejo. Ella pensaba con amargura en el retorno a los vecinos, al olor de las flores, al ataúd. Pero el hombre no mostraba deseos de irse. Caminó por el cuarto, se instaló en un sillón, a los pies de la cama. Cuando Jacinta quiso dar por terminada la entrevista, la obligó a sentarse de nuevo apoyando sus manos en los hombros de ella.
—Y ahora —dijo— ¿qué piensa usted hacer? ¿No le queda nadie más?
—Mi hermano.
—Su hermano, es verdad. Pero es...
Aunque no las hubiera pronunciado, las palabras idiota o imbécil flotaban en el aire. Jacinta sintió necesidad de disiparlas. Repitió una frase de su madre:
—Es un inocente, como el de L'Arlésienne.
Y se echó a llorar.
Estaba sentada en el borde de la cama. El cobertor doblado en cuatro y, debajo, las sábanas que momentos antes habÃan rechazado ellos mismos con los pies formaban un montÃculo que la obligaba a encorvar las espaldas, siguiendo una lÃnea un poco vencida, a fijar los ojos en el fieltro gris que cubrÃa el piso y desaparecÃa debajo de la cama, de un gris muy claro, bañado de luz, en el centro del cuarto. Tal vez esta posición de su cuerpo motivó sus lágrimas. Sus lágrimas resbalaban por sus mejillas, la arrastraban cuesta abajo, la impulsaban solapadamente a confundirse con el agua gris del fieltro, en un estado de disolución semejante al que sentÃa por las tardes cuando su madre hacÃa solitarios y hablaba sin cesar, dirigiéndose a Raúl. Y en la nuca, en las espaldas, sentÃa también el leve peso de una lluvia dulce, penetrante. El hombre le decÃa:
—No llore. Escúcheme: le propongo algo que puede parecerle extraño. Yo vivo solo. Véngase a vivir conmigo.
Después, como respondiendo a una objeción:
—Habremos de entendernos. En fin, lo espero, quiero creerlo. Hay serpientes, ratones y búhos que fraternizan en la misma cueva. ¿Qué nos impide fraternizar a nosotros?
Y después, cada vez más insistente:
—Contésteme. ¿Vendrá usted? No llore, no se preocupe por su hermano. De momento, que ahà quede, donde está. Ya veremos, más adelante, lo que puedo hacer por él.
“Más adelante” habÃa sido el sanatorio.
II
El sufrimiento ajeno le inspiraba demasiado respeto para intentar consolarlo: Bernardo Stocker no se atrevÃa a ponerse del lado de la vÃctima y sustraerla al dominio del dolor. Por un poco más se hubiera conducido como esos indÃgenas de ciertas tribus africanas que cuando alguno de entre ellos cae accidentalmente al agua golpean al infeliz con los remos y alejan la chalupa, impidiendo que se salve. En la corriente los reptiles reconocen la cólera divina: ¿es posible luchar con las potencias invisibles? Su compañero ya está condenado: ¿prestarle ayuda no significa colocarse, con respecto a ellas, en un temerario pie de igualdad? AsÃ, llevado por sus escrúpulos, Bernardo Stocker aprendió a desconfiar de los impulsos generosos. Más tarde habÃa conseguido reprimirlos. Compadecemos al prójimo, pensaba, en la medida en que somos capaces de auxiliarlo. Su dolor nos halaga con la conciencia de nuestro poder, por un instante nos equipara a los dioses. Pero el dolor verdadero no admite consuelo. Como este dolor nos humilla, optamos por ignorarlo. Rechazamos el estÃmulo que originarÃa en nosotros un proceso análogo, aunque de signo inverso, y el orgullo, que antes alineaba nuestras facultades del lado del corazón y nos inducÃa fácilmente a la ternura, ahora se vuelve hacia la inteligencia para buscar argumentos con qué sofocar los arranques del corazón. Nos cerramos a la única tristeza que al herir nuestro amor propio lograrÃa realmente entristecernos.
Su impasibilidad le permitÃa a Bernardo Stocker vislumbrar la magnitud de la aflicción ajena. Sin embargo, ante el dolor de Jacinta reaccionó de manera instantánea, poco frecuente en él. ¿No era ello debido, precisamente, a que Jacinta no sufrÃa?
Jacinta se trasladó a vivir a un departamento de la plaza Vicente López. Ese invierno no se anunciaba particularmente frÃo, pero al despertar, no bien entrada la mañana, Jacinta oÃa el golpeteo de los radiadores y un leve olor a fogata llegaba hasta su cuarto: Lucas y Rosa encendÃan las chimeneas de la biblioteca y del comedor. A las diez, cuando Jacinta salÃa de su dormitorio, ya los sirvientes se habÃan refugiado en el ala opuesta de la casa.
Bernardo Stocker heredó de su padre esta pareja de negros tucumanos, asà como heredó sus actividades de agente financiero, sus colecciones de libros antiguos y su no desdeñable erudición en materia de exégesis bÃblica. El viejo Stocker, suizo de origen, llegó al paÃs setenta años atrás: la ganaderÃa, el comercio y los ferrocarriles empezaban a desarrollarse, el Banco de la Provincia estaba en trance de ocupar el tercer lugar del mundo, y el Comptoir d’Escompte; Baring Brothers, Morgan & Company trocaban en relucientes francos oro y libras esterlinas los cupones del gobierno. El señor Stocker trabajó, hizo fortuna, pudo olvidar diariamente sus tareas en la Bolsa, después de un rato de charla en el Club de Residentes Extranjeros, con el estudio del Antiguo y del Nuevo Testamento. En religión también era partidario del libre examen, de la libertad cristiana, de la liberalidad evangélica. HabÃa participado en los tempestuosos debates en torno a Bibel und Babel, pertenecÃa a la Unión Monista Alemana, rechazaba toda autoridad y todo dogmatismo.
Fue en un viaje por Europa. Bernardo (tenÃa entonces dieciséis años) acompañó a su padre durante dos noches consecutivas al JardÃn Zoológico de BerlÃn. Los profesores laicos, los rabinos, los pastores licenciados y los teólogos oficiales se arrancaban la palabra en el gran salón de actos: discutÃan sobre cristianismo, evolucionismo, monismo; sobre la Gottesbewusstsein y la influencia liberadora de Lutero; sobre tradición sinóptica y tradición juanina. ¿HabÃa o no existido Jesús? Las epÃstolas de San Pablo ¿eran documentos doctrinales o escritos de circunstancia? El rugido nocturno de los leones aumentaba la efervescencia de la asamblea. El presidente recordaba al público que la Unión Monista Alemana no se proponÃa inflamar las pasiones y que se abstuviera de manifestar su aprobación o su vituperio. Vanamente: cada discurso terminaba entre una baraúnda de aplausos y silbidos. Las mujeres se desmayaban. HacÃa mucho calor. A la salida, padre e hijo desfilaron ante los pabellones egipcios, los templos chinos, las pagodas indias. Transpusieron la Gran Puerta de los Elefantes. El señor Stocker se detuvo, le dio el bastón a su hijo, se enjugó las gafas, las barbas y los ojos con un pañuelo a cuadros. HabÃa sudado o llorado, habÃa contenido decorosamente su entusiasmo. “¡Qué noche! —murmuraba—. ¡Y luego se habla de la moderna apatÃa religiosa! El estudio de la Biblia, la crÃtica de los textos sagrados y la teologÃa no es nunca inútil, querido Bernardo. Recuérdalo bien. Hasta si nos hace pensar que Cristo no ha existido como personalidad puramente histórica. Hoy lo hemos hecho vivir en cada uno de nosotros. Con ayuda de su espÃritu se ha transformado el mundo, con ayuda de su espÃritu lograremos transformarlo aún, crear una tierra nueva. Discusiones como la de hoy no pueden sino enriquecernos.”
AsÃ, acompañado por el espÃritu de Cristo y por su hijo Bernardo, en cuyo brazo se apoyaba, continuó discurriendo de esta suerte. Tomaron un coche de punto, dejaron atrás la hojarasca cárdena del Tiergarten, entraron en Friedrich strasse, llegaron al hotel.
HabÃan transcurrido muchos años, pero Bernardo continuaba asentando sus pasos en las huellas del señor Stocker, haciendo todo lo que aquél hizo en vida. Obraba sin convicción, quizá, pero de una manera no menos fiel. Se puso por delante ese ejemplo como hubiera podido elegir cualquier otro: las circunstancias se lo suministraron. A decir verdad, no le fue difÃcil adaptarse a la imagen de su padre. Se casó muy joven y al poco tiempo enviudó, como el señor Stocker. Su mujer todavÃa habitaba la casa (o mejor dicho el escritorio de la biblioteca) desde un marco de cuero. Por las mañanas, en la oficina, Bernardo leÃa los diarios y conversaba con los clientes, mientras su socio, Julio Sweitzer, despachaba la correspondencia, y el empleado, tras un tabique de vidrios azules, anotaba en los libros las operaciones del dÃa anterior. También a Sweitzer lo habÃa modelado el señor Stocker. En otra época llevó la contabilidad de la casa; fue ayudante del padre, hoy era socio del hijo, y los admiraba como se admira a una sola persona. Don Bernardo, después de morir, acudió puntualmente a la oficina (¿veinte, treinta, cuántos años más joven?); afeitado y hablando español sin acento extranjero, pero la sustitución era perfecta cuando Bernardo y su actual socio (ahora le habÃa tocado el turno a Sweitzer de que lo llamaran don Julio) discutÃan temas bÃblicos en francés o en alemán.
A las doce y media los socios se separaban: Sweitzer regresaba a su pensión, Bernardo almorzaba en un restaurante próximo o en el Club de Residentes Extranjeros; por la tarde, era generalmente Bernardo quien iba a la Bolsa. Y mientras tanto se va viviendo, como decÃa Stocker padre. En el edificio de la calle 25 de Mayo los hombres corren de una pizarra a otra, descifran a la primera ojeada los dividendos de los valores por cuya suerte se preocupan y reciben como una confidencia, entre el opaco aullido de las voces, las palabras que deben dirigirse expresamente a sus oÃdos. En torno a Bernardo los hombres dialogan y gesticulan y trabajan y se agitan con mayor o menor fortuna, pero aquellos que se han hecho solidarios de la escrupulosa prosperidad de “Stocker y Sweitzer” (Agentes Financieros, Sociedad Anónima Bancaria) pueden destinarse a otro género de atención; pueden dejar que los recuerdos, los dÃas, los paisajes los maduren, y atisbar el milagro imperceptible de las nubes fugaces, del viento y de la lluvia.
Casi todas las mañanas iba Jacinta al inquilinato de la calle Paso. A menudo Raúl habÃa salido con otros muchachos del barrio; Jacinta, a punto de marcharse, lo veÃa desde la puerta avanzar hacia ella con su paso irregular, un poco separado del grupo, más alto que los otros. Entraba de nuevo al inquilinato, esta vez acompañada de Raúl; sentada a su lado, se atrevÃa a rozarlo tÃmidamente con los dedos. TenÃa miedo de que el muchacho se irritara, porque se mostraba más esquivo cuanto mayores esfuerzos hacÃa para comunicarse con él. En una ocasión, desalentada por tanta indiferencia, Jacinta dejó de visitarlo. Al volver, al cabo de una semana, el muchacho le dijo: “¿Por qué no has venido estos dÃas?”
ParecÃa alegrarse de verla.
Jacinta abandonó su afán de dominación y llegó a sentir por Raúl una necesidad puramente estética. ¿A qué buscar en él las estériles reacciones de los humanos, la connivencia de las palabras, el fulgor sentimental de una mirada? Raúl estaba ahÃ, sencillamente, y la miraba sin fijar la vista en ella; la miraban su frente recta y dorada por el sol, sus manos anchas con los dedos separados, cuya forma recordaba los calcos de yeso que sirven de modelo en las academias de dibujo, su costumbre de andar de un lado a otro y detenerse insólitamente en el vano de las puertas, su destreza para ovillar las madejas de doña Carmen. Cargada de su presencia, Jacinta salÃa del inquilinato, atravesaba lentamente la ciudad.
A esa hora las personas habÃan entrado a almorzar y dejaban la calle tranquila. Jacinta, después de caminar en dirección al Este, se encontraba en un barrio propicio y modesto, de veredas sombreadas. Y se internaba en ese barrio como obedeciendo a una oscura protesta de su instinto. Tomaba una calle, torcÃa por otra, leÃa los nombres de los letreros, seguÃa la inclinada tapia del Asilo de Ancianos, presidida de vez en cuando por estatuas amarillas, a donde iba a morir un parque sombrÃo; doblaba a la izquierda, se resistÃa al llamamiento de las bóvedas terminadas en cruces o desaforados ángeles marmóreos. De pronto, el aspecto de una casa sólida y firme, provista de un amplio cancel y dos balcones a cada lado, con las paredes pintadas al aceite, un poco desconchadas, la llenaba de felicidad. Encontraba cierto espiritual parecido entre esa casa y Raúl. Y también los árboles le hacÃan pensar en su hermano, los árboles de la plaza Vicente López. Antes de cruzar, desde la vereda de enfrente, Jacinta hacÃa suya la plaza con una mirada que abarcaba césped, chicos, bancos, ramas, cielo. Los troncos negros y sinuosos de las tipas emergÃan de la tierra como una desdeñosa afirmación. ¡HabÃa tal caudal de indiferencia en ese impulso un poco petulante, desinteresado de todo lo que no fuera su propio crecimiento y destinado a sostener contra las nubes, como un pretexto para justificar su altura, el follaje estremecido y ligero, casi inmaterial! Cuando Jacinta subÃa al tercer piso observaba de cerca el dibujo alternado de las hojitas verdes. Entonces abrÃa las ventanas y dejaba que el aire puro enfriara el dormitorio.
Sobre una mesa la esperaban un termo con caldo, fuentes con avellanas, nueces. Jacinta se quedaba allÃ; otros dÃas descansaba un momento, bajaba de nuevo a la calle, tomaba un taxi y se hacÃa conducir al restaurante donde almorzaba Bernardo.
Lo encontraba con la cabeza inclinada sobre el plato, masticando reflexivamente. Bernardo levantaba los ojos cuando Jacinta ya estaba sentada a la mesa. Entonces, saliendo de su ensimismamiento, pedÃa para ella una ostentosa ensalada y le servÃa una copa de vino, en la que Jacinta apenas mojaba los labios.
Se lo notaba turbado por esas entrevistas. Siempre lo sorprendÃan. Trataba de animar la conversación, temiendo el momento en que habrÃan de separarse. Le preguntaba en qué habÃa ocupado ella la mañana. ¿Y en qué habÃa ocupado ella la mañana? Caminó, miró una casa pintada de verde, miró los árboles, estuvo con Raúl. Él le pedÃa noticias de Raúl. Otras veces, intentando reconstruir la vida anterior de Jacinta, conseguÃa arrancarle algunos detalles materiales que hacÃan destacar los grandes espacios desérticos donde ambos se perdÃan. Porque tenÃa la sensación de que Jacinta habÃa perdido su pasado, o estaba en vÃas de perderlo. Le preguntaba:
—¿Qué tipo de hombre era tu padre?
—Un hombre de barba.
—Como el mÃo.
—Mi padre se dejó crecer la barba porque ya no se tomaba el trabajo de afeitarse. Era alcohólico.
SÃ, esos detalles no le servÃan de gran cosa. El padre de Jacinta no pasaba de ser un viejo fracasado, como tantos otros. Y Bernardo continuaba preguntando, ya sumergido en plena futilidad.
—¿Le gustaban los solitarios como a tu madre? ¿No? Dime, ¿cómo se hace el Napoleón?
—Ya te expliqué.
—Es verdad. Tres hileras de diez cartas tapadas, tres sin tapar; se apartan los ases... Pero, ahora que pienso, se hace con dos barajas...
—No hablemos de solitarios. Únicamente a mi madre podÃan divertirla.
—No hablaremos si te aburre, pero una de estas noches, cuando tengas ganas, lo haremos juntos, ¿quieres?
Tampoco podÃa precisar el carácter de la señora de Vélez. Bernardo no era riguroso en cuestiones de moral y simpatizaba con la pobre señora. Sin embargo, con el propósito de que Jacinta fuera sobre ella más explÃcita, se sorprendÃa censurando sus costumbres.
—Pero, ¿qué clase de mujer era tu madre? No podÃa ignorar que traÃas el dinero de algún lado, y si no trabajabas ni hacÃas más traducciones...
—No sé.
—Es tan raro lo que cuentas...
—No cuento —respondÃa Jacinta—. Respondo a tus pregustas. ¿Para qué quieres saber cómo era mi madre? ¿Para qué quieres saber cómo vivÃamos? VivÃamos, sencillamente. Al principio, mi madre pedÃa dinero prestado. Después no se lo daban, pero siempre encontró alguna persona que arreglara la situación. En los últimos tiempos, antes que yo conociera a MarÃa Reinoso, fue doña Carmen.
—Doña Carmen es una buena mujer.
—SÃ.
—Pero la odias.
—TenÃa celos —contestaba Jacinta—. Hasta llegué a reprocharle que me hubiera presentado a MarÃa Reinoso, como si yo...
Se interrumpÃa. Bernardo, bloqueado por aquel silenció, acudÃa a nuevos temas de conversación. Ahora se esforzaba en resucitar su miserable pasado común.
—¿Recuerdas la primera vez que nos encontramos? Siempre nos hemos visto en el mismo cuarto. ¿Y la última? Yo te esperé mucho tiempo, media hora, tres cuartos de hora. Nunca llegabas. Creo que mis deseos te hicieron venir. Y ahora mismo creo que mis deseos te vencen, te retienen. Temo que un dÃa desaparezcas, y si te fueras no me quedarÃa nada de ti, ni una fotografÃa. ¿Por qué eres tan insensible? En una sola ocasión te has entregado a mà por completo. Estabas indefensa. Llorabas. Lograste conmoverme. Por eso comprendà que no sufrÃas. Fue nuestro último encuentro en casa de MarÃa Reinoso.
Su aspecto era lamentable. Aunque Jacinta apenas lo escuchaba, continuaba hablando:
—En casa de MarÃa Reinoso eras humana. En aquella época tenÃas un carácter atormentado. Me contabas lo que te sucedÃa. A veces me gustarÃa verte de nuevo allÃ. ¿Cómo eran los demás cuartos? Tú has estado en esos cuartos con otros hombres. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Cómo eran?
Y ante el silencio de Jacinta:
—Me intereso en esos hombres porque han estado mezclados a tu vida, como me intereso en mà mismo, en el yo de antes, con una especie de afecto retrospectivo. Antes, yo te inspiraba algún sentimiento. Quiero a esos hombres como quiero a tu madre, a Raúl, a doña Carmen... aunque la detestes. El odio es lo único que subsiste en ti.
—Me gustarÃa —dijo Jacinta— que Raúl fuera a vivir a un sanatorio.
—¿Para alejarlo de doña Carmen?
—Ayer —continuó Jacinta, sin responder a su pregunta— he visitado un sanatorio en Flores, en la calle Boyacá. Hay hombres parecidos a Raúl. Caminan entre los árboles, juegan a las bochas.
—Hará mucho frÃo.
—Raúl no siente el frÃo.
Bernardo consultaba su reloj. Eran las tres pasadas, tenÃa que ir a la Bolsa. Y se despedÃa con la sensación de haberse conducido mal. Jacinta no volverÃa a reunirse con él a la hora del almuerzo. Y asà fue. Pocas semanas después, al entrar ella al restaurante y verlo en su mesa de costumbre, tuvo un momento de vacilación. Retrocedió, tomó por el lado interno del pasillo y se encontró junto al extremo de la salida, pero separada de la calle por las vidrieras divididas por losanjes y adornadas con el escudo inglés. Dos personas se levantaron de una mesa. Jacinta optó por sentarse allÃ. Pero los mozos no se le acercaron. CreÃan, acaso, que habÃa terminado de almorzar. Jacinta se quedó un rato, pellizcó unos restos de pan y se marchó. Nadie pareció advertir su presencia.
La tarde de ese dÃa Bernardo volvió a su casa en una excelente disposición de espÃritu. Jacinta estaba recostada. Bernardo entró al dormitorio y le dijo desde la puerta:
—Estuve en el sanatorio de Flores. Puedes llevar a Raúl. Pero, ¿querrá ir?
—Lo buscaremos juntos —contestó Jacinta, acentuando la última palabra—. Tienes que hablar con doña Carmen. Sólo tú puedes hacerlo.
Bernardo se tendió a su lado.
—TenÃas razón —dijo—. El lugar es simpático y Raúl llegará a sentirse contento, si se consigue que vaya, claro está. (Hablaba con los labios pegados al cuello de Jacinta, casi sin moverlos, como tratando de que esas palabras fueran caricias que pasaran inadvertidas.) El director, un hombre muy solÃcito, me mostró el edificio central y los pabellones. Paseamos por el parque. Hay varios gomeros magnÃficos y unas tipas altas, sin hojas. Pierden las hojas antes que las de nuestra plaza. El jardÃn está un poco descuidado.
Después, sin transición:
—Desde el pabellón que ocuparÃa Raúl la vista era siniestra. Esos canteros de pasto largo, negro, esas ramas escuetas... Sólo faltaba un ahorcado.
Se incorporó. De un tranco, pasando las piernas por encima del cuerpo de Jacinta, quedó de pie, junto a la cama. Se arregló el cuello y la corbata, se echó agua de colonia.
—Esta noche viene Sweitzer a comer —dijo—. No me dejes solo con él toda la noche.
—No iré a la mesa.
—No me dejes solo —repitió—. Te lo suplico.
— ¿A qué viene?
—Quiere que escribamos una carta.
—¿Una carta?
—Una carta sobre Jesús.
Jacinta no entendÃa.
—Oh, si necesito darte explicaciones... En fin, se está representando una obra de teatro que se llama La familia de Jesús. Un católico ha enviado una carta al periódico, protestando porque Jesús no tuvo nunca hermanos. Sweitzer quiere escribir otra diciendo que sÃ, que Jesús tuvo muchos hermanos.
—¿Y es cierto?
—Todo se puede afirmar. Pero ¿por qué te extraña? ¿Has leÃdo los Evangelios? ¿Cuando hiciste la primera comunión y estudiabas la doctrina? ¿No? En la doctrina no enseñan los Evangelios sino el catecismo... ¿Y también el libro de Renan? ¡Qué me dices! Nunca lo hubiera supuesto.
Las contestaciones de Jacinta eran reticentes. Bernardo no podÃa saber con exactitud si era ella quien habÃa leÃdo los Evangelios y la Vie de Jésus, o su madre, la señora de Vélez.
—Bueno, ¿vienes a la mesa? Mañana vamos juntos al inquilinato, pero esta noche comes con nosotros. Te lo pido especialmente. Es lo único que te pido. ¿Me lo prometes?
—SÃ.
Sweitzer lo esperaba en la biblioteca, examinando una reproducción en colores de Las dos cortesanas que habÃan colocado sobre el escritorio, en un marco de cuero. Bernardo, mientras lo saludaba, reflexionaba en la ambigüedad de Jacinta. Y de pronto comenzó a entristecerse consigo mismo al pensar que semejantes nimiedades pudieran preocuparlo, y su tristeza se manifestó en un exasperado desdén hacia Jacinta, la señora de Vélez, los Evangelios, la Vie de Jésus. La emprendió con Renan:
—Con razón se ha dicho que la Vie de Jésus es una especie de Belle Hélène del cristianismo. ¡Qué concepción de Jesús tan caracterÃstica del Segundo Imperio!
Y repitió un sarcasmo sobre Renan. Lo habÃa leÃdo dÃas antes hojeando unas colecciones viejas del Mercure de France.
—Renan tuvo en su vida dos grandes pasiones: la exegésis bÃblica y Paul de Kock. A esta costumbre sacerdotal, que contrajo en el seminario, debÃa su afición por el estilo sencillo, la ironÃa suave, el sous-entendu mi-tendre, mi-polisson, pero también adquirió en Paul de Kock el arte de las hipótesis novelescas, de las deducciones caprichosas o precipitadas. Parece que hasta en los últimos tiempos la mujer de Renan tenÃa que valerse de verdaderas astucias para arrancar de las manos de su ilustre marido La femme aux trois culottes o La pucelle de Belleville. “Ernest —le decÃa—, sé complaciente, escribe primero lo que te ha pedido M. Buloz y luego te devolveré tu juguete.”
El señor Sweitzer concedió una sonrisa estricta: no le hacÃan gracia las irreverencias. Y Bernardo, dirigiéndose a Jacinta:
—Paul de Kock es un escritor licencioso.
Escuchó la voz de Jacinta. Hablaba de unas novelas en inglés que habÃa leÃdo, pero de sus palabras parecÃa colegirse que se trataba de novelas pornográficas, para gente de puerto.
—TenÃan tapas de colores violentos, rojas, amarillas, azules. Se compraban en el Paseo de Julio y los vendedores las escondÃan en sus armarios portátiles, tras una hilera de zuecos, con los cigarrillos de contrabando.
Pasaron al comedor.
Jacinta ocupó la cabecera. Cuando Lucas entró con la fuente habÃa un cubierto de menos. Bernardo le hizo señas: apenas podÃa contener su impaciencia. Lucas tuvo que dejar la fuente, volvió instantes después trayendo una bandeja y dispuso el cubierto que faltaba con impertinente lentitud.
El señor Sweitzer, muy confuso, sacó de la cartera un recorte y unos papeles escritos con su letra bonapartina. “He borroneado una respuesta”, dijo. Empezó a leer:
—No es sólo en el cap. XIII, 55, de Mateo, como parece entenderlo el señor X, donde se trata este asunto que ha motivado tantas discusiones (aquÃ, para mayor claridad, transcribo los demás pasajes alusivos de Mateo, Marcos, Lucas, Juan, los Corintios y los Gálatas). De la lectura de estos textos han surgido tres teorÃas: la elvidiana a que se refiere el señor X: sostiene que los hermanos y hermanas de Jesús nacieron de José y MarÃa, después de él; la epifánica: nacieron de un primer matrimonio de José; la hierominiana, a que se adhiere San Jerónimo: eran hijos de Cleofás y de una hermana de la Virgen llamada también MarÃa. Es la doctrina sustentada por la Iglesia y defendida por sus grandes pensadores.
Al leer se llevaba de cuando en cuando a la boca una almendra o trocitos de nueces o avellanas, colocados en un plato a su izquierda. A veces, con la mano en el aire, hacÃa girar entre los dedos el trozo de nuez hasta despojarlo de su telilla leonada. Con el pretexto de servirse, Bernardo puso el plato fuera de su alcance, entre Jacinta y él. Sweitzer lo miró con asombro. Bernardo le preguntó:
—¿Por qué no cita los Hechos de los Apóstoles?
—Es verdad; después de comer, si usted me presta una Biblia...
—No se necesita Biblia. Apunte: I, 14: “...perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres y con MarÃa, la madre de Jesús, y con sus hermanos”. Bueno, aquà finaliza el preámbulo. Y ahora, ¿a cuál de las tres teorÃas piensa usted adherirse?
—A la primera, qué duda cabe. ¿Cómo empezarÃa usted?
Bernardo no pudo resistir al afán de lucirse.
—Yo empezarÃa diciendo —contestó con aire profesoral—: Es verdad que en hebreo y arameo existe una sola voz para designar los términos hermano y primo, pero no es ésa razón suficiente para torcer el significado de los textos. Porque nos encontramos en presencia de un idioma como el griego, rico en vocablos, que tiene una palabra para decir hermano (adelphos), otra para decir primo hermano (adelphidus) y otra, para decir primo (anepsios). La comunidad de AntioquÃa era un medio bilingüe y allà se efectuó el paso de la forma aramea a la forma griega de la tradición. Goguel cita un versÃculo de Pablo (Colosenses, IV, 10) donde se dice: “...y Marcos, sobrino de Bernabé”. Si Pablo en sus otros escritos habla de los hermanos de Jesús, no hay motivo para que se confunda un término con otro.
Hizo una pausa. Continuó:
—HabrÃa tanto que agregar... Tertuliano acepta que MarÃa tuvo de José muchos hijos. También lo afirmaba la secta de los ebionitas y Victorio de Petau, mártir cristiano, muerto en el año 303. Hegesipa dice que Judas era hermano, según la carne, del Salvador. La Didascalia dice que Jacobo, obispo de Jerusalén, era según la carne hermano de Nuestro Señor. Epifano reprocha la ceguera de Apolonio, quien enseñaba que MarÃa habÃa tenido hijos después del nacimiento de Jesús.
El señor Sweitzer tomaba algún apunte en su carnet. Bernardo continuaba exponiendo. Con las palabras desaparecÃa su mal humor de los primeros momentos. Se habÃa vuelto a encontrar a sà mismo, estaba satisfecho de su seguridad, de su memoria, de su erudición. RecibÃa como un homenaje el respetuoso silencio de Sweitzer. Buscó la aprobación de Jacinta.
Jacinta permanecÃa ajena a todo, vaga, remota, como disuelta en la atmósfera del comedor. Bernardo tartamudeó, tomó vino, inclinó la cabeza; aún quedaba una pinta rosada en la copa. Levantó la cabeza; ante sus ojos las llamas de la chimenea bailaban en los respaldos verdes de las sillas vacÃas, apoyadas contra la pared, las maderas de cedro tallado y la cara de Lucas palpitaban con una especie de vida intermitente, descubriendo trozos rojizos e imprevistos, y las gotas de cristal de la araña vienesa parecÃan aumentar de tamaño, más grávidas que nunca, y de un instante a otro amenazaban con deshacerse sobre el mantel. (Se hubiera dicho que Lucas, al acercarse a la mesa, no salÃa de la penumbra con el designio de retirar los platos sino de incorporarse a ese óvalo resplandeciente de humano bienestar.) Pero Bernardo habÃa perdido el hilo de su discurso. Quiso sobreponerse:
—Hay motivos para pensar —dijo haciendo un esfuerzo— que en los primeros siglos de la era cristiana se hablaba con frecuencia de los hermanos de Jesús. Guignebert...
Sweitzer lo interrumpió:
—Con esto basta y sobra. Es una mera respuesta. Bernardo agregó todavÃa:
—Como es católico el que ha escrito la carta, para terminar conviene una cita católica. Algo asÃ: Recordemos la ejemplar sinceridad del padre Lagrange, quien reconoce que históricamente no está probado que los hermanos de Jesús sean sus primos.
Se fue a sentar junto a la chimenea, llevándose su taza de café. Dos gruesos troncos ardÃan con entusiasmo. DistinguÃa la llama ondulante y roja, el rojo ocre, casi anaranjado, de los tizones y el delicado matiz azul que se insinuaba hasta contaminar la blancura de una montañita de ceniza. A Jacinta le repugnaba el espectáculo del fuego. ¡Y él, que hubiera deseado consumirse como esos troncos, desaparecer de una vez por todas! Se acercaba más y más a la chimenea, parecÃa dispuesto a quemarse los pies. “Soy demasiado friolento.” Se levantó para entreabrir una ventana. El señor Sweitzer, despegándose trabajosamente del sillón, empezó a despedirse.
—Muchas gracias. Mañana redactaré la contestación. Si usted pasa por el escritorio, a la salida de la Bolsa, podrá firmarla.
Pero Bernardo le contestó que preferÃa no hacerlo, y como el otro le preguntara por qué:
—Estas discusiones son inútiles —dijo—. Y ¿quién sabe? tal vez fomentan el error. Cada dÃa que pasa, la humanidad (pronunciemos la palabra: la “historicidad”) de Jesús me parece más dudosa.
Iba y venÃa por el cuarto, con los ojos secos, ardientes. Salió y entró casi en seguida, trayendo un libro de noble y apolillada encuadernación; abrió el libro: el lomo, desprendiéndose de las tapas pardas, se le quedó en las manos. Sweitzer miró el tÃtulo:
—Antiquities of the Jews. Ah, la edición de Havercamp... ¿Piensa usted leerme la dichosa interpolación? No vale la pena.
Pero nadie podÃa detenerlo. Bernardo leyó la cita interpolada y desarrolló, esta vez penosamente, la tesis de que el cristianismo era anterior a Cristo. Habló de Flavio Josefo, de Justo de TiberÃades... El señor Sweitzer escuchaba con sorna su apasionada incoherencia.
—Pero es otra cuestión —decÃa—. Además, esos argumentos están muy manoseados. Y no me parecen convincentes.
—No me fundo en ellos —contestaba Bernardo—. Mi convicción pertenece a un orden de verdades que acatamos con el sentimiento, no con el raciocinio.
Después, como si hablara para sÃ:
—Pienso en la famosa historia del cuadro... ¿Cómo era?
Oyó que Jacinta le decÃa con su voz monótona:
—Ya la sabes. El cuadro se vino al suelo y descubrimos que Cristo no era Cristo.
“Contada asà no se entiende”, pensó Bernardo. Refirió él mismo la historia.
—Era una estampa antigua, un collage de la época colonial adornado en los bordes con terciopelo azul, arrugado, cubierto con un vidrio convexo. Al romperse el vidrio se pudo ver que la imagen era una Dolorosa. Le habÃan dibujado a pluma rizos y barba, le agregaron la corona de espinas, el manto estaba disimulado por el terciopelo.
Añadió en un susurro:
—Jacinta Vélez era chica y tuvo una terrible decepción.
De entonces data su incredulidad.
De nuevo escuchó la voz monótona:
—No —dijo Jacinta—, ahora creo.
Cristo se habÃa sacrificado por los hombres, por esos hombres que mientras más perfectos, menos se parecÃan a su Redentor: turbulentos, eruditos, complicados, astutos, destructores, insatisfechos, sensuales, débiles, curiosos... Y al margen de aquel rebaño vegetaban otros seres en un estado de misteriosa bienaventuranza, desasidos de la realidad y despreciados por los demás hombres. Pero Cristo los amaba. Eran los únicos, en el mundo, con posibilidades de salvación.
Bernardo se despedÃa del señor Sweitzer. Jacinta pensaba en Raúl. TenÃa urgencia de estar a su lado, rodeada de árboles, en el sanatorio de Flores.
III
El señor Sweitzer releyó la carta de Bernardo desde un estrepitoso automóvil de alquiler. Estaba escrita en papel azul, telado, y en el membrete se reproducÃa la fecha de un edificio con techo de pizarra e innumerables ventanas.
DecÃa la carta:
Estimado don Julio: En los últimos tiempos no puedo interesarme en los negocios. Cualquier esfuerzo me fatiga. Resolvà pues consultar a un médico, y actualmente, bajo su asistencia, estoy haciendo una cura de reposo. Esta cura puede prolongarse varios meses. Por eso le propongo a usted dos soluciones: busque un hombre de confianza para que desempeñe mis tareas, fijándole un sueldo conveniente y un tanto por ciento que descontará usted de los ingresos que me corresponden, o liquidemos la sociedad.
A continuación, como para desmentir el párrafo en que aludÃa a su actual desinterés por los negocios, Bernardo hacÃa algunas observaciones muy sagaces, a juicio de don Julio, sobre una inversión de tÃtulos que habÃa quedado pendiente en esos dÃas. Agregaba, al terminar: “No se moleste en verme. Contésteme por escrito”.
Don Julio pensarÃa después en esta última frase.
Llegó al sanatorio, preguntó por Bernardo, pasó su tarjeta. Lo hicieron esperar en un salón con grandes ventanas que no se abrÃan al jardÃn en toda su altura sino, únicamente, en su parte superior. Al cabo de diez minutos entró un hombre alto, de rostro sanguÃneo.
—¿El señor Sweitzer? —dijo—. Yo soy el director. Acabo de llegar.
Y se ajustaba, alrededor de las muñecas, las presillas de su guardapolvo.
—¿Puedo ver al señor Stocker? —preguntó Sweitzer.
—Usted es su socio, ¿verdad? “Stocker y Sweitzer”, sÃ, conozco la firma. Al señor Stocker tuve ocasión de tratarlo en marzo de 1926. Recuerdo exactamente la fecha. Yo tenÃa algunos fondos disponibles, poca cosa, pero el señor Stocker me recomendó la segunda emisión de consolidados de la “Lignito San Luis Company”: nunca olvidaré ese nombre. Los valores, en manos de ustedes, se liquidaron muy bien. Con esa base instalé mi sanatorio.
—¿Puedo ver a mi socio? —insistió Sweitzer.
—Por supuesto, señor Sweitzer. El señor Stocker no es un enfermo, como usted sabe. Vino al sanatorio trayendo a un muchacho de su relación, Raúl Vélez. Aquà se respira un ambiente de tranquilidad que debió seducirlo. Un buen dÃa se apareció con sus valijas; me dijo: “Doctor, he resuelto tomar un descanso e internarme yo también. Pero guárdeme el secreto. No quiero que me molesten, no deseo hablar con nadie, ni siquiera con los médicos”. Usted debe ser la única persona a quien ha comunicado su dirección.
—Me ha escrito.
—Lo hemos alojado en el último pabellón, el más independiente. El señor Stocker ocupa un cuarto. Raúl Vélez el otro.
Vaciló un momento.
—...este muchacho es un caso doloroso —continuó—. Los médicos somos discretos, señor Sweitzer. Hay cosas que no tenemos por qué saber, que no queremos saber, pero insensiblemente llegamos a enterarnos de ciertas circunstancias familiares. En fin, sea lo que fuere, el señor Stocker siente por este muchacho un afecto verdaderamente paternal. ¿Me puede decir usted por qué ha demorado tanto tiempo en confiarlo a un psiquiatra?
—¿Ya no es posible curarlo? —preguntó Sweitzer.
—No se trata de curar, sino de adaptar. La adaptación importa un proceso muy delicado por parte del enfermo y del medio que lo rodea. Hay que adaptarse al paciente, es cierto, pero a la vez exigirle un pequeño esfuerzo y que sea él, en realidad, quien se vaya adaptando a los demás. Lograr ponerlo en comunicación con sus semejantes. Claro está que nunca se logrará una verdadera comunicación intelectual, como la que nosotros sostenemos en este momento, pero sà una comunicación primaria. Hacer que el enfermo comprenda y obedezca ciertas formas de vida corriente. El progreso debe marchar en ese sentido.
—Y ahora es demasiado tarde...
El otro lo miró con desconfianza.
—Nunca es demasiado tarde —contestó—. Raúl Vélez está en el sanatorio desde hace quince dÃas. El diagnóstico diferencial de la demencia precoz hebefreno-catatónica con la debilidad mental es muy difÃcil. En ambos casos hay ausencia de signos fÃsicos: el enfermo conserva una fisonomÃa inteligente, pero parece vivir al margen de sà mismo, indiferente a todo y a todos. Y sin embargo es dócil, suave, de apariencia afectuosa. Necesita verse rodeado de bondad, pero de una bondad firme, cuyos lÃmites sienta. Ahora bien, a este muchacho se lo ha descuidado de una manera lamentable. Estaba en manos de una mujer ignorante, que lo quiere mucho, sin duda, pero con un cariño en el cual no entra el menor discernimiento. Se plegaba a todos sus caprichos, y el muchacho abusaba, se hundÃa deliberadamente en la locura. Esa, en ellos, es la lÃnea de menor resistencia. Al principio, la mujer estaba indignada con nosotros. Hasta tuvo la osadÃa de afirmar que irÃa a quejarse a la justicia, porque Stocker no tenÃa derecho para internarlo en nuestro sanatorio.
Sweitzer, esta vez, hizo un gesto de asombro. Preguntó, sin embargo:
—¿Y es verdad?
—Parece que Stocker no lo ha reconocido legalmente. Pero ella tiene menos derecho aún para disponer del muchacho. Se trata de un demente sin familia ni bienes de ninguna clase. ¿Quién, mejor que Stocker, para ocuparse de él? Yo hablé con el defensor de menores y obtuve del juez que nombrara a Stocker curador del incapaz. A la mujer, como no querÃa oÃr sus historias, le prohibà la entrada al sanatorio. Ahora le permitimos que venga, a pedido del mismo Stocker. He accedido, pero no estoy conforme. Hay que alejar de Raúl Vélez todas las influencias que puedan recordarle, prolongar en su espÃritu el antiguo desorden en que vivÃa.
Se detuvo.
—Estoy entreteniéndolo —agregó—. Usted deseaba ver a Stocker. Yo mismo lo acompañaré.
Precedido por el médico, que se excusaba de pasar antes, Sweitzer llegó a una terraza, descendió una escalinata en forma de abanico, atravesó un jardÃn con canteros bordeados de caracoles, donde crecÃa un largo césped enmarañado; de vez en cuando, algún gomero de hojas barnizadas por la lluvia reciente; otros árboles, sin hojas, levantaban al cielo sus ramas gesticulantes. Sweitzer pisaba con cuidado para no embarrarse. Alrededor del jardÃn se veÃan casitas de ladrillo, separadas unas de otras por laberintos de boj.
—Aquà lo abandono —dijo el médico—. Siga derecho por este sendero. A la derecha, en el último pabellón, vive Stocker.
Se le apareció bruscamente, al pisar el umbral de la puerta abierta de par en par. Bernardo Stocker, en cambio, lo habÃa visto venir desde lejos. Estaba sentado, envuelto en dos mantas escocesas: una sobre los hombros la otra fajándole las piernas. “Don Julio, ni puedo levantarme para saludarlo. Esta manta...” Lo reprendió por haberse molestado: “Me hubiera escrito.” Después mirándolo en los ojos:
—¿Estuvo con el director?
—SÃ.
—¡Qué lata le habrá dado! Lo compadezco.
—¿Tiene frÃo? —preguntó Stocker—. ¿Quiere que cerremos la puerta?
—No, he descubierto que el frÃo es saludable. Me gusta.
Se hizo un silencio. Sweitzer habÃa olvidado el motivo de su visita, o no querÃa confesárselo a sà mismo. Quedó consternado. Buscaba algo que decir, una trivialidad cualquiera que le permitiera salir del paso. Recordaba el párrafo de la carta: “No se moleste en verme. Contésteme por escrito”, y recurrió a la carta como a un pretexto para justificar su presencia en el sanatorio. Pero se limitaba a repetir las proposiciones de Bernardo como si a él, Julio Sweitzer, se le hubieran ocurrido en ese instante. Era un poco absurdo. Bernardo vino en su ayuda e iniciaron un diálogo de inesperada fluidez. Empezaba Bernardo, no bien Sweitzer habÃa terminado de hablar, y su interlocutor, entre tanto, asentÃa con la cabeza, murmuraba “sÔ, “claro”, “es lo mejor”, “perfectamente...” Temerosos de un nuevo silencio, no prestaban fe ni atención a lo que decÃan. Bernardo fue el primero en callar. El señor Sweitzer habÃa distinguido, más allá del tabique de boj, a un muchacho alto, corpulento, en compañÃa de una anciana. De pronto el muchacho avanzó hacia ellos y al llegar al tabique, en vez de dar la vuelta, tomó directamente el sendero, escurriéndose por entre las ramas del boj con sorprendente agilidad. Caminaba con los ojos fijos en Bernardo. Bernardo lo miraba a su vez. Una sonrisa lenta y profunda se habÃa dibujado en su rostro. Pero sucedió un incidente imprevisto. El viento hacÃa volar un papel de diario que fue a caer a los pies del muchacho. Este se detuvo a pocos metros de ambos hombres, recogió el papel, lo miró con la expresión de alguien que piensa “es demasiado importante para leerlo ahora”, lo dobló cuidadosamente, lo guardó en el bolsillo y, girando sobre sus talones, se alejó. Esta vez, al llegar al tabique, en lugar de atravesar el boj dio vuelta, siguió por el sendero. Los dos hombres lo perdieron de vista.
Bernardo quedó con los labios entreabiertos; el señor Sweitzer no pudo contenerse y preguntó con una voz débil, anhelante, que apenas reconocÃa, a tal punto sonaba extrañamente en sus oÃdos:
—¿Es Raúl Vélez?
—Sà —dijo Bernardo—. Ya ve usted: acude espontáneamente a mÃ. Pero siempre habrá de interponerse algo entre nosotros. Ahora ha sido ese maldito papel.
Después, muy de prisa, en la misma tesitura con que habÃan conversado momentos antes:
—Yo he tenido relaciones con Jacinta Vélez, la hermana de este muchacho. Ha vivido varios meses en casa. Me pidió que me ocupara de Raúl. Antes de irse, ella misma eligió este sanatorio.
—Antes de irse... ¿a dónde?
—No sé. DiscutÃamos. Yo le hacÃa preguntas, la exasperaba. Uno siempre exaspera a las personas que quiere. Se fue.
—¿No le ha escrito?
—En el inquilinato, donde vivió hasta la muerte de su madre, revisé un escritorio y encontré varias cartas. Pero eran cartas escritas por la señora de Vélez y que el correo habÃa devuelto. Estaban dirigidas a personas cuyo domicilio se ignora. La numeración de las calles ha cambiado y no coincide con las direcciones de los sobres, o en esas direcciones han levantado nuevos edificios. No contento con eso, he visto a muchas personas de apellido Vélez. Nadie los conoce. Sin embargo, un hombre con quien conversé, mayor que yo, que se llama Raúl Vélez Ortúzar, me dijo que en su familia existÃa un personaje un poco mitológico, la tÃa Jacinta, a la cual solÃa referirse su madre. Parece que esta Jacinta era una mujer de mala conducta, que murió en Europa.
—Pero no puede ser Jacinta —contestó inmediatamente el señor Sweitzer—. Su espÃritu de investigador ya estaba sobre aviso.
—No, pero podÃa ser la señora de Vélez. Además, él no estaba seguro de que hubiese muerto.
—¿Y usted espera que Jacinta vuelva?
—Vendrá al sanatorio a ver a su hermano. Lo quiere mucho. El “autismo” de Raúl, como dicen los médicos, no es para ella una tara. Se le antoja un signo de superioridad. Trata de parecerse a él.
—¿Pero es enferma? —preguntó Sweitzer, cada vez más intrigado.
—Enferma o no, yo la necesito. ¿Cree usted que vendrá, don Julio? Yo antes creÃa, pero ahora dudo de todo. ¿No cree usted en los sueños, don Julio? Yo tampoco creÃa, pero últimamente...
—¿Se le apareció a usted en sueños?
—SÃ... y no. Pude ver únicamente sus pies, como si estuviera frente a mà y yo mirara al suelo. Es extraño hasta qué punto los pies son expresivos, inconfundibles. Le veÃa los pies como si la estuviera mirando a la cara. Entonces, cuando levanté los ojos, no pude seguir adelante. Todo se disolvió en una atmósfera gris.
Anoche volvà a soñar con la misma atmósfera. Es gris, pero a ratos blanca, translúcida. Quedé en suspenso. TemÃa despertarme. Entonces, comprendiendo que Jacinta estaba ahÃ, le dije que me habÃa engañado, que me utilizó como un pretexto para que internara a Raúl en el sanatorio. Le supliqué que nuevamente se dejara ver. Hablamos de cosas Ãntimas, de nosotros dos, de una mujer de quien Jacinta tenÃa celos. Yo temblaba de rabia. Pero Jacinta se burlaba en lugar de enojarse. Me decÃa, observando mi temblor: “Friolento como todos los hombres.” De pronto, empezó a hacerme reproches. En una ocasión yo le atribuà sentimientos que ella reprueba. Afirmé haberla visto llorar. Eso la ha herido. “Nosotros no lloramos”, me decÃa, aludiendo a ella y a Raúl. Le hice notar que las lágrimas no correspondÃan a su verdadero estado de ánimo, qué más tarde yo se lo habÃa explicado de una manera verosÃmil. Mis explicaciones, sobre todo, la pusieron fuera de sÃ. “Tú también has hecho trampa”, me decÃa en alemán.
—¿Habla alemán?
—Ni una palabra, pero le oÃa pronunciar distintamente: Auch du hast betrogen! Entonces me encontré haciendo un solitario y sentà que alguien me aplastaba la mano contra la mesa en momentos en que yo iba a destapar indebidamente una carta. Me desperté.
El señor Sweitzer lo alentó. Jacinta volverÃa a ver a su hermano. Era lo más lógico. No habÃa que dejarse sugestionar por los sueños.
Con estas palabras se despidieron.
El señor Sweitzer caminaba distraÃdamente. Tomó por un sendero equivocado y por dos veces se encontró, rodeado de boj, en el patiecillo de otros pabellones. No podÃa llegar a ese jardÃn que tenÃa ante su vista. Al fin se abrió paso y anduvo entre los árboles, atento a las ventanas iluminadas del edificio principal. De pronto se llevó por delante un bulto imponente y oscuro, más oscuro que las sombras. Retrocedió sobresaltado.
—No soy una enferma —le dijeron—. Soy Carmen, la encargada del inquilinato. Necesito hablar con usted.
Caminaron hasta la verja. Era una anciana erguida, de cabellos blancos. El señor Sweitzer la observó bajo los focos de luz, aureolados de insectos, de la puerta de entrada: un sombrero alto y cilÃndrico, una esclavina y un manguito de piel (los hocicos de las nutrias hincaban sus dientes puntiagudos en las propias colas, un poco marrones). Después buscó el taxi que lo esperaba. La mujer cruzó la calle, el señor Sweitzer se adelantó, abrió instintivamente la portezuela y la ayudó a subir.
—Deseaba pedirle... —dijo su compañera, y adoptó una voz quejumbrosa que contrastaba con la dignidad de su aspecto y no parecÃa sincera, como si copiara el estilo de las personas cuyos ruegos tenÃa por costumbre escuchar—. Usted es bueno. Influya sobre Stocker. Que a Raúl lo dejen en paz y le permitan volver al inquilinato. Lo quiero como a un hijo.
—Entonces deberÃa agradecerle al señor Stocker lo que hace por él. En el sanatorio podrán curarlo.
—¿Curarlo? —gritó la mujer—. Raúl no es un enfermo. Es distinto, nada más. En el sanatorio lo hacen sufrir. La primera noche lo encerraron. Como el muchacho me echaba de menos, se quiso escapar. Le pegaron: al dÃa siguiente tenÃa moretones en el cuerpo. Raúl nunca sé cae. Y ayer...
—¿Qué sucedió ayer?
—¡Ayer yo lo he visto, tirado en el suelo, con la boca llena de espuma! Y el enfermero que me decÃa: “No es nada, es la reacción de la insulina. Un ataque de epilepsia provocado”. ¡Provocado! ¡Canallas!
—Los médicos saben de estas cosas más que nosotros —protestó débilmente el señor Sweitzer—. Espere los resultados del tratamiento. Por ahora, confórmese con visitarlo en el sanatorio.
—¿Y usted cuida del inquilinato? —respondió la mujer con insolencia—. Yo no puedo venir en automóvil. Ya Stocker no me da más dinero. Iba por las mañanas, revolvÃa cajones, se llevaba papeles, libros, cuadros. Me decÃa: “A Raúl no le faltará nada en el sanatorio, doña Carmen. Y a usted tampoco. Usted ha sido muy buena con él. Pero es lo mejor.” ¡Lo mejor! ¡Cómo se ha burlado de mÃ!
Sweitzer perdÃa la paciencia:
—Usted no quiere comprender. El señor Stocker ha internado a Raúl Vélez accediendo a un pedido de la hermana del muchacho, de Jacinta Vélez.
—SÃ, ha dicho eso. Ya lo sé.
—Ella es la única que puede arreglar la situación. Desgraciadamente, no vive más con el señor Stocker. Usted, en vez de calumniarlo, deberÃa prestarle ayuda, buscar a Jacinta.
La mujer respondió, martilleando cada sÃlaba:
—Jacinta se suicidó el dÃa que murió su madre. Las enterraron juntas. Agregó:
—Vea, no me interesa lo que Stocker pueda haberle dicho. A Jacinta la conoció gracias a mÃ. Se la presentó una amiga mÃa, MarÃa Reinoso. Y le explicó con naturalidad—: MarÃa Reinoso es una alcahueta.
Como le pareciera que Sweitzer, al callar, pusiera en duda sus palabras, entró en un arrebato de cólera:
—¿Qué? ¿Que no me cree? MarÃa Reinoso lo convencerá. Puede hablar con ella en cualquier momento. Ahora mismo, si quiere.
Inclinándose bruscamente hacia adelante, le gritó al chofer una dirección; luego, al arrinconarse en el fondo del asiento, rozó con sus cargados hombros la cara de Sweitzer. Éste sintió en la nariz el olor a moho de la esclavina de piel.
—No me gusta —dijo— hablar mal de Jacinta, pero yo nunca la quise. No se parecÃa a su madre, un pedazo de pan, ni a Raúl. A Raúl lo quiero como a un hijo. Jacinta era orgullosa, despreciaba a los pobres. En fin, ahora está muerta. Se tomó un frasco de digital.
El automóvil se detuvo. Mientras Sweitzer pagaba al chofer, la anciana habÃa avanzado por un largo corredor. Sweitzer tuvo que apurar el paso para alcanzarla.
Entreabrió la puerta una mujer de edad dudosa. Doña Carmen le dijo:
—No es lo que piensas, MarÃa. El señor viene únicamente a conversar contigo sobre Stocker y Jacinta Vélez. Quiere que le digas la verdad.
—Pasen. Basta que sea amigo tuyo, yo le diré lo que sepa. Pero quedará decepcionado... —contestó la otra con afectación.
Al caminar arrastraba las chinelas. Los hizo sentarse, les ofreció de beber.
—¿El señor era amigo de Jacinta? —preguntó—. ¿No? ¿De Stocker? Ah, un hombre muy serio, muy distinguido. Hace mucho que frecuenta esta casa. Aquà conoció a Jacinta, pobrecita, y simpatizó con ella en seguida. Se vieron durante un mes, dos o tres veces por semana. Siempre en mi casa. Me hablaba Stocker, y yo le daba el mensaje a Jacinta. El dÃa que murió la señora de Vélez, Jacinta habÃa quedado en venir. A mà me pareció extraño, pero ella misma se habÃa empeñado. Llega Stocker, y Jacinta que no viene. Yo le explico la demora. Esperamos. Al final, ya preocupada, hablo por teléfono y me entero de la desgracia. A Stocker lo impresionó muchÃsimo. Me dijo: “MarÃa, déjeme solo en este cuarto”. Y allà se quedó hasta muy tarde. Es un sentimental. Después, ya ve lo que ha hecho por ese retardado. Me parece un gesto bellÃsimo.
Doña Carmen la interrumpió:
—No hables de lo que no sabes.
La otra sonreÃa.
—Está furiosa —dijo mirándolo a Sweitzer— porque no puede verlo el dÃa entero. ¡Carmen, Carmen, parece mentira! Una mujer seria, a tus años...
—Lo quiero como a un hijo.
—Como a un nieto, dirás.
El señor Sweitzer se fue cuando el diálogo entre las dos mujeres empezaba a subir de tono. Las calles estaban desiertas. En el centro de la calzada la luz eléctrica hacÃa brillar el asfalto: grandes charcos de agua donde era peligroso aventurarse. Después la oscuridad y de nuevo, en la otra cuadra, el reflejo ficticio del estanque. Sweitzer apenas se atrevÃa a cruzarlo. Asà anduvo un largo rato, vacilando al llegar a cada bocacalle, pegado, confundido a las paredes como el insecto a la hoja. De vez en cuando el boquete de un zaguán iluminado lo ponÃa en descubierto. Estaba cansado, tenÃa frÃo, no podÃa entrar en calor. Tampoco podÃa detenerse. El mismo cansancio lo impulsaba a caminar. Llegó a una plaza, atravesó la calle. Allà vivÃa Stocker. Miró el tablero con los timbres. Cuando Lucas bajó después de un cuarto de hora, en paños menores y cubierto por un sobretodo, continuaba apretando el botón del tercer piso.
—¡Señor Sweitzer! —exclamó el negro—. El patrón no está.
—Ya sé, Lucas. TenÃa un mensaje para usted. Pasé por la casa y me atrevà a llamar. Discúlpeme por haberlo despertado.
—No es nada, señor Sweitzer. Entre, no se quede afuera. Subiremos en el ascensor de servicio porque yo he bajado sin llaves.
Pasaron a la cocina. El negro abrÃa puertas, encendÃa luces. “Ahora apagan la calefacción muy temprano. Como no hay nadie, yo no encendà las chimeneas.” Llegaron al hall. Sweitzer discurrÃa algún mensaje para darle en nombre de su socio.
—El señor me ha escrito. Dice que mande las cuentas al escritorio. El volverá el dÃa menos pensado.
—Pero si me ha dejado dinero suficiente —contestó el negro.
—Le repito lo que él me ha escrito. —El patrón está de viaje.
—Asà es, Lucas.
El negro parecÃa deseoso de hablar. Después de un momento agregó entre dientes:
—...con la señora Jacinta.
Sweitzer le preguntó muy despacio:
—DÃgame, Lucas, ¿ella ha vivido aquÃ?
—El señor también sabe...
— ¿Está usted seguro? ¿La vio alguna vez?
—Verla, lo que se llama verla... La encontré en la puerta de la calle. Era después de almorzar. Ella salÃa del departamento en momentos en que yo entraba. En seguida la reconocÃ.
—Pero si nunca la habÃa visto antes.
—No importa.
—¿Cómo era? —TenÃa ojos grises.
—¿Y cómo supo que era ella? —le preguntó Sweitzer.
—Me di cuenta —contestó el negro—. Me miraba sonriendo. ParecÃa decirme: “¡Al fin me descubres!”, pero con simpatÃa. ParecÃa decirme: “¡Gracias por el caldo y la ensalada que me preparas todos los dÃas, por las avellanas, por las nueces! ¡Gracias por tu discreción!” Es una mujer muy bondadosa.
—¿Pero usted no la vio nunca dentro de la casa?
—¡Tomaban tantas precauciones! Hasta que ellos se iban, no podÃamos arreglar el dormitorio. Por la tarde, el patrón era el primero en llegar. Cerraba con llave la puerta del hall. Cuando abrÃa la puerta, ya la señora estaba en su cuarto. ¿El señor Sweitzer recuerda la última noche que vino a comer? El patrón estaba muy excitado, querÃa que la señora Jacinta los acompañara, querÃa presentársela al señor. Yo, mientras ponÃa la mesa, le oÃa la voz: “¡Jacinta, te lo suplico! Come con nosotros. No me dejes solo esta noche.” La esperó hasta lo último. ¿El señor Sweitzer recuerda que me obligó a poner tres cubiertos? Pero la señora Jacinta no apareció. Es una mujer muy prudente.
—En resumidas cuentas, usted no la vio nunca dentro de la casa.
—¡Como si necesitara verla! —exclamó el negro—. Ahora ni siquiera me molesto en prepararle el caldo frÃo, pregúntele a Rosa, y eso que el patrón me ha ordenado que deje comida como siempre. Pero ahora no está, lo sé, asà como sé que antes estuvo viviendo más de tres meses en esta casa.
Sweitzer repetÃa:
—Pero usted no la encontró nunca dentro de la... Y el otro, con insistencia:
—¡Como si necesitara encontrarla! ¿Y el olor? Vea usted, señor Sweitzer, yo no quisiera ofenderlo, pero la señora Jacinta no tiene ese olor tan desagradable de los blancos. El de ella es diferente. Un olor fresco, a helechos, a lugares sombreados, donde hay un poco de agua estancada, quizá, pero no del todo. SÃ, eso es; en la bóveda, cuando vamos al cementerio de los Disidentes, hay el mismo olor. El olor del agua que empieza a espesarse en los floreros.
El señor Sweitzer se acostaba. “No he comido esta noche”, pensó, al tiempo que metÃa la cabeza en su camisón de franela. Se acurrucó en la cama, buscó con los pies la bolsa de agua caliente, cerró los ojos, sacó una mano, apagó la lámpara. Pero no se disipaba la claridad de la habitación. HabÃa dejado encendida la araña del techo, una araña de bronce con tres brazos puntiagudos de cuyos extremos salieron llamitas de gas y que, posteriormente, habÃan adaptado a las bujÃas eléctricas. Se levantó. Al pasar junto al ropero se vio reflejado en el espejo, con la papada temblorosa y más abajo que de costumbre porque andaba descalzo. Rechazó esta imagen poco seductora de sà mismo, apagó la luz, buscó a tientas la cama. Después, acariciándose los hombros por encima del camisión, trató de dormir.
JOSÉ BIANCO, narrador y traductor argentino, nació en Buenos Aires el 21 de noviembre de 1908. fue colaborador, luego secretario y finalmente jefe de redacción de la revista Sur entre 1938 y 1961, años en que esta publicación alcanzó su mayor repercusión internacional. En 1961 entra a trabajar en la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), de donde renuncia en 1967 cuando la intervención de la dictadura de OnganÃa. Traductor de un sinfÃn de libros y durante muchos años secretario de redacción de la revista Sur. Tradujo, entre otros autores, a Henry James, Ambrose Bierce, Jean Paul Sartre, Tom Stoppard, Paul Valery, T.S.Elliot, Julien Benda, Samuel Beckett y Jean Genet. Su libro de relatos, La pequeña Gyaros, por el que ganó el premio Biblioteca del Jockey Club, fue publicado en 1932. En 1941 aparece Sombras suele vestir (que fue incluÃdo en la AntologÃa de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares), y Las Ratas en 1943, que fuera llevada al cine por Saslavsky en 1963. Publicó también La pérdida del reino (1972), Ficción y realidad y Homenaje a Marcel Proust seguido de otros artÃculos (1984). El Fondo de Cultura Económica publicó una antologÃa de su obra, Ficción y reflexión, en 1988. Fallece en Buenos Aires el 24 de abril de 1986 a causa de múltiples complicaciones pulmonares. Su obra ha sido traducida al italiano, francés e inglés, y publicada en los Estados Unidos, México, Venezuela, España, Suiza e Italia. Refiriéndose a José Bianco, dice Jorge Luis Borges en su prólogo a Ficción y Realidad: «Jose Bianco es uno de los primeros escritores argentinos y uno de los menos famosos. La explicación es fácil. Bianco no cuidó su fama, esa ruidosa cosa que Shakespeare equiparó a una burbuja y que ahora comparten las marcas de cigarrillos y los polÃticos. Prefirió la lectura y la escritura de buenos libros, la reflexión, el ejercicio Ãntegro de la vida y la generosa amistad».