Héctor Tizón


Retrato de Familia





A partir de hoy viviré definitivamente en paz.  Hace más de veinte años que mi padre ha muerto y hasta ayer su memoria había sido ominosamente imborrable para mí. Pero ahora sé la verdad, aunque no explícita, acaso como todas las verdades.

De mis cinco hermanos, ya también todos muertos, soy el menor, el hijo no esperado, como siempre oí decir entre murmullos a mis parientes y aun a los criados, algo que nunca comprendí de niño. Pero también dicen que, de todos mis hermanos, soy el que más se parece a mi padre, que soy su vivo retrato y cuando esto ocurre, mi madre calla y se empaña la mirada de sus ojos. Soy ya un solterón (mi tío Crispín hubiera dicho un celibateur) irremediable, que ha consumido su vida en el templado limbo del Palacio de Justicia, entre los estrados y el archivo de Tribunales, resolviendo la vida o el destino de los justiciables a través de infolios cuyas texturas de árida y previsible prosa forense y descaecida y anacrónica caligrafía, van dignificando su apariencia con el transcurso del tiempo, ya en paz o muertas las viejas pasiones que en su momento pretendieron registrar.

Hoy mismo, que es día inhábil en el juzgado, estuve releyendo —porque lo tengo a mano, guardado en un cajón de mi escritorio junto a otros papeles personales— el viejo expediente sobre la muerte de Eloísa. Había en aquel momento un silencio y un sosiego sin ruidos ni presencias que lo perturbaran, un largo momento como de tiempo detenido, cuando de pronto mi cara se vio reflejada en el cristal oblicuo del ventanal de mi despacho, a esa hora aún con el postigón cerrado, y no me gusté, no me gustó sobre todo la premonición de mi propia vejez que allí creí ver proyectada. A través de la ventana se veía la calle empedrada y desierta, atravesada largo a largo por los rieles del tranvía abandonados. Un panadero ambulante, de los que ya casi no existen, con un canasto de mimbre colgado del brazo cubierto con un liencillo, ofertaba el pan casero de puerta en puerta. Había una gran paz en el ambiente otoñal de esa mañana. Era evidente que el panadero ambulante tenía concertadas sus ventas de antemano e iba sobre seguro, puesto que no se notaba que hiciera ofertas, sino que entregaba directamente el pan a los que a sus llamadas acudían.

¿Qué es lo que busco de la vida? ¿Soy yo, o soy una mera encarnadura postiza? El expediente de Eloísa, con carátula judicial amarillenta, está sobre mi escritorio de trabajo, anticuado y polvoriento, poblado con el gran tintero con don Quijote de peltre que ya no se usa, papel secante, que tampoco se usa, un abrecartas de marfil, una lupa, un portasellos y otros enseres por el estilo.

Ya he leído más de una decena de veces estos infolios curiales con el sobreseimiento de la causa, al final.

Ella apareció ahorcada, colgada del travesaño de donde también pendía la lámpara, en su cuarto en nuestra casa. Tenía el vestido rasgado en la espalda —dice el acta circunstanciada de la investigación—, le faltaba un zapato, que se encontró junto a la cama, no lejos una peineta de carey, dos pequeños botones charolados, también junto a la cama (estos botones estuvieron guardados desde entonces en un sobre de color celeste desleído, lacrado y adherido a una de las hojas del mismo expediente), pero no se encontró nada en que ella hubiera podido subir para colgarse, salvo un pesado y viejo baúl de madera forrada en cuero de vaca, tumbado a un metro o más de distancia de la perpendicular al cuerpo colgado. Incluso, en el expediente, había un croquis hecho a mano alzada por el funcionario judicial de turno, ahora no sólo jubilado sino muerto, en donde se ilustraba de qué manera fue encontrado el cadáver colgado, de lo cual resultaba que la distancia medida entre el travesaño y el piso del cuarto era de tres metros, la de la soga desde el travesaño al cuello de Eloísa más su propia estatura era de un metro con setenta y tres centímetros y de ochenta y cinco centímetros la del baúl tumbado. Sobre este enigma divagaron los policías, el perito y el juez, antes de archivar la causa. Como otras veces, la lectura de estos estúpidos folios me humedeció los ojos. ¿Qué busco, si todo cuanto busco he dejado de antemano de buscar? De este modo la busca se convierte sólo en el objeto de mi ansiedad y olvido siempre o no entiendo lo que busco. Todo cuanto he tenido es así, el ensueño se vuelve más real que lo real, fragmentos ilusorios de falsa vida, túmulos vacíos. Trozos de verdad que la vida tiene por debajo. Todo este vago atardecer indoloro es lo que me queda y siento que en mis ojos se acumulan las miradas de una poblada y vaga historia de muertos, aunque yo no quiera la muerte ni la vida,  en este amarillecerme esfumado e infinito del cual, siempre lo supe, no es posible huir ni evadirse por eso, porque es infinito. Las aspas del lento ventilador de mi despacho no alcanzan sin embargo para ahuyentar un par de moscas pesadas que me distraen de estas reiteradas invocaciones monocordes. Cierro el ventanal y sus postigones y enciendo la luz cuando los faroles de la calle acaban de recordarme la incipiente oscuridad del atardecer, cuando la vida de los hombres que han concluido el día es ya otra vida. ¿Pero, qué tengo yo que ver con la vida?

Luego de graduarme de abogado en el sur, he regresado sin pena ni gloria a la vieja casa, sobre la calleja en curva que hoy lleva el nombre de mi padre y que ahora parece más grande por estar despoblada, construida un siglo atrás sobre un altozano en medio del parque descuidado, con árboles frondosos y heterogéneos, nacidos o plantados al azar y que han resistido durante medio siglo a la incuria, los vientos de agosto, los funcionarios municipales y las hormigas.

Al cabo de muchos años, el doble de los necesarios, logré sin demasiada fe y sin ganas, graduarme de abogado, apremiado por las dulces cartas no exentas de velados reproches de mi madre y las de mi tío Crispín, que siendo muy joven había perdido un ojo, reemplazado después por otro de cristal, a quien se tenía por el loco o tarambana de la familia, con su estilo anticuado, un tanto cínico pero elegante y de locuciones breves. No obstante ello, tío Crispín se había convertido en el consejero de la familia por ser el único sobreviviente varón del apellido paterno. Entonces no tuve más remedio que empacar lo que era mío, acumulado en los nueve años de estudiante, en un baúl anacrónico, el mismo con el que había llegado y embarcarme en el tren de regreso, también el mismo, trepidante, polvoroso e interminable. Nada más apropiado que esa palabra: regresar, desandar mi camino hacia la semilla, a los comienzos, al capullo ancestral, que preveía seco y apolillado, de mi provincia.

Aquel viaje en tren hacia el lejano confín fue para mí como una experiencia anticipada de la vejez y la muerte.

Aunque muchas veces me preguntaba por qué iba yo a volver a este lugar, la elección del regreso había sido fácil. ¿Qué podría hacer un señorito de provincia, ya no en su primera juventud, en el sur? Allí sólo me hubieran esperado las duras e igualitarias oposiciones entre otros seguramente más brillantes o decididos y amantes de competir que yo. No me abandonó entonces mi prudencia ni la dosis de razonabilidad o de resignación que llevo por mi sangre materna, y regresé para sobrevivir aquí, donde soy desde siempre alguien sin serlo, igual que una sombra vaga y borrosa que no acaba de morir, como la luz de una estrella desaparecida hace siglos pero que aún resplandece por la ficción del tiempo.

Mis hermanos fueron: Armando, muerto de tos ferina a los dos años de haber nacido, de quien sólo guardamos una fotografía en donde se lo ve jineteando un absurdo caballo de madera; Micaela y Jacinta, entre sí mellizas y muy bellas, que fueron madres de cuatro y cinco hijos, respectivamente; Lucía, la más amada y recordada por mí, la que me escribía las cartas de mamá con extensas y entrañables posdatas propias en los dilatados años de mi exilio universitario, a quien amé en secreto, aún no alcanzo a confesármelo, como se ama a una mujer imposible y de quien conservo un relicario de carey y una flor seca apretada entre las páginas de La Princesse de Clèves, que leíamos en el sosiego de las siestas, ocultos entre los matorrales de hortensias lilas y pálidamente azules los dos, niños, solos, ocultos en esa caverna primordial, no escuchando a lo lejos las voces de las criadas que nos alertaban sobre el peligro de las serpientes en el jardín o que simplemente reían gozando de la amnistía paterna de esa hora.

Con Lucía jugábamos a adivinarnos el pensamiento (un juego que, luego lo descubriría, era tan antiguo como todos): “¿En qué estás pensando ahora?”. Generalmente el pensamiento de los niños no es premeditado, es decir, piensan en lo que ven y por eso acertábamos con frecuencia y lo decíamos, salvo aquellas fantasías inconfesables, pero entonces, para disimular decíamos algo obvio y pasábamos el turno al otro. Recuerdo también que una de aquellas siestas yo había llevado una lupa en mi bolsillo, hurtada de un cajón del escritorio de mi padre (la misma que hoy tengo en mi despacho), Lucía dormitaba o jugaba a estar dormida, guié entonces los rayos del sol a través de la lupa, sobre la piel de su mano y ella al sentir el intenso calor dio un grito, se incorporó de un salto y se fue corriendo y llorando. Tales suelen ser, a veces, las manifestaciones de amor entre los niños.

Miro otra vez, hoy, el cielo celeste luminoso atravesado por jirones de fuego entre el follaje y otra vez, tan a lo lejos, me excito por sentirme del tamaño de lo que veo, como una vasta metafísica, como la última vez que vislumbré a mi alma entera como una suma de la luz y de las ganas y de las voces y olores del mundo en aquellas siestas. Y, por último, mi pobre hermana Francisca, que moriría de parto en nuestra propia casa, sin que nadie lo supiera, salvo por rumores.

Todos ellos y yo mismo poblaríamos de cuarenta y seis personas la fotografía que estuve observando con nostalgia, con estupor y con miedo, con odio, finalmente, esta tarde. Eloísa, según las cuentas que hago, no tendría más de diecisiete años al morir. Aquella fotografía fue hecha (al dorso dice Fontenla E Alurralde—Fotógrafos) con todos nosotros siguiendo las instrucciones de mi padre, cuidadosamente agrupados de pie sobre el segundo y tercer escalón de la galería, a la entrada de la casa flanqueada de matas de hortensias cuya existencia desmerecía la leyenda (“donde hay hortensias habrá vírgenes”) porque ninguna de mis hermanas lo fue. Nadie que no perteneciera a la familia está en esta fotografía. Este retrato colectivo —ahora lo he registrado— fue hecho sólo dos días después de la tragedia. Mi madre y mis hermanas aparecían de luto casi riguroso, aunque las convenciones sociales no lo dispusieran para este caso. Mi padre en medio, impasible, enorme y sentado. Fue para las bodas de plata de mis padres y por esa razón y ya que no abundan los fotógrafos, no hubo manera de postergar el retrato. A los pies, sobre la escalinata, había dos perros: un fox terrier overo, ya por entonces viejo y casi ciego a causa de su hábito de comer dulces, y un boxer, que eran los favoritos de la casa. Ahora estos perros, junto a otros cuyos nombres ni raza recuerdo, y a varios gatos, yacen sepultados en el rincón del parque destinado desde siempre para eso, a los fondos de la casa, junto a las jaulas, hoy vacías, donde mi padre guardaba y mantenía sus gallos peleadores.

Recuerdo ahora que mi padre algunas veces me llevaba de la mano a inspeccionar sus gallos. Naturalmente, los gallos no estaban juntos sino cada uno en su jaula, de lo contrario en pocos minutos se hubieran destrozado entre sí. A mí no me gustaban los gallos y me causaba pavor la estupidez cruel y objetiva de sus ojos sin párpados. Pero de la mano de mi padre me sentía seguro y desde mi altura miraba su cara, su figura enorme e inalcanzable. No recuerdo que esta demostración de aprecio o de ternura a su manera la hubiera tenido jamás con mis hermanas. “No corresponde” —hubiera dicho—. “Ellas son mujeres”, de haberme atrevido a preguntárselo. Ahora sé que él pensaba en la mujer como en un animal doméstico, como un conejo, como una paloma, una tortuga, una burra. La mujer —aunque no su mujer ni sus hijas— como un pretexto necesario para el pecado masculino de la sevicia y que todo en el mundo, para ellas, era concupiscencia de la carne o de los ojos, como después, en algunos de los largos momentos de tedio en mi despacho, leí en Pascal.

Recuerdo en este momento la ceremonia de las exequias de mi padre. Su féretro llegó al cementerio con la bandera nacional hasta el mismo borde de la fosa. Los discursos de los dignatarios se sucedieron uno detrás de otro, era un día caluroso y yo, cansado e incómodo en mi traje de marinero y mis botines, contemplaba el cielo tenuemente violáceo a esa hora y la alta copa de los cipreses. Todos los discursos me sonaron idénticos entre sí, pero sin embargo he recordado hasta hoy una frase: “Ahora la tierra logrará con su cuerpo lo que en vida jamás pudo suceder con su conducta y con su espíritu”. Cuando regresamos a la casa le pregunté a tío Crispín sobre el significado de aquellas palabras. “Ya lo sabrás” —me dijo—. “Cuando puedas comprenderlo.”

Esta misma tarde tío Crispín dijo:

—Anulamos a las mujeres por ternura, como los grandes asesinos piadosos de Dostoievski. Les impedimos hablar para que no cometan tonterías, y las cometen por eso mismo. Esto es lo que llamábamos la conducta española. Esta conducta es una especie de “divina justicia” y así es como lo ven aquí las propias mujeres: Dios tiene que ser incomprensible, si no no sería Dios. Según esto, amor significa humildad, o sea que sólo se puede amar a un Dios que exija el sumo sacrificio. De este modo el amor se engrandece y fortifica con todos los rebajamientos y humillaciones que Dios impone al alma. Y los curas siguen predicando lo mismo. Lo contrario es soberbia.

Todo lo que nos rodea, la casa, los muebles, los olores que vienen de la vasta cocina, las voces y sus predecibles acentos acaban por ser parte esencial nuestra, por ser nosotros mismos; yo soy así, la tarde de domingo en que pienso esto, me he convertido en la velada tristeza vacía del domingo. ¿Esto es la vida, o es que he renunciado a vivir? He usado y uso muchos disfraces, aunque todos de alguna manera resultan variaciones de uno solo. Desde niño me he ejercitado y he aprendido a desplazarme silenciosamente y ser transparente o invisible; quiero decir: no ser obstáculo de la voluntad o de la rotunda presencia de los otros. He tratado de ser siempre como un día pálido, aunque no por debilidad —pienso ahora— sino tal vez por indiferencia, por no confrontar, por implícita soberbia. De entre todos mis hermanos, aun de niño, y de mis primos pasajeros, siempre iguales a sí mismos, todos conviviendo en los poblados días de las vacaciones estivales, era el único, estoy seguro, a quien Eloísa, que no era mayor que yo sino en tres o cuatro años, daba con frecuencia un caramelo que sacaba a escondidas o con precaución del hondo bolsillo de su delantal, me lo ofrecía entonces en la palma suave, cetrina y carnosa de su pequeña mano abierta y me miraba con sus ojos oscuros separados como los de una corzuela, vagamente desafiantes y divertidos.

He pedido tan poco a la vida y por eso la vida me lo ha negado todo, salvo esta anomia aparente que es como una defensa para sentir el tedio de modo que no duela y de la que siempre dispuse como de un bien relicto o familiar.

Ayer fue un día cálido y soleado, pero ahora lloviznaba porque a media noche habían cantado los gallos. Durante toda la mañana no salí de mi habitación y de vez en cuando escuchaba un cierto trajín de las sirvientas en la cocina o la sala. Miraba el campo o la linde del bosque a través de la ventana aún con el grueso álbum oscuro de fotografías en el regazo, que abrí al azar: allí estaba mi padre con Blais Cendrars, éste con una gorra de enorme visera ladeada hacia un costado de la cara, unos pantalones demasiado amplios y caídos, sostenidos por algo así como un cordel, como si hubiesen pertenecido a otra persona más grande, un cigarrillo a medio fumar en los labios, la camisa desabotonada. Mi padre, que era mucho más alto, tiene posado su brazo izquierdo sobre el hombro de Cendrars y ambos sonríen en la foto. Detrás de ellos se ve un asno, casi velado por la sombra de un árbol y, en el suelo, una carretilla repleta de manzanas. Debajo de la fotografía aún se lee (la caligrafía es defectuosa): “A mon chere ami de pampas (sic) Blais Cendrars” y debajo de la firma, pero con otra letra: “l`Homere du Transsibérien”. Esta foto debe haber sido hecha en 1920 ó 21, cuando se rodaba la película de Abel Gance, en la que mi padre intervino como extra, cuyo nombre (el de la película) no recuerdo aunque mi tío alguna vez lo dijo.

Un viento leve que soplaba del oriente mecía casi imperceptiblemente las ramas más débiles de los sauces, los pájaros alborotaban entre el follaje y en los aleros porque la llovizna humedecía la tierra y asomarían las lombrices. Un perro, lejos, ladró y le contestó otro, luego se oyó la voz de una mujer llamando a alguien. Me había acostado tarde en la noche luego de haber permanecido en la galería oyendo a tío Crispín. Mi madre se había recogido temprano, cuando apenas comenzaba a oscurecer. De cualquier manera sabíamos que a ella no le agradaban las fotografías ni le placía recordar. Tío Crispín se burlaba de esta fobia de mi madre y la explicaba: “Tiene razón —decía— los recuerdos son el opio de los viejos”.

Y así era. El pasado es mucho más real y aplastante que el presente. Recuerdo —de esto hace muy poco, también mientras hojeaba el álbum— que descubrí en una de sus páginas una pequeña fotografía, en la esquina superior de la hoja (en el resto no había nada, salvo los cuatro esquineros pegados para soportar otra evidentemente de mayor tamaño, que no estaba). En la pequeña fotografía tomada en esta misma galería en que ahora estamos tío Crispín y yo, había cuatro personas: mi madre, entonces una joven de grandes ojos oscuros sentada en un sillón de mimbre y a su lado Johnny Weissmuller y mi padre, y, junto a éste, otro hombre, más bajo y rechoncho con el pelo cortado casi al rape, seguramente un acompañante de Tarzán, y, del otro costado del sillón, nuestro vecino don Plinio Zabala, de traje negro y con una vaga sonrisa.[1]

Mi madre nunca supo que Johnny luego se convirtió en Tarzán y cuando le conté que en su vejez se había vuelto chiflado y de qué modo había muerto a en un asilo, lloró.

Tío Crispín había sido el segundo de entre sus hermanos, ya todos muertos, y mi padre el mayor, a quien siempre admiró, aun guardándole, como es natural, un secreto y ambiguo rencor. Tío Crispín padecía de cirrosis hepática de modo que le habían prohibido el alcohol, sin embargo esa noche, en la galería, observé que entró varias veces con su taza de té siempre a medio beber, y me di cuenta de que iba y regresaba de la consola, en el comedor, donde se guardaba el coñac para las visitas. Cuando mi madre nos dejó solos era casi de noche y tío Crispín parecía observar a lo lejos, en silencio.

—¿Qué es lo que miras, tío Crispín? —pregunté luego de un momento.

—La tierra —dijo.

—¿La tierra?

—Esta tierra. Ya no veré otra. Y aunque podría dibujar con los ojos cerrados cada detalle, cada cosa y pintar cada color cambiante con la luz del día y reconocer sus olores, sus ruidos, nunca deja de asombrarme.

Mi abuelo, ya para siempre de barbas encanecidas en su retrato que gobernaba la sala, soldado en confusas guerras civiles, había consentido en dar su autorización para que mi padre y tío Crispín viajaran a París en busca de cura para el mal que amenazaba irremediablemente aquí, en la oscura provincia, el ojo del menor. Mi padre entonces no tendría más de veinte años y, en consecuencia, su hermano debía estar en los dieciocho.

—Yo era más joven —dice tío Crispín— pero no más pequeño sino casi del mismo tamaño que tu padre, incluso mis pies eran más grandes que los suyos, y yo aceptaba, aunque de mala gana, las bromas acerca de esto. Por eso siempre compartíamos todo: los trajes, los botines, los sombreros. Lo cual era una ventaja por el ahorro, puesto que no teníamos que comprar ropa para cada uno, sino una sola, para uso alternado de ambos. Tu padre siempre fue generoso en esto, y me cedía casi siempre el primer turno en el estreno.

Pero en París malgastaron el dinero destinado a los médicos en farras, mujeres y aventuras igualmente irresponsables y al cabo de más de tres años regresaron, cuando ya mi abuelo había muerto, maldiciendo sobre todo a mi padre. Tío Crispín volvió sin su ojo izquierdo, en cuyo cuenco luego usaría el cristal que causaba en nosotros, los niños de la casa, curiosidad, asombro y un cierto terror cuando lo sorprendíamos sentado en un sillón, dormido en las siestas, con el ojo de cristal que, por un defecto de la operación, el párpado no cubría.

 Cuando cayó la tarde una de las criadas vino a preguntar si ya podía retirarse. Dijimos que sí. La casa quedó entonces en penumbras pero afuera la noche se hizo más clara.

—Tío Crispín —pregunté—. ¿Por qué no te has casado?

El acababa de volver de uno de sus desplazamientos a la consola. Permaneció un momento callado y dijo:

—He quedado para vestir santos. Y soy tuerto, hijo. Siempre lo fui.

—¿Siempre lo fuiste?

—Además, un hombre solo es un hombre cuando está solo y puede mirar a los otros de lejos —dijo.

En las sombras del jardín chistó una lechuza y crujió levemente la estructura de mimbre del sillón de tío Crispín; luego quedó todo otra vez en silencio.

—¿Cómo fue aquello, cuando le robaron un libro a esa señora? —pregunté de pronto. Tío Crispín pareció animarse.

—Misia —dijo—. Misia Godebska, se llamaba. Y era hermosa. Pero fue un abanico, no un libro. Un abanico en el que Mallarmé había escrito unos versos para ella. Era ya una mujer madura y regordeta, pero su piel era muy suave y blanca. Tu padre le arrastraba el ala, pero claro, de una manera inocente, puesto que íbamos juntos de visita. Ella era aún apetecible y erótica y esto provocaba, seguramente, un sentimiento de atracción y de crueldad que muchas veces sienten los hombres demasiado jóvenes y omnipotentes frente a una mujer madura enamorada.

—¿Pero, qué pasó con el abanico de Mallarmé?

—Intentamos venderlo a un anticuario de la rue Saint Jacques, pero no pudimos.

—¿Qué hicieron con el abanico?

—No lo sé. Supongo que se lo devolvimos… No lo recuerdo.

¿Acaso la vida, la vigilia no es sólo un largo insomnio? Únicamente en mis sueños soy otro. Mis sueños están exentos de melancolía y vanos recuerdos. Si lograra dormir noche y día podría ser siempre otro, pero ¿qué diferencia habría con la muerte? Y no quiero morir, ya que la muerte es sólo compartible con los muertos y no tengo un muerto amado, salvo Eloísa, y aun así, sé que los muertos de desconocen entre sí. No soy un tonto, soy un hombre culto que no lee sino aquello que el tiempo ha probado que vale la pena de ser leído, pero soy un fracasado porque he nacido en la molicie de los antiguos privilegios. He leído que para un rústico su campo es un imperio, pero para un grande su imperio le es poco. El pobre posee un imperio —esto es lo que he leído—, el grande posee sólo un campo. Todo aquello que a mis colegas que fueron pobres y mal nacidos les parecen logros importantes o consagratorios, a mí me sabe a vanidad y ceniza porque desde siempre lo tuve. En verdad, cada quien tiene lo que puede sentir que tiene. Ésa es la realidad de nuestras vidas, y es el vicio de los solitarios y de los perdedores: soñar, porque en el sueño lo consiguen todo.

Nunca he logrado hasta hoy atrapar sino fragmentos breves y fugaces junto a Eloísa. ¿Cuándo llegó a nuestra casa? ¿O es que vivió siempre con nosotros? Quizá fuera como una hermana entre mis hermanas.

No recuerdo por qué pero era una tarde cuando nos sirvieron el chocolate en la veranda, en esta misma en que ahora mi tío Crispín duerme borracho y amanecido en su sillón. Los comensales éramos numerosos y ella siempre estaba presente yendo y viniendo a la mesa, con una jarra de chocolate en cada mano, llenando las tazas de todos, de mis padres, mi tío, mis hermanas, mis primos. De pronto alguno de los mayores dijo:

—¿Qué serán cuando sean grandes?

—Las mujeres no tienen por qué ser nada más —creo que dijo mi madre.

—Y éste será abogado, como todos —dijo tío Crispín—. Entonces escuché un jolgorio y sentí que el bochorno se acumulaba en mi cara, al tiempo que descubrí a Eloísa de pie, no lejos de la mesa, antes de irse otra vez a la cocina, simulando aplaudir a escondidas, y me eché a llorar. E inmediatamente, en mi memoria, después de aquella escena, sólo recuerdo el atardecer gris y una improbable lluvia que sonaba en la calamina de la galería y la soledad de mi destino que se ensanchaba en mi alma.

Yo nunca podré decir, como ciertos personajes de las novelas inglesas que debíamos arduamente deletrear: “mi padre trabajó duro desde su niñez”, porque en realidad nunca pensé que trabajara, aunque supe vagamente que en un tiempo había sido juez y diputado por el partido radical.

Durante largos días él ni siquiera salía de las habitaciones o si lo hacía era para caminar brevemente por el parque de la casa, a la sombra de los olmos o por el breve callejón de palmeras, rumbo a las jaulas de sus gallos. Y de noche todo estaba en silencio. Sólo recuerdo una vez haberlo visto sin sus ropas oscuras, alegre y ataviado con una especie de guardapolvo color de seda cruda cuando invitó a mi madre a viajar hasta Yala para poner a prueba su nuevo automóvil, un soberbio Studebaker negro reluciente, que hoy, destartalado y ruinoso, sirve de albergue a unas pocas gallinas en el fondo del predio, porque a él siempre le pareció indigno vender lo que ya no usara, regla que aplicaba tanto a las cosas como a los semovientes.

 Por aquellos días en mi casa fue el banquete en homenaje al presidente Marcelo T. de Alvear. Pero antes se cruza en mi memoria otra vez la imagen de Eloísa. Zumbaban invisibles los moscardones de una siesta calurosa y pesada, premonitoria de una tormenta loca en aquel verano. Luego del trajín en la cocina apareció Eloísa y me dijo que corriéramos a ver un nido de palomas que con tres huevos había caído de un árbol que daba sombra al estanque. Corrimos, yo detrás de ella y, poco antes de llegar, perdí el equilibrio y caí en el estanque embarrado. Ella me ayudó a salir y me dijo, riendo a carcajadas, pero perentoriamente, que me quitara los zapatos y el pantalón para cambiármelos, y cuando intentó sacármelos, me negué con todas mis fuerzas y los dos rodamos por el borde del estanque. No recuerdo otros detalles, pero sí que de pronto allí estaba mi padre, con sus negros pantalones sujetos con tiradores, en camiseta, y la llamó. “Basta ya”, dijo mi padre. Eloísa dejó de reír y de hablar y se fue. Entraron juntos en la penumbra de la casa.

 Ahora el presidente Alvear. No creo que le llegara con mi estatura a mucho más de su rodilla cuando sentí que su gran mano cálida me acariciaba los cabellos. Después, el banquete en el parque, del cual los niños fuimos lógicamente excluidos. Salvo a mi tío Crispín, no reconocí a otros de todos los que estaban, algunos ostensiblemente incómodos en sus trajes. Yo espiaba el espectáculo desde atrás de los matorrales de hortensias y madreselvas, de la mano de Eloísa, también excitada. Los discursos leídos reiteradamente y después llegó la hora del postre. Unas manzanas rojas, rotundas y brillantes en cada plato, las cuales a poco salían disparadas, indomables y rebeldes al tenedor y cuchillo de muchos de los rústicos comensales, hasta que el gran hombre, tomando la suya dijo: “A mí me gusta comerlas con la mano”, y el estruendoso aplauso de todos.

Muy poco después de la toma del gran retrato de familia, mi padre murió. No recuerdo, o quizá no quiero recordar bien, tal vez dos o tres, o cuatro meses después, pero en otra estación, ya no en verano o en otoño, mi madre, entonces, contrita y resignada a su casi reciente viudez, sentada en su mecedora, miraba las nubes amontonadas a lo lejos, en silencio. Una criada le trajo una taza de leche caliente, costumbre inveterada que anunciaba la hora de ingresar en su dormitorio. Yo estaba con ella como desde hacía un tiempo, desde la muerte de mi padre, hecho que señaló la disgregación de nuestra familia.

—¿Cómo era él, mamá?

Ella me miró con un vago gesto de dolor o de nostalgia, tal vez con un dejo de reproche por la pregunta misma.

—Él los quería —dijo—. A todos. Pero no dejaba que se le notara. Así era él.

—¿Y a ti, te quería?

Creí observar un gesto súbito de rigidez, después un ligero temblor. Al cabo dijo:

—Yo era su esposa. Estuvimos comprometidos aun antes de que ellos viajaran a París.

—¿Ellos?

—Claro, tu padre y Crispín. Después nos casamos. Era un hombre generoso. Era el principal de la familia y debía velar por todos, por cada uno.

—¿Por qué, madre?

—Porque es así. Siempre ha sido así. Incluso cuando ya estaba enfermo.

—¿Enfermo?

—Nunca se lo dijo a nadie, ni a mí. Desde muy joven padeció de gota y sus dolores en los pies, sobre todo en uno, hacían que a veces no saliera por días de su habitación. También su corazón se agitaba debilitado por la diabetes.

—¿Tío Crispín lo sabía?

Ella pareció ensimismada de pronto. Ya la tarde era oscura y no había probado su tazón de leche cuando vino la criada para acompañarla hasta su cuarto.

Ahora, antes del alba, cuando aún hace frío y la niebla está baja y lo cubre todo, en la galería, observando a tío Crispín que despierta, digo:

—Sólo nosotros quedamos aquí.

Tío Crispín, que me ha oído, se despereza, parece muy cansado, está despeinado y sus ojos brillan, inclusive el propio.

—Sí —dice.

Una bandada de loros, parloteando, cruza el cielo de este a oeste pero no se la ve.

—Me preocupa ella —digo—. Mi madre.

Tío Crispín entiende.

—No seas tonto —dice—. Lo contrario hubiera sido peor. Cuando un hombre enviuda queda más desamparado que una mujer.

Cuando un hombre enviuda. Pero yo nunca conoceré seguramente ese pesar o esa liberación. Ningún acontecimiento en mi vida ha sido rotundo ni escandaloso; mis días se han deslizado sin hechos notables, como un fluir neutral y llano, y a mis noches apenas si acudieron, infrecuentemente, sombras de espectros furtivos, tímidos e inocuos. Sé que soy lo que termina, la suma estéril de mi propio linaje, un hombre sin resortes vitales que recurre a frases y confunde el eco de sus lecturas con la vida. Tal vez no sea un sabio de provincias sino un cobarde, o algo más melancólico aún: un cínico. La consecuencia de la acumulación de bienes y de gestos remotos, heredados. Sin duda pude ser rico con sólo aprovechar lo que me legaron, y no lo soy, o un ingenio brillante, un joven de porvenir, pero mi propio pasado y el de mis abuelos pesaban como una piedra, lo sé. Esto es la conciencia lúcida e impotente de las crueles provincias. Y voy envejeciendo con el vago recuerdo de una sola mujer, a quien creo que amé, pero de lo cual ni siquiera estoy seguro. Todas a quienes conocí fueron parientes o amigas de parientes, a las que dejé de ver en mis largos años de exilio universitario, y ya ni estoy seguro de haberla amado. Cuando abordé el tren para irme llevaba aún en el bolsillo de mi chaleco la cinta verde de sus cabellos que ella me dio y yo guardé durante tantos años como un fetiche, tal vez no de su amor sino de aquel mero episodio de mi vida. Después, al cabo de los años, la volví a encontrar, reiteradamente madre y aunque pensara yo que fugazmente, en el fondo de su mirada subyaciera el resplandor de un fuego como una borraja sutil, me dije: “pude haber sido al cabo de este tiempo su marido, es decir, un canalla o un indiferente con ella. Es mejor así”. Envejecer con el recuerdo de un amor malogrado. No mi mujer sino la de algún otro, para que así sea para siempre la sombra de mi pasado, su sombra y mi tristeza y mi debilidad y lo que no pudo ser. Mi libertad. Porque un hombre, dice tío Crispín, sólo es un hombre cuando está solo y puede mirar a los demás de lejos.

El alba me sorprende en duermevela, vestido y sentado en la galería, en la luz lechosa y fresca que apenas diferencia los perfiles de las cosas. El sillón de tío Crispín está vacío. Sobre la galería dan cuatro puertas que hace ya mucho tiempo ni siquiera se abren, una de ellas incluso está, ahora, atravesada por un madero. Era la recámara de mi padre (no el dormitorio conyugal) y que él usaba y disponía como un recinto secreto e inexpugnable, al cual sólo tenía acceso una vieja criada, para asearlo, y Eloísa para llevarle el tazón de chocolate en los días de invierno, o de aloja de maíz en el verano.

Y ahora, de pronto, como un fogonazo —quizá sea un juego de la memoria—, recuerdo: entraron juntos en la penumbra de la casa.

Una criada, de las de ahora, cuya identidad ya no me importa, me ha echado encima una manta para morigerar el frío del amanecer, la misma que seguramente ha ayudado a tío Crispín, ebrio, a llegar hasta su cama. Ella me ha dicho:

—Mi señora no está bien. El doctor llegará enseguida. Vuélvala a ver.

—¿Qué?... ¿Que la vuelva a ver? —digo—. ¿Cómo?

—Ella duerme otra vez —dice.

La claridad del día se demora. Tío Crispín ya no está desde anoche. El viejo médico, cuando creyó que mi madre dormía, luego de administrarle una pócima, se fue. Estoy seguro de que mi madre dormía. Aún permanecí mucho tiempo sentado en una silla junto a su cama observando su sueño, un sueño plácido y profundo y observé cuán pequeña era y su palidez, pero sus cabellos, ahora, semisueltos en la almohada eran como el último atisbo, un indicio remoto de que alguna vez había sido una mujer joven. Una de sus manos yacía fuera de las cobijas a lo largo de su pequeño cuerpo oculto y se la toqué, y ese contacto, un ingrávido gesto de ternura, me conmovió. Creo —no recordaba— no haber tenido otro gesto semejante con ella, como tampoco recordaba ni recuerdo haberle dicho jamás que la amaba. En la vigilia parecía mucho más anciana y, así, dormida y libre tan plácida y profundamente, parecía también mucho más joven y sin edad. Me levanté y de puntillas —innecesariamente, puesto que el médico había dicho que sólo despertaría al día siguiente— recorrí, sin saber por qué, su habitación. El ambiente olía a limpieza y a tisanas y la pálida blancura de la mañana se colaba por las celosías del cuarto en donde sólo estaba el lecho con gruesos baldaquines, una pesada cómoda de caoba y una mesilla, una jarra de agua y un lebrillo de metal. La respiración de la anciana era acompasada y precisa como la de un niño. El cuarto, con el avance del amanecer, se esclarecía. Yo me movía como un autómata. Abrí un cajón de la pesada cómoda donde una vez había encontrado lo que al día siguiente fueron nuestros regalos de Reyes, el mío y los de mis hermanas, y después el gran ropero con luna azogada en Inglaterra, olor a lavanda y eucalipto y la mesilla de noche junto a su cama. El último cajón estaba atascado, me arrodillé buscando el nivel propicio para echarlo hacia afuera y lo abrí. Adentro había un libro, un viejo cuaderno escrito con su letra menuda, con recetas de cocina y repostería y, abajo, entre dos cartones, los pedazos de una fotografía dentro de un sobre.

Ya en mi habitación iluminada, vuelvo a observar la fotografía e inmediatamente recuerdo la hoja vacía del álbum, busco entonces el álbum y la coloco donde presumiblemente debía haber estado: era precisamente la que faltaba. Después guardo todo en un sobre y empujado por el hábito me voy con él a mi despacho en el palacio de tribunales. Apenas estoy allí, le ordeno, con tono absolutamente procesal a mi vieja secretaria traerme el expediente de ella: “Arrieguez, Eloísa s/suicidio”, digo. Cuando traen la caja con el expediente y demás elementos de la investigación policial después de tanto tiempo archivados, saco el pequeño sobre celeste ya desleído, cerrado y lacrado y lo guardo en mi bolsillo.

Era un día lunes y los familiares de los presos —sus mujeres, sus hijos pequeños— comenzaron a juntarse en la recova que da al jardín interior, conspicuo, lozano y verde a pesar de la incuria. Cuando apenas había llegado y aún antes de tomar el café matinal, de inveterada costumbre, la vieja secretaria advierte mi semblante, alarmada. Me observo en la luna del espejo contiguo. Nunca he tenido una idea generosa de mí mismo, pero ahora el espejo me alarma. Mi cara, la mirada de mis ojos, me resultan ajenos, nada hay de mí en ellos, no hay allí la identidad obvia de lo viejo, ni la convicción de lo irremediable; tan sólo una especie de imagen cenicienta, una línea de horizonte muerto de otras caras indiferentes, inculpables y monótonas. Digo que me siento mal y huyo.

Las flores rosadas de los durazneros atraen las abejas y todo es, entre los árboles, un murmullo confuso de sordos zumbidos, de sol y de colores tenues en la tarde. Mi madre, que ha dado un paseo protegida bajo su liviana capelina acompañada de la criada joven y gorda que la asiente, ahora está sentada en la galería y a esa hora del té la acompaño.

—Estuvo observando esa fotografía —digo de pronto.

Ella se ha quitado el sombrero y sus cabellos, ya casi blancos, están humedecidos por el sudor y el cansancio del breve paseo entre los árboles del parque. Ella me observa.

—La que estaba guardada en tu dormitorio —digo. No parece sorprendida ni importarle. Cierra los ojos como dormida o cansada—. Esa fotografía —insisto— destruida.

—No —dice ella—. No destruida, rota.

—Rota. ¿Por quién? Es cierto, no está perdida.

Ella dice ahora:

—Es nuestra mejor fotografía. Allí estamos todos casi como éramos. Hay detalles, ahora, graciosos. Debido a los achaques de su gota, tu padre en esos días apenas si podía ponerse en pie, por eso es que aparece como con algo raro. ¿Lo has notado? Además eso no va con el color que correspondía al resto de su atuendo. Todo hubiera sido muy cómico, a  no ser por la tristeza de esos días…

De pronto digo:

—Madre… ¿Eloísa era…?

Ella no parece sorprendida ni afectada y, por el contrario, soy yo quien de pronto me siento dolorosamente un tonto.

—Sí —dice mi madre—. Creo que sí —pero en ese momento llega la criada y se la lleva. Tampoco impido que lo haga.

Hoy he llegado a mi despacho al promediar la mañana. El viejo juez de turno no lo ha advertido y, en realidad, de haberlo advertido no le hubiese importado. A tal punto mis funciones son y no son necesarias; y yo mismo, dormilón, negligente o lúcido, soy y no soy.

Pero he llegado a mi despacho, en realidad, olvidado del acontecimiento de la fotografía (mi madre se ha recuperado ayer y en compañía del viejo médico ocuparon la mañana podando rosales en el jardín). La fotografía, de bordes dentados, cuyos personajes detenidos en el tiempo me observan fijamente, como pidiéndome que, a mi vez, les preste la atención que nunca puse en sus vidas. Allí, en sepia, en la gran fotografía rasgada en pedazos, están cuarenta y seis personas, todas desleídas por la vida o la muerte, menos tres. Mis ojos ya no son los de antes, pero aquí está la vieja lupa, junto al tintero de peltre con el Quijote y el secador de tinta en desuso.


He reconstruido por fin la gran fotografía donde aparecen los cuarenta y seis personajes, cuidadosamente agrupados de pie sobre el segundo y tercer escalón de la galería, a  la entrada de la casa flanqueada de matas de hortensias. Mi vieja secretaria pareció ofenderse cuando le ordené (quizá porque haya sido la primera vez en largos años) que por ningún motivo me interrumpiese. Entonces cerré la puerta de mi despacho y dirigí el haz de luz de la lámpara sobre la fotografía puesta sobre mi escritorio y fui recorriendo con la ayuda de la lupa las figuras, desde sus cabezas, las caras, sus cuerpos, la expresión de sus ojos, que de pronto parecían vivir y descubrí que las fotografías son inquietantes y que a poco que observemos con una lupa, detenidamente, sabremos que todo en ellas está vivo, atrapado, encantado. Que nada de lo que está allí envejecerá nunca. Observo a tío Crispín a un costado, no protagónico, quizá con una sonrisa vaga debajo de su gorra de visera, y a mi padre, su nariz aguileña, sus potentes mandíbulas que se adivinaban debajo de la tupida barba y más abajo sus botines que parecían esconderse o disimularse.

Mi vieja secretaria pareció alarmada y agraviada cuando le dije que yo mismo iba a cerrar mi oficina y que se fuera (era la primera vez que esto sucedía y en provincias las innovaciones no son bien vistas). Guardé entonces, otra vez, el expediente de la causa con toda la demás documentación archivada en la caja, a excepción del pequeño sobre celeste desleído y lacrado y una fotografía de ella, aislada y antigua, la única anterior a la reconstrucción de su propio infortunio. Clausuré los postigones de la ventana de mi despacho, detuve el ventilador de vanas aspas y me fui.

No recuerdo por dónde anduve pero sí que dondequiera que iba hasta la gente vulgar me reconocía; también en el bar del Hotel Victoria —el más antiguo y tradicional de la ciudad— donde logré beber dos whiskies sin apenas soda. Y cuando atardeció regresé a la casa. Mi madre se había recogido ya (sus hábitos siempre fueron rigurosos) y sólo unos perros vagabundeaban en el parque de la casa. El único rumor de la tarde era el del molinete del agua de riego en los parterres.

No sé bien por qué pero lloraba, o sentía que lloraba. Él estaba, como siempre a esa hora crepuscular, tendido en su hamaca, en la galería del poniente. Me acerqué en silencio, pero me parece que él se dio cuenta de que estaba allí a su lado.

—Tío Crispín —le dije—. Encontré esta fotografía de ella —entonces le mostré aquella en donde ella estaba sola.

Él apenas si se incorporó para observarla. Sólo fue un segundo y guardó silencio. —Y esta otra—dije, enseñándole la fotografía de grupo en familia, rasgada y reconstruida—. Pero él a ésta ni la miró. Fue un silencio profundo y completo y por eso recuerdo el rumor del molinete de riego y el sordo zumbar de los abejorros.

—¿Dormís? —le pregunté.

—No —dijo—. Pero tampoco estaba despierto.

El último gallo del crepúsculo cantó.

—Tío Crispín —dije—. Los botines que calzaba mi padre ese día no eran de charol.

Tío Crispín no pareció sorprenderse, como si toda su vida hubiera estado esperando esa pregunta, y agregué:

—¿Todavía existen?... Digo, los botines aquellos.

—¿Pero, qué dices, hijo?

Él me miró por un instante inolvidable. Su ojo muerto parecía desorbitado y la mirada del otro estaba empalidecida como el celaje de un atardecer de invierno.

Yo abrí entonces el sobre celeste desleído que durante mucho tiempo había estado lacrado y dije:

—Si aún los tienes, aquí están los dos botones que les faltan.





[1] Don Plinio Zabala había obtenido una medalla en los juegos olímpicos de Los Ángeles. Allí conoció a Weissmuller y así fue como éste lo visitó en esta remota provincia.





El cuento «Retrato de Familia» fue tomado del libro de Héctor Tizón, El Gallo blanco, Alfaguara, [Buenos Aires: 1992]




HÉCTOR TIZÓN, nació el 21 de octubre de 1929 en Yala, provincia de Jujuy. Fue abogado, periodista, diplomático, exiliado y regresado. Por estos días es juez de la Corte Suprema en su provincia natal y uno de los más influyentes escritores de lengua española. Ha viajado largamente por el mundo; como diplomático de 1958 a 1962, como exiliado de 1976 a 1982. Vivió en México, París, Milán y Madrid, pero "su lugar en el mundo", al que vuelve una y otra vez, es Yala. Tizón era afiliado radical desde la juventud y se definía como Yrigoyenista. En 1994 fue convencional constituyente por su provincia y formó parte del bloque que presidió Raúl Alfonsín, tras lo cual fue designado juez del Superior Tribunal de Justicia de Jujuy. Entre otros premios recibió el de Caballero de la Orden de las Artes y las letras que otorga el gobierno de Francia. El inicio de la última dictadura, en 1976, lo obligó a partir hacia el exilio en España, pero regresó al país en 1982. Su primer libro fue publicado en México en 1960, A un costado de los rieles. Parte de su obra, siempre fiel a sus raíces y su lugar de origen con sus mitos e historias, ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco y alemán. Entre sus obras: A un costado de los rieles (1960); Fuego en Casabindo (1969); El cantar del profeta y el bandido (1972); El jactancioso y la bella (1972); Sota de bastos, caballo de espadas (1975); El traidor venerado (1978); La casa y el viento (1984); Recuento (1984) (antología personal); El hombre que llegó a un pueblo (1988); El gallo blanco (1992); Luz de las crueles provincias (1995); La mujer de Strasser (1997); Obra completa (1998); Extraño y pálido fulgor (1999); El viejo soldado (escrito en el exilio, publicada en 2002) Novela; La belleza del mundo (2004) Novela; No es posible callar (2004) Ensayos; Cuentos completos (2006); El resplandor de la hoguera (2008) Memorias;  Memorial de la Puna (2012). Falleció en Jujuy, el 30 de julio de 2012.