Carta a un amor secreto
«Escribo más para mí que para ti. Sólo busco aliviarme»
Cartas de amor de la religiosa portuguesa.
Al extranjero:
Hubo una vez en mi vida un extranjero. Llegó como llegan los que están de paso: cuando menos lo esperaba. Nunca supe con certeza nada de él. Después de cada encuentro, yo suponía o imaginaba su vida. Y él, por su lado, hacía lo mismo conmigo. Hablábamos muy poco, pero a veces, cuando nos ganaba la ternura, me decía: “Te imagino de tal o cual manera, te imagino caminando por mi casa; un ruido, algo me hace levantar la vista y te veo, tu presencia me acompaña, es un sueño maravilloso”. Entonces yo le decía: “No imagines; nada de lo que imaginas es cierto, lo único real es el cuerpo. Nuestros cuerpos”. En verdad, nunca se lo dije; yo pensaba decirlo, pero no se lo decía. Casi no hablábamos: todo era besarnos y buscarnos. Todo era besarnos hasta que nos dolían los dientes, la lengua, los labios; todo era la búsqueda desesperada del otro. Porque siempre, en cada furtivo encuentro, en algún momento, en el fragor de la lucha, se presentaba el otro. Entonces, una mujer trastornada, lúcida, recubierta de sudor y semen, era traspasada por la visión horrible del íncubo, del hijo del Demonio. No sé cómo me vería él en ese instante; pero, sin duda, poco habría en mí que recordara la belleza, más bien, mucho de lo contrario: sería fea, la pura fealdad. Respirábamos como animales, suplicábamos, nos arrastrábamos, nos desprendíamos de toda humanidad, renacíamos. La bacante, la pitonisa copulaba con un hijo del Demonio. No era amor: nos adorábamos ciegamente como se adora a Dios. Casi no hablábamos.
Un día, en mí, se impuso la razón y lo dejé. No se lo dije, no había por qué hablar: lo dejé. La vida siguió. La vida sigue. Esta mañana leí en el diario que había muerto y me dije: «Murió». Pero hubiese corrido a enterrarme en su misma tumba, a revolcarme con su cuerpo inerte y pálido. La vida sigue. Preparé el desayuno para mis hijos y empecé a programar las compras. No era amor: nos adorábamos.
Tu amante
De: Su segundo deseo, Emecé, Buenos Aires, 1997.
Corte de luz
Sentada en un sillón incómodo, sin luz eléctrica, leyendo ”Los muertos” de Joyce, pienso en Ud.
Y no es que Ud. haya muerto como en el cuento de Joyce: no. Ud ni se murió ni tiene graves problemas de salud ni lo desespera una pena de amor: la separación inevitable de dos amantes y la consabida vida futura de ella, digamos, la pasión que nunca es igual a lo que fue, bueno, ya se sabe, la vida doméstica, no voy a abundar en tópicos remanidos, sabidos, repetidos.
Leo con una vela porque se cortó la luz. No porque me quiera hacer la romántica o porque de pronto haya envejecido (para el marido que la mira) o porque esté deprimida.
Y ojalá venga la luz porque me voy a quedar sin ojos. Y seguramente dejaré de pensar en qué hace Ud. en este momento, si está pensando en mí o no. Todo se reduce a eso. El paraíso, quiero decir, la nostalgia del amor. Si alguien que alguna vez amamos se acuerda de nosotros. Y sonríe. O suspira. Y se queda ensimismado. Se abandona. Le cuesta salir de aquella escena en donde uno tuvo la sensación, no, uno era feliz. Me quedaría allí mucho más tiempo del que estuve, aunque entonces decíamos toda la vida. Toda la vida fueron algunas mañanas, ciertas tardes, determinadas noches, en realidad, horas. Toda la vida no alcanzó, quizás, a ser un día completo.
Pero por suerte nunca ha sido necesario, como en “Los muertos” de Joyce, que suceda una tragedia para perder el amor. Basta con cualquier cosa. Nimiedades. Tantas. Cúmulos. Y muchas veces sin que uno se dé cuenta. Hasta que un día, se corta la luz.
De: La Dama habló y otras páginas, Simurg, Buenos Aires, 2004
El pie
El Maestro no dijo no. Dijo que debía primero mirar largamente el ciruelo. Cuánto tiempo, preguntó Fujio, y se dio cuenta de que era una pregunta inoportuna. Se puso a mirar el ciruelo del jardín, desde la sala en donde el Maestro los iniciaba en el arte del dibujo. El árbol era pequeño, pero estaba en un promontorio verde y a un costado había un banco que todos llamaban “de la alegría”. Sentarse allí y empezar a sentir cierto bienestar debía ser lo que ocurriera y también recorrer lo demás con una sonrisa. Faltaba poco para el momento de florecer. Mientras tanto, Fujio dibujaría las ramas con los botones y las yemas a punto de abrirse; el color marrón y el verde allí, en el brote, y las tonalidades perdiéndose cuando las ramas ascendían hacia el cielo. El Maestro lo estimuló en la observación de los detalles. Para entonces el ciruelo se había adornado en su totalidad y alegraba el jardín. Una flor, le dijo el Maestro, dibuja una flor. Fujio se detuvo en la corola, en cada pétalo, en los pistilos y en los estambres, en la coloración y la suavidad del cáliz y luego sí, en la flor completa, mirándola cada día desde un ángulo diferente, rodeándola con amorosa paciencia. Después se dedicó al árbol, como quien sigue un camino que no sabe adónde lo lleva. Al cabo de un tiempo, parecía haber en las láminas no uno sino varios ciruelos y el Maestro y los otros discípulos le estaban agradecidos porque sentían la respetuosa dedicación a la belleza. Para entonces Fujio se había olvidado del impulso original: no dibujó el pie de una geisha, pero de haberlo hecho, hubiera sido una obra maestra.
KEIKO
Los demonios del sueño
Había flores que semejaban lirios acuáticos, pero con el reborde de las hojas muy marcado; también un gato negro de ojos verdes que asomaba la cabeza y, de pronto, un siseo distante y cierta vibración de la tierra provocaba que el campo de flores se abriera en dos: allí aparecía una casa; en ella, un abanico gigante ocupaba todos los espacios al abrirse y cerrarse; dentro del abanico, colgada de uno de los dobleces y a punto de caerse, estaba una niña que, vista desde lejos, parecía un pájaro enfermo. La abuela le dijo a Keiko que no debía temer: eran los demonios del sueño y no otra cosa. Keiko quería mucho a la abuela, sin embargo, en este caso tenía sus dudas.
Los demonios del sueño no llegaban todas las noches; se presentaban a veces para mezclar los colores y las páginas de lo que había sucedido en el día: no eran más que juegos, como los de ellos – le había dicho la abuela tocándole al pasar la cabeza - . A veces, cuando se aburrían mostraban cosas que sólo sucedían en el mundo de los demonios y por esto los sueños eran descabellados. Entonces Keiko recordó un grabado que el maestro de la escuela había mostrado días atrás: en él, un hombre corría mirando a sus espaldas; los ojos se le salían para afuera y tenía la ropa y el pelo como cuando sopla fuerte el viento.
El maestro también les había contado historias de demonios: se tragaban a las damas y a los niños en un santiamén y hasta a los soldados más valientes les costaba gran trabajo encontrarlos. De manera que hubiese tenido unas cuantas razones para olvidarse de ellos si no se le hubiese repetido el sueño. Despertaba con la sensación de no saber de qué noche salía: los sueños eran un calco casi perfecto hasta que aparecía la niña colgando del abanico; allí, ese momento, había cambios: podía ser que la niña hiciera una mueca, la boca se abría y cerraba pero el grito no se oía. O que se balanceara indefinidamente, o que tratara de deslizarse como por un tobogán pero se transformaba en algo pesado y, por más que hacía un gran esfuerzo, la niña-piedra no se movía. Entonces Keiko despertaba – estaba segura- con la cara del hombre que corría mirando para atrás. Y esto no era todo: también con el corazón palpitando y ganas de llorar.
Keiko era una niña valiente, quizás, porque su padre había sido soldado y su abuelo también. Cada año le rendía homenaje antes sus tumbas; se inclinaba y oraba con devoción, les pedía que no la abandonaran a pesar de no haberse conocido: no tenía de ellos sino el relato de su madre y su abuela. Habían dado la vida por el Emperador y la patria. Entonces el espíritu del padre y el abuelo, la ayudarían a combatir contra los demonios, pensaba Keiko.
De manera que, sentada frente al televisor, mientras la abuela iba y venía por la casa, (la madre llegaba muy tarde cada día) Keiko descartaba opciones. Había tratado de interesar a sus amigas aunque a ellas no les gustaba el tema. A la madre, no quería preocuparla. Pero Keiko creía que la niña colgante necesitaba auxilio, sobre todo porque en cada noche mostraba cosas que le recordaban a ella: el vestido, las trenzas, una muñeca. Iba descartando elementos para llegar a alguna conclusión. El gato de la familia Chiba era negro con ojos amarillos, lirios había en el estanque del jardín en donde paseaban los fines de semana; la casa no tenía las dimensiones de la suya y el gran abanico - ahora que lo pensaba - no era como los de su abuela: era un abanico extraño, liso como una pared. La niña colgaba de una varilla como si fuera la rama más alta de un árbol o la punta de un templo. Quizás - pensó - debería inspeccionar en los alrededores para ver si había algo que le recordara esto. Con el permiso de la abuela, lo hizo. Al no encontrar nada ni el vecindario ni en el camino de la escuela, esperó seguir soñando para tener más indicios. Imprevistamente, una tarde, mientras miraba dibujos animados en la televisión, entendió que tendría que entrar al sueño justo en el momento en que la niña parecía un pájaro. Lo vio en un dibujito y le pareció fácil: salirse de su cuerpo, achicarse y entrar al lugar de los sueños, mientras, por ejemplo, se destapaba o se daba vuelta en la cama. En un descuido. Como quien entra a una casa sin que la escuchen, sigilosamente, se deslizaría; llevaría - con el permiso de la señora Chiba - al gato de los ojos amarillos porque con esos ojos podría alumbrarle el camino (si había) y, además, porque los gatos sabían andar por los sueños.
Cuando la señora Chiba escuchó a Keiko le dijo que los demonios se iban solos; sin embargo, el gato pareció prestarle atención porque salió caminando detrás de ella y se instaló en la casa. Esa noche Keiko se dispuso a dormir con cierta tranquilidad pues el animal se portaba como si siempre hubiera vivido allí: estaba elegantemente recostado en el piso y tenía el aire de una estatua. Parecía no prestar atención a nada y, sin embargo, en el momento preciso – Keiko no se había equivocado - el gato entró al sueño y, desde allí, la llamó para que lo siguiera. Keiko tuvo la impresión de que caminaba entre nubes de algodón, se hundía aunque no demasiado; era una sensación de ligereza y angustia. Enseguida vio a la niña colgando de la punta del abanico liso; le hizo señas con la mano para que volara (cómo era posible si se parecía a un pájaro que no se le hubiese ocurrido antes) pero la niña tardó en reaccionar, estaba acostumbrada a tener los ojos tristes y a pender sobre el vacío, pensó Keiko. El gato, a todo esto, se acurrucó en un rincón. Por fin, cuando la niña después de escuchar variados argumentos decidió volar, el gato saltó, la atrapó de un zarpazo y se la comió. Sucedió en un santiamén. A Keiko le pareció ver la cara de disgusto de un demonio entre las fauces y los bigotes del animal al tiempo que ella caía por un tobogán en un campo de flores suaves y olorosas que no terminaba nunca, nunca, nunca.
A la mañana siguiente, la señora Chiba reclamó su gato y Keiko no supo qué decir.
Señales de amor
El príncipe Yukihara quedó solo en la habitación exquisitamente perfumada. Shizuko y Akiko, las dos bellísimas geishas con la cuales había compartido la tarde, se habían retirado después de una perfecta y ágil reverencia: volverían en pocos minutos portando delicadas lámparas de papel llenas de luciérnagas que colgarían del techo y en las paredes laterales como decoración nocturna. El príncipe – que estaba de paso en la región ya que al frente de su ejército marchaba en rebeldía hacia la capital imperial – aprovechó la momentánea soledad para reflexionar sobre el extremado arte y el refinamiento que las dos habían desplegado durante la ceremonia del té y en las posteriores horas para complacerlo: tanto era así que le resultaba casi imposible elegir con cuál de ellas pasaría la noche. Pues si bien era cierto que podía invitarlas a ambas, por alguna misteriosa razón prefería que fuera una la que despertara entre sus brazos a la mañana siguiente.
Shizuko y Akiko habían cambiado su vestimenta; ahora vestían espléndidos quimonos bordados y se habían arreglado el pelo con flores crepusculares y peinetas de nácar y carey, lo cual realzaba en forma notable la belleza de ambas. El príncipe Jukihara las miró asombrado mientras colgaban en los soportes los farolitos que se prendían y se apagaban de manera intermitente. Decidió pedirles que, por separado, cada una se manifestara en lo que consideraba era su afición más profunda, su más íntimo sentir. Entonces Akiko tomó el laúd, se acomodó en los almohadones y después de permanecer por un instante en silencio empezó a cantar en una forma tan maravillosa que el príncipe, casi instantáneamente, se sintió transportado y preso de una emoción sublime de la cual no pudo desembarazarse sino un tiempo después de que Akiko hubo dejado de cantar. Luego ordenó a Shuziko que mostrara su gracia. Esta se dio cuenta de que el príncipe estaba deslumbrado por Akiko, pero no se desanimó. El canto de los grillos indicaba que afuera había caído la noche y la luna estaría, en su plateada serenidad, iluminando el cielo.
Shizuko, con voz calma, empezó a hablar. Dijo que desde niña, al ver aparecer y desaparecer en la oscuridad la luz blanca de las luciérnagas, había supuesto para esas encantadoras criaturas de la naturaleza un ciclo de vida que a duras penas alcanzaba a un día. No sabía por qué había optado por esa cifra y no por otra, pero lo cierto era que ya no podía pensar en ellas sino viviendo en ese tiempo ínfimo comparado con el del hombre. Y que también había imaginado y visto en el centelleo de las luciérnagas claras señales de amor: estaba segura de que a través de esos chispazos que ella perseguía y, por momentos, retenía entre sus manos, las que estaban destinadas a encontrarse se unían por única vez segundos antes de morir. Y diciendo esto se levantó, descolgó una de las lámparas que alumbraban la habitación y con suavidad sacudió el farolito: cientos de luces volaron por el aire como fuegos artificiales y los rodearon hasta que ella abrió la puerta de par en par y se perdieron en la noche. Shizuko sonrió extasiada, se volvió hacia el príncipe y lo miró a los ojos. El príncipe Jukihara comprendió.
Utako
Kozumi se hacía pasar por una mujer: había adoptado el nombre de Utako. Con pocas anotaciones en el área de sus gustos - arte, literatura, cine -; la fecha de nacimiento y el sexo (falsos) había armado un perfil en Facebook. Lo hizo por curiosidad.
Kozumi era escritor y le intrigaba saber por qué la gente usaba el chat y si esas relaciones dejaban o no de ser virtuales, pero por sobre todo, esperaba encontrar material para sus libros. No importaba cuándo o en qué novela o cuento lo utilizaría: sabía que en algún momento lo que sucediera en la red aparecería transformado en sus textos; además, sacaría ventaja de las conversaciones espasmódicas, los sobreentendidos, las interjecciones de esos diálogos del anonimato hechos con palabras que llegan tarde o en medio de situaciones confusas, como efectos secundarios en una relación compleja.
Por eso no le importaba pasar el tiempo respondiendo superficialidades: qué estaba haciendo en ese preciso instante, si era casada, soltera o divorciada, si el marido sabía que ella estaba en el chat, por qué no tenía foto en el lugar de la silueta. No ponía la foto de Utako porque no terminaba de ponerse de acuerdo con sus pensamientos; a veces, la quería muy bella; otras, muy fea, muy poco agraciada; otras, una cara común, sin nada para destacar, pero que usara peluca rubia, a la manera de Hollywood. Por esto Utako era solamente una silueta.
Lo cierto es que desde que había comenzado con el perfil de Utako prestaba más atención a su mujer. Llevaba diez años de matrimonio y creía que la conocía de memoria; sin embargo, no era así. Le descubría, por ejemplo, pequeños pliegues en la piel de la nunca cuando doblaba la cabeza y antes no había reparado en ello. También se detenía en sus respuestas y silencios. Qué estará pensando, se preguntaba ahora Kozumi cuando su mujer callaba. Utako le había ido enseñando cuánto oculta una mujer. Los hombres también. Nadie mejor que él podría decirlo, sólo que en los hombres las mentiras eran de trazo grueso, poco elaboradas. Como lo había hecho al iniciar el juego.
Había días en que no tenía ganas de chatear. Entonces le tomaba un rato, quizás los primeros cinco minutos de estar intercambiando saludos y palabras, para encontrar el tono de Utako. Luego, se instalaba en esa voz con comodidad pero sucedía que, al día siguiente, la había perdido. Se le escabullía, no sólo el tono, toda Utako. Y esto era algo que lo intrigaba de veras. Si él – Kozumi - era Utako por qué Utako no era él.
A esto y a otras cuestiones, en cierta manera, le respondían los hombres. De a poco había ido ganando amigos fieles; se conectaban inmediatamente después de que Utako entraba. Miraba los redondeles con luz verde y sabía que en segundos estaría hablando con Akifusa y Momosuke. Momosuke estaba enamorado de Utako, no había duda posible. En cambio Akifusa era ambiguo; había noches en que charlaba durante horas, pero en otras, permanecía en línea – la luz verde del contacto prendida- pero no hablaba. Kozumi creía que era como una especie de vigilia.
Con el tiempo habló solamente con Akifusa y Momosuke porque ellos le ayudaban a crear la ficción con naturalidad. Era estimulante mostrar estados de tristeza, de alegría, de nostalgia y que de inmediato estuvieran a su lado acompañándola. Las mujeres eran infinitamente más complejas que los hombres – por eso siempre le habían atraído – y ahora él seducía a los hombres contando, por ejemplo, cómo compartirían el baño en una estación termal o describiendo con detalles la lámina y el dibujo que le había llamado la atención esa mañana en un mural mientras iba rumbo a su trabajo. Porque Utako era vendedora de cosméticos en un gran local comercial de una firma importante en el rubro. La había hecho vendedora de cosméticos porque su mujer tenía una especie de obsesión con las cremas faciales y el maquillaje en general y compraba cuanto aparecía en el mercado.
¿Podía decir que esto era nuevo en él? En cierta forma lo había hecho siempre. Cada vez que pensaba un personaje empezaba a imaginarlo y para eso tenía, muchas veces, que recolectar información, estudiar. Sin embargo, algo era diferente ahora. Quizás el entusiasmo. La sutil seducción que venía ejerciendo Akifusa sobre Utako, su comportamiento le resultaba un aliciente, esperaba que él entrara en la rueda de las conversaciones, que estuviera allí, aunque no hablara. Y el amor manifiesto de Momosuke, a veces, lo enternecía de verdad; le contestaba sin pensar demasiado en lo que escribía, era – más que nada – un estado de exaltación compartido.
Momosume no le pedía que incorporara la foto a su perfil, en cambio, Akifusa era cada vez más insistente; si no la ponía dejaría de ser su amigo, - dijo una noche – porque necesitaba verla. Y aclaró que no era una urgencia estética sino espiritual, no podía seguir sosteniendo conversaciones con un fantasma. Kozumi sabía que la espera tenía un plazo. Así, empezó a mirar con real interés los anuncios de los nuevos colores en lápices de labio, sombras para ojos, delineadores, cremas para borrar líneas en la cara, para blanquear la piel, perfumes. Porque llegó a la conclusión de que debía ser él mismo, maquillado, quien apareciera en la foto de Utako.
Empezó a experimentar con tonos y colores y enseguida decidió dejarse crecer el pelo: supuso – con razón – que le ayudaría a dulcificar los rasgos. Inspeccionaba sus facciones como si fueran de otro cada mañana mientras se afeitaba. A veces, se ponía algún pañuelo o adorno de su mujer y la imitaba, quería lograr –aunque más no fuera superficialmente - aquello que lo había enamorado de ella: una belleza inocente, que costaba descubrir. Era difícil, buscó retratos y fotos de cuando eran novios. Allí estaban. Descubrió que eran parecidos, algo que nunca había notado. La nariz, el corte de cara, podían pasar por hermanos. Entonces, cuando su mujer se maquillaba, Kozumi se quedaba cerca de ella y registraba a conciencia cada paso de esa labor de transformación. Luego, una vez a solas, aplicaba sobre su cara el dibujo de la boca, la sombra en los ojos, el toque de color en las mejillas y, a pesar de que al principio no le fue fácil, de a poco, logró una expresión que lo conformó. Utako era prácticamente igual que su mujer. Se sacó una foto y la subió al Facebook.
La reacción fue inesperada: Akifusa, quien tanto había bregado por conocerla, la saludó en forma amable, pero no hizo ninguna mención que permitiera suponer agrado o disgusto; Momosuke tardó en entrar y cuando lo hizo tampoco dijo nada sobre la foto. Daba la impresión de que la imagen los había disgustado, pero el cambio ya estaba hecho y Kozumi, él sí, estaba contento. Sentía una extraña suavidad en todos sus pensamientos y se movía con tanta gracia que le pareció necesario adoptar vestimenta femenina. De manera que, cada mañana, después de que su mujer se iba al trabajo, se ponía algo de ella y, luego, se sentaba frente a la computadora y empezaba a chatear. Utako estaba completa.
A partir de ese momento, sin embargo, Momozuke y Akifusa – los dos (lo cual no dejaba de ser llamativo) – empezaron a tener un comportamiento errático que la confundía: raleaban las entradas, eran lacónicos en las contestaciones, la hacían esperar minutos como demostrándole que hablaban con otras personas y Utako, frente a esto, insistía con apelaciones que ya no surtían efecto o se quedaba esperando como antes lo habían hecho ellos. De todas maneras, no creía que el desinterés fuera permanente, muy por el contrario suponía que era parte de una estrategia ante la nueva situación: no sabían cómo reaccionar. Ella sí. Se pintaba y arreglaba con mayor cuidado y dedicación cada día y se apuraba para estar lo antes posible en el chat. Quería ser ingeniosa y delicada. Pero, pese a todos sus esfuerzos, no logró recuperar la atención que le habían dispensado y ambos, de un día para el otro, desaparecieron. No se molestaron en despedirse: se autoeliminaron de los contactos.
Utako lloró amargamente: se sentía traicionada, usada, despojada. Al mismo tiempo experimentaba un desborde de sensibilidad, una extrema laceración en su cuerpo que –pese al dolor –la hacía feliz. Sufría, deambulaba por la casa sin maquillaje; su pensamiento se agitaba sin detenerse en nada consecuente, hablaba sola, imaginaba diálogos vindicatorios y rompía en llanto desesperado. A su vez, Kozumi, estaba tranquilo: había encontrado un personaje cuyas aventuras lo llevarían de la mano. Empezó a escribir.
De: La turbulencia del aire, Grupo Editor Latinoamericano Nuevo Hacer, Buenos Aires, 2012
INÉS LEGARRETA, Escritora argentina nacida en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en 1951. Su libro de cuentos En el bosque (1990) obtuvo el Premio Iniciación otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación y la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Tres años después ganó la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes. En 1997 publicó Su segundo deseo, libro de cuentos que mereció el Tercer Premio de Literatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y una Mención de Honor en el Premio Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En 2000 le otorgaron Medalla de Plata como Mujer Destacada Bonaerense. En 2004 publicó La Dama habló, libro de cuentos que logró en 2008 el Premio Único de la Categoría Inéditos (bienio 2002-2003) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En 2008 publicó la novela El abrazo que se va. En 2010 editó, también la novela Tristeza de verse lejos. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Primer Premio Nacional de Los Cuentos de la Granja, Segovia, España, en 1989 y 1993. Co-dirige desde 2005 la revista literaria Eledermaus. Ha sido traducida al inglés y al alemán.