Milia Gayoso Manzur | Sayonara Alegría

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Sabía que seríamos cuatro en el grupo: Renata San Pedro, la empresaria textil, dos profesores universita­rios especializados en Comercio Exterior y un abogado especialista en Derecho Internacional. A Renata ya la conocía, porque nos habíamos encontrado en una pre­miación hacía algunos años. No me reconoció hasta que le dije que era la esposa del ingeniero Ernesto Pérez Matto, uno de los galardonados en aquella ocasión. Ella había sido jurado y le entregó su premio al empresario joven más exitoso del año, o sea, a mi apuesto esposo.

Con Federico nos conocimos en el aeropuerto. Llegó tarde, cuando estábamos a punto de embarcar. Saludó casi con descortesía y se subió al avión. Me tocó estar al lado de uno de los profesores. El viaje hasta Buenos Aires fue una tortura, porque mi compañero de asiento no paraba de hablar y de comer, comió todo lo que le sirvió la azafata y pidió más, con la excusa de que no ha­bía desayunado a causa del apuro. Como si fuera poco, también pidió café, y se lo volcó encima, salpicándome.

Por suerte, el viaje hasta allí no fue tan largo, pero me asaltó el temor de que me tocara volver a sentarme a su lado en el siguiente trayecto que duraría más de seis horas, hasta Europa. La espera en la terminal de Ezeiza no fue larga, embarcamos casi de inmediato y volvimos a emprender vuelo. Me senté hacia la ventanilla. Subí con la idea de mirar hacia la ventana y simular que dor­mía, para que no me moleste. Me ubiqué en el asiento, es decir, me hundí, acomodé la almohadita en el hueco del cuello y me tapé, para que mi vecino ocasional no tenga dudas de que quería dormir.

Me dejé llevar por el sopor de la siesta… entonces lo sentí a mi lado. Pero era otra energía. Cerré los ojos imaginando que sería Renata, u otro pasajero, porque definitivamente, Cortez no era. Olvidé decir a los orga­nizadores del curso que me ubicaran con Renata en to­dos los vuelos, para evitarme un mal momento como el que posiblemente pasaría en las siguientes horas. Enton­ces sentí que me rozaba el brazo. Perdón, dijo, y abrí por completo los ojos. Era el cuarto compañero de viaje, el que llegó atrasado. No es nada, le dije, y creo que sonreí durante un largo rato, feliz porque no era Ignacio Cor­tez el que iría a mi lado. ¿Ya nos presentamos, verdad?, me preguntó. Creo que no, le dije. Me pasó la mano y pronunció su nombre: Federico Augusto Gallardo. Yo soy Alejandra Montenegro, le respondí, tratando de sol­tar mi mano de entre las suyas.

Hablamos sin parar durante seis horas. Hicimos un resumen de nuestras vidas hasta que el avión hizo escala en Frankfurt, en Alemania. Allí nos quedamos durante siete horas, esperando la conexión.

Renata y yo recorrimos tiendas, tomamos café, com­pramos revistas y nos regodeamos con las joyas que se veían en los escaparates. Él desapareció en la inmensi­dad del aeropuerto. A media hora de la conexión, nos reencontramos todos y comenzamos a conversar sobre lo que sería ese curso en Japón. Si bien mi inglés estaba flojo, hablaba bastante bien en japonés, gracias a Kensa­buro, mi primer novio, quien no sólo me hablaba en su idioma ancestral, sino que me impulsó a estudiarlo en el Centro Paraguayo Japonés, para cuando nos casára­mos, para poder enseñarle a nuestros hijos.

Pero nuestro amor acabó por diferencias irreconci­ liables, como el hecho de que yo adoraba comer guisos y pucheros y él se desvivía por repollos, remolachas y brotes de soja a la vinagreta, o porque a mí me gustaba festejar los cumpleaños y él prefería encerrarse a dormir. También se acabó nuestro proyecto de tener dos hijos, niña y varón y viajar juntos al país de sus padres, que él deseaba profundamente conocer. Me quedaron sólo el recuerdo de los tres años juntos y un buen manejo del japonés. Finalmente, Kensa se casó con una chica que posiblemente en su anterior vida fue también japone­sa, porque están hechos el uno para el otro. Los suelo encontrar de vez en cuando, en el supermercado, com­prando verduras y frutas, felices, de la mano.

A mi nuevo amigo le parecía gracioso la forma en que yo pronunciaba algunas palabras en japonés y me las hacía repetirlas. Mi palabra favorita es sayonara (adiós), quizás por mi eterna melancolía, le conté. El gordo Cortez, quien seguía comiendo los sandwichitos que bajó del avión, escondidos en el bolsillo de su saco, dijo que era una estupidez estudiar japonés, ya que el inglés es el idioma universal. No quise discutir con él y la invité a Renata a irnos al tocador, antes de la hora de embarcar. El otro compañero, Samuel Ramírez, era tan educado, que sólo sonreía ante las tonterías dichas por el en todo momento desubicado de Cortez. Apenas hacía horas que lo conocía y la antipatía —creo que mutua— ya era bastante fuerte.

El siguiente tramo lo hice sola, sin acompañantes a mi lado. El vuelo estaba bastante vacío y como iba a ser muy largo, todos nos acomodamos en una hilera para cada uno. Ahuequé la almohada bajo mi cabeza y me dormí, pensando en Ernesto, en sus manos, su cara, sus abrazos, y en los niños. Pero mucho en Ernesto. Está­bamos en un buen momento, a pesar de las numerosas crisis que logramos sortear. Llevaba veinte años perdo­nándole muchísimos pecados, uno tras otro, entre hijo e hijo, las infidelidades de su parte no acabaron jamás, y sin embargo, yo lo quería. Es más, lo amaba tanto que nunca sentí atracción por nadie más, y la única vez que otro hombre me erizó la piel, con sólo estar cerca mío, me aparté de él para no caer en la tentación.

Bueno, en realidad, no le era infiel por mi propia dig­nidad, por respeto a mí misma, por amor propio. Ser leal a mi sentimiento, era mi orgullo personal. Muchas veces me planteé que él no me quería en la magnitud en que yo lo amaba, o que su forma de amar era total­mente diferente a la mía. A mí me gusta decir te quiero, besar, morder, apretujar… Ernesto dice que el amor se demuestra con los hechos cotidianos aunque escaseen los besos y los te quieros. Pero yo me moría por sus po­cos besos y contaba las horas para estar abrazada a él, en la cama, y robarle algunos besos ardientes.

Estaba divagando cuando Federico se acercó y me preguntó si no me molestaba que se sentara a mi lado. Por supuesto le dije que no, que sería un placer. Es que era un placer. Viajamos callados. Él había traído su al­mohada y su manta y se acomodó hacia el pasillo, como para dormitar, pero dejó su brazo en el respaldo donde estaba el mío y me dormí sintiendo su piel rozando la mía. Eso en mí, ya era infidelidad. Y bueno, fui infiel durante largas horas. Preciosas horas.

Me despertaron las turbulencias sobre las montañas del Tíbet y me quedé preocupada pensando en los ni­ños. Si muero, dejo tres huérfanos, le dije. Si morimos, el hielo nos va a mantener eternos, me dijo él, riéndose. Entonces moriré joven y bonita, le dije riendo. Sí seño­ra: muy bonita, dijo él y yo me sentí absolutamente feliz con el piropo.

Hacia el amanecer llegamos al aeropuerto de Hong Kong e hicimos el último traslado hacia Tokio. El mar estaba tan azul y maravilloso que daban ganas de llorar. Allá abajo, las islas parecían pequeños manchones en el mapa.

Confieso que me sentí muy feliz a partir de ese mo­mento. Fueron quince días sintiendo el roce de su piel cerca del mío, pero sólo el roce, y eso ya era mucho para alguien que nunca se permitió querer a nadie más que a un único hombre desde los dieciséis años. Nos senta­mos pegados uno al otro en el curso; él me enseñaba las cosas en inglés y yo en japonés; desayunábamos juntos y él me traía el café a la mesa y me elegía las mejores tosta­das mientras comía un revuelto de huevos con chorizos que a esa hora a mí me daba repulsión.

Los días pasaron rápido y apenas faltaban tres días para volver, entonces comenzamos a hacer las compras. Lo ayudé a elegir regalos para su novia y su madre, ca­minando juntos bajo la llovizna de setiembre en esa ciudad tapizada de seres que van de un lado a otro sin parar, sin conocerse, sin detenerse a pensar en nadie. Lloviznaba cuando compramos los presentes para mis hijos y para Ernesto. Le llamó la atención lo mucho que yo hablaba de él y de la cantidad de cosas que le com­praba. Comprate algo para vos, me dijo, dejá de pensar tanto en él.

Por supuesto, no le hice caso, y volví a adquirir ca­misas, relojes y corbatas para Ernesto, porque sentí que le estaba fallando al sentirme tan feliz al lado de otro hombre. ¿Él te corresponde?, me preguntó cuando estábamos desayunando. Creo que sí, le dije. Pero él adivinó cierto titubeo en mis palabras. Renata se sentó con nosotros y nos desviamos hablando de lo bueno que estaba el curso.

Por la tarde, recorrimos la ciudad con un guía japo­nés al que Cortez fastidió todo el tiempo, diciéndole tonterías en guaraní, sólo para molestarlo.

Esa noche salimos todos juntos a cenar y luego a re­correr la ciudad. Volvimos al hotel casi a la medianoche, era la última noche en Tokio, habría que preparar las valijas. Guardé mis cosas, las fotos de los chicos, la de Ernesto y mía en el barco, cuando estuvimos de luna de miel en el Caribe. Sentí ganas de estar en casa.

Entonces alguien golpeó la puerta. Creí que era Re­nata y le abrí sin preguntar. Federico me estaba devol­viendo un libro que le presté el segundo día de nuestra llegada. Gracias le dije e intenté cerrar la puerta. No puedo dormir, me dijo, creo que no quiero volver. Eso es porque no te espera nadie, tenés que casarte, le dije. Y sí, tendría que casarme, ya estoy viejo, murmuró algo resignado.

Cerré la puerta tras él y continué preparando mis maletas. Me di una ducha y bajé a la recepción a escri­birle un e-mail a Ernesto, para contarle que ya en pocas horas regresaba a casa. Cuando volví a subir lo encontré en el pasillo, comiendo un bombón y colocando una caja frente a mi puerta. Quiero que endulces tu última noche, dijo y caminó hasta su habitación. Estaba ves­tido aún, pero con la camisa desprendida, dejando a la vista la tentación de un pecho firme, velludo, agitan­te… Me aferré al recuerdo de los besos de Ernesto, para no correr tras él y despojarme de la piel que me tapaba el corazón, totalmente desbocado.




* De: Fuego que no se apaga. Relatos de amor y desamor (2009).



MILIA GAYOSO MANZUR, Narradora y periodista paraguaya, nacida en Villa Hayes, Paraguay,  el 30 de mayo de 1962. Dicha zona ribereña del Bajo Chaco paraguayo, donde pasó su infancia, ha marcado profundamente su producción literaria. Desde los 9 años hasta los 15, vivió en Buenos Aires (Argentina) donde escribió sus primeros relatos breves. Desde 1996 trabaja como periodista en el diario La Nación de Asunción-Paraguay. Sus trabajos figuran en varias antologías, entre otras: Antología de autores paraguayos, elaborado por Guido Rodriguez Alcalá y María Elena Villagra; Antología de nuevos narradores hispanoamericanos  (1999);  Pequeñas Resistencias 3. Antología Del Nuevo Cuento Sudamericano [Madrid-España: 2004]; Qué Me Cuentas, Antología compilada por Amalia Vilches [España: 2006].  OBRAS PUBLICADAS: Ronda en las olas (1990); Un sueño en la ventana (1991);  El peldaño gris (1994);  Cuentos para tres mariposas (1996); Microcuentos para soñar en colores (1999); cuentos infantiles ;  Para cuando despiertes (2002) cuentos infantiles; Antología de abril (2003) (selección de cuentos); Las alas son para volar. 13 relatos para adolescentes (2004); Dicen que tengo que amarte. Relatos con aroma adolescente (2007);  Fuego que no se apaga, relatos de amor y desamor (2009); Micro-relatos para Julietta y tres historias de amor (2010); Cuentosaurios (2012); Donde el río me lleve [novela] (2012); Horchata para el mal de amor. Relatos juveniles (2014).