Salarrué


El Cristo Negro
(Leyenda de San Uraco)1
1927




San Uraco de la Selva, no se encuentra en el Martirologio pero podemos atrevemos a creer que debía hallarse allí, aunque en el mismo Cielo de Nuestro Señor y aun en el Infierno de los cornudos, se vieron en grueso aprieto para saber donde debía quedar.

Nació en Santiago de los Caballeros allá por el año de 1567, hijo de Argo de la Selva y de la india Txinque, nieta de reyes, algo bruja, algo loca.

En la época a que vamos a referirnos (1583), gobernaba Guatemala el Licenciado García de Valverde, a ratos cruel como la mayoría de los capitanes generales, con una barba roja y cuadrada que untaba su coraza de reflejos sanguíneos, y sus manos huesosas y largas, cubiertas de vello rojo, parecían ensangrentadas de una manera indeleble, detalles que por lo demás, bien podía respaldar simbólicamente una verdad moral.

Argo de la Selva, noble ruin de Badajoz, había sido lugarteniente de Valverde durante más de seis años, hasta el día en que perdido el favor y acumuladas sobre su persona una larga serie de crímenes, fue juzgado por el mismo Valverde y ahorcado en el patíbulo de cerro largo, que desde las ventanas del Ayuntamiento, aparecía sobre el cielo lejano, siempre cargado como la rama prodiga de algún árbol macabro.

Fue entonces que la india Txinque, madre de Uraco, (mozo ya de dieciséis), entró una noche, nadie sabe cómo en el palacio, armada su mano verde con un puñal envenenado, y en pleno baile, intentó dar muerte horrible al licenciado; pero no logró su intento y fue destrozada por las guardias y enclavada más tarde su cabeza en una lanza, en medio de la plaza de la ciudad.

Uraco huyó de la venganza del gobernador y fue a refugiarse al convento de San Francisco, hallando amparo a la sombra de Fray Francisco Salcedo su padrino de pila, quien se tomó el cargo de instruirle en la lengua de Castilla y en la sagrada vida de Cristo.

Esto apasionó a Uraco y empezó su amor a Jesús con un tesón que hacía cavilar a los frailes y mover la cabeza negando antes que asintiendo, por aquella locura y desenfreno.

Algún monasta de rostro anudado le acusó de hipocresía, confirmada más tarde con la huida de Uraco y el robo de las joyas sagradas. ¿Qué pensaba el Hermano Francisco?

Atenuaba, atribuyendo el robo a una locura amorosa que le hacía desear para sí sólo, lo que estaba en tanto contacto con la Divinidad.

Uraco, quien era ya entonces Fray Uraco aunque no profesara aún en la orden, aparentaba veinticinco años, su barba rala y negra de mestizo, daba a su rostro un no se sabía qué de malévolo. Delgado y gris, enfundado en el hábito sugería la idea —mil veces exorcizada por los monjes— del Demonio metido a fraile. No obstante, su voz clara y suave, que era como miel de alma, iba, al hablar, aclarándole en dulzura hasta modelar en él un agraciado del Cielo, tan esplendoroso, que hacia bajar la cabeza de los maledicentes.

Noches, de claro a claro, pasó este loco arrodillado en medio del pedrero, orando en el jardín, que a la mañana se llenaba de rosas blancas, acaso surgidas en la noche al auspicio de aquel suave susurro que inquietara el silencio nocturno preñado de brotes.

Diez veces desapareció del convento durante muchas horas, sin que nadie pudiera decir a donde iba. Cuando regresaba ponía por excusa a las paternales inquisiciones de Fray Francisco, sus visitas a los esclavos del cruel encomendero, para aliviar penas injustas y aprontar consejos salvadores. Pero en realidad era otra cosa lo que lo alejaba del convento y no tardó en saberse.

Una tarde en que Fray Uraco se paseaba recreándose junto al muro del jardín, situado detrás de la celdería del convento, por una brecha abierta en el adobado a causa de los sismos, vio a una mestiza enlutada, que le contemplaba con ojos sombríos y a la vez le sonreía con una sonrisa, tan blanca entre los cárdenos labios sensuales, y los lienzos negros, que parecía una rosa lánguida.

Como la mujer pareciera así llamarle, el fraile, con las manos en las mangas y la sonrisa en los labios, acercóse y preguntóle:

—Qué deseas buena mujer? ¿Puede el humilde Fray Uraco serte de utilidad?

—Acaso, sí, santo fraile. Mi buena suerte ha hecho que os vea al pasar y sólo ruego la clemencia del buen confesor y la clarividencia de vuestro santo consejo.

Invitóla el fraile a entrar, con un vago gesto que hizo desplegarse una manga del hábito y fueron a sentarse al brocal del derruido pozo techado con un sombril de teja. Ella quiso hincar la rodilla en la arena pero él no lo permitió.

La mestiza exhalaba un fijo olor a ungüento de canela y también de las frondas que ahora la noche ponía sombrías arrojándolas casi negras en masas de voluptuosa pesantez sobre la tierra amarilla, venían aromas de pantano que acariciaban de un modo sensual inquietante. La mujer era joven y era bella, pero Uraco era incorruptible y su sangre sólo vibraba en la búsqueda del alma.

—Mi pecado, es grande, señor —empezó la mestiza—! Vivo en casa de mi señor, el notario Herrera y Caravejo cuyo hijo me requiere de amores sin que yo pueda resistir ya más. Un constante desasosiego macera en mi cuerpo y sólo aspiro – perdón señor – a una tonta satisfacción de mis deseos. Voy a morir si no cedo y si cedo, tiemblo por el peligro. El señor mi amo se entera, y seré condenada ¡Dios sabe a qué!

La mujer escondió la cabeza entre las manos y sollozó.

— ¡Gran pecado es la tentación!... Pecado grande sería el de ese joven, casi niño, a quien pretendes hacer caer en el fango!... ¿No puedes resistir con la idea de Cristo Nuestro Señor, muerto en la cruz por la virtud?...

—Oh, Fray Uraco, no puedo más! Lo he intentado en vano. Estoy poseída del Maligno y voy a morir si no lleno mi criminal deseo...

—Tú le amas?... —Preguntó el fraile.

—No sé!... ¡Sólo sé que esta virginidad de mi barro y este vacío de mis entrañas me están devorando viva como un fuego del Infierno! …

El fraile hizo el signo de la cruz sobre el cielo claro e inclinado después sobre la hembra, susurró largo rato con lágrimas en los ojos.

Largo fue el silencio y después una sombra negra y furtiva huía por la brecha del adobado mientras en medio del pedrero, abiertos los brazos, el pecador elevaba su plegaria tan alto, que ya no sólo florecía el jardín sino que del cielo brotaban las constelaciones en un lento derroche.

Habían pasado tres años desde este incidente. Fray Uraco persistía en aquellas escapatorias misteriosas, socorriendo y aconsejando a supuestos esclavos. El prior Salcedo, en cambio era noticiado de que el prófugo se encerraba, con una mujer de quien tenía un hijo, en una casa de los suburbios y no salía de allí muchas veces hasta después de dos días.

Los monastas no ignoraban estos detalles y no lo dudaron nunca, tal era la profunda convicción que tenían de que el diablo moraba en aquel santo recinto bajo el hábito de Fray Uraco.

No obstante, Fray Uraco era aún tolerado; no por los compañeros (que de buena gana le habrían quemado vivo en medio de la plaza) sino por el Prior, quien no dudó nunca de que aquel cerebro estaba perturbado y de que era caridad asilarle en el convento para bien de todo el mundo, del mismo fraile y por Cristo misericordioso.

Efectivamente, Fray Uraco vivía a hurtadillas con una mujer de quien tenía un hijo. La fogosa mestiza que aquella tarde, en el propio jardín del convento le obligara a pecar, para que otro no pecara, había concebido en virtud de la fatalidad y el monje, avisado, ayudó a la hembra para huir de la casa del notario y para lo demás, alojándola en la cabaña de una vieja india que le limpiaba las ropas y le cocía las hierbas brujas, que aligeran e impiden los desgarros.

Fue padre por fin, y un nuevo amor, un inmenso amor germinó en su corazón para aquel hijo del pecado, hijo infernal que no obstante sonreía como un ángel y era blanco como su padre Argo. Más, para que el orgullo no le obligase a sonreír de una tan cruel afrenta en la faz del Señor, Fray Uraco untaba la comisura de sus labios con goma de nance, que rasgaba la pulpa carnosa con grandes dolores, al menor gesto de complacencia.

Así y todo, no podía impedir que su blanco corazón se esponjase como una rosa plena y se iluminase como una aurora de mayo a la vista del hijo inevitable.

El dolor no tardó en invadir poco a poco el corazón del santo. Cuando el niño fue creciendo, hacíase necesario corregir sus caprichos. La madre (de temperamento áspero) así lo aseguraba y trémula de cólera se lanzaba muchas veces sobre el chico, con la cuerda en alto, siendo detenida por el fraile, quien, con lágrimas corriéndole en la faz torcida, hacía efectivo el furor de la madre en las espaldas del niño. Por su parte el chico iba cobrando miedo y después odio a este monstruo encapuchado que le martirizaba echando aguas de rabia por los ojos. Luego que veía llegar a su padre, corría. a ocultarse o buscaba protección en las sayas maternas, mientras Uraco, con frases cariñosas, se esforzaba en vano por atraerle.

¡Y todo porque ella no pecara!

Regresando una noche de luna al convento y al llegar cerca de las tapias ruinosas del jardín, escuchó trémulo una conversación entre el hortelano y el lego llavero. Se trataba de robar las joyas del retablo; los vasos de oro recamados, los ornamentos de pedrería, la plata de los oficios... Si se hubiera mostrado de seguro que le habrían matado. Estaba en poder de un secreto que podía llevarles a la horca aquella misma mañana; pero el Señor le enviaba antes de que aquellas desgraciadas criaturas manchasen sus manos en tan horrendo sacrilegio: él lo haría, él robaría el ofertorio, él amasaría los metales y arrancaría las gemas para que fueran trocadas por ellos en el oro codiciado, pidiéndoles que huyeran pronto. Así lo hizo el santo fraile y mientras veía entre sus manos el brillo avivado por las sombras, de todo aquel tesoro sagrado, esperaba con resignación que un rayo del Cielo fulminara su mísero cuerpo y enviara su alma condenada, a los profundos antros de la Eternidad.

Nada, sin embargo, ocurrió y ahí quedaba sobre la tierra para su propio escarnio, cargando con su alma encenagada y su cuerpo asqueroso.

No volvió al convento. Arrojando el hábito lejos de sí, huyó también. Fuese a las montañas conviviendo durante largo tiempo con las fieras y los pájaros, alimentándose con frutas y raíces y asilándose en las cuevas.

El amor al hijo podía más que el recelo al castigo. Se había oído rumor de que Fray Uraco era visto a altas horas ganar los aledaños y entrar en el recinto de la vieja casa. Ya no se dudaba de su maldad. Era un profano y un ladrón, prófugo y renegado. Sólo el Prior Fray Francisco Salcedo hacía aún un huequecillo en su piedad, respondiendo a las abominables acumulaciones sobre el ex-fraile, que era un cerebro lesionado, y que pidieran a Dios para que le dejase entrar en su gracia.

Los que habían creído ver a Fray Uraco entrar por las noches en la población, no se habían engañado. De cuando en cuando, el pobre llegaba de la montaña escurriéndose con esa habilidad que aprendiera del tacuazín y el mapache, convecinos de selva; y medrosamente, jadeosamente, entraba en la casa de la india para ver al hijo, para llorar ante el hijo que siempre le temía, más aún ahora que su ropa hecha jirones mostraba la angulosidad de sus huesos envueltos en aquella piel cobriza. El niño había cumplido cuatro años. Era castaño de pelo y claro de piel, robusto, pero triste. En su almita tímida parecía pesar constantemente el fantasma de su padre, aquel ser grotesco que le castigara tantas veces con cara de piedad. ¿Por qué aquel hombre era así? Empezaba a distinguir el infante la hipocresía en el ser humano, sin saber cómo nombrarla y espantándole más que nada. Se había visto ya afrentado por muchos en la sangre de su padre, había oído que su padre, aquel, era un ladrón y un sacrílego y no lo dudó jamás, hubiéralo creído todo antes de creer que su padre era un santo. La madre confirmaba de un modo vago aquella historia y el niño habíale oído llamarle con sus labios: “perro sarnoso”.

Cierta noche el hijo había denunciado al padre, corriendo a la calle y llamando a voces a los vecinos: « ¡al ladrón, al ladrón!», decía. Y armados de garrotes, las gentes, los soldados, corrieron en la noche tras el hombre, que huía, huía locamente, con lágrimas en los ojos como un perro acosado. Una piedra le derribó en el polvo, pero logró ganar a rastras el bosque y con ayuda de las tinieblas volver a verse libre.

Anduvo, anduvo mucho, arrastrándose en lo más intrincado de la selva, ganando largos trechos en medio de los arroyos, durmiendo en las ramas de los altos árboles, por temor a las fieras, despedazado el traje y la piel... y el corazón. Comía raíces cuando no hallaba frutas y oraba arrodillado en los riscos o en los claros del bosque donde el sol caía a plomo en las horas meridianas.

Una honda herida le cruzaba la frente en sentido diagonal y el pus amarillento, trasudando sobre una carnaza verdosa de gangrena, se confundía a veces con sus lágrimas.

Veníanle cortos estremecimientos de frío y largos lapsos de fiebre cuya sed calmaba, a falta de agua corriente, con la de los pantanos apestosos o con la humedad salobre de sus lágrimas.

Una hermosa noche de luna llena, en el paroxismo de su fiebre, sentado sobre la hojarasca en un claro del bosque, vio llegar una hiena de ojos sanguíneos y erizadas cerdas, que parándose frente a frente, le miraba en silencio. Hizo la señal de la cruz y sus recios labios articularon apenas el nombre de Jesús. La fiera entonces, se convirtió en una piedra.

La sed apremiaba. Grandes gotas de rocío caían de las altas hojas acariciando dulcemente la faz del moribundo. De pronto un agitar de alas batió el aire por sobre su cuerpo y cuando el fraile logró entreabrir los párpados, vio ante sí una sombra oscura que tenía dos enarcadas alas abiertas como las de un ángel y que tendía las manos hacia él.

Con un esfuerzo supremo, logró sentarse y abrir los ojos. Tenía ante sí un ángel, pero era un ángel negro, de clámide vaporosamente negra y que llevaba entre las manos un cáliz, negro también, lleno hasta los bordes.

El ángel invitaba y el fraile, ya sin llorar, ya sin recelar, como en un vago sueño, tomó de las manos angélicas la copa y la vació anhelante.

Luego entró en un pesado sopor y cuando los pájaros le despertaron con sus melodías salvajes, el bosque se doraba al sol y él se sintió fuerte, sano y alegre. Sobre su frente la herida, cicatrizada ya, estaba seca.

Largo tiempo meditó sobre aquel extraño y milagroso sueño y no supo pensar si el favor le llegaba del Cielo o del Infierno; por la mano de un ángel sombrío o por la de un demonio quemado. Seguro de que su alma estaba ya vendida a Satán, no vaciló en creerlo todo obra suya. Así le prolongaba la vida para su servicio, que él prestábale gozoso por amor a Jesús.

Comparó allí mismo su vida, con la de los reptiles que trepaban por las ramas anillándose y babeando encima de las hojas brillantes. Había sido su vida para la traición y el crimen; deshonrando primero a una virgen; martirizando después a un niño; robando las joyas sagradas de un altar... Pero al ver a los pájaros espulgándose entre las ramas floridas y las mariposas flojamente alegres entre el frondal, creía oír una suave voz como la del arroyo que le decía: “Todo por el amor de Jesús. ¿No salvaste acaso del pecado mortal a un niño mal avisado? cuando maltratabas a tu hijo, ¿no desgarrabas tu propio corazón y hacías brotar en aquél las flores de amor para la buena madre? Has liberado del Infierno a dos hombres tentados por el maligno ¿No es todo eso amor? ¿Cristo no habría hecho otro tanto?”

Al pensar así se horrorizaba. ¡Oh, no!; Nuestro Señor no habría cometido infamias tan grandes. Habría hallado el modo de arreglar todo bien!

Sentíase perdido irremediablemente y sin embargo confiaba en la clemencia de Jesús, en aquella justicia de Dios que se llama Misericordia.

Arrodillóse el santo hombre sobre las frescas hierbas y dio gracias al Cielo que aún reservaba para su pobre vida la protección del Demonio. Así permaneció largo rato en éxtasis ante toda aquella grandeza. Los altos troncos escurrían el rocío que resbalaba en fogosas gotas de oro o en argentados regueros. Los pájaros festejaban en el grato calor del ambiente, derrochando la alegría de sus corazones musicales entre las hojas esponjadas y un tierno perfume de menta subía en lentos efluvios, ungiendo el aire y suavizándolo. Todo parecía querer cantar. Fray Uraco sentíase ágil, rejuvenecido. Se alzó por fin y tomando entre sus manos una rama a modo de cayado, marchó entre las plantas admirando de un modo goloso la belleza de las cosas terrenales.

Así anduvo mucho tiempo y por fin llegó a una pradera donde las altas hierbas, cimbrando al soplo de la brisa, iban desvaneciendo su verdor hasta azularlo en la lejanía donde una laguna de coruscantes aguas, resplandecía bajo el Sol.

Respirando tanta amplitud, el santo varón alzó las manos en un abrazo a la gloria y hermosura del paraje. De repente, de uno de los árboles vecinos, vio saltar un enorme gato, un jaguar de tonos metálicos.

La maleza se abrió en un ancho trecho y un grito de espanto que estremeció a Fray Uraco, hizo callar a los pájaros. Vacilante el santo hombre, se acercó y vio lo que pasaba.

Tirado en el suelo, con las patas al aire, un cervato, sangrando ya, hacía desesperados esfuerzos por librarse de la fiera, que, cual si se gozara en su obra, teníale cogido bajo una de sus patas pesadas como peñas y mirábale de hito en hito, con voluptuosa complacencia.

El jaguar iba a destrozar por fin la cabeza del indefenso ciervo, pero en aquel momento una mano fuerte le sujetó arrebatándole la presa con la rapidez del viento.

El terrible felino recogióse, sorprendido al pronto. Era Fray Uraco que le arrojaba a un lado diciéndole cual si hubiera podido entenderle: “¡¿Qué haces, pobre bestia?!” Y rompiendo la columna al cervato de un sólo golpe con su bastón, le arrojó muerto a los pies de la fiera gritando: “Toma, Dios me perdone!...”

Después de mirarle de un modo estúpido, el jaguar, con la presa entre las fauces; de un salto penetró en el bosque.

Todo aquel día, que fue ardoroso y largo, permaneció el santo hombre, tendido boca abajo, en penitencia, en aquella pradera, bajo una cerrada nube de tábanos.

Otra vez débil, dolorido, fatigado, a la caída de la tarde, el santo varón, emprendió el éxodo.

¿A dónde iba? ¿cuándo llegaría? ¿por qué sus pasos seguían el rastro fulgurante de una esperanza? ¿por qué el Señor no le arrojaba de una vez entre las llamas del Infierno, aquel Infierno de sobra ganado por él al servicio de Dios?...

Derivó toda la noche por aquella pradera, a la luz de la Luna. Ya no podía ver el lago; y las hierbas cada vez más altas, impedíanle a ratos ver el cielo. Caminaba haciéndose paso con esfuerzo y aprovechando las brechas abiertas por los siervos, que agitando el mar de verdura, como ráfagas vivas, huían al advertirle.

La noche siguiente la pasó toda andando siempre entre la hierba, con el agua hasta el tobillo, hundiéndose a veces en el fango de donde no creyó salir más. Los ofidios huían casi entre sus piernas, silbando recelosos. Sin hacer caso alguno de él las grandes iguanas de corroncha esmeralda, subíanle por los pies persiguiendo los insectos que en un monótono zumbido, no interrumpido, arrullaban el silencio nocturno perfumado y lunecido.

Rendido, hambriento, sudoroso; con una sed que lo estrangulaba; los pies llagados, desangrado por los insectos, que no se atrevía a espantar de sus carnes por temor a matarlos. Uraco llegó por fin antes de la aurora a orillas de una laguna. Tendido de bruces sació la inmensa sed. Tuvo aún fuerzas para lavar sus miembros derrengados del cieno que los cubría y para comer algunos icacos que pudo encontrar a orillas del agua. Luego, acostado entre dos raíces, quedóse profundamente dormido.

Era ya medio día cuando un extraño rumor le puso en sobresalto. Dos saurios, con las cabezas fuera del agua le contemplaban moviendo la cola con lento ondular que estelaba el agua verde. Era su quietud casi cariñosa, como en muda oración y protección. Tendidos largos en la calma del agua cortaban con sus masas oscuras la reverberación, como manchas en una gigantesca esmeralda. Uraco les miraba con repugnancia. Sentía su cuerpo maltrecho y atrofiadas las articulaciones.

No podía apenas moverse y veía con espanto las fauces cada vez más cerca de sus piernas.

¿Iba pues, a morir de tan cruel manera? Comenzó a rezar sin tratar ya de levantarse.

Pero los saurios en vez de morderle se arrastraban a sus pies y le acariciaban como mejor podían, chafando con sus trompas ásperas sus pantorrillas.

Uraco comprendió: aquellos bichos le adoraban como a un Dios, ¡Verdad!... Los reptiles son seres que adoran a Satanás. Gruesas lágrimas brotaron en sus ojos y quiso hacer con los dedos la señal de la cruz, pero estaba todo él entumecido y no lo pudo lograr.

Un día topó en la pradera con un piquete de soldados que iban a Jutiapa a las órdenes de un sargento llamado Fernán Pereda. Trató de huir, pero fue cogido y conducido con las manos atadas y a pie entre dos caballos.

Al llegar a Jutiapa nadie hubiera podido reconocerle. El polvo le había puesto gris y estaba tan flaco y extenuado por la fatiga que sólo un milagro le mantenía en pie.

A los pocos días se le dejó libre y fue tenido por loco al principio y después por santo. Todos los días se le veía por la plaza haciendo penitencia, arrodillado en una piedra angulosa y golpeándose el pecho fuertemente con ambos puños, elevada la faz al cielo, corriéndole las lágrimas por las descarnadas mejillas.

En aquel lugar vivía un mestizo llamado Orlando, hijo de una liberta anciana, hombre corpulento y bien intencionado que hacía el oficio de herrero.

Orlando acogió a Uraco en su choza; cuidando de él como de un hermano, compartiendo con él el pan de su casa y protestando de la ayuda que el buen fraile le prestaba casi forzosamente tirando todo el día del fuelle de la fragua.

Cierta vez pasó por el camino una comitiva, llevando en una litera a una enferma.

Venía de muy lejos y estaba compuesta de caballeros, soldados y frailes. La enferma era la mujer del Oidor Álvaro Gómez de Abaunza y había sido secuestrada, como consecuencia de un ardid tramado por el Gobernador Valverde, mortal enemigo del Oidor. La joven acababa de ser rescatada, pero con tan mala suerte, que una flecha envenenada le había herido ligeramente el muslo y durante la jornada la acción del veneno la había postrado y la había puesto mala.

Detúvose el cortejo a la sombra de una ceiba y dos caballeros, desmontando se llegaron a la herrería donde el buen Orlando castigaba a la sazón la punta de una lanza.

Uraco, con los ojos extraviados, miraba lánguidamente las brasas que ardían torturadas por
el fuelle y tiraba de la cuerda.

Al ver llegar aquella gente el herrero suspendió su trabajo y vino a recibirles en actitud servicial.
Uno de los caballeros dijo:

—Decid, buen hombre, ¿por ventura tenéis noticias de algún hechicero, curandero o cosa por el estilo, que haya en esta población y quiera venir al momento? Será bien pagado. 

—Lejos de aquí —dijo Orlando— hay una mujer bruja, pero no veo la razón de llamarla habiendo en Jutiapa un facultado doctor en medicina, el Hermano Claudio, Prior del convento. 

—No es —dijo el otro caballero— un médico lo que habemos menester en este momento, sino un hombre o mujer que sepa curar las heridas emponzoñadas que causan las flechas de los bárbaros.

El ex-fraile, quien se había acercado a escucharles, se adelantó a los caballeros y dijo:

—Yo sé curar las heridas, pero de un modo tan primitivo y cruel, que acaso no convenga a vuestras excelencias.

— Decid cuál —dijeron a una los visitantes.
— Succionando la herida con los labios. El más alto de los caballeros dio un bote y echó mano a su espada mientras sus ojos inyectados parecían querer devorar al santo fraile, que bajó humildemente los suyos y esperó la carga. Pero el otro interpuso su brazo y dijo al Oidor, que no era otro el enojado:

- Pensad, señor de Abaunza, que la vida de vuestra esposa está en grave apuro y que tal es siempre de grosera y dolorosa la curación, como la dolencia que la necesita.

—Pero, —dijo el Oidor— ¿voy yo a permitir que labios plebeyos y oscuros se posen en las carnes de doña María, aunque fuera en otra parte menos vedada de su cuerpo? ¡No, mejor se muera!

Dio media vuelta y fue a reunirse con el cortejo. El otro caballero, moviendo la cabeza a la vez que encogiéndose de hombros, se fue tras él.

El herrero dijo volviendo a tomar el mazo:

—Por qué no lo hace él?...

Pero Uraco no contestó. Inmóvil en el camino, meditaba y se ponía poco después de rodillas para orar por la desgraciada peregrina.

En aquel momento se oyeron gritos y carreras. Un hombre vino por agua. La enferma se moría. Un viejo fraile se preparaba para la extremaunción. Caía la noche y entre retazos de cielo verde, palpitaban ya las primeras luces del espacio y las sombras se tendían en el camino inundando las veras.

Todos estaban de hinojos en redor de la litera de doña María. El señor Abaunza, con el rostro entre las manos, sollozaba. El fraile viejo, con las manos en cruz, rezaba apuradamente y pálida sobre las mantas acolchonadas con hierbas, la enferma con la fiebre muy alta, se estremecía apenas y por ratos llevaba las manos a la garganta y un grito ronco se escapaba de entre sus labios llenos de espumarajos y de babas. Era joven y bella sin duda; negros los cabellos, y rizados, y los dientes menudos y brillantes como las perlas.

Sus bien formados senos transparentábanse bajo el escote blanco y con blanda turgencia, bajaban y subían inquietos como las ondas de un lago reposado.

Un cántico de buena-muerte se alzó de pronto, mezclándose su seca resonancia con los húmedos sollozos del marido. Pero he aquí que una sombra se adelanta entre las sombras y abriéndose paso entre la asustada comitiva, se llega a la enferma, y tomándole las manos con brusco ademán, la hace erguirse en el lecho de muerte y una voz ronca, trémula, candente, le grita:

—¡¡Álzate y sana en nombre del Demonio!!

La consternación deja paralizados a los circunstantes, que escuchan aquello llenos de pavor.

El señor de Abaunza, en pie, no osa dar un paso. Con el cuerpo tembloroso, los ojos espantados y los labios flácidos, mira aturdido, cómo Uraco ayuda a su mujer a erguirse, a reclinarse en las almohadas. Observa la rápida reacción en la agonizante quien respira ahora mejor, entreabre los párpados, deja de estar convulsa y se queda dormida y como sonriente.

Tres frailes lanzáronse entonces sobre Uraco y con la furia de unos poseídos empezaron a golpearle con las cuerdas arrancadas de sus sayos, exorcizándole a voces y maldiciéndole.

Uraco, encogido, sumido, embriagado por un vago misterio de horror y de grandeza, mezcla de terror y orgullo, que brotaba del fondo de su ambiguo ser, cayó arrodillado en el polvo del camino, sintiendo doblegarse su alma bajo el peso de lo sobrenatural, como una rama cargada de frutos agridulces y sintiendo en sus carnes, como caricias los golpes, mientras sangraba miel de perdón por las heridas que en su espíritu causaban las maldiciones de los franciscanos.

No cabía duda de que se había operado un milagro, de que él, Uraco, en nombre del Demonio, amo y señor de su alma (que cada día se alejaba más de Dios por el inmenso amor que le guardaba), había hecho un milagro, arrancando de la muerte a doña María. Casi tanto como hiciera aquel que alzó de entre los muertos a Lázaro, con un breve “¡Surge et ambula!”. Pero ¡oh!, de qué distinta fuerza se había valido su loca abnegación!... Nada había impedido al Maligno el concederle a él, a él sólo, el don de desviar el inminente zarpazo de la Muerte, el de hacer posible lo imposible.

Luego entonces, el Demonio le protegía aún, cedía a sus ruegos, condescendía...

Había pues, en él, algo que ganar. Tenía aquel, interés en servirle, en atraerle. No le abandonaba como a cosa propia, suya, ganada, presa ya en sus redes. Había un lazo que le ataba todavía al Reino de los Cielos. Quedaban en su rosal algunas rosas. Podía esperar misericordia.

Esta duda preñada de misterio, llena de una dulce promesa, bálsamo de esperanza, pesó en aquel momento sobre el alma del fraile arrodillado, que sonreía llorando, sin hacer esfuerzo alguno por escapar a la cólera de los exaltados religiosos.

— ¡¡Brujo!! —gritábanle— ¡¡Energúmeno, hechicero infernal!! ¡¡Devuelve a Dios el alma que reclama y que le robas condenándola en los antros de Satán, por un miserable préstamo de vida!! ¡Aleja el hechizo! ¡Devuélvenos el alma de doña María, que sólo es del Señor!...

Y seguían maltratándole despiadadamente, hasta que un brazo fuerte y rapaz les arrancó las cuerdas arrollándoles en bravo empuje y amparando contra su pecho al ex fraile, que estaba ya casi desmayado. Era Orlando el herrero.

El señor de Abaunza, que había presenciado indeciso la escena, intervino entonces, pidiendo piedad para aquel hombre que, bueno o malo, le había devuelto lo que más preciaba de sus bienes terrenales. Quiso hacerles ver que su esposa no tenía por qué temer nada del Maligno, pues que no había contraído con él deuda de alma y que por el contrario, todo se había hecho a cargo y razón del hereje, a quien había de corresponder, y con justicia, entregándole dos talegos llenos, para su bien gozar, antes de la eterna condenación.

Los franciscanos discutieron y protestaron, descarnando un odio loco hacia aquellos blasfemos mestizos, a quienes acusarían y llevarían ante el tribunal inquisitorial sin más tardanza, enseguida; montando, en efecto, y alejándose por la sombría calle hacia el convento.

Doña María, entretanto, habíase reanimado y sosegadamente, pálida y flácida, pedía un poco de agua y una calma para su sueño. Sentíase mejor. No le dolía la herida y sólo un leve mareo la tenía indispuesta.

Suave claridad se diluía en el espacio azulando la noche y dulcificando el paisaje. Era la Luna anunciando su orto tras los cerros enmontañados que en oleadas inmensas invadían el sereno horizonte. Brisas extraviadas hacían cimbrar las ramas negras, en todas direcciones, produciendo en las frondas un vago rumor de marea. El señor de Abaunza, turbado, sí que contento, se acercó a la choza en donde Orlando lavaba con ternura de padre las carnes maltratadas del santo.

—A fe mía —dijo— que sólo hallaréis salvación en la fuga. Tomad ese oro y huid por las montañas a otra parte, pues esos frailes os matarán de fijo.

—Yo no puedo dejar a mi madre —dijo Orlando— y tampoco puedo llevarla, puesto que no se halla en condiciones de hacer una jornada. Está ciega y paralítica.

Y luego, bajando la voz e inclinado sobre el oído del caballero, murmuró:

—Este hombre, a quién he dado asilo en mi casa, es tenido por loco y nada habrá de ocurrirle, más yo creo que antes bien es un santo y no un loco o un demonio.

— De que es un hechicero a mí no me resta duda ha pactado con el Diablo. Ya habéis visto cómo en su nombre ha devuelto la salud a mi esposa —contestó el Oidor meneando la cabeza—. Le ahorcarán o le quemarán en público. Haced lo que os digo si estimáis en algo vuestro pellejo. Podréis tomar dos de mis bestias y marcharos a Cuscatlán.

—Yo no debo dejar a Orlando —dijo Uraco contrito—. Es el único ser que ha aprontado un bálsamo a mis dolores.

Pero Orlando protestaba y quería que el ex fraile se fuera y le dejara abandonado a su suerte.

Uraco prometió al fin marcharse, y despidiéndose con lágrimas y sollozos, montó y se perdió en los recodos del camino. Pero no bien hubo andado una milla, cuando se detuvo en un bosquecillo en el que dio libertad a su caballo y rondando el pueblo, volvió a entrar en él y se ocultó en la casa de un anciano, su amigo.

Al día siguiente, Orlando había sido preso y conducido más tarde ante el Santo Oficio. Era acusado de convivir con el Demonio, de darle asilo en su casa, de haber blasfemado, de haber maltratado a unos frailes, por lo que fue condenado a morir en la hoguera, pero por intercesión del señor de Abaunza, se le permutó por la muerte a palos.

Sin embargo, se presentaba una gran dificultad para llevar a efecto la condena, No había verdugo en Jutiapa y por halagadora que se hizo la oferta, nadie quiso hacerse cargo de la plaza. El que hasta entonces había hecho de verdugo, estaba en cama moribundo, con fiebre maligna.

Ante semejante contratiempo, el ávido furor de los frailes se encabritaba y rugía, pero con el transcurso de los días se apaciguaba y se aplacó a tal punto, que ofrecieron a Orlando el perdón de su vida, para que se hiciera cargo de aquel infame oficio de que tanta necesidad había el clero vengador.

Orlando aceptó, por su madre y por su vida, llenando de gozo el alma de los crueles, que miraban en su recia contextura, un soberbio ejemplar del verdugato.

No se soñó siquiera, en buscar a Uraco, tan convencidos estaban de que se trataba del Demonio en persona.
Doña María estaba ya completamente repuesta, su herida casi cicatrizada, y a los pocos días pudo seguir su viaje a Santiago de Guatemala, en donde pensaba acabar de restablecerse con ayuda de Dios y de la Ciencia.

Dos meses habían transcurrido, después de los acontecimientos que quedaban descritos; de nuevo se reunía hoy el tribunal inquisitorial, para juzgar a dos hombres que habían robado a un fraile cuando se encaminaba a la Capitanía conduciendo los diezmos de Sonsonate. Los ladrones fueron condenados a la horca, para lo cual se dio aviso al verdugo, quien debía ejecutarlos al amanecer del día siguiente.

La noticia se corrió por el pueblo despertando en todos una salvaje curiosidad.

Hacía seis meses que no ocurría en aquel lugar cosa semejante.

La gente, y en especial, la soldadesca, tenía sed de sangre.

Aquella noche una sombra furtiva rondaba la casa de Orlando el verdugo; se ocultaba tras los troncos del solar propincuo pasando inquieta de uno a otro y avanzando cada vez más. Una luz brillaba en la ventana y se oían las voces de dos hombres y el arrastrar intermitente de una cadena de grillete.

La noche estaba oscura. El silencio era sólo cortado por el grito de los tecolotes y el chirriar de los grillos. De vez en cuando, un rápido lampo llenaba el cielo de un ámbito a otro, dejando ver las nubes, que en muda avalancha invadían los cielos.

Dos hombres salieron al camino y se dispusieron a entrar en el pueblo. Uno de ellos era Orlando que llevaba una cadena atada al tobillo y rematada por una bola de hierro, que recogía con sus manos para poder andar con libertad. El otro caminaba sin cadena y hablaba acaloradamente.

Entonces el espía salió al camino y aproximándoseles por la espalda con atolondrada decisión, se arrojó sobre el gigantesco verdugo.  Un puñal brilló a la luz de un relámpago y un grito ahogado se escapó de los labios del herrero, quién cayó muerto al momento. El otro arremetió contra el traidor y le desarmó sin esfuerzo. A la luz de los lampos, reconoció la renegrida y llorosa cara de Uraco, el ex-fraile, el endemoniado.

Llevóle preso.

Al día siguiente, una multitud ávida, descaradamente cruel, se aglomeraba en redor del patíbulo.

En un montículo convenientemente allanado, se hallaba la mesa de los jueces. Altos clérigos presidían ataviados con tricornios y dalmáticas negras. Sus caras de pedernal, impávidas y rígidas, se enmarcaban en las espumosas golas de encaje, con terrorífica expresión de inmutable rigor.

De pie sobre el tablado, había un hombre negro y escueto, que no era Orlando y que con las cuerdas enroscadas a los brazos, permanecía quieto, con los ojos fijos en el lejano cielo, como si se hallara en meditación y lejos de la muchedumbre, que fijaba espantada sus ojos glotones en el que había reconocido ser Uraco, el que fue loco, pasó a ser santo y se tornó un día, demonio.

El santo hombre había llegado al patíbulo, no para purgar en él la larga cadena de crímenes en que su vida se había resuelto, sino como verdugo, para continuarla, para desbordar en sangre hermana todo el inmenso amor de su alma, enajenada por amor, loca de amor, sublimemente mala.

Era una vez más el instrumento de la fatalidad, apartando siempre la mano que se tendía en servicio del mal, para interponer la suya. Vengador de extraños odios. Colmador de ajenos instintos rapaces. Había dado muerte al hombre que le acogiera con los brazos abiertos, le sentara en su mesa, compartiera con él su lecho.

Alevosamente, por la espalda, había asesinado a Orlando; Orlando, caritativo y noble espíritu que lleno de gozo le dispensara una decidida protección.

El haría ahora de verdugo, no sabía cuánto tiempo, hundiendo sus manos hasta el fondo en la sangre del Señor, para que otras no se mancharan. Para él sería todo el fango. El arrollaría con toda la infamia de la Tierra, arrebatándola a los otros, a estocadas si se hacía preciso. Sólo él cargaría con las culpas, cayendo y alzándose apenas, para recoger un poco más de escoria. 

Arrastrando en su camino aquel fardo de su conciencia, lleno de horror y de dolor, como Jesús en la calle de la Amargura con la cruz de su gloria.

Cristo había venido para predicar el Bien. Él no lo predicaba ni hubiera soñado esperar mejor cosecha. El venía para amenguar el Mal. No para lavar la mancha de los hombres, sino para evitar que se mancharan más. Hubiera querido ser múltiple en el mundo; alargar su brazo entre los hombres doquiera el mal estaba por hacerse. Extender el radio de sus crímenes por el orbe entero. Hacerse el instrumento del mal, de y para la Humanidad. Luchar por ser él sólo el cruel, él sólo el monstruo, él sólo el maldito. Luchaba en fin, por monopolizar el pecado; por ser el Demonio. Luchaba pues, por ser el Demonio, pero un demonio egoísta, que acaparara para sí todo el mal de los hombres; no permitir que otro untara sus manos en su fango, su tesoro, el suyo, ganado al mundo en noble lid y por servicio del Señor.

Sentíase, soñando, algo así como el agua de un bautismo más amplio que el de Juan, pues que corría por el cuerpo de los pueblos, lavando, no sólo la mácula del pecado original, sino todas las manchas.  Él quería ser la fuente inmensa, fuente de amor, para las abluciones de una Humanidad asaz mugrienta, aunque la claridad de sus linfas quedara convertida en turbia grasa de pecado, negra como la pez, hedionda como la propia podredumbre. Una instintiva esperanza, le quedaba así y todo, pues, harto sabía él que de la podredumbre brota el germen de la vida y que la misericordia y dulzura de Dios, penetra hasta el antro más profundo de los infiernos del Infierno.

Ahora estaba preparado para ahorcar a dos criaturas que habían sido tentadas por el demonio de la codicia. Mañana tendría que alzar el hacha sobre el cuello de nuevas víctimas, que encender la pira de espantosos suplicios, que horadar las carnes con hierros candentes, arrancar la piel de sus hermanos con tenazas dentadas, magullarles las espaldas a fuerza de garrote y quizás ahogarles entre sus propias manos. Pero no lo harían otros. Pasó el tiempo. La debilidad de Uraco fue siendo poco a poco conocida sin ser comprendida. Los ladrones, los asesinos, los traidores, todos los prostituidos y malhechores, le buscaban y le empleaban en las más viles tareas. Al mismo tiempo, la astucia, el arrojo y la cautela, se habían desarrollado grandemente en el santo, con la práctica de la misión impuesta y una instintiva necesidad de conservarse sano y libre para llevar lo más lejos posible su cometido.

Toda esta gente depravada, en vez de amar a Uraco por su abnegación para con ellos, arrancando de sus manos el puñal del homicidio, robando para ellos, aun lo que para él era más sagrado, y cometiendo en su favor las más grandes atrocidades, se mofaba de él a sus espaldas, le llamaba imbécil, hipócrita y maniático y le hubiera visto de buena gana, empalado, cuando menos.

Uno entre ellos había llamado Gargo, que lloraba de risa oyendo a sus compañeros de hampa y crimen, relatar los hechos del ex fraile. Decidió un día jugar una mala pasada al verdugo, deseando probar hasta qué grado llegaba su locura.

Era el día de Corpus Christi. Aquella mañana se celebraba en Jutiapa una misa solemne. La plaza estaba repleta de gentes, reinando una algarabía y un tumulto pintoresco.

Una mujer, hermana de Gargo el truhan redomado, se finge enferma de gravedad y manda a llamar a Uraco, quien acude solícito, como siempre que algún enfermo necesita de cuidados.

La casa de esta hembra prostituida, estaba en los aledaños y allá se apresuró el buen hombre, sin sospechar siquiera, en un embuste.

Mientras atendía a la supuesta enferma, entraron en la casa diez o doce indios de Mita, armados con hachas y palos, vociferando, y maldiciendo contra Cristo y su santa memoria. Iban capitaneados por Gargo y clamaban rebeldes, contra los frailes y los santos, anunciando la palingenesia de los ídolos mayas.

Escandalizado el santo, trató de contrarrestar las iras y blasfemias de aquellos energúmenos, sin éxito y quedando completamente aturdido al escuchar de Gargo los propósitos alentados por la turba. Irían aquella mañana a la ermita y en pleno corazón de los oficios, invadirían, saquearían, harían pedazos la imagen del crucificado, para que fuese sustituido por Cuculcán.

Uraco elevó las manos al cielo y con lagrimosa voz, pidió perdón al Dios Supremo para aquéllos, que una vez más, no sabían lo que hacían. Luego, en un arranque de heroico amor, ofrecióse para ser él quien destronara la imagen sagrada, de su divino palo. No podía dejar que aquellos pobres indios, anegaran sus almas con el más espantoso de los sacrilegios cometido en la faz de la Tierra por los descarriados hijos de Adán.

Era el momento calculado por el vil Gargo. Dijo:

—Tú serás el protegido de Quetzalcóatl, tú serás glorificado. Arranca del leño a ese intruso dios blanco, de los blancos y hecho para escarnio de nuestra raza, que no supo hacer perdurar la influencia de sus dioses. Mañana, Cuculcán coronará el altar de esa ermita y en su loor se sacrificarán tres frailes barbudos. Todo está dispuesto para el motín.

Corría el año de 1595.

Mientras tanto, en la ciudad de Guatemala, el Provisor del obispado, Fray Cristóbal de Morales, concertaba con un pobre escultor llamado Quirio Cataño, un crucifijo.

Era Quirio Cataño un inspirado artífice, aunque su nombre vagaba aún en las tinieblas y su estómago se resentía muy a menudo del mal comer. Fray Cristóbal habíale tomado bajo su protección y observándole de cerca, llegó a descubrir en él un refinado espíritu de artista. Los leños informes astillándose entre sus manos, tomaban divinas formas. La sórdida palidez de los lienzos, cobraba al contacto de su brocha, una vida palpitante. Un día salió de entre sus manos el Cristo yacente más patético: hecho en un tronco de naranjo, tenía la palidez de un cuerpo muerto, que el tinte natural de la madera le daba a perfección. Fue el primer paso en firme que Cataño diera hacia la celebridad, en el camino de las divinas imágenes. Su triunfo fue ruidoso, visto lo cual, el reverendo Fray Cristóbal le encomendaba ahora una representación del crucificado, para lo cual pediría durante cuarenta noches la inspiración sacra, que había de iluminar la concepción del artista, sin duda alguna. Pagaría a Cataño cien tostones de a cuatro reales de plata cada uno, adelantándole al efecto la mitad más diez de ellos y acumulando sobre su cabeza todas las bendiciones del cielo. El Cristo lo destinaba para el lejano pueblo de Esquipulas y dejaba a voluntad del escultor todo el proceso, encomendándole tan sólo, que debía medir, en la imagen, vara y media de alto.

Tan delicada encomienda, torturó el espíritu de Quirio Cataño durante muchos días.

Tres intentos hizo y otras tantas veces fracasó, desesperado y pidiendo de rodillas la sublime luz de que su impulso carecía.

Fue entonces cuando la noticia del horrendo sacrilegio cometido en Jutiapa en la divina imagen del Señor, corrió por Guatemala escandalizando al vecindario, que indignado reclamaba una pronta venganza. Algunos no podían imaginarse cómo pudo llevarse a cabo tamaña afrenta sin que un rayo conductor de la cólera divina fulminara al osado. Era el caso que un hombre llamado Uraco, de pésimos antecedentes, y a la sazón verdugo de Jutiapa, había penetrado durante la misa del Corpus a la ermita y arrojándose en el retablo, había echado a tierra, con ayuda de un hacha, la imagen de Jesús.

Sola, había quedado la cruz, mostrando los clavos escuetos. Indios religiosos de Mita y Camotán se habían apoderado del malvado y pedían a gritos por el pueblo la crucifixión de éste en la misma cruz que su hacha acababa de dejar vacía.

El clero, furibundo, en consejo, había resuelto que así se hiciera, y después de formar el tribunal del caso, fue condenado Uraco a cargar aquella cruz hasta la cumbre de los cerros en donde, un hombre conocido con el nombre de Gargo, se ofrecía para clavarlo y darle una lanzada en el costado. Aquel infame debía padecer, por fallo de los jueces, las mismas penalidades de que fue víctima nuestro Salvador. Sería azotado, escupido, abofeteado, coronado de espinas, cargado con la cruz y por último enclavado en ella para escarnio de blasfemos y lección de herejes.

Inútil es decir que Uraco protestó desesperadamente por aquella determinación tan absurda. No merecía su inmunda persona tamaña gloria. Su muerte debía ser una muerte vil, a palos, en la hoguera, en la horca... No quería tocar con sus oscuras espaldas la cruz del Mesías. No quería mancharla con su sangre plebeya, ni merecía cargar con el leve peso del santo madero del que la maldad de los hombres le había obligado a arrancar la imagen.

Más sacrilegio sería entonces el de aquellos frailes que le forzaban a ello, falsificando la muerte única del único hijo de Dios, con su infinitamente odiosa persona.

Pero todo fue inútil y el fallo se cumplió estrictamente. La muchedumbre fanática y sedienta de venganza descargó sobre Uraco toda la ira de sus negros corazones, reventándole las carnes a palos y llevándole al nuevo Calvario, cargado, no ya con el peso de la cruz y del insulto, sino con el de la vergüenza de que su dulce corazón se llenaba en el proceso de tan gloriosa condena.

Fue clavado, muerto de una lanzada, entre las carcajadas de aquéllos a quienes él mismo librara antaño del pecado, y abandonado a los zopilotes que ávidamente se cernían sobre su cabeza, haciendo espirales en el hermoso cielo azul.

Sólo un hombre entre aquéllos que le acompañaran en la vía de la dulzura y de la redención, le había mirado con ojos de amor. Solamente uno, había intentado por dos veces ayudarle con la pesada cruz de nogal, imitando inconscientemente al Cirineo. Este era Quirio Cataño, el escultor.

Habiendo llegado noticias de lo que ocurría en Jutiapa y de la extraña condena a que aquel monstruo se había hecho acreedor y hallándose en las circunstancias que ya conocemos: apurado con el encargo de Fray Cristóbal, falto de inspiración, indeciso y con las alas rotas por tres consecutivos fracasos, decidió ir a presenciar el suplicio que tan a propósito llenaría aquella gran necesidad, prestándole un modelo providencial.

Partió al instante y lleno de esperanza, al lugar del suceso y llegó precisamente a tiempo de asistir al Vía Crucis de Uraco.

Desde que fue iniciado el cumplimiento del fallo, sugestionado por la apariencia tranquila y dulce del preso, Quirio Cataño empezó a ver en él al Cristo de Galilea. Su dúctil imaginación de artista transportóle presto a una época lejana, más de mil quinientos años atrás, en un remoto país, donde idéntica muchedumbre acabara un día con el que había de ser amo y señor de las almas.

Siguió a Uraco entre todos; llenos de lágrimas los ojos; el corazón opreso y los labios amargos. Quiso ayudarle con la cruz y no le dejaron. Pretendió ofrecerle agua y le expulsaron del grupo.

Siguióles hasta la cumbre y desde lejos presenció horrorizado la crucifixión. Cuando uno de ellos le dio la lanzada, el grito de Uraco hizo estremecer todo su cuerpo y en su corazón sintió un sosiego inmenso cuando observó que había muerto. Oculto tras las ramas de los pinos, sus ojos bebían ávidamente el encanto místico de aquella escena.

Cuando todos se hubieron marchado, dejando aquella cruz, otra vez llena, enclavada en la cumbre, destacando su triste silueta sobre el cielo profundo de la tarde. Quirio Cataño acercóse trémulo y se quedó extasiado.

Ah, en la cruz, se veía, tal como lo describe la Pasión, extenuado por la fatiga, demacrado, cadavérico el semblante, pero siempre marcada la dulzura y majestad de su divino rostro.

La difícil posición del cuerpo y de las tibias, hacían resaltar las rodillas, teniendo como corridas hacia atrás las carnes de los muslos, en actitud de indicar gran fuerza, pues sostenían todo el peso del cuerpo, en tanto que los brazos, que sufrían aún más, daban bien a conocer por la marcada alteración de los músculos que cubrían los hombros, cuánto habían sufrido en el martirio, como que de aquellas extremidades estaba suspendido, el santo cuerpo, de la cruz, sin más apoyo que la cuña sobre la que descansaban los pies.
Todo esto observaba con ligera ebriedad el buen Quirio Cataño, mientras hacía sobre un lienzo un boceto de Uraco en la cruz.

Pero: ¿por qué era de color oscuro aquel Cristo? La sangre bermeja que goteaba de las heridas, o corría en regueros por el rostro, el pecho, las piernas y las espaldas, apenas si destacaba sus rosas en las carnes oscuras. De la llaga del costado, veíase escurrir la sangre, que se iba coagulando en la cintura y sobre el taparrabo indígena y un último grumo de coágulo, quedábase en la herida misma.

Sabía Cataño, por la tradición, que el rostro de Jesús era hermoso, majestuoso, de color ligeramente trigueño, sus cabellos de color castaño maduro y sus ojos avellanados, y no obstante este rostro se aparecía humillado, largo y enjuto, sus cabellos y barbas eran negros y lacios y sus ojos veíanse profundamente oscuros y rasgados.

Pero de todo él emanaba un halo de espiritualidad y candor preñado de santidad, que hacía florecer las manos de Cataño mientras, ávidamente, trazaba sus líneas e imprimía en el lienzo el tinte justo de la imagen. Para él era aquél un aparecido, el inspirador divino de su obra futura y no quiso sacrificar a la historia ningún detalle por pequeño que fuera. Haría un Cristo como aquel fantástico de la colina, oscuro y flaco, vaso de resignación, de piedad y de amor eterno, encajando el tamaño exactamente con el deseado por su protector.

Cuando Quirio Cataño, medio loco de júbilo, corrió cuesta abajo, después de haber diseñado el modelo de su obra, por los cuatro lados, caía la noche y las primeras aves negras se posaban ya sobre la cruz.

La obra de Quirio Cataño, llenó de asombro a todos, por su pureza anatómica y su poderosa fuerza psicológica. La encarnación oscura de aquel Cristo, fue atribuida a una evidente fuerza de concepción de la verdad histórica, que lógicamente nos lleva al hecho de que el cuerpo del Salvador, con los golpes se puso cárdeno.

Para esclarecer la intención de Cataño se razonaba así: “Y bien: ¿no hemos leído que Isaías con su espíritu profético vio al futuro Mesías, muchos años antes de que apareciera revestido de nuestra carne mortal, reducido a la triste semejanza de un leproso, llagado desde la cabeza hasta la planta de los pies? Y no se realizó esa profecía, cuando llegada la hora de la Pasión sufrió en su purísimo cuerpo más de cinco mil azotes, hasta quedar hecho una sola llaga, pudiéndose contar todos los huesos? ¿No sabemos que su sangrada cabeza fue golpeada y herida, y cruelmente abofeteado su santísimo rostro? ¿No sabemos que corrieron por su faz hilos de sangre, efectos de aquella corona de espinas que taladró su augusta frente? ¿No sabemos que caminó para el Calvario, jadeante de cansancio, exhausto de fuerzas, bajo un sol ardiente, en medio de una nube de polvo producida por el tropel de la impía turba que le seguía? ¿No sabemos, por último, que estuvo clavado en la cruz por espacio de tres horas, agonizando hasta morir? No debe pues extrañarse, sino admirarse el ingenio y habilidad del escultor, cuando representa así al Señor, tal cual debe representarse en realidad”.

Pero Quirio Cataño guardó su secreto en el más austero hermetismo, y la imagen de aquel hombre que se llamó Uraco y que tantos males hiciera en este Mundo, para salvar de las llamas del Infierno a otros tantos seres, condenando su alma, como él decía, en servicio de Dios y de los hombres, se trocó en la venerable efigie de Cristo misericordioso, que no pudiendo admitir su alma por de pronto, en el Reino de los Cielos, como tampoco enviarla a los profundos Infiernos, la destiné a morar en el vaso de una santa escultura, colocándola así en el punto de unión de aquellos: en la Tierra, que es lo más alto del Infierno, y en su imagen, que es lo más alto de la Tierra y que se toca con la Gloria.

Porque el alma de Uraco estaba condenada en el Cristo de Cataño, nimbándole de claridad celeste, prestándole esa vida que sólo es propia de raras esculturas sagradas y que el artista parece recoger como una luz de lo alto, luz divina, presa en las líneas de sus obras, como un encanto que las inmortaliza. Bien se comprende cuán grande aunque errado y absurdo era el espíritu de este triste mestizo desbordante de amor que fue una víctima más de la ingratitud humana. Modelando su vida a la de aquél, no en lo de vidente y sapientísima, sino en su gran amor a los hombres y las cosas, vivió luchando por ganarle almas a costa de la suya.

Sublime desinterés y abnegación la de este hombre, que se da al Demonio por amor a Jesús. Maravillosa antítesis de Cristo, que cree ser llegado, no como aquél, para purificar las almas con el Bien, sino para salvarlas con el mal. No para organizar un ejército iluminado con la misma fuente de su luz, sino para luchar solo, tenazmente solo, arrancando en el corazón de los hombres esa roca del mal que en su caída le arrastrará a la sima profunda del Infierno.

Loco sublime que hace vacilar con el empuje de su inmensa piedad, las bases firmes de la ciencia cristiana; que ofrece lirios de sangre y da besos de fuego, colocándose en un círculo fuera de las leyes divinas y demoníacas, hasta llegar, jadeando de amor y de dolor, a la conquista de un nuevo purgatorio, a la imagen de Jesús su señor e involuntario guía, encarnando un Cristo terreno, un Cristo misterioso, un Cristo único, un Cristo en fin, negro.





1.- Tomado de Salarrúe [Salvador Efrain Salazar Arrue], El Cristo Negro(Leyenda de San Uraco), San Salvador: Tip. La Union, 1936, Primera Edición. 


Para consultar los datos biobibliográficos del autor, puede el lector interesado acceder AQUÍ