Gerardo Pisarello | El hombre que vio al Mesías





Se había generalizado en el pueblo la creencia de que Luis Ramírez estaba loco. Pero no se hubiera podido decir si él sabía la opinión que la gente tenía de su persona. Si lo sabía, no se daba por ofendido ni tal opinión le preocupaba. Por el contrario, miraba a los vecinos, a los conocidos y a cuanta persona encontraba a su paso con una atención que si de algo pecaba, era de una cordialidad excesivamente atenta. Su indumentaria por lo demás llamativa, se centraba en un sombrero de alas pequeñas y tan ajustado, que sólo lograba hacerlo descansar en el medio de la cabeza. Era el sombrero, por sobre todo, el símbolo de su caballerosidad.

El ritual caballeresco de Luis Ramírez estaba en función de los encuentros en la calle. Si daba con un conocido, saludaba levantando en alto el sombrero y luego iniciaba un interrogatorio que llevaba a un diálogo de preguntas y respuestas:

—¿Cómo está usted?

—Bien, gracias.

—¿Y su señora?

—Bien también.

—¿Y sus hijos?

—Bien, Ramírez. Bien todos.

—¿Y su señora mamá?

—Bien; ya le he dicho que están todos bien.

—¿Y don Julano, su papá?

—Bien, bien —y para poner fin al interrogatorio, el examinado escapaba echando mano a una disculpa.

Ramírez entonces hacía una reverencia, y mantenien­do en alto el sombrero y mientras tenía al alcance al fugitivo, atacaba con la contraparte:


—Me alegro de verlo bien. Hágale presente mis salu­dos a su señora y a sus hijos. Y no olvide de saludarlo tam­bién a su señor padre y a su mamá...

«Toma la calle por su cuenta y quién lo sujeta al loco éste», había dicho doña Lucía, la vecina que no le perdía pisada. El cargo no constituía un invento de su imaginación. Era así. Pues no bien Luis Ramírez regre­saba de su baño en la laguna, se vestía con el único tra­je que sobrellevaba sus años y se lanzaba a la calle.

Pero los baños de Luis Ramírez en la laguna merecen mención especial. No tanto por constituir en sí un espectáculo desusado, como por el hecho de que venían a certificar esa creencia general sobre su locura.

No se remontaba a mucho tiempo atrás su costumbre de los baños en público. Un día comenzó a practicarlo a la vista y paciencia de la gente, y desde entonces lo con­tinuó haciendo. Él aparecía todas las mañanas antes de que saliera el sol en el puerto de la laguna. Fuera por pudor —ya que el lugar estaba expuesto a la mirada de los que pasaban— Ramírez se desvestía bajo una sábana. Y, una vez desnudo, se cubría con ella a manera de man­to y daba comienzo a unos ejercicios. Consistían éstos en una primer etapa de corridas y saltos, y luego en una segunda, más tranquila, en que elevaba al aire las pier­nas y los brazos para terminar con unas profundas fle­xiones de todo el cuerpo. Recién después entraba al agua. Y si el baño era el que podía darse cualquier persona nor­mal, no podía decirse lo mismo de la salida, en que vol­vía a su sábana, mas esta vez para cubrirse hasta la ca­beza y quedar allí quieto como bajo una carpa, por largos minutos.

Los reflejos del sol jugaban en la laguna cuando Luis Ramírez terminaba con los rituales de su baño.

Pero loco o no, tenía la asidua regularidad de un cuerdo. La tenía para estos baños en la laguna y la tenía para sus salidas a la calle.

Porque eso sí, Luis Ramírez salía a la mañana y salía a la tarde, sin olvidar nunca un rollo de papel que apre­taba bajo el brazo o en la mano. Eran papeles de asuntos judiciales y administrativos que los tramitaba en las pocas oficinas públicas del pueblo. Se lo hubiera dicho ocupado más bien en inspecciones de las calles. No había vecino que al salir no diera de narices con Luis Ramírez a la ho­ra que fuera y en el lugar más inesperado.

Surgiendo de improviso en las esquinas o de las oscuridades que hacían los árboles. Luis Ramírez se había convertido en la sombra de los transeúntes.

Se les aparecía con su caballerosidad habitual y nue­vo agregado, que a estar a la opinión de doña Lucía, era otra prueba de su locura. Pues ahora apuraba sus pre­guntas de atención referentes a los estados de salud de la familia del conocido, y decía:

—Sabe usted... sabe usted... ando escaso de dine­ro. ¿No podría usted prestarme cinco pesos, o aunque fueran tres, o uno?

A Luis Ramírez se lo veía atravesar las calles a lar­gos trancos y en actitud concentrada. De pronto se detenía en una esquina como observando el lugar o como esperando a alguien. Y ahí quedaba.

Por la época en que unida a su pobreza se le comenzaron a acentuar estas rarezas de carácter, fue cuando un hecho inesperado vino a turbar la tranquilidad tan descansada del pueblo.

Una mañana llegó un predicador evangelista y sin más preparativos que el aviso de práctica a las auto­ridades, levantó tribuna a la tarde en la plaza principal, la única por otra parte.

Caía ya la oración cuando el evangelista apareció. Se paró, sola su alma, en el sitio elegido —que era el centro mismo de la plaza—. Una que otra persona que pasaba de largo por las veredas de las calles laterales, y uno que otro curioso detuviéronse a mirar.

No se inmutó el predicador por la indiferencia ambiente y la soledad, que lo rodeaba. Tan pronto inició su discurso se pudo comprender que la justificación venía por su voz. Potente, atronadora. Y cayó sobre el pueblo y nadie pudo dejar de escucharla.

El sermón de amplio desarrollo, partía y rondaba alrededor de temas terrestres y divinos, enlazándose en versículos y palabras de los evangelios. Así se refirió a los pecadores, a los que no tenían otro motivo de movili­zación y de goce que los bienes materiales. Esto lo vinculó al párroco de la iglesia católica.

Su palabra tomó entonación inflamada, acusatoria. «Ahí lo tenéis —decía extendiendo el brazo en dirección de la iglesia, a un costado de la plaza—, ¿acaso se ignora que va negociando con la fe de sus devotos creyentes?, ¿acaso puede pensar en Dios, el que está ocupado y apu­rado en acumular riquezas materiales?». En otra parte del sermón, el predicador cada vez más enardecido, se detuvo a explicar la palabra de Dios, el verdadero Evangelio y la próxima venida del Mesías a la tierra.

Se había hecho noche completa cuando el predicador dió fin a su sermón.

Luis Ramírez, que escuchaba desde las proximidades, entró a la plaza y se le acercó. Cumplidas sus reverencias se los vio conversar largamente.

«Está poniendo a prueba el alma del evangelista», contestó uno, entre los que parados en la vereda, querían saber a qué había ido. A la distancia, lógicamente, nada podían oír, mas alcanzaron a ver que el predicador dejaba en manos de Ramírez una de las Biblias, de las que dijera en su prédica: “Enseñan a encontrar el camino del Señor”.

Volvió aquella noche José Ramírez a su casa con el espíritu reanimado. Las cosas que oyera antes, le impresionaban. Y si la valentía de decir del cura del pueblo lo que todos murmuraban sin atreverse a decirlo públicamente le llenaban de entusiasmo, se sentía grandemente trastornado con ese anuncio de la venida del Mesías. Se detenía y repensaba. Una paz y salvación a tanta miseria que cargaban los pobres, entre los que se incluía él con su familia.

Al ir a acostarse, acomodó sobre una silla que le ser­vía de mesa de luz, su flamante Biblia. En adelante se­rían con el otro: Naturismo y Cura por el aire y el agua fría, sus dos libros de cabecera.

Fue poco después —él lo atribuía a la nueva, traída por la buena influencia evangélica a la que tenía entregado totalmente su espíritu— que Luis Ramírez pudo co­brar unos honorarios por los trámites de esos demorados asuntos que atendía en las oficinas públicas.

Ya en camino a su casa decidió comprar ciertos artículos que de tiempo atrás no se veían en su hogar. Quería dar una sorpresa a su mujer. También pensó en él. Debía regalarse algo en retribución a tantas privaciones como llevaba sufridas. Recordó que en esa temporada última frecuentemente el ánimo se le deprimía y le pareció que para levantarlo y estimularse de vez en cuando, un poco de caña no le caería mal.

Tanto había andado aquel día que, como en los peores momentos, se sintió fatigado. Hasta la gana de comer se le había ido y resolvió acostarse a leer sin probar bocado. No logró hacerlo sino por contados minutos; el sueño lo vencía. Apenas si pudo ver en su Biblia lo que le interesaba, más algunos versículos que le recordaban la presencia del Señor. Dejó el libro y se durmió pensando en la venida del Mesías.

Luis Ramírez despertó a la mañana siguiente muy temprano. Aún faltaría una hora para que comenzara a aclarar. Su maldita depresión estaba despierta también. Se notó con ese cansancio que lo dejaba sin ganas para hacer nada. La cabeza le pesaba, los pensamientos le traían esas preocupaciones que terminaban siempre por sacarle el sueño. Hacía fuerza por no pensar, pero las ideas incontroladas le saltaban de un tema a otro... Aquellos clientes preguntándole de sus asuntos y achacándole la culpa de sus demoras... Su mujer, que no bien se levantara vendría a decirle que el dinero alcanzaría para un día más... «0h, Señor, Señor», exclamó y el sobresalto le trajo su propia voz extendiéndose por el silencio de la habitación. Lo calmó el convencimiento de que la venida del Mesías acabaría con tales miserias. Por la ventana abierta entraba la claridad de la mañana y él deseaba dormir un poco más... «El descanso del cuerpo y de la mente va unido al sueño», lo leía en su libro naturista... Después del baño... «Qué embromar», se di­jo... Acaso no había el inmediato estímulo alcohólico... Dormir sobre todo; después...

Dejó la cama. Nadie lo oyó andar. Cuando cerró la ventana para oscurecer el ambiente, volvió a acostarse. La cabeza le dio un vuelco. «Era así nomás», se dijo y quedó dormido.

No habría pasado una hora y despertó sobresaltado. Se sentó en el borde del catre y como movido por una fuerza extraña se lanzó fuera de la cama. Alcanza a ponerse los pantalones y no pudo seguir vistiéndose. El impulso frenético levantaba su voluntad empujándolo hacia la vida. Descalzo, en camiseta, se precipitó sobre la cama en que dormían tres de sus hijos. Los despertó. Tomó al más pequeño en brazos y a los dos que quedaban sujetándolos de las manos, comenzó a arrastrarlos fuera de la habitación.

La mujer, que levantada estaba en la cocina, al oír los ruidos extraños que se producían en el dormitorio, entró a ver qué pasaba. En ese preciso momento Luis Ra­mírez salía por la otra puerta a la calle en forma agitada.

—Luis, ¿adónde llevás a las criaturas?

Sin mirarla, desde la calle, gritó:

—¡Al agua! ¡Al agua todos!

Corrió a la puerta y lo vio alejarse hasta dar vuelta la esquina. Todo le hacía suponer que el marido había perdido la razón y dominado por el ataque llevaba los hijos a ahogarlos en la laguna. Desesperada salió a la calle para pedir ayuda a los vecinos.

Estos comenzaron a reunirse en la proximidad de la esquina por la que había desaparecido Ramírez. Y fueron cambiando ideas para ver qué hacer en el caso de que la locura fuera de atar. No pudieron continuar deliberando.

Al fondo de la calle en que se encontraban acababa de aparecer intempestivamente Luis Ramírez. Un alivio general recorrió a todos al notar que los chicos estaban con vida. El más pequeño volvía como fuera, en brazos del padre. Los otros dos, caminaban atrás. Pero en tan­to fueron aproximándose el desconcierto se hizo de nuevo. Era por el aspecto de Ramírez que, caminando por el medio de la calle mostraba en su físico y en sus ademanes, síntomas que poco se ajustaban a la cordura. Mojado él y los tres hijos, con las ropas pegadas al cuerpo y el agua que del cabello se les escurría por los rostros, componían un cuadro de sobrevivientes de un naufragio. Para más, él avanzaba haciendo violentos ademanes con el brazo y dando grandes voces.

En medio del silencio que reinaba en la calle y en la gente, Ramírez seguía avanzando. Enfrentó al grupo que lo miraba, levantó en alto el brazo derecho y gritó:

—¡Sí! Les anuncio la buenaventura: ¡Llegó el Mesías!

Y sin detenerse pasó de largo. La cabeza tan tirada atrás que su mirada sobrepasaba a los que lo observaban curiosos y sorprendidos. Siguió alejándose por la calle y repitiendo su anuncio, hasta llegar a su casa, a la que entró y cerró la puerta. Los vecinos y curiosos que a prudente distancia lo habían seguido, quedaron en las inmediaciones. Imaginaban que podía suceder lo peor, y esperaban.

Un silencio completo reinaba en la casa cerrada de Luis Ramírez.

A la hora, vieron entrar al médico. Y una hora des­pués, lo vieron salir.

La espera larga y el silencio de la casa se sucedieron por igual. Doña Lucía, la vecina a la que más de uno se­ñalaba por sus chismorreos alrededor de la falta de jui­cio de Ramírez, se sentía reivindicada ante el vecindario. Únicamente su curiosidad la tenía en desasosiego. ¿Qué haría el loco de su vecino encerrado ahí adentro. Próximo al mediodía no pudo aguantarse más con su impaciencia y decidió ir a informarse. No tardó en volver con la novedad tranquilizadora para los pocos que aún seguían esperando, de que Luis Ramírez, con unos calmantes suministrados por el médico, había quedado profundamente dormido.

—Por ahora duerme —agregó doña Lucía—, pero ¿qué irá a suceder cuando despierte y le hayan desaparecido los efectos del calmante?

—¡Eso! —exclamaron varios, juntando a las dudas de doña Lucía las suyas.

Entró ella a ocuparse de los quehaceres de su casa, pero dispuesta a no desentenderse de lo que pasara al lado. En tanto le comentaba a su marido el episodio sucedido, “y que por otra parte era de esperarse —porque ese hombre como ella lo venía sosteniendo— hacía mucho que no estaba bien de la cabeza”, doña Lucía iba hasta la puerta y observaba. «Escuchame lo que te digo, éste todavía va a hacer una barbaridad y como buen loco, desaparecer silenciosamente».

—Pero lo que es a mí, no se me escapa —sentenció jactanciosamente doña Lucía.

Fue una vez más hasta la puerta. Al ver que todo seguía tranquilo y rodeado del mismo silencio, volvió a entrar. Esta vigilancia la tuvo ocupada durante la tarde, porque al loco de su vecino se le había dado nomás por dormirse con la mayor cordura.

Serían las cinco de la tarde cuando doña Lucía oyó por fin, el esperado ruido de la puerta del vecino que se abría. Escuchó. El ruido era ahora el característico de una puerta golpeándose al cerrarse. Ella echó a correr hacia la puerta de calle y la abrió precipitadamente e intentó salir. Pero Luis Ramírez no la dejó avanzar. Estaba a dos pasos. Venía como todos los días vistiendo su único traje, con su corbata roja, su sombrero, su rollo de papeles bajo el brazo. Sorprendido por la salida inesperada de doña Lucía: que asomaba tan de golpe, se hizo a un lado de la vereda como si hubiera recibido un golpe de viento. Se inclinó en una doble reverencia, se sacó el sombrero y sosteniéndolo en alto con al misma amabilidad de siempre, repitió:

—Cómo está usted, vecina. .. y su esposo, cómo está.

Se inclinó en una reverencia más y se alejó a largos trancos camino del pueblo.





* El cuento «El hombre que vio el Mesías» de Gerardo Pisarello, está tomado de la antología Narradores Argentinos Contemporáneos. El volumen reúne cuentos de Leónidas Barletta, Andrés Cinqugrana, Luis Picó Estrada, Gerardo Pisarello y Andrés Rivera, Editorial Sapientia (Buenos Aires : 1959), pp. 74-82. 




GERARDO PISARELLO, narrador argentino, nacido en Saladas, Corrientes, Argentina el 7 de septiembre de 1898. Fueron sus padres Don Ángel Pisarello y Doña Ulpiana Acuña; tuvo cuatro hermanos: Justo, Luis, Joel y María Pisarello. Vivió su niñez en la casona familiar ubicada junto a la laguna Guazú, (Independencia y Moreno) en Saladas. Sus estudios transcurren en su pueblo natal y en la ciudad de Corrientes, de donde egresa con el  título de maestro, ejerciendo el magisterio en una escuelita rural del paraje Anguá cerca del río Santa Lucía, lugar que le inspira más tarde para escribir el cuento «La Rinconada». Posteriormente viaja a Buenos Aires y continúa ejerciendo la docencia al tiempo que cursa estudios de Derecho, pero su inclinación por las letras le hace abandonar la carrera. Obras Publicadas:  La mano en la tierra (1939), Cherretá (1946), Pan curuica (1957), La espera (1961) y Las lagunas (1965). Sus trabajos han sido traducidos y publicados en distintos países de Europa y Asia. Falleció el 21 de Abril de 1986, a los 88 años de edad.