De: Al Sur del Ecuador
LAS ENCANTADAS
Son erupciones volcánicas aparecidas en el mar.
Superficies rugosas, calcáreas y negras, cicatrices del tiempo.
Al principio no existía vida, entonces llegaron las aves y
depositaron semillas incluidas en su excremento o en el fango
adherido a sus patas, otras pepitas resistentes al agua llegaron
por el mar desde el continente suramericano, troncos flotantes
que transportan iguanas, tortugas que emergieron del mar
y se convirtieron en gigantes terrestres, animales habituándose
al alimento hallado en las islas. La ley del más fuerte.
Fue la selección natural.
Galápagos está a mil kilómetros de mí, pero a los dos
nos atraviesa la línea equinoccial. He escuchado relatos
de bucaneros y filibusteros atracando en ellas,
mas no conozco Galápagos.
Sitio de naturalistas, alemanes locos, que se refugiaron
y pelearon contra la naturaleza y contra sus almas.
No conozco pero imagino si Gauguin, en vez de Tahití,
llegaba a Galápagos: la vida reptil y el siseo retratados
con retorcida, doblada y petrificada lava negra
dando lugar a saurios antediluvianos y prisioneros
calcinados en medio de una rala y esquelética maleza
como si hubiesen sido quemados por un rayo.
Todo bajo un cielo bochornoso y encapotado en el que
despuntan conos volcánicos, entre los que se deslizan
tortugas gigantes resoplando, o iguanas cruzándose
torpemente como diablillos de las tinieblas.
Pinturas dignas de todos los diablos pero no de Gauguin.
Darwin se sintió atrapado por estos retratos de las Galápagos
Y se adentró en el misterio de los misterios.
No conozco Galápagos, he leído la prosa amenazante
de Melville con grandes cactos, lastre negro poblado
de monstruos y aves color tierra posando sobre su cabeza;
para él los marinos malvados eran convertidos en tortugas,
un archipiélago maldito salido después del final del mundo.
No conozco Galápagos y soy suelo calcinado, lengua partida y escarceada por sol, la sal corroyendo huesos, roca áspera que repta y atrapa los colores quietos del monótono horizonte azul, descubrimiento, escondite, agua chocando contra la creación divina, vida rota, detenida a ristre para adaptarse a los tiempos. No conozco Galápagos, lenta tortuga contra los rayos del cielo y las corrientes del mar. Soy roca áspera que repta el suelo calcinado, corroído descubrimiento de los colores quietos, creación divina chocando contra la vida, horizonte azul monótono de huesos en las corrientes adaptándose al sol, escondite detenido al cielo y a sus rayos calcinados. No conozco Galápagos, soy vida del cielo y del mar, creación del tiempo, colores ásperos, agua que corroe a los tiempos, divina roca, lengua de hueso escarceada, descubrimiento de las corrientes que reptan en horizonte, suelo en ristre calcinado, a los dos nos atraviesa la línea equinoccial.
Mi novia tiró todo por la ventana.
Vi cómo fue a dar a la calle el cariño,
mi lealtad y nuestra última noche.
Mujer que cuando dice NO, ningún poder
en el mundo la hace retroceder.
Me he quedado a la intemperie,
¿Deberé ir hacia arriba o hacia abajo?
Tal vez, arriba solo es arriba y abajo, abajo.
Si arriba fuera
abajo y
abajo arriba
el mundo sería diferente.
Yo estoy
abajo. Arriba ella tan linda, tan fuerte,
tan decidida. Arriba ella, yo abajo.
Nunca volveremos a estar juntos.
Juntos no es arriba de mí ni yo debajo de ella.
Juntos: los dos arriba o los dos abajo.
Arriba y abajo. Norte-Sur, no diálogo.
Me he quedado en el Sur, no sé qué rumbo tomar.
QUE OTROS SE JACTEN DE BAJAR ESTRELLAS
YO MUEVO MONTAÑAS
Cómo atraer a la montaña. Qué palabras solfear
para tenerla tras de mí. No puedo decir: ¡Ven!
Y que la montaña esté a mi lado.
Mi novia se fue al norte, eso es pura llanura
con dunas, cactus y unas cuantas lagartijas.
Ella siempre dijo que soy capaz de seducir
a cualquier cosa con faldas.
Solo que ésta
es una montaña de palabras,
y el peso de una palabra
es mayor al de una montaña.
En mi empeño la reescribo,
la tacho y la vuelvo a pensar.
Aunque esto de mover montañas
es tarea ardua, penosa, desoladora.
A punto de quebrar, suelto:
si la montaña no la llevo a ti,
será mejor que tú vuelvas a la montaña.
Pero de inmediato estoy en sus faldas, con
el firme propósito de trasladar la montaña
hacia el desierto de Tucson-Arizona, donde
se dirigió mi novia para intentar vida mejor.
AL SUR DE NUESTRA CASA
Como si a lo lejos se escuchara a los perros:
sonidos agudos, graves, arremolinándose
y chocando del centro hacia afuera que
cada vez se van convirtiendo en voces.
Al despertar me percato que salen del 4B.
Ella grita, él también grita y solloza.
El bullicio te despierta:
—¿Qué pasa?
—Nada. Duerme –digo–.
Me abrazas buscando protección.
—¿Escuchas? –Dices–.
—Sí.
—No, ¡Escucha cómo ladran los perros!
Con parsimonia acaricio tus cabellos
e imagino un mundo sin perros.
LA ENCENDIDA
Doblar el lomo. Ir contra el viento. Moverse de aquí
para allá. Y desde allá llegar aquí. Cocinar-lavar-planchar
será poco. Fregar pisos y el trasero de cinco mocosos. Meter
las manos en la vida. Pisar fuerte la vida. Moverse incluso
debajo del agua. Seguir, siempre seguir. Convertirse en ola,
en vendaval. Sudar, sudar mucho. Vida áspera, vida que no es
pero no claudicar. Conseguir el pan, sacudirse las pulgas.
No ganarse la contemplación de nadie. Caminar al filo de
todo. Caer y levantarse. Ir de frente descubriendo sabores
ácidos y fragantes. Tomar un hombre, luego otro para
desecharlos cuando quisiera. Estar sola, vivir sola con
el bullicio de sus hijos. Darse la vuelta envuelta en las
aguas del mismo río y nunca tropezar con la misma piedra
dos veces. Esquivar las piedras del mundo sin trastrabillar
por la precariedad. Conocer hambre y alegría, reñida con
el circulante. Solo circular de sol a sol, máquina, irrumpiendo
el cielo nítido y la tierra árida para conseguir la vida. Seguir,
proseguir, perseguir, ningún desmayo, ningún arrepentimiento.
Seguir, seguir descubriendo las mil y una formas de mantenerse
a flote. Sobre el nivel del mar, jamás hundirse, subir con
los hijos como una orangután en defensa del tigre de la vida.
Llegar a la cima del Cotopaxi y abandonar el pueblo para
patear la ciudad, Quito, fría y sucia, pero suya, no la venció
ni hoy ni nunca y le puso hijos para que brinquen y pataleen
por sus entrañas, incendiando, rayando las montañas
hasta que se acostumbró o se acostumbraron al movimiento,
a la oscilación, un continuo en el tiempo.
Estar y no estar, pero siempre ser, ser combustión que
rebasa todo. Convertir el aire en poesía, dar de comer uno
por uno sin guardar nada hasta no tener dónde caerse muerta.
Mujer macho, mujer de cojones como tantas que nos han
enseñado a movernos, agitarnos, sacudirnos, reclamar, remover,
vibrar, hormiguear. Por todos los cielos: ¡indignarse!
MAROSA DI GIORGIO LEE EN UN BAR DE MEDELLÍN
Era una mariposa con sus poemas en un bar. Llevaba
vestido ancho de tafetán fucsia con tules negros y azules,
el sitio estaba oscuro, solo una lámpara echaba luz refulgente
sobre su libro. No leía, oficiaba misa llena de feligreses
que hacían mutis hipnotizados por su voz saltarina y grave.
Misales de corte erótico con pedrería de huertos y jardines
salían de su boca, palabras llenas de ramas, frondosas,
cargadas de espinas, bromelias, trepadoras, madreselvas,
enroscándose en las vigas del tumbado.
Por el piso se extendía kikuyo, subía por las patas
de las mesas y las de las muchachas que tenían
los ojos llenos de lágrimas a punto de reventar,
mientras la voz saltarina y grave celebraba
su canto número tres, un rizoma de palabras esdrújulas
enmarañadas en la maleza selvática de la noche.
Nadie decía nada, solo ella nombraba cosas oscuras,
retorcidas como alambres metiéndose por las orejas,
tocando las fibras del deseo y la cobardía.
El público se contenía, era como si algo malo
se estuviera anunciando, como si aquellos
que habían llegado a la misa, luego saldrían desesperados
a abrazar a sus seres muertos y olvidados.
Un olor a naftalina se esparcía en el medio,
daban ganas de arrodillarse, llorar sin compostura.
Pero llegó un perro, negro, turbio, que mostraba los dientes,
escurriéndose entre las mesas y los zapatos de la gente,
fue a subirse a la mesa, a lado de lámpara.
Tenía los ojos desorbitados y vidriosos,
se agazapo como si fuese a saltar sobre alguien,
ella empezó a acariciarle mientras leía,
el perro negro y erizo se puso manso sobre la mesa.
Nadie se movió, solo escuchaban y miraban al perro
de lana espinosa acomodarse para dormir.
Un niño, un niñito de esos que todavía no entienden el mundo
o el mundo no les entiende a ellos, señaló con su dedo acusador
al perro, su madre, al percatarse, dobló el brazo del niño, que
nuevamente señaló hacia el perro, de nuevo su madre lo dobló;
el niño hizo un gesto rotundo y volvió a levantar su mano con el
dedo apuntando al perro; entonces, su madre le dio un golpe
y se produjo un sonido impreciso y sordo,
como un ahogado susurro de conversación,
en el mismo instante en que el perro se encabritó
y salió del recinto con el rabo encogido,
dando pequeños saltos como un conejo de fieltro percudido,
al niñito le brillaron los ojos y fue tras él,
dejando la sala con la voz sonando más fuerte,
para que le escucharan hasta los que estaban afuera del bar.
Mencionaba la historia de un pájaro de cuatro pies
que no podía volar, caminaba dando doble zancadas en una jaula;
tan pronto llegaba a un extremo, emprendía el retorno,
sus patas se habían convertido en pilares musculosos,
fuertes, anchas como las de un toro de lidia,
daba brincos y aleteaba sin poder elevarse. La voz,
cada que el pájaro de cuatro pies daba un petite salto,
se elevaba como si por fin volara.
Era un poema que lo tejía y destejía,
resultaba gracioso ver a los pies de la lectora,
en una canastilla el montón de páginas encrespada
resistiéndose a perder la forma de minutos antes.
El bar estaba lleno de niebla, cuando terminó ese poema,
al fondo se escuchó que alguien bufaba y aplaudía
con entusiasmo, pero pronto uno de sus vecinos le tapó la boca
como si hubiera sido un asalto, aquel volvió a sentarse derechito
al auditorio, allí se estuvo como una gallina.
Las palabras volvieron a ser un gran manto de organdí
asentándose sobre los rostros húmedos y lóbregos esperando
redimirse escuchando textos celebérrimos, como aquel de la monja
que mostraba su seno derecho a cuanto hombre deambulaba;
uno dijo no señora monja tengo el mío en casa y apresuro el paso;
otro chistó, es un seno color azul-celeste, no me atreveré a tocarlo,
estoy en veda, no sucumbiré y corrió por un laberinto hasta
desaparecer en los cuatro muros del deseo.
Luego la monja sacó su seno izquierdo, con los senos al aire
fue a parase en las puertas de la universidad,
cuando salieron los estudiantes de botánica,
pasaron sin decir una palabra,
frente a la monja que mostraba sus membrillos.
Más tarde salieron los de ciencias del derecho, que al ver
a la monja establecieron puro conjeturas sobre senos expuestos,
monjas locas bastardos que se aporrean mujeres.
Se entabló una discusión infinita, aprovechada por la monja
para desvanecerse en el acto.
El texto seguía con una vecina cariacontecida llena de humo;
el auditorio no respiraba, solo seguía la lectura y contemplaba
el perfil aguileño de la autora como una mariposa posada
en la rama del membrillo. Leyó que la vecina
fue hallada en un bosque de amaranto con la falda
subida hasta la cintura, las piernas abiertas como una muñeca,
con su calzoncito rosa tirado cerca de los árboles,
así recibió a cuanto transeúnte se atrevía a detenerse
y depositar su liquido rojísimo con el que se preñaría.
La vecina contaba: uno, diecisiete, veinte y tres…y en eso
apareció, en el recinto, ese niñito que salió atrás del perro,
ahora todos le vieron convertido en hombre,
había pasado tanto tiempo, su madre le reconoció de inmediato
e hizo un espacio a su lado,
el niñito-hombre grueso, tosco como tendero de pueblo,
levantó la mano, apuntó con el índice hacia su madre
y fue y se sentó a su lado, no hubo ni murmullos ni susurros,
tampoco el vaho de hipocresía se impregnó;
la lectura seguía su ruta rauda, la voz grave y saltarina,
cantaba como un salmo: que alguien vestido de novio
quería casarse con Nubia, la hija del carnicero,
que él vestido con traje blanco y camisa gris,
se había apostado en la esquina a esperar por ella
para abordarla y casarse, pero ella no salía porque
despostaba reses, metía el cuchillo en las carnes del vacuno,
salpicándose de sangre, como si un animal negro,
se hubiera resistido a su muerte y hubiera relinchado
con la aorta abierta.
Nubia caminaba a la puerta de la carnicería,
con los cuchillos en las manos, una y otra vez;
miraba al novio en la esquina, musitaba frases inentendibles,
sus ojos se agrandaban, se ponían saltones viendo al novio
en la esquina con su traje blanco, camisa gris.
Ella lequeríanolequeríaquerianolequerianooooolequerisiiilanolonq,
no sabía lo que pasaba por su corazón,
solo destripaba vacunos y colgaba la carne
en los ganchos como le enseñó su padre.
Tenía enredado su corazón con una gaza,
era como si su corazón estuviera nublado,
no lograba dilucidar si quería casarse o no quería casarse:
El novio en la esquina pateaba pedrezuelas para distraerse;
una de ellas fue a dar contra un coche rompiendo sus cristales,
el chofer bajo del auto, puso cara de criminal y corrió donde
el novio, quien ni tonto ni lento fue a refugiarse en la tercena;
Nubia le recibió definitivamente con los cuchillos en sus manos.
La lectura concluyó y un hilillo de líquido escarlata escapaba
por el piso mientras una mariposa negra y grande ascendía.
AMOrOMA
Juan entra en un bar y descubre a María,
vamos a Roma –le dice–. Antes
de que responda, saca de la manga
un frondoso ramo de rosas frescas. María
sonríe y amanece en su cama junto a Juan.
Cuando él sale del departamento
va pensando en que ella lo ama. Llega a su casa
y su casa no existe,
su mujer no existe, ni sus amigos ni sus padres.
Desesperado corre nuevamente al bar,
allí divisa a María, se acerca y le dice
–vamos amoR–. Ella extiende la mano y
le muestra el un lado y el otro, la cierra;
sopla tres veces sobre la mano cerrada y
al abrirla alegres mariposas
revolotean ante los ojos de Juan
mientras María desaparece.
Juan queda con un ramo
de rosas marchitas en el pecho y mariposas
amarillas danzando sobre su cabeza.
Roma, el amoR, María, las rosas, el bar,
su cabeza marchita con alegres mariposas,
su novia no existe, María está en el bar,
su padre amanece, nadie llega a casa,
corre cama de la manga la casa pensando
ramo de rosas cierra al uno y otro lado
amigos tres veces sopla sopla.
EDWIN MADRID (Quito, 1961). Publicó los libros: Pavo muerto para el amor (Argentina, 2012), Lactitud cero° (Colombia, 2005), Mordiendo el frío (España, 2004), Puertas abiertas (Ecuador, 2001), Open Doors (U.S.A., 2000), Tentación del otro (Ecuador, 1995), Tambor sagrado y otros poemas (Ecuador, 1995), Caballos e iguanas (Ecuador, 1993), Celebriedad (Ecuador, 1992), Enamorado de un fantasma (Ecuador, 1990), ¡OH! Muerte de pequeños senos de oro (Ecuador, 1987). En el 2004, en Madrid, recibió el Premio Casa de América de Poesía Americana, también alcanzó el Premio Único de Poesía Ministerio de Cultura y Patrimonio 2013, por su libro Al Sur del ecuador, Tiene traducciones al árabe, inglés, portugués, alemán e italiano. Ha sido invitado por las universidades de Cincinnati, Zurich, Viena, Granada y realizado lecturas de poesía en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. En el 2011 fue escritor residente en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, Francia. Editor de Poesía completa, español/ inglés, de Jorge Carrera Andrade (2003), compiló la Antología poesía ecuatoriana del Siglo XX (Visor, 2007) y Línea Imaginaria, antología de la poesía ecuatoriana (LOM, 2015). Se desempeña como director del Taller de Escritura Creativa de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Quito. Dirige la colección de poesía de la editorial Ediciones de la Línea Imaginaria. Al Sur del ecuador es su libro más reciente.